Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro segundo - Capítulo primeroLibro segundo. Capítulo terceroBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO SEGUNDO
La mentira religiosa
Capítulo segundo



Este es el momento de evitar un error. cuando llamo a la religión una mentira convencional del hombre civilizado, no entiendo por la palabra religión la creencia en poderes sobrenaturales. Esta creencia es sincera en la mayor parte de los hombres. Continúa arraigada inconscientemente en aquellos de espíritu más civilizado. Entre los hijos del siglo XIX, bien pocos se entregan bastante fuertemente a penetrar el concepto científico del mundo donde su razón reconoce la justicia, para que este concepto haya podido llegar hasta el fondo de su alma, reducto casi inaccesible a la voluntad, y que es la fuente de delirios confusos y extravagantes. En estos rincones sombríos y misteriosos, las antiguas preocupaciones y las ideas supersticiosas conservan su poder, y es incomparablemente más difícil desposeerlas que arrojar los buhos y los murciélagos de los agujeros de una vieja torre.

Como medio de unión más o menos inconsciente a las ideas transcendentales, la religión es, pues, en resumen un resto excesivamente repartido todavía de la infancia de la humanidad. Voy más lejos, y digo que en un achaque causado por la imperfección de nuestro pensamiento; es uno de los rasgos del carácter limitado de nuestro ser. Voy a esforzarme en explicar esto que afirmo.

La fisiología, la mitología comparada y la etnografía han aportado ya un numeroso contingente a la historia del nacimiento y desarrollo del pensamiento religioso; la psicología ha intentado con éxito descubrir las propiedades psíquicás que debieron guiar al hombre primitivo a la idea de lo sobrenatural, y tener unido a ella hasta al hombre civilizado. Han sido necesarios millares de siglos de cultura para que, después de pensadores como Pitágoras, Sócrates, y Platón, un hombre llegase a reconocer ciertas nociones como no esenciales, como simples formas o categorias de nuestro pensamiento. Durante los primeros destellos de nuestra era espiritual, estas nociones debieron naturalmente dominar la inteligencia del hombre primítivo con un poder del cual el hijo de la civilización, por habituado que esté a las abstracciones, no puede formarse ninguna idea. Para el salvaje, tiempo, espacio y casualidad son algo tan real y tan material como las cosas que le rodean y que puede percibir con su sentido más grosero: el tacto.

Se representa el tiempo como un monstruo que devora sus hijos; el espacio se le aparece como una muralla que cierra el horizonte, o mejor, como la unión de la tierra con el cielo, que él se imagina ser una cúpula; la casualidad le parece tan necesaria e inseparable a los fenómenos, que les da la forma más sencilla y más comprensible para él: le da una acción directa de un ser parecído a él mismo. Si un árbol cae, sólo un ser orgánico puede haberle derribado; si la tierra tiembla, alguno evidentemente la conmueve; y como la idea de algunos es todavía sobrado vaga para el espíritu del salvaje, demasiado impalpable, él la personifica en un hombre. Obra de la misma manera respecto a todos los fenómenos que se producen en derredor suyo. Esclavo pasivo de la idea de casualidad, busca el motivo de cada percepción; y como sabe o cree saber que la causa de las acciones cumplidas por él es su propia voluntad, aplica esta observación a la Naturaleza, y reconoce en los fenómenos de ella el efecto del capricho de un ser parecido al hombre. Mas aquí por vez primera penetra en él un motivo de confusión y de asombro. Cuando su mujer enciende el fuego; cuando algún compañero con su hacha de piedra mata un animal, sus sentidos perciben la causa de la producción de la llama y de la caída de la res. Pero en cambio si la tempestad vuelca su choza. o el granizo le hiere, no ve al ser que ejerce contra él esta acción violenta. No duda de que este ser existe y de que se encuentra muy cerca de él, porque la choza yace en ruinas y sangra la herida causada por el granizo; es necesario, pues. que alguno haya hecho esto y haya querido hacerlo. Pero como el salvaje no descubre al autor del desperfecto su espíritu es presa de la ansiedad provocada siempre por un peligro desconocido, contra el cual no hay quien pueda defenderse, y este sentimiento es el punto de partida de la religión.

En efecto, todos los viajeros que han podido observar a los salvajes, reconocen unánimemente que el sentimiento religioso se manifiesta en ellos tan sólo bajo la forma de temerosa superstición. Y debe ser así. Las sensaciones desagradables son no solamente muchas más, sino también de mayor fuerza que las agradables, y excitan en el exterior como en el interior una actividad incomparablemente más alta y viva. Una sensación grata nos parece casi baladi y la aceptamos pasivamente; el espíritu no necesita percibirla con toda claridad; los músculos y el cerebro pueden reposar en tanto se produce. Al contrario, si es dolorosa nos llega desde luego claramente a la conciencia, y exige en seguida una serie de actos del pensamiento y de la voluntad para descubrir su caúsa y prevenirse. Además, el hombre primitivo presta más atención a las fuerzas de la Naturaleza que le son hostiles que a las que le son propicias. El sol le da calor, y el fruto le alimenta; mas no se preocupa de ello absolutamente, porque piensa en tales cosas sólo cuando se ve obligado, y porque puede comer el fruto y tenderse al sol sin necesidad de pensar. Los disgustos y los peligros, en cambio, despiertan la actividad de su espíritu y le llenan de imágenes durables. Alcanzado el más alto grado de desarrollo intelectual, llega el hombre a representarse los encantos de la vida, y a gozar no sólo por instinto, sino conscientemente; a ver en ellos como causa primera la complacencia de un ser parecido al hombre, y a experimentar por este ser amor, reconocimiento y admiración. Antes de llegar a tal estado, relativamente tardío de su cultura, el hombre se limita a sentir angustia y temor ante la voluntad invisible y desconocida que se desencadenaba en el trueno y el relámpago, que le abruma con toda suerte de males y le prepara dolores e infortunios.

De este sentimiento de temor proceden todos los actos primordiales del culto religioso. Se huye de hacer aquello que pudiera irritar al poderoso enemigo invisible; la fantasía viva e infantil, la marcha caprichosa de las ideas del hombre primitivo, le hicieron evitar todo lo que produjera descontento a dicho enemigo. Si estaba encolerizado, trataban de apaciguarlo por todos los medios. Satisfacían su avidez ofreciéndole presentes y sacrificios. Lisonjeaban su vanidad alabando y ensalzando sus cualidades. Humillábanse delante de él, procurando conmoverlo con plegarias; algunas veces también intimarlo con amenazas. Súplicas, sacrificios, abjuraciones, son, por consiguiente, muestras del mismo sentimiento, de donde Darwin en su libro sobre la expresión de las acciones del alma en los hombres y los animales hace derivar las formas del saludo: el perro se mueve y humilla; el gato hace su caracteristico ronquido; el hombre civilizado se inclina o se quita el sombrero; éstos serán siempre actos de sumisión a un adversario más fuerte.

Concretemos. La casualidad, que es una forma o categoría del pensamiento humano, fue concebida por el hombre primitivo bajo un aspecto groseramente material. Buscó en todos los fenómenos que le inquietaban, causas inmediatas. Su incapacidad de pensar de un modo abstracto no le permitía sino ideas concretas que aparecierana su espíritu siempre revestidas de imágenes familiares. Llega así al antropoformismo, es decir, que se representa todas las fuerzas todo lo que puede producir un fenómeno, con la figura de un hombre dotado de conciencia, de voluntad y de órganos para obrar; no puede todavía comprender una fuerza distinta de la forma orgánica bajo la cual ve de ordinario los efectos. La casualidad le conduce, pues, a admitir un origen de todos los fenómenos; su incapacidad de abstracción le lleva al antropomorfismo y le hace poblar la Naturaleza de un Dios personal o de muchos Dioses personales; su temor a éstos que a él le parecen enemigos, decídele a ofrecerles sacrificios y súplicas; en una palabra, a honrarlos con un culto exterior.

He aquí el origen de la religiosidad en el hombre primitivo, la cual persiste en el corazón del hombre civilizado. Asimismo espíritus llenos de cultura y bastante pensadores, para no considerar ya el tiempo y el espacio como alguna cosa de existencia material, continúan mirando la causalidad como cierta y no han podido elevarse a la altura de lo abstracto desde donde se ve en ella como en el espacio y el tiempo, no ya una condición de los fenómenos, sino la forma de nuestro pensamiento. El antropomorfismo persiste no solamente en el niño que encuentra placer en los cuentos donde hablan el viento y los árboles, donde se casan las estrellas, sino también en el adulto cuyo espíritu no ha podido nunca sustraerse por completo a las influencias de las costumbres infantiles. ¿No es curacterístico que el filósofo a la moda de nuestros días haya edificado su sistema, por un singular retroceso a las ideas del hombre primitivo, sobre las supersticiones que dieron origen a los primeros rudimentos de la concepción del mundo en los contemporáneos del oso de las cavernas, en los negros de la Australia; sobre la hipótesis de una voluntad dependiente, de condición fundamental, no sólo a una actividad cualquiera, sino a la simple existencia de cada objeto. Tratar las cosas que nos rodeen según un procedimiento familiar porque lo observamos frecuentemente en nosotros mismos; explicarlos por una voluntad viviente en ellas, porque nos es imposible separar la idea de un hombre de la de una voluntad activa en él y determinando todas sus acciones, todo esto pertenece absolutamente al primer escalón de la actividad intelectuai de la especie humana.

Schopenhauer, por la corrección de la forma y una terminología científica, ha dado a su sistema apariencia bastante culta para poder presentarlo a las gentes instruídas; pero este sistema es en su esencia de lo más asombroso que se ha registrado en la historia de la filosofia; no se refiere a otra cosa que a las recaídas del espíritu humano en antiguos delirios y locuras de los que creía haber triunfado. Un pensador de los más esclarecidos, como Schopenhauer, concede a los seres inorgánicos, para comprenderlos, una voluntad parecida a la del hombre aunque en este mismo algunos de los hechos más importantes, los de la nutrición, por ejemplo, se llevan a cabo sin la influencia de la voluntad; su sistema se recibe favorablemente por gran número de espíritus escogidos. ¿Cómo no comprender entonces que el cazador de mamuts de la época cuaternaria, generalizando las pobres observaciones hechas a cuenta de su yo limitado, pudo explicarse la Naturaleza suponiendo un creador hecho a su imagen, pero más fuerte y más terrible, con un hacha de piedra más grande y apetito más vigoroso?

La idea de una voluntad como causa de los fenómenos del mundo, y por consecuencia el creer en un Dios o en dioses personales, no es más que una parte de la religión; ésta, en efecto, no contrae sus ensayos a definir la Naturaleza; se ejercita también respecto al hombre y al lugar que ocupa en el mundo. A las ideas religiosas pertenece asimismo la de un alma en el hombre y una superviviencia de esta alma después de la muerte. Creer en la inmortalidad es el complemento de la creencia en Dios, y forma con ella un vasto sistema sbbre el que se ha podido sostener un orden social y una moral, porque ha suministrado la definición precisa de lo bueno y de lo malo, la distinción entre la virtud y el vicio, una recompensa y un castigo futuros, unido a la inmortalidad del individuo con sus atributos esenciales, el sentimiento y la razón. Sin embargo, la creencia en el alma y en que es inmortal no reposa sobre la causalidad y el antropomorfismo; proviene de otro origen que examinaremos de cerca.

Ocurre preguntarse frecuentemente si la creencia en el alma y en su inmortalidad ha precedido o seguido a la creencia en Dios, y si todas las ideas religiosas no provienen del culto de las almas, pasando por un grado intermedio: la creencia en los demonios. En efecto, muchos pueblos de la antigüedad, y las tribus aun hoy salvajes, han concedido y conceden más importancia a la idea del alma que a la de un ser supremo; nos lo prueba el culto de los muertos en Egipto, el respeto a los lares y a los antepasados en Roma, los antiguos celtas y germanos, bebiendo la sangre de los enemigos muertos y el antropofagismo de algunas tribus del Africa interior y de las islas del mar del Sur. El antropofagismo es evidentemente seguro que no proviene de una necesidad irresistible de carne, como han pretendido observadores superfiriales, sino de la mística esperanza de que las cualidades del enemigo muerto pasaran al hombre que se lo comía.

En suma, la cuestión de anterioridad de la creencia en el alma o en Dios es secundaria. Lo cierto es que el hombre ha tenido desde muy antiguo la idea de alguna cosa diferente de su cuerpo y determinando la vida, sobreviviendo después de la muerte y de la destrucción de la forma exterior. Lo que dió la primera idea de esto fue un examen inexacto de las leyes de la Naturaleza. Sentíanse en el hombre vivo movimientos misteriosos, tales como los latidos del corazón, las pulsaciones de las arterias. En el hombre muerto todo está inmóvil. El papel que hoy se le concede al corazón como sitio de las afecciones en el lenguaje vulgar, atestigua la solicitud que sus movimientos sorprendentes excitarían desde luego. El hombre poco familiarizado con la lógica tiene costumbre de unir por un lazo de causalidad los fenómenos que se suceden. Pues que en un muerto todo es reposo, ha deducido de ello que lo en que un vivo se agita y mueve debe ser la causa determinante de la vida. Cuando se vive, aquélla existe; cuando se muere, aquélla se va, abandona el cuerpo. Pero, ¿qué es ese algo? La fantasía del hombre primitivo dió respuestas diversas a esta pregunta, diferentes soluciones a esta cuestión. Un punto sobre el que convienen casi todos los pueblos en su infancia, es el de atribuir al principio vital, al alma, la forma de un animal. Los unos optan por una paloma, los otros por una mariposa. Algunos, capaces de ideas más abstractas, se la representan como un soplo o una sombra. Los fenómenos inquietantes e inexplicables del sueño y de los delirios llegan a ser, gracias a estas hipótesis, susceptibles de una explicación que satisface al espíritu inculto. El alma, este habitante material y organizado del cuerpo, esta especie de parásito del ser viviente, experimenta a veces la necesidad de abandonar su jaula. Entonces el cuerpo cae en un estado parecido al que le espera cuando el alma le abandona para siempre: no sabe ni siente nada, no se mueve, duerme. El alma se pasea en otra parte; hace y examina toda clase de cosas; le queda de ello un recuerdo confuso cuando vuelve a su morada habitual; estos, son los sueños.

Jacobo Grimm refiere, según Paul Diacre, la leyenda siguiente:

Habiéndose quedado dormido, un día que iba de caza, Goutrán, rey de los francos, el servidor que le acompañaba vió un animalillo parecido a una culebra salir de su boca, huir rastreando hasta un arroyo vecino, pero no lo pudo atravesar. El criado sacó su cuchillo y lo depositó en el arroyo. El animal pasó por él; volvió algunas horas después y entró por la boca del rey. Este despertóse entonces, contando a su compañero que vió en sueños un gran río sobre el cual existía un puente de hierro, que él había cruzado.

Otra leyenda que se encuentra igualmente en Grimm. nos habla de una criada dormida, de cuya boca salió un ratoncillo rojo. Ss volvió la sirviente del otro lado, lo cual impidió al ratón a su vuelta encontrar la boca, y la criada no se despertó más.

Y este misterioso habitante del cuerpo humano, que explica tan fácilmente los grandes enigmas de la vida y de la muerte, del sueño y del delirio, ¿dónde estaba antes del nacimiento de su huésped? ¿Dónde va después de su muerte? ¿Ocupó antes otros cuerpos, y luego ocupará otros todavía? Esta es la creencia en la metempsicosis. O bien nace solamente con el cuerpo, y cuando éste muere queda cerca de él; ésta es la idea del viejo Egipto, que tiene por consecuencia el embalsamamiento de los cadáveres. Que este principio vital muera con el cuerpo; he aquí lo que el hombre primitivo no admite; y es muy natural; el nada abrsoluto es una idea extraña y hostil al pensamiento humano, y éste se encuentrá también en la imposibilidad de comprenderla. No se puede exigir de una máquina que produzca fuerza superior al poder de sus ruedas. La idea de la nada es una producción que excede a la potencia del aparato del pensamiento humano.

Se habla del horror del vacío de la Naturaleza, también es grande el horror del vacío de la facultad de pensar. Lo que el hombre piensa es suyo. Sin el yo, nada de pensamiento, nada de idea, ni aun siquiera de sensación. La idea de la nada es asimismo concebida por el yo; pero en tanto que éste se esfuerza en representársela tiene al mismo tiempo la plena conciencia de que existe, y esta simultaneidad pone un obstáculo invencible a la idea real y clara de la nada. Para poder formarse una imagen exacta de ella, sería necesario que el yo cesase un instante de sentirse con vida; es decir, que debería ser inconsciente, incapaz de pensar. Pero entonces no podría tampoco pensar en la nada; este es un círculo vicioso de que el hombre no puede salir. Sólo por las maravillas de la abstracción, la filosofía ha llegado a la idea del nirvana, de la nada absoluta, de la ausencia completa de materia y de movimiento.

Esta idea de la nada absoluta, del término del mundo y del yo, el espíritu humano la concibe todavía; pero la de una desaparición del yo, y que haya de continuar el mundo, le subleva irresistiblemente. ¿Cómo? ¿Estas cosas que no son tales como nosotros las concebimos, de las que no podemos representarnos la existencia si no la vemos, estas cosas deben seguir durando, y lo único que les da vida, el yo que las concibe, es lo que debe cesar? No es posible imaginarlo así. Que al mismo tiempo que el yo el mundo entero desaparezca, que el nirvana haga su presentación, es una idea posible, y hasta en cierto modo a propósito para darnos un consuelo egoista. Pero que el yo cese, y que el mundo continúe subsistiendo sin variar, no tiene sitio en el marco de nuestro pensamiento, fundado sobre el yo. Encontramos bueno ahogarnos en un torrente de palabras y persuadirnos por una ilusión orgullosa que definiciones y fórmulas alambicadas nos representan algo claro e inteligible; no poseemos una idea de la nada que no tengamos también del infinito, que se puede muy bien ajustar a fórmulas, pero no hacer entrar en nuestro cerebro. Puesto que el hombre civilizado tiene a lo sumo un vago presentimiento de la nada y del infinito, ¿cómo el hombre primitivo pudo realizar un trabajo casi sobrehumano del pensamiento? Ha necesitado muchos siglos de dura preparación intelectual. Cuando la facultad de pensar estaba poco desarrollada, la idea de la nada debía ser incomprensible para el hombre, en tanto que la de la duración eterna del yo la encontraría natural y hasta necesaria: el hombre debió llegar a la idea grosera de una resurrección corporal de los muertos y a la más sutil de una inmortalidad del alma incorpórea, conservando no obstante de una manera extraña los atributos intelectuales del individuo, la voluntad, la sensibilidad y el pensamiento.

He aquí lo que pensé decir al afirmar más arriba que la religión es una debilidad funcional debida a lo imperfecto de nuestra inteligencia, y una de las formas de nuestra naturaleza limitada. La causalidad y la incapacidad de representarnos fuerzas de otra manera que bajo los aspectos orgánicos habituales condujeron al hombre a la idea de Dios; la observación inexacta de los fenómenos de la vida y de la muerte, del sueño y del delirio, le llevaron a la hipótesis de un alma, y la imposibilidad en el yo de suponerse no existente le trajo la creencia en la inmortalidad, no importa en qué forma. La hipótesis de una vida después de la muerte no es más qué una muestra del instinto de conservación personal; a la manera que este no es otra cosa que la conciencia de la fuerza vital funcionando en cada célula de nuestro organismo. La fuerza de la vida es idéntica a la voluntad de vivir.

El que ha visto morir muchas personas sabe con qué docilidad se resigna el individuo a la idea de la muerte cuando siente su fuerza vital del todo consumida por los años o por su dolencia, en tanto que tiene una pena extremada al aceptar la necesidad de su fin, si un golpe imprevisto viene a herirle en plena juventud, cuando confiaba en el porvenir. El suicidio no contradice más que en apariencia esto que acabo de expresar. Sin duda supone voluntades muy enérgicas que no pueden asimismo ser sino la prueba de una vitalidad igualmente enérgica; parece también que en este caso la fuerza para vivir es lo contrario de la voluntad de vivir. Pero ciertamente el suicidio cuando no es el resultado de un ofuscamiento momentáneo de la conciencia, es un acto irracional en defensa de la vida contra los peligros que la amenazan; el que se da la muerte, teme un daño físico o moral y se horroriza de las dificultades de la existencia; no se cometería este acto extremo, si considerando fríamente esas dificultades, comprendiéramos que aun poniendo las cosas en lo peor, no puede ocurrir más que perder la vida.

Todo suicidio tiene en sí algo de un hecho que frecuentemente se observa; es la acción del militar que se mata antes de la batalla, por hallarse dominado del miedo a los peligros; no se mata, pues, de ningún modo, sino al contrario, a causa de un deseo de vivir llevado hasta la pérdida total del raciocinio. El afirmar que la fuerza para vivir es idéntica a la voluntad de vida no tiene, pues, excepción, y esta voluntad no termina ni aun ante el hecho de la muerte. El organismo que experimenta en todas sus células el torbellino de los fenómenos vitales, es inaccesible a la idea de una cesación completa de este movimiento fecundo y delicioso. El individuo concibe su propia existencia como eterna, su propio fin como infinitamente lejano, aunque ¡cosa bien extraña! puede muy bien concebir la muerte de otro individuo. Una gran cultura nos permite sólo a fuerza de abstracción, de analogia y de tacto, llegar a una idea que haga posible a nuestro espíritu, o más bien a nuestro sentimiento, la inteligencia de que desaparezca el propio ser individual, por la idea de una estrecha solidaridad del individuo con la especie; se consideran entonces las generaciones ulteriores como continuación inmediata y grados sucesivos de desenvolvimiento de generaciones que han precedido, y se encuentra en la duración de la humanidad un consuelo que algo indemniza de la caducidad propia.

Las causas que han obrado en el hombre primitivo continúan su acción hoy, de una parte bajo su forma primordial, de la otra en la esfera de lo inconsciente. El antropomorfismo sigue impuesto a todo espíritu que no vigila muy severamente el nacimiento y desarrollo de sus ideas; la facilidad con que nos revestimos de abstracciones por imágenes familiares, es causa de que cada uno de nosotros se represente lo inmaterial bajo la forma grosera de procedimientos orgánicos observados en la vida del animal o de la planta.

En cuanto a la incapacidad de representarnos el término del yo de una manera clara, no es menor hoy que en no importa qué época. En la esfera de lo inconsciente la superstición primitiva continúa obrando, gracias a la ley de herencia. Este, dice el filósofo francés Th. Ribot, es para la especie lo que la memoria es para el individuo. En otras palabras: la herencia es la memoria de la especie. En cada ser particular continúan viviendo las ideas de los antepasados, bajo la forma de recuerdos en ocasiones obscuros, pero presentes siempre, y no necesitando más que impulso exterior para surgir del todo esclarecidos, para inundar con sus rayos la vida del alma entera. La herencia es un yugo al cual no podemos sustraernos. De la misma manera que nos es imposible determinar según nuestro deseo la forma del propio rostro y cuerpo, somos impotentes para cambiar la fisonomía íntima de nuestro pensamiento. Esto explica los rasgos de supersticion, ajenos a la voluntad, que sorprendemos frecuentemente con un doloroso asombro aun en los espíritus más claros, y los movimientos de sentimentalismo religioso a los cuales están sujetas en particular las almas poéticas, porque en ellas la herencia juega un importante papel. Este manantial de ideas suprasensibles no llegará a agotarse sino paulatinamente por medio del trabajo acumulado de numerosas generaciones; serán necesarios millares de siglos para que el hombre se halle inclinado desde su nacimiento a considerar los fenómenos del mundo y de la vida de una manera científica y conforme a la razón. Hoy nos encontramos desde la infancia dispuestos a mirarlos de un modo supersticioso e irracional, porque, no ya cien generaciones, sino quizás cien mil, han tenido antes de nosotros la costumbre de pensar defectuosamente.

A las causas principales que hemos enumerado vienen a unirse otras que tal vez por sí solas hubiesen sido insuficientes para despertar las ideas de un Dios y de un alma inmortal, pero que no por eso contribuyen menos poderosamente a mantenerlas. Uno de los motivos secundarios de la persistencia del sentimiento religioso a despecho de la emancipación moderna, es la natural cobardía del hombre. Este, en efecto, no renuncia de buen grado a tan poderoso auxiliar, y no se allana fácilmente a verse colocado solo y sin ayuda en presencia de sí mismo, a poder recurrir únicamente a su propia fuerza sin contar con ningún aliado o defensor invisible. Rara vez produce la humanidad un individuo que sostenido por el sentimiento de su valer y por la alta conciencia de sí mismo, esté dispuesto a considerar la vida como un combate en el que debe manejar vigorosa y hábilmente espada y escudo para salir vencedor en él, o al menos, sano y salvo. Estos hombres excepcionales. que representan el tipo más valiente y acabado de nuestra especie, elévanse a jefes de partido, conquistadores, o pastores de pueblos. Desprecian los caminos trillados y se trazan vías nuevas. No aceptan pacientemente el destino que las circunstancias les preparan; desean formarse uno particularísimo, aunque en él perezcan. Pero la inmensa mayoría de los hombres no tienen ni esta independencia ni esta audacia. Los individuos vulgares quieren sostener la lucha por la vida, no como un combate singular, sino como un empeño en masa, en cerrada línea de batalla; han de sentir compañeros de pelea a su lado y detrás de ellos, y a ser posible, delante. Necesitan oír gritos de mando y obrar bajo altas responsabilidades. Los hombres de esta especie se agarran a la fe como a un arma y a un consuelo. Les tranquiliza la idea de que en medio de las tempestades más peligrosas de la existencia, se encuentran bajo la protección particular de un Dios o de un ángel custodio. De este modo el obrero más vulgar tiene la satisfacción de compartir el privilegio de Aquiles, a quien protegía constantemente en la guerra el escudo de Palas Atenea. ¡Y de qué sentimiento de valor no es uno capaz cuando posee la certeza de que en todas las situaciones de la vida está provisto de un arma poderosa: la oración! Con dificultad llegaremos a desesperarnos, teniendo la certidumbre de poder con una palabra, con una invocación, desviar cualquier infortunio.

Pongo un caso extremo. Un aeronauta cae de la barquilla de su globo desde la altura de algunos centenares de metros. Si es librepensador, sabe que está irremediablemente perdido, y que no hay poder capaz de impedir que su cuerpo se halle en tierra diez segundos despues, destrozado y sangriento. ¿Es, por el contrario, creyente? conserva en el espacio que dura la caída, en tanto que no ha perdido el conocimiento, la esperanza de que una fuerza sobrenatural, que él puede hacer intervenir con la ayuda de una oración, suspenderá en su favor durante un minuto las leyes de la Naturaleza y le depositará dulcemente sano y salvo en tierra. Mientras la conciencia existe, se halla dominada por el instinto de conservación, obstinadamente ligado a su derecho de apelar de una irrevocable condena de muerte, a una posibilidad fabulosa de salvarse. El alma humana no tiene ningún bien más querido que las ilusiones; pero este bien no es más grandioso ni da mayor consuelo que el de la fe y la oración. Los hombres vulgares en sus grandes aflicciones se dejan llevar por la superstición infantil, en tanto que no se hallan bastante penetrados del concepto científico del mundo, para considerar la muerte de un individuo, esto es, la propia muerte, como un caso de muy poca importancia para la especie y para el universo; tanto, que la unión de la humanidad no será bastante extensa ni sólidamente organizada hasta que en las necesidades presentes cada individuo pueda recurrir con una absoluta confianza y de una manera instintiva a sus semejantes, y no a incomprensibles poderes sobrenaturales.

Otra causa secundaria de la persistencia de los sentimientos religiosos es la necesidad de un ideal que sea indeleble en el alma de cada hombre, aún del más grosero. ¿Cuál es este ideal? El tipo lejano tras el que la humanidad se desenvuelve y perfecciona, y no sólo el modelo de la forma corporal, sino también el de la vida del alma, de la manera de pensar, de la constitución de la sociedad. La tendencia a este idealismo, la aspiración hacia él, son innatas en todo hombre constituido normalmente, así en lo moral como en lo físico; este es un hecho orgánico en el que no es imprescindible la conciencia, y que hasta en el pensador más perspicaz y profundo ofrece un lado inconsciente.

Ya sabemos cómo se alza un terraplén de camino de hierro. Plántanse primero jalones de madera que marcan el perfil del terraplén; después los operarios amontonan la tierra hasta que la masa toma la altura y forma indicada por las paletas. Cada ser viviente posee en si una ley de formación y de desarrollo que tiene relativamente a él mismo igual importancia que las paletas fijas en tierra tienen en la elevación de un terraplén; nace en un marco invisible, pero en absoluto real, en éste crece y procura llenarlo. Cuando un organismo alcanza la forma que representa el punto extremo de su facultad de desenvolvimiento, ha obtenido la perfección y se ha idealizado a sí mismo. Habitualmente el individuo está fuera de su tipo ideal; pero el aspirar a él es el principio misterioso de su conservación personal y de su crecimiento, es decir, de todos los hechos orgánicos que en él se realizan.

Cada especie tiene en sí, lo mismo que el individuo, su punto de desarrollo y todo lo que es necesario para alcanzarlo. Nace, se encuentra con órganos para llegar a una talla y una fuerza marcadas de antemano y para vivir un tiempo fijo; crece hasta cierta altura, declina en seguida, y desaparece, finalmente, dejando sitio a otra forma más elevada, a la cual ha servido de primer grado o mejor dicho, de ensayo o bosquejo. La paleontología nos enseña a conocer toda una serie de especies animales que han vivido durante una época geológica determinada, aniquilándose después. Esto puede aplicarse tambien a la humanidad, que en su conjunto es una unidad zoológica gobernada por una ley vital única y ha nacido en período geológico marcado; que éste caiga hacia los comienzos del cuaternario, o que se le deba colocar en la parte media creciente del terciario, importa poco a nuestra argumentación; el Hombre se extinguirá después de todas las analogías en una época indefinida. No podemos más que suponer las formas que le han precedido; las que le han de seguir se ocultan absolutamente a nuestra previsión. Pero en tanto que la Humanidad viva sobre la tierra, y no haya llegado al punto culminante de su desarrollo, se esforzará sin descanso en llenar el marco invisible que limita el progreso de su forma; y este anhelo hacia la perfección de su tipo, este engrandecimiento hasta la altura de su medida ideal, todos los hombres, salvo los idiotas, lo sienten y necesitan, aunque muchos de ellos de un modo harto débil.

En los hombres escogidos este sentimiento llega al estado consciente; en los otros se reduce al limite de una aspiración indeterminada y llena de presagios que puede llamarse como se quiera, un vivo deseo de elevarse o necesidad de ideales; bajo uno u otro de estos nombres, no es más que un poderoso anhelo del hombre de salir del aislamiento individual y de conocer claramente el grado de unión, con sus semejantes. El lazo que une a todos los individuos en una especie, hace también de la especie misma una unidad zoológica, un individuo de orden superior, dicho plazo se arrolla al corazón de todo hombre que lo considera como un medio de solidaridad, Pero esta ha de manifestarse. Cada uno de nosotros tiene horas en que experimenta la necesidad imperiosa de saber que forma parte de un gran todo, de persuadirse de que en la existencia individual obran la existencia de la especie y su poderosa fuerza de vida, que su desenvolvimiento aislado es la imagen microscópica del que en masa efectúa la Humanidad; en resumen, la conciencia que tenemos de que es idéntico nuestro organismo a otro superior y sublime, prospera; y no dejándole todavía prever ningún fin, da al hombre un consuelo de importancia suma para la limitación, la pobreza y la brevedad de su propia existencia.

El hombre ilustrado tiene mil medios de satisfacer esta necesidad sin salir de su gabinete de trabajo. El examen del desarrollo de la Humanidad a través de las edades, el estudio de los grandes pensadores y poetas de todos los tiempos, la concepción de la armonía del mundo tal como lo expone la ciencia; y si estos medios solitarios no le agradan, las relaciones sociales con otros espíritus también ilustrados; he aquí más de lo que necesita para poder salir en cualquier instante de su aislamiento y participar de la existencia general de la Humanidad.

Pero, ¿cuál es el estado del hombre del pueblo? ¿Cuándo halla la ocasión de sentirse hombre en medio de todos los demás? ¿Cuando se le demuestra que tiene el derecho y el poder de elevarse sobre el animal que come, reproduce y muere? ¿Cuándo encuentra en su lucha por el pan cotidiano y por la satisfacción de las necesidades más groseras, el momento de descender a sí mismo, de mirar encima de sí y de orientarse en la Humanidad y en la Naturaleza? Hasta hoy el hombre vulgar no ha conseguido sino por la religión ascender a una existencia más alta; el ideal no le ha sido accesible sino bajo la forma de la fe, El domingo significaba para él, no solamente reposo corporal, sino también dilatación de todas las flores del alma; la iglesia con su sala de fiesta, el sacerdote su intermediario para ponerse en relación con Dios y los santos. En el templo, veíase en un soberbio edificio que le pertenecía tanto como su miserable cabaña; en el culto divino, se encontraba asociado a un acto que no tenía por objeto directo su alimento, su vestido o algún otro fin material. En medio de los demás creyentes, él era miembro o titulo de una gran comunidad, y las relaciones que le unían a todos sus vecinos, se afirmaban claramente a sus sentidos por los ejercicios del culto, las genuflexiones, los signos de la cruz: que él hacía con ellos y al mismo tiempo que ellos. El sermón era la sola palabra humana elevada que hería su oído, despertándolo un poco de la pesadez habitual de su rudimentario pensamiento; ésta es una causa poderosa de su adhesión a la fe: y continuará subisistente; conservará su fuerza en tanto que la nueva civilización no compense al hombre del pueblo de las emociones y las satisfacciones modestas que siente hoy al considerarse hombre y hallarse afiliado a una rellgión consoladora.

Esta compensación le será ofrecida, lo es en parte desde ahora. La palabra del poeta y del pensador volverá superfluos los sermones; las salas de teatro, de concierto y de conferencias reemplazarán las bóvedas de los templos. Los gémenes de las transformaciones futuras son ya visibles por doquiera. En los países que poseen libertad politica, la multitud ignorante y miserable busca en las reuniones públicas, donde se habla de los intereses comunes del país, la distracción del domingo y el progreso hacia el logro de sus ideas. Allí donde existe sufragio universal, el individuo del pueblo en los días de votación siéntese verdaderamente hombre, con orgullo muy distinto que en los actos del culto, tales como la eucaristía, etc. En las numerosas Sociedades que organizan conferencias o lecturas de obras poéticas, la masa popular escucha una palabra más humana y más comprensible que la de los sermones. Se puede solamente lamentar que estas Sociedades no ejerzan todavía su acción sobre las últimas clases del pueblo, que son las más necesitadas de esta benéfica influencia.

Quizá no esté lejano el día en que se llegue a un grado de cultura por el cual los hombres satisfagan su necesario deseo de elevación y desenervamiento, de emociones en común y de solidaridad humana, no ya por medio de fantasías religiosas, sino de un modo racional. El teatro volvería a ser como en el tiempo de sus principios en Grecia, hace dos mil quinientos años: un lugar de culto para los hombres; no viéndose entonces reinar en él la obscenidad, las canciones triviales, la risa estúpida, la semidesnudez lasciva; pero sí, en cambjo, mediante una bella personificación, las pasiones y la voluntad, el egoísmo y el desprendimiento: todos los discursos tendrían por base la existencia solidaria de la Humanidad. A los actos benéficos seguirán los del culto. ¡Qué de emociones nuevas ha de experimentar el hombre en estas fiestas del porvenir! La hermosura clara y limpia de la palabra del poeta debe llevarle sin trabajo más allá del misticismo del predicador. Las pasiones de un poema dramático, por lo humanas, cautivan un espíritu para el cual el simbolismo de una misa carece de sentido. Las explicaciones de un sabio al exponer los fenómenos de la Naturaleza, los discursos de un hombre politico tratando los asuntos del día, provocan en el auditorio un interés incomparablemente más vivo, y más directo que la charlatanería ampulosa de un predicador que cuenta mitos o define los dogmas. La adopción de huérfanos por la sociedad, el reparto de trajes y otros presentes a los niños pobres, los públicos testimonios de aprecio concedidos a ciudadanos beneméritos en presencia de la población con acompañamiento de canto y música, en ceremonias religiosas a aquel que en ellas toma parte, del verdadero sentimiento de los deberes que los hombres tienen entre sí, y de su unión por un lazo de solidaridad.

Así es como yo me represento la futura civilización; así es también como un día, en mi concepto, el hombre más ínfimo verá su propia vida ligada a la vida común. En las fiestas poéticas, del arte, del pensamiento, ensanchará su estrecho horizonte individual hasta el vasto de la existencia de la especie; llegando sin duda a penetrarse de los ideales de la Humanidad para su más completo desarrollo. Pero hasta que se realice este cuadro del porvenir, la mayoría buscará sus placeres del alma en la religión, o mejor dicho, en sus manifestaciones exteriores, en las bóvedas de la iglesia, en las vestiduras solemnes del sacerdote, en los sonidos del órgano, cánticos y actos místicos del culto.
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