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LAS MENTIRAS CONVENCIONALES DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

Max Nordau

LIBRO PRIMERO
Mane - Thecel - Phares
Capítulo tercero



Se preguntará si esta pintura es sólo de la actualidad, o si se aplica también a épocas anteriores.

Estoy muy lejos de ser, conforme a las palabras del poeta romano, alabador de tiempos que ya pasaron. No creo en una antigua edad de oro. Los hombres tienen, sin duda, constantemente algo que sufrir: siempre han estado descontentos y han sido desgraciados. El pesimismo reconoce un fundamento fisiológico, y una cierta suma de sufrimientos llévala consigo la conformación de nuestro organismo. No tenemos más conciencia de nuestro yo que la proporcionada por el dolor. Este yo nos lo ha revelado únicamente el sentimiento de su limitación, provocado tan sólo por un choque más o menos doloroso con las cosas que existen fuera de nuestro yo. Así es que en una habitación obscura no se percibe la existencia de los muros sino tocándolos. El hombre paga la conciencia de sí mismo sufriendo y la oposición entre el objeto y el sujeto no se le revela más que por un malestar continuo. Pero si es cierto que la humanidad ha sufrido siempre, y siempre se ha lamentado, que en todo tiempo sintió el doloroso contraste entre el deseo y la posesión, entre el ideal y la realidad, no es verdad menor que el descontento del hombre nunca fue tan profundo y tan general como hoy en día, que jamás se ha manifestado por tantas causas y en formas tan radicales.

Fijándonos en cualquier época de la historia encntraremos luchas de partidos y revoluciones. Se podrá tal vez creer a primera vista que la ambición y el egoísmo de algunos jefes ha sido la única causa de ellas y que las masas que formaban su fuerza han permanecido apartadas y extrañas a todo. Mas yo no creo que esto ha sucedido así.

Fórmanse los partidos y se agrupan solamente en derredor de palabras de orden, en las cuales una porción del pueblo cree encontrar la expresión de sus vagos deséos; cuando una ambición egoísta hace servir las pasiones populares a sus propios intereses, como un industrial utiliza la fuerza del agua, del vapor o del viento, esta ambición no puede evidentemente alcanzar su fin sino fingiendo aspirar a la realización de votos importantes y generales. Las luchas de partido son para un pueblo lo que para un esportillero el movimiento por el cual hace pasar su carga de un hombro a otro a fin de procurarse un alivio débil y engañoso en el fondo. Las revoluc!ones son tormentas que tienden a realizar las aspiraciones populares. No son nunca jamás voluntarias; no son mas que el resultado de una ley física, como el huracán que restablece el equilibrio entre las distintas densidades del aire producidas por las diferencias de temperatura. Cada vez que la desigualdad de nivel entre los deseos del pueblo y los hechos realizados es muy grande, estalla fatalmente una revolución que los poderes constituídos pueden contener durante un cierto tiempo, pero que no les es dado evitar. De todos los testimonios de la historia, las revoluciones son las olas que por su violencia, su duración y sus resultados nos permiten juzgar con seguridad del grado y los motivos de queja de los hombres que en ellas han sido actores.

Pues bien; todas las revoluciones que menciona la historia hasta estos últimos tiempos, tienen una extensión relatlvamente reducida y les corresponde un número limitado de hechos intolerables. El fondo de la política interior de la antigua Roma republicana es la lucha de los plebeyos con los patricios. ¿Cuáles eran las inspiraciones de las masas populares que se personificaban en Catilina y los Gracos?

Querían una parte legítima de la própiedad rural, y querían también tener voto en los negocios del Estado. En la antigua República cada ciudadano poseía un sentimiento extremadamente grande de la solidaridad política y de los deberes y derechos que de ella resultan. Reducido a sí mismo, el individuo conocía que no era más que un fragmento miserable; no llegaba a ser un todo sino cuando había ocupado su verdadero puesto como parte necesaria del dilema político. El plebeyo romano no se consideraba como el hijo menor de una casa rica, injustamente despreciado y desheredado; luchaba por tener su puesto en la mesa paterna y su voz en el Consejo de familia. Pero no le pasó por la cabeza la idea de sublevarse contra el orden político y social existente; estaba orgulloso de él, y a él se acomodaba con alegría. Estimando al patricio por su alto nacimiento; no le envidiaba ni los honores hereditarios en el templo de los dioses, ni los signos exteriores de su elevado rango. Ocupaba con satisfacción el grado de la vasta escala social y económica donde, el azar del nacimiento le había colocado; y si alzaba con respeto los ojos hacia las familias de los caballeros y los senadores, contemplaba, en cambio, con la conciencia de su dignidad, la multitud degradada y servil de esclavos y libertos.

Más profundo era el disgusto de estos esclavos que en la época confusa de la transición de la República al Imperio se revolucionaron frecuentemente y sacrificaron sus vidas en combates terribles y mortales, protestando contra el orden social de su tiempo. En las masas obscuras que forman el pedestal viviente de la figura monumental de Espartaco, se nos presenta por vez primera la angustia de esta duda devoradora: todo lo que existe, ¿debe realmente ser tal como es? Esta duda, que parece no ha salido nunca de los tallados egipcios que las viejas pinturas murales de los templos y de las tumbas nos muestran, arrastra su carga en grandes comitivas taciturnas e inofensivas. Esta misma duda no ha hecho aún sentir sus torturas a los doscientos millones de indios que hoy sufren en silencio el yugo de los ingleses, como han sufrido siglos enteros el yugo de las castas. Los partidarios de Espartaco, ellos mismos no eran ni radicales ni pesimistas en el sentido moderno; se rebelaban contra el aguijón, pero no contra el que lo tenía. Su cólera dirigíase no al orden del mundo, sino al lugar que ocupaban en él. ¿Comprendían que la inteligencia humana no puede admitir que seres dotados de voluntad y razón sean tratados como rebaños, como cosas insensibles, como una pura propiedad? De ningún modo. Aceptaban la institución de la esclavitud, pero no querían ser esclavos. Su ideal no era ver destruída una forma ilógica de aquella sociedad, sino un simple cambio de papeles. Tales revolucionarios hubieran sido fáciles de aplacar; al conseguir el triunfo, estos descontentos habríanse trocado en hombres dichosos, convirtiéndose de rebeldes en apoyo de la sociedad.

Los grandes movimientos de la edad media tienen muy profunda significación moral. Los destrozos de los iconoclastas, las cruzadas, el fanatismo de vaudes y albigenses, nos descubren una gran inquietud en las almas. El atractivo misterioso de las ponderadas tierras del Oriente no puede ejercer su influjo seductor sobre los espíritus groseros que se encuentran atormentados de un vago deseo de modificar su condición ordinaria. Los centenares de miles de hombres que se precipitaban de Europa a la Palestina, país que debía parecerles como un abismo desconocido, iban guiados menos por el estandarte de la cruz que por una luminosa nube que marcbaba delante de ellos y que todcs veían cón los ojos del alma: este guía era el ideal. El hombre dichoso no abandonaba ciertamente su bienestar doméstico por encaminarse hacia el santo sepulcro; sólo hacía esto el que aspiraba a un cambio favorable en su suerte.

Y los hombres que por su fe mataban y se hacían sacrificar, que por la más pequeña duda eran llevados a la hoguera o exterminaban sin piedad las poblaciones; esos hombres, podemos estar seguros de que no eran optimistas satisfechos del presente. En efecto, el que experimentaba una angustia febril por la salvación de su alma, es decir, por su bienestar en el otro mundo; el que deseaba ganar la vida prometida para más allá de la tumba, por toda clase de sacrificios, esfuerzos y sufrimientos, juzgaba de seguro que la vida de aquí abajo, la vida de la carne, no le había proporcionado satisfacciones suficientes.

La humanidad en la edad media estaba igual que hoy descontenta y agitada. Lo único que le impidió insurreccionarse violentamente contra lo que entonces existía, fue tener en su fe un consuelo y un calmante capaz de hacerle soportar casi con gozo todos los males terrestres. El que espera con seguridad un bienestar próximo, se resigna a un mal transitorio y lo nota apenas.

Pero la humanidad proseguía el curso de su desarrollo, y los consuelos de la fe comenzaron a no satisfacerla. Llegó el momento en que la religión no era ya barrera infranqueable para contener el espíritu agitado de los descontentos. Aquél fue un instante crítico. De poco sirvió que la duda y la melancolía, que son las mismas de nuestrá época, fueran apoderándose de los espíritus cuatrocientos años antes. Sin embargo, los hombres no se dejaron arrebatar sin gran resistencia sus queridas ilusiones. Esta lucha por un ideal consolador se llama en la historia el movimiento de la Reforma. Movimiento que ha tenido por resultado prolongar durante siglos el semisueño de los hombres y sus delirios agradables. No obstante, ya se presentaron entonces signos precursores de un pesimismo que la fe en un mundo mejor no consiguió dominar. La guerra de los aldeanos alemanes era la de gentes desesperadas a quienes el paraíso no parecía una compensación suficiente de la miseria terrestre, y que anhelabanan tomar por la fuerza de la vida de aqui abajo, un adelanto sobre las delicias prometidas en el otro mundo.

Es preciso llegar a la Revolución francesa para encontrar un pueblo al cual las condiciones existentes parezcan bastante intolerables para que las suprima mediante cualquier sacrificio y a toda costa. Por vez primera en la historia de la humanidad asistimos a un vasto alzamiento popular que no ataca a un objeto único, sino a la totalidad de las instituciones. Esta vez los pobres no aspiran ya a la posesión del ager publicus, como los plebeyos de Roma; los desheredados y los esclavos no reivindican ya su libertad de acción y su dignidad de hombres, como hicieron los partidarios de Espartaco; ciertas clases no se apoderan ya de privilegios especiales, como hicieron los burgueses en los levantamientos de las ciudades durante la edad media; finalmente, no tenemos que hacer aquí el papel de soñadores en demanda de consuelos, queriendo buscar una salvaguardia contra la violencia intelectual, la forma de un sueño, como hicieron los vaudos, los albigenses, los hugonotes y los que combatían por la Reforma. Todo esto se encuentra en la gran Revolución, y aún otras cosas más. Ea a la vez material e intelectual; reniega de la fe y cuestiona la forma existente de la posesión individual, aspira a constituir el Estado y la sociedad sobre una base nueva y con arreglo a un nuevo plan. Tiene la firme voluntad de crear para el cuerpo y para el alma condiciones de existencia más agradables. Es una explosión producida con igual fuerza, no solamente sobre ciertos puntos de resistencia escasa, sino sobre toda la extensión de la superficie qúe le ha sido opuesta: esta explosión ha hecho estallar el marco entero del organismo social.

Por cierto que para levantarse tan impetuosamente contra todas las instituciones, para querer arrasarla de modo tan radical, era preciso que las tuvieran por completamente absurdas y las hubieran sufrido con harto dolor. Y sin embargo, observamos en la gran Revolución un rasgo que nos obliga a creer que el estado de los espíritus en donde tiene origen, no era tan' doloroso como el estado actual; este rasgo en su inagotable optimismo. En realidad, los hombres de la gran Revolución estaban absolutamente exentos del malestar del pesimismo; rebosaban esperanza y certidumbre. Tenían la firme convicción de poseer medios infalibles para asegurar la dicha perfecta de los hombres, y cuando se tiene esta convicción, es imposible no ser del todo dichoso. Hay en aquellos hombres la alegría de la primavera y de la aurora, que ha inspirado a Usland su alborozado canto: El mundo llegará a ser más hermoso cada día; todo va a cambiar. Esta sencillez infantil de esperanzas e ilusiones, este sentimiento de gozo con respecto al porvenir, es quizá el fenómeno más notable de la gran Revolución.

Nuestra rápida ojeada a través de los siglos nos enseña que el estado de ánimo actual no tiene semejanza en las antiguas edades. La historia universal no ofrece más que un momento análogo con relación al tiempo presente: es la época de la agonía del mundo antiguo. Esta paridad ha sido frecuentemente comprobada. Las vistas tradicionales sobre el mundo eran viejas y no se habían encontrado otras nuevas que las reemplazaran. No se creía lo afirmado por los sacerdotes, ni lo que se enseñaba en las escuelas; las creencias por que se guiaban hallábanse destruídas; la vida misma no tenía ya lógica ni significación. Los hombres experimentaban una fatiga y una desesperada tristeza que les hacía aborrecer la existencia, Ni en ellos ni fuera de ellos, encontraban el consuelo o la esperanza de un porvenir mejor o de un alegre mañana. Era un estado moral terrible que tenía como consecuencia el suicidio en masa. Esta ansiedad de unos y esta sombria desesperación de otros, esta inquietud y este espiritu amargo y mordaz, el escepticismo de gentes superficiales y el pesimismo de gentes profundas, todos estos rasgos que caracterizan nuestra civilización, los encontramos sólo en los tiempos espantosos de la caída del imperio romano y de la muerte del paganismo.

Mas aun entre estas dos épocas análogas existe una última desigualdad. En la Roma imperial la desesperación era únicamente el destino de les privilegiados de la inteligencia, es decir, de un pequeño número; la mayoría vivía sin pensar, y si notaba la repercusión de este momento terrible, era a lo sumo como una carga exterior debida al tiempo. En nuestra época, por el contrario, tal disposición de espíritu se extiende como un crepúsculo invasor sobre la inmensa mayoría de los hombres civilizados. Es cierto que esto es una diferencia de cantidad y no de calidad. Pero lo que le hace ser una grave y temible enfermedad es precisamente su vasta extensión.
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