Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro primero - Capítulo terceroLibro segundo. Capítulo primeroBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO PRIMERO
Mane - Thecel - Phares
Capítulo cuarto



¿De qué proviene estado moral tan intolerable para la humanidad? ¿De dónde parte este mal humor y esta amargura, que jamás se ha visto en tal grado de profundidad y desarrollo en todos los que piensan? Sin embargo, nuestro tiempo hace fácilmente aecesibles, aun a los pobres, una infinidad de satisfacciones intelectuales y materiales que antiguamente ni un rey podía procurarse. Procede de la misma causa que a los romanos ilustrados, en el tiempo de la decadencia, inspiraba el disgusto ante el vacío de la vida, de que no creían poder librarse sino con el suicidio; esta causa es el contraste entre nuestra concepción del mundo y todas las formas existentes de la vida intelectual, social y política. Cada una de nuestras acciones está en contradicción con el propio convencimiento y le da un mentís. Infranqueable abismo se abre entre lo que sentimos, entre lo que juzgamos ser la verdad, y las instituciones tradicionales bajo las que nos vemos obligados a vivir y obrar.

Nuestra concepción del mundo es puramente científica. Lo comprendemos como una sustancia que tiene por atributo el movimiento, cuya fuerza, única en realidad, llega a nuestra percepción bajo la forma de diferentes fuerzas. Vemos dicho atributo regido por leyes fijas, que en parte conocemos definidas, probadas experimentalmente, y de las cuales vislumbramos la otra parte; tenemos estas leyes por inmutables y no conocemos en ellas ninguna excepción. En cuanto a conocer la causa primera y el comienzo de las cosas, lo hemos abandonado como insoluble por los medios de nuestro organismo Por comodidad, y como término provisional de una serie de ideas que después de las leyes del pensamiento no pueden quedar en estado fragmentario, admitimos arbitrariamente una eternidad de la materia, eternidad que no sabriamos demostrar. Esta hipótesis nos basta para explicar todos los fenómenos y no contradice nuestra idea respecto a la acción de las leyes naturales. Ella nos hace inútil la hipótesis igualmente indemostrable de una voluntad o de una inteligencia eterna, de Dios, en fin. Esta segunda hipótesis tendría el inconveniente de traer consigo otra serie de otras hipótesis tales como la providencia, el alma, la inmoralidad, etc.; todas incomprensibles, irracionales y en desacuerdo con cuantas leyes de la Naturaleza hemos reconocido inatacables.

Si del conjunto del mundo descendemos a la humanidad, nuestro concepto científico nos conduce necesariamente a reconocer en el hombre un ser viviente que se reproduce sin interrupción en la serie de los organismos y que es regido bajo todos aspectos por las leyes generales del mundo orgánico. Nos es absolutamente imposible conceder al hombre privilegios especiales o estados de gracia que no pertenecieran también a cualquier animal y a cualquier planta. Creemos que el desarrollo de la especie humana, como el de todas las especies de seres animados, fue probablemente producido por la selección, que de todas maneras se vió secundado por ella, y que ia lucha por la existencia en el sentido más lato constituye la historia toda de la humanidad, lo mismo que la vida del más obscuro individuo; esta lucha resume el fondo de todos los hechos políticos y sociales.

Tal concepto tenemos del mundo; de él deducimos todos los principios de nuestra manera de vivir, y la idea del derecho y de la moral. Este concepto ha llegado a ser una de las bases de nuestra civilización; se introduce en nosotros con el aire que respiramos, haciéndosenos imposible sustraernos a él. El Papa, que lo ha condenado en su Encíclica, está bajo su influencia. Se ha creído conveniente preservar de tal concepción al alumno de los jesuitas con una muralla de teología y de escolasticismo de la edad media, como se procura conservar en el continente los animales marinos en acuarios llenos de agua de mar; el discípulo mismo de los jesuítas está henchido de nuestras ideas modernas; las absorbe viendo los carteles de las calles, observando las costumbres de la vida de sus correligionarios, leyendo las gacetas piadosas, comprando un breviario en cualquier librería católica. Toda su vida espíritual está inconscientemente impregnada en ellas; y tiene, a despecho suyo, pensamientos y sensaciones que el hombre del siglo XI no tuvo nunca. Le ha parecido bien intentar lo imposible; mas no puede impedir ser hijo del tiempo moderno y de su progreso.

Y con este concepto del mundo se nos hace vivir en una civilización que admite complaciente que un hombre adquiera por el azar del nacimiento los mayores derechos sobre millones de semejantes, organizados completamente como él, y hasta con frecuencia mucho mejor que él; que un hombre pronunciando palabras vacías de sentido y haciendo gestos sin fin sea honrado como la encarnación visible de fuerzas sobrenaturales; que una joven de cierto rango social se case, no con un hombre hermoso y lleno de vigor, sino con un individuo feo, débil, acharrapado, porque el primero es de una clase, según se dice, baja, en tanto que el segundo es de su misma condición; que un obrero, en fin, sano y fuerte, muera de hambre, mientras el desocupado enfermizo e inútil se halle nadando en una opulencia de la que ni aun puede gozar. A nosotros, que creemos ha salido la humanidad de formas vivientes inferiores, y sabemo nacen todos los individuos sin excepción, viven y mueren en virtud de las mismas leyes organicas, se nos obliga a inclinarnos ante un rey, se nos hace honrar en él a un ser cuya existencia se rige por leyes especiales, y nos prohiben sonreír cuando leemos en las monedas y en los actos de gobierno que es lo que es por una misteriosa gracia de Dios.

A nosotros, los que estamos convencidos de que todos los sucesos de este mundo se hallan determinados por leyes fisicas, inmutables, que no sufren ninguna excepción, fuérzacenos a ver que el Estado paga sacerdotes cuyo papel es ejecutar ceremonias destinadas, según dicen, a contrabalancear las leyes naturales y a sujetarlas; nos es necesario asistir en ocasiones a misas o a oficios solemnes donde se implora una fuerza sobrenatural impalpable a la ciencia, para pedirle en favor nuestro una protección especial y misteriosa; hasta concedernos a los individuos que representan estas comedias absurdas un alto rango en el Estado y en la sociedad. Creemos en el efecto considerable y bienhechor de la selección, y no defendemos menos la conveniencia del matrimonio, el cual, en su forma presente, excluye la selección. Encontramos en la lucha por la existencia el fundamento de todo derecho y toda moral, y sin embargo, cada día hacemos leyes y sostenemos instituciones que impiden absolutamente el libre juego de las fuerzas; prohibimos a los fuertes el uso de facultades que les asegurarían el triunfo, y hacemos de su victoria nutural sobre los débiles un crimen digno de muerte.

Nuestra vida entera descansa, pues, sobre hipótesis tomadas a otro tiempo y que en ningún punto responden a las ideas actuales. La forma y el fondo de nuestra vida política están en flagrante contradicción. Cada palabra que decimos, cada acto que ejecutamos, es una mentira con respecto a lo que en el interior de nuestra alma reconocemos como verdad. Nos parodiamos, por dccirlo así, nosotros mismos, representando una eterna comedia; comedia fatigosa a despecho de la costumbre, que nos reclama una constante retractación de las ideas y de las convicciones, debiendo llenarnos de desprecio hacia nosotros y hacia el mundo cuando interrogamos a nuestra conciencia. En una multitud de circunstancias se adopta en el semblante expresión solemne, actitud grave: nos revestimos con un traje que nos hace el efecto del de un bufón; fingimos un respeto externo a personás e instituciones que en el fondo encontramos sobrado absurdas, siguiendo cobardemente unidos a ideas que sabemos carecen de todo fundamento.

Este conflicto eterno entre las conveniencias sociales y nuestras convicciones tiene un resultado fatal. Cada uno se produce a sí mismo el efecto de un clown que hace reir a todo el mundo, pero a quien sus propias bufonadas disgustan y dejan profundamente entristecido. La ignorancia se concilia muy bien con una especie de satisfacción animal, y se puede estar dichoso y contento encontrando justas y necesarias las instituciones que nos rodean. Los inquisidores que discutían la duda con el garrote y la hoguera, querían a su modo hacer un servicio a la humanidad y asegurarle una vida sin turbulencias. Pero cuando no se ve en las instituciones existentes más que formas usadas, simulacros vanos y vacíos de sentido, débense sufrir los terrores y las revoluciones, las fatigas y los excesos y las angustias desesperadas qúe se apoderan del hombre vivo encerrado en una fosa con cadáveres, o cuando menos de un hombre cuerdo precisado a vivir entre locos y que tenga, para no ser maltrecho por ellos, que someterse a todas sus extravagancias.

Esta contradicción permanente de nuestras ideas con todas las formas de la sociedad civilizada, esta necesidad de vivir en medio de instituciones que nos parecen mentirosas, he aquí lo que nos vuelve pesimistas y escépticos, he aquí la llaga sangrienta del mundo ilustrado. En este conflicto intolerable perdemos todo gozo de vivir y todo deseo de luchar; tal es el origen de la febril angustia que atormenta a la gente civilizada de no importa qué país. En este conflicto se halla la solución del enigma misterioso del espíritu contemporáneo.

Los capítulos que siguen demostrarán en detalle el desacuerdo entre las mentiras convencionales reinantes y la concepción científica del mundo que se revuelve contra ellas.
Indice de Las mentiras convencionales de nuestra civilización de Max Nordau Libro primero - Capítulo terceroLibro segundo. Capítulo primeroBiblioteca Virtual Antorcha