Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro segundo - Capítulo terceroLibro tercero. Capítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO TERCERO
La mentira monárquica y aristocrática
Capítulo primero



Si pudiéramos considerar las instituciones existentes no más que desde el punto de vista artístico y estético: si fuera posible examinarlas y juzgarlas con la independencia del príncipe Usbeck en las Cartas persas de Montesquieu, que en un mundo extraño sólo busca impresiones y que al perderlo de vista sacude el polvo de sus pies, no dudaríamos ciertamente al declarar que la organización que hoy tiene el mundo, está en hábil forma ordenada. que es lógica, y en suma, muy perfecta.

Todos los partidos se unen y eslabonan en ella necesariamente, y de una a otra extremidad existe la sola y única línea racional que enlaza el todo. Cuando el edificio gótico del Estado y de la sociedad en la edad media se hallaba aún intacto, debió ser imponente y aparecer a los ojos de los que en él vivían, como un lugar a la vez seguro, cómodo y soberbio. Hoy no más que la fachada subsiste, en tanto que el resto del palacio yace en ruinas o se ha destruído por completo. sin dejar a los que en él busquen abrigo ni un solo techo capaz de protegerlos de la lluvia, ni un solo muro que los resguarde del viento; mas la fachada conserva las proporciones del viejo edificio y continúa despertando en el ánimo observador la idea de una construcción notablemente ingeniosa. Lo que en algún tiempo fue sólida fortaleza, es hoy una decoración de pura exterioridad y sin fondo alguno; pero aunque decoración de teatro, verdadera obra de arte en la cual todo los detalles se hallan intimamente ligados. Quien no juzgue necesario examinar el interior del munumento en medio de sus escombros, y se coloque para verlo a una distancia conveniente sólo a la perspectiva, deberá exclamar sin duda:¡Magnífica obra, y notable arquitecto el que la realizó!

La monarquía está inseparablemente unida a la religión y la envuelve bajo su forma histórica. La recíproca no existe. Una iglesia determinada puede ser institución de Estado sin necesitar que éste sea monárquico. En teoría, no hay que aducir pruebas para afirmarlo, en la práctica, basta considerar las Repúblicas de los indios y mestizos en la América del Sur, gobernadas por los jesuitas; la República de los Estados Unidos, en la América del Norte, fundada sobre una base religiosa, y otras más que pudiéramos citar. En cambio, es imposible comprender la monarquía sin la creencia de Dios. Puede suponerse que un hombre fuerte y valeroso se apodere de la soberanía de su país, conservándola por la habilidad o la fuerza; que someta a su nación por un golpe de mano; que se apoye sobre una sociedad de partidarios egoistas, encadenados a sus intereses mediante ventajas materiales, honores y dignidades, y sobre ellos y un ejército al cual conceda los primeros puestos en el estado y haya conducido a la victoria, colmándole de oro y títulos; que apoyándose, repito, sobre todo esto, se coloque en la cabeza, a gusto suyo, una corona de emperador o de rey, y se nombre monarca, protector, dictador o presidente. En general se aguanta la dominación de un hombre en tales condiciones, porque obliga a ello la fuerza de su poder; pero es muy posible que la gran mayoría del pueblo se humille voluntariamente a él, no sólo porque es propio de la naturaleza humana dejarse transportar hasta el entusiasmo por el prestigio de los éxitos, sino también porque la generalidad de los hombres encuentra ventaja y comodidades en acatar lo que existe; y además, porque el César, si es un hombre superiormente dotado, puede muy bien gobernar de tal modo que el comercio y la industria florezcan, que la justicia sea rápida y segura, y que una multitud de ciudadanos, ocupándose no más que de sus intereses materiales, vean, agradecidos, su mesa ricamente servida y sus economías aumentadas. Semejante usurpador pudiera ser un hombre de claro talento, no perdiendo cosa alguna si renunciaba a la alianza de la religión. Apoyado en la espada, no tendria necesidad de los socorros de la cruz.

No temería la crítica de la razón por serle fácil oponer su fuerza a las consecuencias de aquella. Al decirle un lógico: Puesto que eres un hombre como nosotros y te hemos elegido voluntariamente por nuestro jefe, no hay motivo alguno para dejarte a perpetuidad el rango supremo y obedecer sin réplica tus órdenes. El tirano podría responder: Tu argumento es irresistible, pero mi ejército lo es también; y me obedeceras, no porque esto sea razonable y justo, sino porque puedo obligarte a ello. En tal situación no le es necesario a un amo apelar a Dios; le es muy suficiente que apele a la fuerza. Puede renunciar al óleo santo y a las bendiciones de los sacerdotes, toda vez que tiene de su parte la pólvora, y es sabido que las ballonetas de los soldados son, a lo menos, tan persuasivas para la multitud como el misticismo religioso de una pomposa coronación.

Mas aun para este usurpador cambian las circunstancias desde el momento en que tiene un hijo al cual desea transmitir su poder. Tan pronto como esto ocurre, solicita los auxilios de la religión; entonces recuerda, de improviso, qué los altares de las iglesias en la edad media servían de asilo y refugio para escapar a las persecuciones de la razón. La hoja de la espada no es ya suficiente, y le hace poner una cruz por empuñadura. Los orígenes del poder del César están rodeados de una claridad demasiado viva; hay que envolverlos en una nube de incienso. Se confunden con arte los párrafos salientes de su historia en los contornos vagos de una leyenda; recibiendo el sacerdote la misión de oponer a esta pregunta indiscreta: ¿Por qué el débil vástago, que jamás podría conquistar una corona por sí mismo, debe heredarla de su valiente padre?, la respuesta siguiente: Porque Dios lo quiere así. Con este escudo procuran defenderse las nacientes dinastías. Mas para los hijos del siglo XIX los fusiles de un golpe de Estado no pueden ofrecer el aspecto del zarzal ardiente de Moisés, y es difícil penetre en nuestras cabezas que un combate en las calles sea una revelación de la voluntad divina. Cuando el heredero de un dictador no puede conservar su trono por los mismos medios que empleó su padre, de poco le servirá buscar en el cielo su derecho a la soberanía.

La iglesia católica, en absoluto prohibe canonizar a un hombre antes de que hayan pasado cuatro generaciones desde que murió. Es necesario dejar a los creyentes tíempo bastante para que olviden su carácter banal de ser humano; porque aún teniendo la mejor voluntad. es muy difícil que se persuadan de que Pedro o Pablo, con quienes estuvieron sentados en los bancos de la escuela, posean ahora alas de ángel y ocupan un sitio ante el trono del Señor como primeros solistas en el coro de cantores bienaventurados. En este punto la iglesia es más habil que los Césares, que pretenden realizar su metamorfosis en semidioses ante los ojos de sus contemporáneos, sin aguardar a que hayan olvidado las botas torcidas y las deudas no satisfechas de tan flamantes señores. Fue una gran falta política de los Bonapartes no satisfacerse con gobernar de hecho la Francia, sin hacer que les expidieran en la Iglesia de Nuestra Señora, para la coronación, un certificado de origen místico. El 18 Brumario y el 2 de diciembre hacían superfluo tal certificado. El águila del Imperio no tenia necesidad de que le asociaran la paloma del Espíritu Santo.

Mas si un dictador puede prescindir de la religión, un monarca legítimo debe contar absolutamente con ella; es su razón de ser necesaria. En la inmensa mayoría de los casos, cualquier monarca es mas bien inferior que superior al término medio de la inteligencia humana. Es raro que un príncipe sea lo que en la vida ordinaria se llama una cabeza capaz: en cuanto a un talento poco común o a un genio, se ve aparecer en las dinastías históricas no más que alguna vez en el transcurso de los siglos. Entre los jefes actuales de los países civilizados, hay unos que se creen guerreros, otros sabios, otros juristas, escritores, pintores, músicos, etc. Toman muy frecuentemente un serio empeño, por ir lo más lejos posible en el ramo para el cual se juzgan con aptitudes, y sus producciones son con seguridad la suma completa de lo que ellos valen. ¿Y qué resulta de todos sus esfuerzos? Si no se les juzgara con adulación y sí en crítica imparcial, se llega a deducir con certeza que sin su nacimiento Real no hubieran podido crearse jamás por sus propias fuerzas una posición desahogada. Este príncipe que se cree un buen guerrero, no habría llegado a general; este otro que se cree un jurisconsulto, probablemente no ganaría pleito algnno: el astrónomo quedaría sin obtener la más insignificante cátedra en cualquier universidad; el autor dramático no llegaría a ver representar siquiera una de sus obras; el pintor nunca hubiera vendido un solo cuadro. Si tal monarca se llamara Mayer, Durand o Smith; seguiría piadosamente detrás de todos en la general y constante lucha por ocupar los primeros puestos. Al preguntar si uno sólo de ellos sería capaz de ganar su vida mediante un trabajo modesto, de fundar una familia y sostenerla, tendríamos necesidad de no poca indulgencia para admitir cuando más, que con sus facultades actuales y, otro género de educación, pudieran llegar a ser pequeños industriales, tenderos sin carácter personal, empleados ordinarios u oficiales obscuros.

Algunos, siquiera, tienen ventajas sociales; son hombres hermosos; saben en la intimidad sostener una conversación amena; podrían trastornar la cabeza de alguna rica heredera y hacer buenas bodas, cosa que constituye también una especie de talento. Hay otros, a quienes se deben negar hasta cualidades como éstas, sino eminentes, a lo menos agradables. Son feos, enclenques, miserables, demasiado pobres de espíritu para mantener, ni diez minutos, de la más frívola tertulia de salón, y demasiado vulgares para que una mujer superior los ame nunca por sí mismos.

Pues bien, cada uno de estos principios ocupa en su país, y frente a frente de personas de su rango, en absoluto el mismo lugar; Federico el Grande, como Fernando VII de España; José II como Fernando de Nápoles, denominado el Rey bomba, Leopoldo I de Bélgica, como Luis XV o Jorge IV de Inglaterra, son igualmente sagrados, inviolables e infalibles. Su nombre brilla con el mismo esplendor en todos los actos oficiales; sus decisiones tiene idéntica fuerza y surten parecido efecto. Todos se inclinan ante ellos con igual respeto, les dan el título de Majestad y los llaman indiferentemente augustos, muy poderosos, muy graciosos. A la vista de un espectáculo como este se rebela el buen sentido natural del hombre y pregunta: Cobarde, incapaz, ¿por qué mandas a grandes generales y a poderosos ejércitos? Pobre ignotante, que no sabes ni aun la ortografia de tu lengua materna, ¿por qué has de ser el protector supremo de las Academias y Universidades? Criminal, ¿por qué dispensas tu la justicia y decides de la vida de los acusados? Libetino inmundo, ¿por qué de la virtud y del mérito eres el remunerador? Espíritu impotente y mezquino, ¿por qué diriges en persona los destinos de un pueblo fuerte y determinas para lo futuro la tendencia de su desarrollo? ¿Por qué? ¿Por qué?

Tales preguntas no admiten una contestación razonable; no queda a la monarquía mas que esta: ¿Por qué? Porque Dios lo quiere así. Respuesta estereotipada que aleja toda curiosidad indiscreta y toda crítica incómoda; gracias a ella la monarquía se hace preceder por doquiera de la majestad de Dios como de un heraldo. Cada vez que desea ejercer sus privilegios, empieza por recordar el origen sagrado de sus poderes. Por la gracia de Dios, dicen las leyes, los tratados, las actas. La gracia de Dios es en cierto modo la garantía que los monarcas presentan siempre que se trata de comprobar el estado de su crédito. Mas para que esta afirmación del poder Real sea suficiente, es necesario que se crea en Dios, y he aquí porque llega a ser el interés más grande y atendido de la monarquía mantener en el pueblo tal creencia por todos los medios posibles, ya sean hábiles o ya violentos. Los monárquicos de verdad, que apasionadamente combaten la instrucción del pueblo, y que desean, por lo menos, que el estado no ayude a mantenerla, poseen mil razones para ello. Son por esta causa los que predican: El pueblo ha de tener una creencia, cuando se oponen a que se abran escuelas puramente laicas, cuando declaran que la separación de la iglesia y del Estado equivale a destruir los fundamentos de éste.

El exigir que sea el Estado cristiano es una consecuencia lógica de su manera de pensar. Mas no hay en ellos bastante sincerldad cuando añaden: Porque sin religión el pueblo no tiene moral; y el Estado que deja de ser cristiano abandona el campo a todas las malas pasiones, a todos los vicios y a todos los crímenes. El verdadero sentido del anterior aserto es el siguiente: Porque la religión es el único fundamento de la monarquía hereditaria; pues el emancipar al pueblo conduce irremisiblemcnte al dominio del más fuerte o del más capaz, es decir, a la dictadura o a la República. He aquí una prueba de las costumbres engañosas de nuestra época; ni aun los monárquicos más osados tienen valor para confesar el verdadero motivo por el que desean conducir al pueblo al seno de la Iglesia. Debían exclamar resueltamente: Necesitamos de la religión como de un escudo para la monarquía, demostrando ser audaces. Mas que pretendan sostener la religión a pretexto del orden, de la moral y del bien del pueblo, es hipócrita y cobarde.

El invento más absurdo de nuestro siglo es la monarquía liberal o constitucional. Se ha querido establecer armonía y unión entre dos formas políticas, entre dos concepciones del mundo que se excluyen de un modo absoluto. Los defensores de este sistema encuentran muy cómodo que los negocios humanos sean regidos, no por la lógica, sino por la indolencia, por la fuerza de inercia; o más bien, para decir la verdad, ven con sumo agrado que la lógica no haga valer sus derechos mas que a largos intervalos. De otro modo, esta cosa fuera de razón, que se llama monarquia constitucional, no podría subsistir ni una hora. ¡Cómo, la monarquía ha sido establecida por Dios mismo y divide su poder sagrado con los mortales! ¡El monarca deja limitar su poder por los representantes del pueblo, y este poder es la traducción directa de la voluntad de Dios! ¿El monarca admite, por consiguiente, que se limite la voluntad de Dios? ¿Es posible esto? ¿No es una rebeldía contra ese Dios, un sacrilegio? Y un monarca, si es creyente, ¿cómo decide por una ley orgánica que tal sacrilegio sea permitido? Esta es la situación, examinada bajo el punto de vista de la monarquía por la gracia de Dios.

No es menos absurda la monarquía constitucional si la juzgamos por el lado contrario: el de la soberanía popular. Descansa en la suposición de que el pueblo tiene derecho a regir por sí mismo sus destinos. ¿De dónde procede este derecho? De su propia naturaleza. Es una consecuencia de su poder vital. El pueblo tiene derecho a gobernarse, porque en él está la fuerza; así como un individuo poseerá el derecho de vivir, porque tiene fuerza para ello, todo el tiempo que ésta le dure. Mas si tal punto de partida es exacto, ¿cómo sufrimos todavía un rey hereditario, cuya voluntad sola vale tanto, si no más, que la de todo el pueblo? ¿Cómo aguantamos un rey que tiene derecho a oponerse a la voluntad del pueblo, conforme éste lo tiene a oponerse a la voluntad del rey? Si el pueblo, en virtud de su soberanía, quisiera deponer al rey o abolir la institución monárquica, ¿sería su mandato acatado por el rey? Si éste, merced a la misma soberanía, quisiera suprimir el Parlamento, ¿permitiéralo el pueblo? Al ocurrir cualquiera de estos conflictos, ¿qué suerte se hallaba reservada a uno u otro poder? Dos soberanías en un Estado son tan imposibles como dos dioses en la naturaleza, quiero decir, dos dioses con los atributos que los creyentes conceden a su Dios único. A los ojos del rey por la gracia de Dios, el derecho popular debe ser completa negación de la omnipotencia de Dios; a los ojos del pueblo ilustrado, la monarquía por la gracia de Dios niega en absoluto el poder y la fuerza de la nación, que ésta posee y que es muy fácil comprobar.

Para comprender las monarquias constitucionales necesitamos hacer renuncia de la facultad de pensar. Con relación a la monarquía absoluta, es la constitucional lo que el protestantismo ortodoxo respecto al catolicismo. Este guarda consecuencia, el protestantismo obra arbitrariamente. La iglesia católica reconoce a su jefe supremo el derecho de proclamar los artículos de fe y prohibe toda crítica en esta materia. La protestante concede que se discuta la fe con la ayuda de la Biblia, pero no admite la crítica de la Biblia misma; la razón humana tiene derecho a moverse libremente hasta que llega a lo velado; entonces debe hacer alto. ¿Por qué? He aquí lo que no se explica. De esta manera existe y no de otra. Es el pensamiento circulando con limitaciones, la discusión con impedimentos que no le permiten avanzar sino hasta cierto punto. De igual modo tolera la monarquía constitucional que se planteen las premisas positivas, mas sin admitir que se saquen las necesarias consecuencias. Reconoce como principio fundamental el derecho de la nación a decidir de sus destinos; pero niega al propio tiempo este derecho, proclamando el suyo como superior y primordial. Consiente que vaya en su séquito la lógica, pero con los dientes rotos y las piernas cortadas.

La monarquía absoluta, rodeada de las instituciones políticas de la edad media, cumple al menos con la lógica y satisface al espíritu que busca la proporción y la armonía. Es necesario hacer no mas que un sólo sacrificio, el de la razón; no hay más que aceptar sin crítica una sola premisa, y es, que el monarca debe sus privilegios a una gracia especial del mismo Dios; de ella se desprenden naturalmente todas las demás condiciones de la monarquía absoluta. Esto admitido, no hay que replicar al principio del derecho supremo que afirma no puede obrar mal el rey ni equivocarse, aunque mate, robe, viole o cometa un perjurio. Además, le corresponde hacer de su pueblo cuanto le plazca, sin que ningún mortal tenga derecho a oponerse; supuesta la gracia de Dios, se ha de ver claro como el día que su persona es sagrada y una verdadera encarnación de la divina Providencia.

Un mandatario directo de Dios tiene derecho indubitable a esta situación, a este poder sobrehumano. El edificio perfecto de la monarquía de origen divino, que niega los derechos populares, es una bella obra de la inteligencia humana, cuyas líneas simétricas pueden agradar a la vista. El vasallo, nacido para obedecer, trabaja en paz con la regularidad de una máquina. Si posee lo necesario para vivir con alguna holgura, engruesa cómodamente. Si padece hambre, se consuela pensando que así debe suceder, y que ya estaba previsto en el arreglo del mundo. No siente necesidad de cuidados, puesto que los tiene el rey por él, y le organiza y procura su presente y su porvenir de la mejor manera posible. Que un día llega el vasallo a preguntarse, con penosa duda, si todo se halla perfectamente ordenado en el mejor de los mundos; aquí está la Iglesia para tranquilizarle asegurando que aun aquello mismo que no le parece satisfactorio emana en línea recta de los justos decretos de Dios, y que debe acallar a su propia inteligencia limitada cuando no consiga penetrarse de lo excelente que todo cuanto existe es en realidad. La monarquía y la religión ayúdanse con lealtad como dos conjurados y combaten fielmente por su bien común.

El rey envía el pueblo a la Iglesia, y el sacerdote le predica qué se humille ante las gradas del trono. El rey salmodia: Hay un Dios, y para quien no crea en El tengo carceleros y verdugos. El sacerdote contesta a la anterior estrofa: El rey ha sido establecido por Dios mismo, y el que lo dude se atrae la pérdida de la salud eterna, sin contar los castigos terrenales. Afirma el rey que jamás pudo mentir un sacerdote, y éste asegura que los reyes no practican sino la justlcla. Se dice, dos testigos bastan para que se conozca la verdad; y el espíritu sencillo del pueblo debe hallarsee impresionado de antiguo muy profundamente, cuando el uno de estos dos testigos lleva en los hombros manto de púrpura y una corona sobre la cabeza, y el otro usa vestiduras bordadas de oro y cruz guarnecida de brillantes. El testimonio de dos aliados unidos por intereses comunes no tendría valor, sin duda, ante un tribunal civil; pero a los ojos de los pueblos continúa teniéndolo después de millares y millares de años.
Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro segundo - Capítulo terceroLibro tercero. Capítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha