Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro segundo - Capítulo segundoLibro tercero. Capítulo primeroBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO SEGUNDO
La mentira religiosa
Capítulo tercero



Las explicaciones que preceden no dejan subsistir el error. La necesidad que tienen los hombres de elevados excitantes intelectuales de un ideal, de un consuelo siempre pronto, y asimismo de una protección, si bien quimérica, tan potente como misteriosa, en todos sus apuros, esta necesidad no es fingida ni ilusoriá, sino real e indeleble. Hemos visto cómo por razones históricas, fisiológicas y psicológicas el hombre debe procurar naturalmente su satisfacción en la creencia tradicional, en Dios, en el alma y en la inmortalidad. Al adherirse a estas ideas no hay en la mayor parte de los hombres mentira ni ilusión voluntaria o involuntaria; hay sí una debilidad sincera, un achaque de buena fe, una costumbre que no puede renunciar, un sentimiento poético que se sustrae piadosamente al análisis razonable. Yo entiendo por mentira religiosa el respeto que hombres a la altura de la civilización de hoy otorgan a las religiones positivas, a sus artículos de fe, a lo instituido por ellas, a sus ceremonias, símbolos y sacerdotes.

Este respeto, vuelvo a decir, es una mentira y una hipocresia cuya enormidad me cubre el rostro de perpetua vergüenza, por la sola razón de hacerse la mayor parte de las cosas sin reflexionarlas, sin darse cuenta de lo que significan. Por pura rutina se va a la iglesia, se saluda al sacerdote, se trata con respeto la Biblia y maquinalmente tiénese un semblante recogido y devoto al tomar parte en los actos del culto, cuidando bien de no decir muy claro qué traición indigna se comete por estos actos contra todas las convicciones, contra todo lo que hemos reconocido como verdad.

La ciencia histórica nos ha enseñado cómo se formó la Biblia, sabemos que se llama así una colección de escritos tan diferentes de origen, de carácter y contenido como lo sería una obra que encerrase, por ejemplo, el poema del Nibelungen, un Código de procedimientos civil, los discursos de Mirabeau, las poesías de Heiney un método zoológico, todo ello impreso confusamente y al azar y reunido en un volúmen. Encontramos en este caos supersticiones de la vieja Palestina, obscuras reminiscencias de fábulas indias y poemas, plagios mal comprendidos de doctrinas y costumbres egipcias, crónicas tan áridas como históricamente sujetas a caucion, poesías humanas. amorosas o patrióticas, donde se observan rara vez bellezas de primer orden, pero frecuentemente ampulosidad y grosería, mal gusto y un sensualismo del todo oriental. Como monumento literario la Biblia es mucho más moderna que los Vedas y una parte de los Kings: como valor poético queda muy atrás de todo lo quc los poetas, aún los de segundo orden, han creado en los dos mil últimos años. En cuanto a quererla comparar con las soberbias producciones de Homero, Sófocles, Dante, Shakespeare o Goethe, la idea no se le podria ocurrir más que a un espíritu fanático que hubiese renunciado al uso de su razón. Las nociones que la Biblia nos da respecto al mundo son inocentes, y su moral es escandalosa, tal como está expresada en el Antiguo Testamento, por la sed de venganza de Dios; en el Nuevo, por su parábola del obrero de última hora, por los epidios de Magdalena y de la mujer adúltera, por lo que se relaciona de Cristo con su madre. Sin embargo, hombres poco ilustrados y con juicio para conocer todo esto, fingen un respeto sin límites por ese viejo libro; oféndense cuando se habla de él con entera libertad como de otras producciones del ser umano; forman potentes Sociedades que disponen de sumas fabulosas para repartir la Biblia por millones de ejemplares en el mundo entero; y pretenden encontrar asimismo en ella una fuente de virtud y elevación moral.

Las liturgias de todas las religiones positivas descansan sobre ideas y costumbres que tienen su origen en la más antigua barbarie del Asia y del Norte de Africa. El culto del sol de los arios, el misticismo de los budistas. el culto de Isis y de Osiris, en los egipcios, han suministrado su contingente a los actos religiosos y a las oraciones, a las fiestas y a los sacrificios de los judios y los cristianos. Y los hombres del siglo XIX conservan un semblante serio y hasta solemne, repitiendo las genuflexiones, muecas, ceremonias y preceptos imaginados hace ya muchos millares de años, en la edad de piedra y de bronce, sobre el Nilo o el Ganges, por hombres ignorantes e incultos, para dar una forma sensible a las ideas del más grocero paganismo respecto al origen del mundo y la fuerza que le gobierna.

Más pudiéramos decir que esta indigna comedia, y aun más de relieve nos resultaría del grotesco contraste entre la civilización de nuestra época y las religiones positivas; pero nos es muy dificil hablar de esto con templanza. La contradicción es tan monstruosa, que los mejores argumentos de la crítica son impotentes, como lo sería la mejor escoba contra las montañas de arena del Sahara; sólo la risa de Rabelais, o el tintero lanzado con terrible cólera por un nuevo Lutero, podría conseguir el fin.

¿Cómo mostrar cada rasgo de la mentira religiosa? Es preciso contentarse con poner ejemplos al azar. Los diplomáticos usan de corrupciones y de amenazas para decidir a los Cardenales a nombrar un Papa de su gusto; y cuando estas intrigas laboriosas dan resultado, los mismos diplomáticos reconocen al Papa una autoridad que supone ser el Espíritu Santo quien lo ha escogido por sucesor de San Pedro. La elección de un Papa es un acontecimiento importante para millones de gentes que ríen a carcajadas cuando leen el relato de que se ha instalado un nuevo dalai-lama después de la muerte de su predecesor; sin embargo, los dos sucesos tienen entre sí la más grande semejanza. Los gobiernos envían representantes cerca de un hombre cuya importancia consiste en poder dar a Dios nuevos santos, asegurar a las almas recompensas en el cielo y librar a los pecadores de las penas de una combustión póstuma. Al hacer tratados con el Papa, dichos gobiernos reconocen solemnemente que aquél posee en efecto una influencia particular cerca de Dios; que se halla dotado por él de una parte de su poderío sobre la Naturaleza y la Humanidad, y que se deben a un personaje tan formidable consideraciones que ningún otro hombre tiene derecho a pretender. Estos mismos gobiernos no sienten escrúpulo al enviar expediciones al interior del Africa y en burlarse de un encantador negro que viniera a impedir a sus emisarios penetrar en aquel territorio, amenazándoles con la cólera del fetiche, del cual se juzga el más poderoso favorito y consejero. ¿Quién medirá la diferencia entre este pobre diablo de negro y el Papa romano, puesto que los dos pretenden ser primeros ministros de Dios, poder dirigir su rayo, y hasta recomendarle gentes para una recompensa o señalarlas para un castigo? ¿Dónde está, pues, la lógica de los europeos ilustrados, cuando tratan al uno como a un bromista y al otro como a una majestad digna del más grande respeto?

Cada acto religioso particular conviértese en una comedia culpable y de una indigna sátira cuando se ejecuta por un hombre instruido del siglo XIX. Éste hombre se rocía de agua bendita, reconociendo así que algunas palabras dichas sobre aquel agua por un sacerdote, con acompañamiento de ciertos gestos, la han cambiado en su esencia, comunicándole virtudes misteriosas, en tanto que el más simple análisis químico probará que entre este agua y cualquiera otra no hay ciertamente más diferencia que la pureza, Rézase alguna oración, se hacen genuflexiones, al tomar parte en las misas y otros oficios divinos, admitiendo que existe un Dios y que los ruegos, las muecas, los perfumes del incienso y los sonidos del órgano le conmueven agradablemente; pero sólo cuando las invocaciones son hechas con ciertas palabras y gestos, y si el ceremonial es practicado por personas vestidas de un modo convenido y extraño, con pequeñas capas y ropajes de un corte y mezcla de colores que ningún hombre razonable querría llevar. El simple hecho de que una liturgia se halla establecida y minuciosamente observada, no puede ser traducido sino de esta manera por el lenguaje de origen cierto que Dios no sólo tiene la vanidad de escuchar cumplimientos, alabanzas, adulaciones de todos generos, de querer que se ensalce su grandeza, su sabiduría, su bondad, todas sus otras cualidades, sino que a esta vanidad une el capricho de no aceptar dichas alabanzas y cumplidos sino bajo una forma determinada, y de ningún modo con cualquiera otra. Y los hijos del siglo de la ciencia afectan respeto por las liturgias y no sufren que se traten estas bufonadas con el desprecio que merecen.

Más insoportable y más indigna todavía que la mentira religiosa del individuo, es la mentira religiosa de la comunidad. Muchas veces un ciudadano afiliado exteriormente a una religión positiva, no oculta que en el fondo es extraño a la superstición, y que no está convencido de poder, si pronuncia ciertas frases, cambiar el curso de las leyes del mundo; arrancar al diablo un niño rociándole con agua bendita, y por el agua y las palabras de un hombre con capa negra abrir a un pariente muerto la entrada al Paraiso. Pero como miembro de la sociedad y del Estado, este mismo individuo no titubea en declarar necesarias todas las instituciones de la religión posiiva, y hace cuantos sacrificios materiales y morales reclaman los soldados guardadores de la superstición reconocida y pagada por el Estado. Este mismo Estado que funda Universidades, escuelas y bibliotecas, construye también iglesias; este mismo Estado que nombra profesores, paga también sacerdotes; el mismo Código que decreta la enseñanza obligatoria de los niños, condena la blasfemia y la burla u ofensa a las religiones estatuídas.

Reflexiónese bien esto. Vosotros decís que la Tierra está inmóvil y que el Sol gira en torno de ella, aunque se os demuestre lo contrario de una manera irrefutable y por todos los medios científicos, o bien vosotros afirmáis que la Tierra no tiene más que cinco mil y tantos años de existencia, aun se os pueden enseñar piedras conmemorativas de Egipto y de muchos otros países que tienen algunos millares de años más de antigüedad; y a pesar de este contrasentido, nadie os puede hacer daño, no se os encierra en una casa de locos, no se os incapacita para ejercer empleos y dignidades; no obstante, habéis dado la prueba más patente de que os falta en absoluto aptitud para juzgar y de que no poseéis las cualidades intelectuales necesarias para administrar vuestros propios intereses, y menos todavía los intereses públicos. Vosotros, por el contrario, afirmais no creer en la existencia de un Dios y que el Dios de las religiones positivas es el producto de espíritus infantiles, vulgares o tímidos; al punto os exponeis a una persecución judicial y a ser declarados incapaces de ocupar empleos y puestos honoríficos. Sin embargo, no se ha dado todavía ninguna prueba seriamente científica o razonable de la existencia de Dios. Las pretendidas pruebas que hasta el teólogo más crédulo puede suministrar, están muy lejos de ser tan claras y convincentes como aquellas con las cuales el arqueólogo y el geólogo demuestran la antigüedad de la civilización humana y de la Tierra, o las que dan los astrólogos para demostrar el movimiento de ésta alrededor del Sol. Asimismo, colocándose bajo el punto de vista de los teólogos, es infinitamente más digno de excusa el que duda de Dios que el que duda de los resultados palpables de las investigaciones científicas.

Continuemos: el Estado nombra profesores, los paga con el dinero de los contribuyentes, les confiere títulos y dignidades, en suma, les trasmite una parte de su autoridad, y estos profesores tienen por misión enseñar y probar que los fenómenos del mundo están regidos por leyes naturales, que la fisiología no conoce ninguna diferencia entre las funciones orgánicas de todos los seres vivientes, y que dos veces dos hacen cuatro. Sólo que al lado de estos profesores, están también lo de teología que tienen igualmente la misión de enseñar (no ya de probar, sino de afirmar) que los hombres nacen con un pecado de origen, que Dios ha dictado cierto día un libro a un hombre, que en muchas circunstancias las leyes naturales han sido suspendidas, que una parte de harina puede, gracias a algunas palabras murmuradas sobre ella, convertirse en carne, y preciso es añadirlo, en la carne de un hombre determinado, muerto pronto hará dos mil años; en fin, que tres hacen uno y que uno hace tres. El ciudadano sujeto a las leyes que escuche sucesivamente una lección de ciencias naturales explicada por un profesor del Estado y otra de un catedrático de teología investido de la misma autoridad, ha de encontrarse en un extraño embarazo. El primero le dice que después de lá muerte el organismo se disuelve en sus partes elementales; el segundo le asegura que muertas ciertas personas, no solamente se conservan intactas, sino que aún vuelven a la vida. Y las dos enseñanzas las recibe bajo la garantía del Estado. ¿A qué profesor debe dar crédito? ¿Al teólogo? En este caso, el naturalista miente. ¡El Estado paga un embustero y le da con pleno conocimiento de causa la misión de extender las mentiras entre la juvenud! ¿Debe creer al naturalista? Entonces el teólogo es el embustero y el Estado se hace culpable de la falta de engaño voluntario al apoyarlo. ¿Quién podría extrañar que ante tal dilema el ciudadano unido al Estado llegara a retirarle su respeto?

Pero no es esto todo. La comunidad persigue ante los tribúnales a ciertas viejas que se hacen pagar por las jóvenes incautas bajo el pretexto de volverlas al cariño de sus amantes; pero esta dichsa comunidad retribuye y honra a los hombres que sustraen el dinero a las mismas jóvenes o a cualquier otra persona, bajo el pretexto, no menos engañoso de librar con mojigangas del fuego del purgatorio a sus parientes difuntos. La costumbre exige que se trate con respeto y obediencia a los eclesiásticos, principalmente a los altos cargos de la Iglesia, los obispos y los cardenales; a dicha costumbre se someten hombres que tienen a estos mismos eclesiásticos por embaucadores o tontos parecidos a los curanderos de los Pieles Rojas, en que siguen también una liturgia, hacen ceremonias y rezan oraciones, pretendiendo con ellas poseer una influencia sobrenatural. ¡Se ríen de aquéllos y luego van a besar la sandalia del Papa o el anillo de un prelado!

Los diarios oficiales u oficiosos refieren algunas veces, en son de burla, que en China el gobierno amenaza a un dios con destituirlo cuando no satisface ciertas necesidades del país, cuando, por ejemplo, no manda llover, no concede una victoria a las tropas imperiales, etc. Pero los mismos diarios imprimen a la cabeza de sus columnas un decreto gubernamental ordenando (como se ha hecho en Inglaterra después de la victoria de Tel-el-Kebir) dar gracias a Dios en un día fijo, en términos establecidos oficialmente, por haber prestado al pueblo en una cuestión o circunstancia determinada su apoyo especial. ¿Dónde está la diferencia entre el decreto del gobierno chino suprimiendo a un dios de aquel país una parte de sus ofrendas porque ha consentido los estragos de una epidemia, y el decreto del gobierno inglés expresando a Dios un público reconocimiento porque defendió valientemente los intereses de la política inglesa en Egipto y se ha portado como amigo de Inglaterra y enemigo de los árabes? Ambos decretos suponen la misma manera de ver; pero los chinos son más osados y lógicos que los ingleses, que en caso de una derrota no se atreverían a expresar a Dios el descontento por la negligencia en cumplir sus deberes hacia la nación que le adora.

Lo he dicho anteriormente: sería muy largo demostrar la mentira religiosa en todos sus detalles; debemos, pues, limitarnos a algunos ejemplos, so pena de incurrir en mil repeticiones. Esta mentira penetra y desmoraliza toda nuestra existencia pública y privada. El Estado miente cuando ordena rogativas, cuando nombra sacerdotes, cuando llama a la alta Cámara a los príncipes de la Iglesia. La comunidad miente cuando edifica templos. El juez miente cuando pronuncia sentencias por sacrilegio o por ofensa a las asociaciones religiosas. El sacerdote, hijo del tiempo moderno, miente cuando se deja pagar por actos y palabras que él sabe son mojigangas y boberías. El ciudadano emancipado miente cuando afecta respeto hacia el clérigo, cuando comulga o hace bautizar a su hijo. En el seno de nuestra civilización existen aún formas antiguas de culto, que en parte se remontan al mundo primitivo; éste es un hecho monstruoso, y el lugar que ocupa aquí el sacerdote, equivalente europeo al curandero de América y del almany de Africa, es un insolente triunfo de la cobardía hipócrita y flaco espíritu, sobre la verdad y firmeza de los principios; este triunfo basta por sí solo para caracterizar nuestra civilización actual como mentirosa, nuestras formas políticas y sociales como imposibles de mantener.
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