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LIBRO NOVENO

Más sobre la amistad



I

Ya hemos dicho antes que en todas las amistades heterogéneas la proporción iguala a las partes y mantiene la amistad. Por ejemplo, en las relaciones entre conciudadanos, el zapatero recibe por su calzado una retribución proporcionada a su valor, y lo mismo el tejedor y los demás artesanos. Para estos intercambios se ha convenido la moneda como medida común; todo se refiere a ella, y con ella todo se mide. Pero en la amistad amorosa el amante a veces se lamenta de que su exceso de amor no es correspondido (aunque tal vez sea porque nada amable hay en él), y por su lado el amado se queja también en muchas ocasiones de que el amante no le cumple nada de todo lo que le prometió primero. Esto sucede cuando el amante ama al amado por placer, mientras que éste ama al amante por interés, y ninguno de los dos cumple lo que el otro esperaba. Y como la amistad se fundaba en estas expectativas, en el momento en que no se obtienen las cosas por las cuales se amaba sobreviene la ruptura, puesto que los amigos no se querían uno al otro por ellos mismos sino que amaban las cualidades que en ellos concurrían, mismas que no eran perdurables; por lo que tampoco, en consecuencia, podía durar semejante amistad. Muy a diferencia de esto, la amistad fundada en el carácter moral perdura, porque depende de sí misma, como hemos dicho.

Las desavenencias también pueden surgir cuando los amigos obtienen otra cosa distinta de la que deseaban, lo que es casi lo mismo que no obtener nada. Es el caso del que prometió a un citarista que le haría un regalo tanto mayor cuanto mejor cantara; pero a la mañana siguiente, cuando el músico fue a reclamarle el cumplimiento de la promesa, le contestó que le había pagado dándole placer por placer (1). Si ambos hubieran querido esto, habría bastado, ciertamente; pero cómo uno quería placer y el otro dinero, y el primero tuvo lo que quería y el segundo no, los términos del contrato no se cumplieron rectamente, porque cada uno se afana por aquello que necesita, dando lo que tiene por obtenerlo.

La cuestión es: ¿a quién le corresponde determinar el valor del servicio: al que ha empezado por hacerlo o al que ha empezado por recibirlo? Aparentemente, el primero se remite en esto al arbitrio del segundo, como cuentan que hacía Protágoras (2), el cual, cuando enseñaba alguna cosa, invitaba al discípulo a valorar a su juicio los conocimientos enseñados, aceptando aquélla cantidad así determinada. Pero en estos temas otros prefieren la máxima: Que a cada hombre se le fije un salario (3). Aquellos que han recibido dinero anticipado, y después, en razón de la exorbitancia de sus promesas, no hacen lo que dijeron que harían, son justamente reprochables, porque no cumplen lo que pactaron. Por esta razón quizás los sofistas están obligados a hacerse pagar de antemano, porque si no nadie les daría nada por todo lo que ellos saben; estas personas, al no hacer aquello por lo que les han pagado, están naturalmente expuestas a los reclamos. Como queda dicho, cuando no ha habido contrato de servicios, son irreprensibles los que ofrecen los suyos por consideración a sus amigos, porque es lo propio de la amistad virtuosa; y, puesto que la intención es el elemento significativo del amigo y de la virtud, la recompensa debe ser, en consecuencia, proporcionada a la intención del que ha prestado el servicio. De este modo también parece que debe ser entre los asociados para el estudio de la filosofía, cuyo valor no puede medirse en dinero, ni se les puede (a los maestros de sabiduría) rendir honor que iguale con su merecimiento; aun así, tal vez es suficiente con darles todo lo que se pueda, como a los dioses y a los padres.

Si la donación no ha sido de esta clase sino hecha con pretensiones de ser retribuida, quizá lo mejor sea que la compensación sea tal que parezca a ambas partes proporcionada al valor del servicio o donación. Pero si no es posible, no sólo es necesario sino justo que el que empezó por recibir el servicio fije la retribución, porque recibiendo el otro lo equivalente al provecho del que se benefició (o al precio que éste hubiera pagado por el placer que obtuvo) recibirá de éste lo que es justo. Y esto es lo que pasa incluso en los asuntos venales; y más aún, en algunos lugares está establecido por ley que no hay acción judicial para el cumplimiento de los contratos voluntarios, porque se considera que cuando alguno dio crédito a otro, debe solventar sus compromisos con esa persona con el mismo espíritu con que se relacionó con ella. La ley en esos casos supone que es más justo que fije los términos de ejecución la persona que ha recibido esa prueba de confianza, y no la que la dio. Por otra parte, muchas cosas no son valoradas en la misma medida por los que las tienen y por los que las desean, porque no hay quien no aprecie mucho las cosas que le pertenecen y que da, y con todo, el cambio se lleva a cabo en el valor fijado por el que recibe. Mas, indudablemente, también es necesario que éste tase la cosa no en el valor que le parece tener cuando ya la posee sino en el que le daba antes de poseerla.


II

Otras dificultades están implicadas en las siguientes cuestiones: si debe un hijo darle todo a su padre y obedecerle en todo o si (estando uno enfermo) conviene antes obedecer al médico; si hay que elegir como general al hombre de mayor pericia militar; y también si debe servirse al amigo antes que al hombre virtuoso; y si, cuando ambas cosas no son posibles, hay que preferir pagar una deuda de gratitud a un benefactor o hacer un regalo a un compañero.

¿Verdad que no es fácil decidir con precisión todos estos problemas? Y es porque, en los diferentes casos, muchas y de todo género son las variaciones, según su importancia o pequeñez, así como la honestidad y necesidad del acto.

No es difícil ver que no todo debe concedérsele a uno solo, como tampoco que en general hay que devolver los favores antes que complacer a los compañeros, y que antes de darle ese dinero a un camarada, hay que pagar las deudas. Aunque tal vez no siempre deba ser asi; por ejemplo, si uno ha sido rescatado de piratas ¿ debe a su vez rescatar a su libertador, cualquiera que éste sea? Y si el libertador no está secuestrado, y pide de todos modos el precio del rescate, ¿habrá que pagárselo? ¿Y deberá hacerse eso antes que rescatar al propio padre? Pues tal parece que uno debe redimir a su padre antes incluso que a si mismo ...

Por regla general, y como ya hemos dicho, se deben pagar las deudas; pero si fuese extremadamente noble o necesaria la donación que se podría hacer con la misma suma se hiciese, más bien habrá que optar por esto último. Efectivamente, en ocasiones ni siquiera es equitativo corresponder al servicio original cuando una persona ha hecho un beneficio a otra a sabiendas de que lo hacia a un hombre de bien, y la restitución ha de hacerse a quien se tiene en concepto de perverso. A veces tampoco debe uno hacer un préstamo a quien primero se lo hizo, porque éste le prestó a un hombre honesto contando con que recobraría su dinero, en tanto que el otro no puede esperar recobrar el suyo de un bribón. Si las cosas son asi en verdad, la demanda de préstamo no tendria el mismo fundamento por ambas partes; y si no son asi, pero hay razones para creer que asi son, tampoco seria nada raro que el hombre honrado se negase a prestarle a quien no es honrado. Las teorias sobre las pasiones y las acciones, hemos dicho reiteradamente, no pueden tener más precisión que la materia a la que se aplican.

Es evidente, entonces, que no debemos conceder todo a todos, ni siquiera al propio padre, como tampoco a Zeus se sacrifica todo. Y son diferentes las cosas que deben darse a los padres, a los hermanos, a los compañeros y a los benefactores; a cada clase hay que darle lo que le es propio y lo que le conviene. Y esto es lo que de hecho hace la gente: a las bodas se invita a los parientes, porque a ellos son comunes el linaje y los actos que atañen a la familia; y a los funerales se admite también por la misma razón que los parientes deben concurrir de preferencia a todos los demás. Respecto de la manutención, como deudores que somos de ellos, debemos subvenir ante todo a nuestros padres; y es más noble subvenir a los autores de nuestro ser antes incluso que a nosotros mismos. También hay que rendir honor a los progenitores, como a los dioses, aunque no todos ni cualquier honor, y tampoco debe tributarse el mismo honor al padre que a la madre, ni rendirles el que se debe a un filósofo o a un general, sino al padre el honor paterno y a la madre el materno.

A toda persona mayor debe respetársela en atención a su edad, levantándonos en su presencia, cediéndole el asiento y teniendo para con ella otras atenciones semejantes. Con los camaradas y hermanos, por lo contrario, debe haber libertad de expresión y uso común de todas las cosas. A los parientes, a los de la misma tribu, a los conciudadanos y a todos los demás, hay siempre que tratar de darles lo que corresponde a cada clase, discerniendo lo que a cada cual es debido según el grado de relación, la virtud y la utilidad, siendo más fácil la apreciación cuando se trata de personas de la misma clase, y más difícil cuando son de clases diferentes; pero no por eso debemos abstenemos sino decidir la cuestión en la medida que podamos.


III

Otro problema es si las amistades con las personas que cambian deben romperse o no. No es raro dejar de ser amigos de quienes lo eran por interés o por placer cuando dejan de existir esos atributos, los cuales en realidad no eran lo amigos que decían ser; así que, cuando faltan aquéllos, es lógico que los amigos ya no se quieran como antes. Y sólo podría uno quejarse contra el otro si éste hubiese fingido amar la calidad moral del amigo cuando en verdad lo hacía por interés o por placer. Ya dijimos antes que la mayoría de las discrepancias entre amigos se fundan en que en verdad no son amigos como creen. Si el otro no dio motivos para que uno crea que es estimado por su condición moral, la culpa es de uno mismo. Pero cuando por hipocresía del otro ha sido uno inducido a error, es justa la queja contra el engañador, y tanto más justa que si lo hiciera contra los falsificadores de moneda, porque el fraude afecta a algo más valioso.

Mas en el caso de que uno haya aceptado la amistad de otro por conceptuado de hombre bueno, y éste se vuelve malo y lo parece, ¿deberá seguir queriéndolo? ¿O esto será imposible, puesto que sólo el bien es amable? (Más aún, sería indebido hacerlo, porque nadie debe amar el mal ni imitar a los ruines). Además, ya dijimos que lo semejante es amigo de lo semejante. Entonces ¿habrá que romper la amistad en el acto? ¿O no con todos sino nada más con los perversos incurables? Y a los redimibles, ¿no debemos ayudarlos en su moral más de lo que lo haríamos en su patrimonio, por ser lo primero mejor que lo segundo y mas propio de la amistad? Igualmente, aquel que llegase al romper esa amistad no parecería hacer nada desubicado, ya que no se hizo amigo de este hombre por ser como ahora es; lo deja, pero sólo cuando éste ha cambiado y es imposible de salvar. Y en el caso de que uno de los amigos siga siendo el mismo mientras el otro se hace mejor moralmente y llega a superar ampliamente en virtud al primero ¿deberá este último continuar frecuentando al amigo? Tampoco esto parece posible; y más evidente es cuanto mayor llega a ser la distancia entre ambos, como suele suceder con las amistades de la niñez. Pues si uno sigue siendo niño en su inteligencia, mientras el otro se desarrolla hasta madurar plenamente, ¿cómo serán amigos, siendo que ya no los satisfacen las mismas cosas, ni se alegran ni sufren por lo mismo? Incluso con respecto a sí mismos ya no acordarán sus gustos, lo cual anula toda posibilidad de que sean amigos, porque la convivencia es imposible así. Pero ya hemos hablado de esto antes.

En un caso como este ¿debe uno relacionarse con el otro como si nunca hubiesen sido amigos? ¿O deberá más bien atesorar el recuerdo de aquella intimidad, ya que, así como creemos que primero hay que complacer a los amigos que a los extraños, también hay que tener alguna deferencia con los que han sido amigos, en razón justamente de la pasada amistad, a menos que la ruptura haya sido causada por un exceso de maldad?


IV

Las muestras de amistad que damos a nuestros prójimos, como también los caracteres definitorios de las distintas clases de amistad, parecen tener su origen en los sentimientos que tenemos con respecto a nosotros mismos. O sea que se tiene por amigo a quien desea y hace el bien (o parece hacerlo) por causa del amigo, o al que quiere que su amigo exista y viva por su propio bien, que es lo que sienten las madres por sus hijos, y hasta los amigos que han tenido algún enfrentamiento entre ellos. Otros definen como amigo al que pasa la vida con el otro y tiene los mismos gustos que él, o al que se alegra y apena con su amigo (que es lo que les pasa sobre todo a las madres). Por uno u otro de estos caracteres es por lo que en general se define la amistad.

Observando con atención, todos y cada uno de los caracteres se atribuyen al virtuoso por lo que respecta a sí mismo (y a los demás, por cuanto suponen ser tales, pues, como dijimos, la virtud y el virtuoso son la medida de todas las cosas). Éste, efectivamente, vive de acuerdo consigo mismo, y desea las mismas cosas con cada parte de su alma, y quiere para sí mismo el bien y lo que parece serlo, y practica en sí, puesto que es propio del hombre bueno esforzarse por hacer el bien (e indudablemente lo hace por interés propio, pero por el interés de su parte intelectual, en lo cual parecer consistir el ser de cada hombre), y quiere vivir y conservarse él mismo, y sobre todo la parte por la cual piensa, porque el existir es para el virtuoso un bien. Y todos desean el bien para sí mismo, y nadie aceptaría convertirse en otro a cambio de todos los bienes posibles (porque Dios sí posee, ahora, todos los bienes) sino, que lo desea con la condición de seguir siendo lo que es, sea lo que fuere; y en el pensamiento, o sobre todo en el pensamiento parece consistir el ser de cada hombre. Un hombre así quiere pasar la vida consigo mismo, y goza haciéndolo, porque los recuerdos de sus actos pasados, y buenas las esperanzas de los futuros le son placenteros, y por tanto agradables. Su mente le surte así de abundantes objetos de contemplación. Más que con cualquier otra persona, es consigo mismo con quien comparte dolores y goces, porque siempre es lo mismo lo que le duele y lo mismo lo que le place, y no una cosa ahora y otra después. Por decirlo de algún modo, este hombre no tiene de qué arrepentirse. Todos estos caracteres o condiciones confluyen en el hombre virtuoso precisamente en sus relaciones consigo mismo; pero como, además, este hombre se relaciona con su amigo como lo hace consigo mismo (porque el amigo es como otro yo), entonces también la amistad parece consistir en algo de esto, y ser amigas las personas en quien concurren estas condiciones.

(Por ahora dejemos de lado si puede o no haber amistad con uno mismo, lo cual podríamos admitir, sin embargo, pero sólo en cuanto que el hombre es un ser dual o plural; y por la razón, además, de que el exceso de amistad se asemeja a los sentimientos que cada uno tiene consigo mismo).

Pero estas condiciones pueden encontrarse en la mayoría de los hombres, aun cuando fuesen malos; o tal vez sea más correcto decir que sólo en cuanto se complacen en sí mismos y en la medida en que suponen ser justos, ya que en nadie completamente malo e impío se encuentran ni visos de tales caracteres. Tampoco se dan en los que son moralmente inferiores, porque estos hombres están en conflicto consigo mismos, y como los incontinentes, desean sensualmente unas cosas y quieren racionalmente otras, y terminan eligiendo en vez de las que piensan buenas, otras agradables, pero dañinas. Otros por cobardía o por pereza, no hacen lo que piensan que sería mejor para ellos. Otros incluso, cuando se ven odiados por su maldad y sus muchas y horrendas acciones, se suicidan. Otros hombres malvados, huyendo de sí mismos, buscan alguien para pasar sus días, porque cuando están a solas se acuerdan de sus muchas e inolvidables maldades y se representan otras iguales por anticipado; y como nada tienen de amable, no pueden sentir por sí mismos amor ni nada parecido. Por consiguiente, estos hombres no pueden compartir amistosamente ni siquiera sus propias alegrías y dolores, porque su alma está desgarrada por la discordia entre una parte que, por su maldad, sufre la falta de ciertas cosas, y otra que mientras tanto se goza; y como no es posible sentir dolor y placer a la vez, rápidamente se aflige de haber recibido placer, y desearía que no le hubiese gustado, porque los malos están llenos de remordimientos. Por todo esto el hombre malo no puede estar dispuesto amistosamente ni siquiera respecto de sí mismo, ya que no tiene en sí nada amable. y como esto es muy doloroso, debemos huir de la maldad a toda costa y bregar por ser justos, para así poder estar amistosamente consigo y ser amigo para otro.


V

La benevolencia se parece al sentimiento amistoso, pero no es, por cierto, la amistad; en efecto, puede tenerse buena voluntad hacia los desconocidos y sin que ellos lo sepan, lo cual, como dijimos, no sucede con la amistad. Tampoco es la benevolencia una afección, porque no tiene la intensidad ni el deseo que acompañan la afección. Además, ésta implica trato íntimo, en tanto que la benevolencia puede ser espontánea, como con respecto a los competidores en los certámenes, a los cuales se aficionan los espectadores y desean su triunfo, pero no por eso los ayudan; porque, como dijimos antes, la benevolencia nace de repente y es un afecto superficial.

Por consiguiente, la benevolencia es algo así como el principio de la amistad, como del amor lo es el placer de la vista: nadie ama sin haber gozado previamente del aspecto del amado, lo cual no quiere decir que ame ya por la sola complacencia en la figura del otro sino sólo cuando extraña al ausente y anhela su presencia. O sea que, si no pueden ser amigos quienes no han llegado a tenerse buena voluntad mutua, no por esto ya se quieren los que se tienen buena voluntad; se limitan a desear el bien a aquellos que son objeto de su benevolencia, pero no estarían dispuestos a ayudarlos ni se molestarían por ellos. Y entonces, haciendo extensivo el término, podría decirse que la benevolencia es una amistad inactiva; pero cuando dura y se profundiza la intimidad, se convierte en amistad, claro que no en amistad por interés o por placer, motivos en los cuales no hay siquiera benevolencia, porque, aunque el que recibió el beneficio retribuya éste con benevolencia, procediendo así apenas hace lo que es justo; y respecto del que desea la prosperidad para otro con la esperanza de enriquecerse mediante él, no parece que sea benévolo más que consigo mismo; ni tampoco es uno amigo de otro si le prodiga atenciones esperando beneficiarse a cambio. Generalmente la benevolencia surge de alguna perfección o bondad, cuando alguno se muestra a otro bello o valiente o algo así, como dijimos a propósito de los atletas.


VI

La concordia también se parece a un sentimiento amistoso, y por esta causa no puede confundirse con la unanimidad de opiniones, ya que ésta podría existir incluso entre aquéllos que no se conocen entre sí, ni tampoco decimos que tienen unanimidad de pensamiento quienes opinan lo mismo sobre, por ejemplo, los cuerpos celestes (porque la unanimidad de pensamiento sobre estas cosas no presupone un sentimiento amistoso). Mas bien decimos que en una ciudad hay concordia cuando los ciudadanos opinan igual sobre lo que les conviene y deciden lo mismo y ejecutan lo que es de común interés; o sea que es sobre las cosas prácticas que los hombres concuerdan, y de entre esas cosas, sobre las que son importantes y que pueden realizarse con beneficios para todos. De esta manera, en una ciudad hay concordia cuando a todos les parece bien que los cargos públicos sean electivos, o que se debe hacer una alianza con los lacedemonios, o que gobierne Pítaco (4) si es que quiere. La discordia surge cuando cada uno quiere el poder para sí, como los pretendientes en Las fenicias (5). Efectivamente, no es concordia el que todos piensen lo mismo (sea lo que fuere) sino que piensen lo mismo en relación con la misma cosa, pues así todos tienen lo que quieren, como cuando el pueblo y la nobleza coinciden en que gobiernen los mejores. Por consiguiente, la concordia parece ser la amistad cívica, como se dice ordinariamente, porque se aplica a los intereses comunes y a las cosas que afectan a la vida.

Una concordia así existe entre los justos, pues éstos están de acuerdo no sólo consigo mismos sino también entre ellos, como si tuvieran el mismo fundamento; sus deseos son constantes, y no fluctúan como las aguas de un estrecho marino: quieren lo justo y lo útil, y a ambas cosas aspiran de común acuerdo. En cambio, en los malos la concordia no es posible, excepto en pequeña medida, como tampoco pueden ser amigos, ya que aspiran a más beneficios de los que les corresponden, y aportan menos a los trabajos y servicios públicos; y como cada uno pretende acaparar las ventajas, critica y pone trabas a su vecino. Y como nadie cuida del bien común, éste se destruye; y entonces todos se pelean, tratando de obligarse mutuamente a cumplir con los deberes a los que todos faltan.


VII

Los benefactores parecen amar más a sus beneficiados que los que han recibido algún bien a quien se lo ha dado; y se suele discutir por qué es esta paradoja. La mayoría de las opiniones explica esto en virtud de que unos son deudores y los otros acreedores; y del mismo modo que en los préstamos los deudores querrían que sus acreedores no existiesen mientras que los prestamistas ruegan por la seguridad de sus deudores, así también se piensa que los benefactores desean que sus favorecidos vivan que algún día les correspondan con su gratitud, mientras que los beneficiados no están realmente preocupados por corresponder. De los que esto sostienen, Epicarmo (6) diría que sólo ven el lado malo de los hombres; pero esta actitud es bastante conforme con la condición humana, porque la mayoría de los hombres es desmemoriada y más bien dada a recibir que a hacer favores.

Sin embargo, parecería que la causa es más profunda y no tiene semejanza con lo que pasa en el caso de los prestamistas. Éstos no tienen afección para con sus deudores sino el deseo de que estén en condiciones de pagarles. En cambio, los benefactores sienten amistad y amor por sus beneficiados aunque éstos no les sean ni les vayan a ser útiles. Precisamente esto es lo que les acontece a los artistas: todo artista ama su propia obra más de lo que sería amado por su obra si ésta viviese (sobre todo en el caso de los poetas, pues aman extremadamente sus propios poemas, como si fueran sus hijos). Pues a este amor se parece el de los bienhechores: beneficiado es su obra, y la aman, por lo tanto, más que lo que la obra ama a su creador. Porque la existencia es para todos preferible y amable, y existimos en cuanto somos en acto, en tanto que vivimos y obramos; y, en cierto sentido, la obra es el mismo creador en acto, el cual, por lo tanto, ama su obra porque ama el ser. Y esto está en la naturaleza de las cosas, porque lo que él es en potencia, su obra lo revela en acto.

Mientras que el resultado de su acción es bello para el bienhechor, por lo que se goza en la persona en que se da, para el paciente, en cambio, nada hay de bello en el agente sino a lo más algo útil, lo cual es menos placentero y amable. O sea que al benefactor le queda la obra (en tanto lo bello es perdurable), mientras que al beneficiado, la utilidad. Y aunque la conciencia de lo presente, la esperanza de lo futuro y el recuerdo de lo pasado son todos placenteros, lo más placentero y amable es lo que resulta del acto. Y así como el recuerdo de las cosas bellas es placentero, el de las útiles no lo es justamente o lo es menos, aunque en la expectación parece pasar lo contrario. Además, amar se parece a la creación, el ser amado, en cambio, a un estado pasivo; por lo que amar y todo lo tocante al amor les pertenece a quienes participan más en la actividad creadora.

Se ama más lo que se ha producido con esfuerzo (por ejemplo, los que hicieron por sí mismos su fortuna la aman más que los que la han heredado); ahora bien, ser beneficiado no parece suponer esfuerzo alguno, mientras que hacer el bien demanda esfuerzo. Por esta razón las madres aman más a sus hijos que los padres: porque, además de que saben mejor que los padres que los hijos son suyos, su nacimiento les cuesta más trabajo. Y a los bienhechores también podría aplicarse lo mismo.


VIII

Otro motivo de discusión suele ser si debe uno amarse a sí mismo más que a nada o a nadie, siendo que a menudo se censura a quienes se aman demasiado a sí mismos llamándolos egoístas, como si serlo fuera vergonzoso. Parece que el hombre malo hace todas las cosas por egoísmo (y tanto más cuanto más malvado es), reprochándosele que nada haga sin pensar en sí mismo, mientras que el hombre justo actúa por lo bueno y lo bello (y tanto más cuanto mejor es), como también por el interés de su amigo, hasta el punto de descuidar el propio. Pero la realidad contradice estos argumentos, y con razón. Porque aceptamos que debe amarse sobre todo al mejor amigo; pero el mejor amigo es aquel que al que quiere bien le desea todo bien por él mismo y aunque nadie lo sepa. Ahora bien, estos atributos pertenecen a la relación del hombre consigo mismo, así como todos las otros con que definimos al amigo, ya que es con referencia a los sentimientos del individuo por sí mismo como se extiende luego a los demás los sentimientos amistosos. En eso convienen varios proverbios, como son: Una sola alma (7), Entre amigos todo es común, La amistad es igualdad y La rodilla está más cerca que la pierna, expresiones todas aplicables en especial a las relaciones del individuo consigo mismo. Cada uno es su mejor amigo, por lo que debe amarse sobre todo a sí mismo. Ambas tesis son probables, por lo que es razonable dudar entre ellas.

Quizá debamos distinguir entre estos argumentos para determinar hasta qué punto y de qué modo uno y otro son verdaderos; lo cual quedará de manifiesto si captamos el sentido en que cada uno usa el término egoísta. Todos tienen una actitud de censura al respecto, egoístas a quienes se apropian de la mayor parte en todo tipo de bienes, como dinero, honores y placeres del cuerpo; y son muy disputados porque a todos aspira el común de la gente, que se afana por ellos como si fuesen los bienes más preciosos. Y los codiciosos de estos bienes son indulgentes con sus deseos, y en general con sus pasiones y con la parte irracional de su alma. Tales son los hombres en su mayoria, y por esto la denominación de egoísta ha procedido del tipo ordinario de egoísta, que ciertamente es malo, por lo que con justicia se censura a quienes son así.

Se sabe que la mayoria llama egoístas a los que pretenden acaparar los bienes inferiores, mientras que nadie llamaría egoísta ni vituperaria al que se esforzase siempre más que por nada por practicar la justicia o la templanza u otras virtudes cualesquiera, y siempre buscase lo bueno y lo bello. Sin embargo, este último hombre es en verdad más egoísta que el otro, puesto que se adjudica las cosas más bellas y los bienes supremos, y da placer a la parte más principal de sí mismo, obedeciéndola en todo. Y como el hombre, igual que una ciudad o cualquier otro conjunto sistemático, consiste sobre todo en su principio dominante, el más egoísta de todos será el que ama esta parte de su alma y trata de complacerla. Y lo llamamos continente o incontinente según que la razón domine o no la conducta de este hombre; como lo demuestra también el hecho de que consideramos más propios y voluntarios nuestros actos racionales que los otros. Lo que sí queda claro es que el ser de cada hombre consiste en la razón, o principalmente en ella, y que el justo ama esta parte de sí mismo más que cualquier otra, por lo que podría considerársele sumamente egoísta. Claro que un tipo distinto del egoísta reprobable, tanto como vivir según la razón difiere de hacerlo según la pasión, y el desear lo bello y lo bueno difiere de anhelar lo que parece útil. Por consiguiente, todos aceptan y alaban a los que se esfuerzan excepcionalmente por realizar nobles acciones. Y si todos rivalizaran por lo bueno y lo bello y se esforzaran por realizar las más bellas acciones, habría todo cuanto es necesario para el bien común, y en lo particular cada uno tendría los bienes supremos, puesto que la virtud es el mayor de los bienes. Por consiguiente, necesariamente el hombre bueno debe amarse a sí mismo, puesto que realizando bellas acciones es útil para sí y para los demás; y al revés, es mejor que el hombre malo no se ame tanto, porque al seguir sus malas pasiones perjudica a todos, él inclusive. Efectivamente, el malvado tiene un conflicto entre lo que debe hacer y lo que hace, mientras que el hombre virtuoso hace lo que debe, porque la razón elige lo mejor para sí misma, y el virtuoso sigue en todo a la razón.

También es cierto, en lo que concierne al virtuoso, que realiza muchas acciones por sus amigos y por su patria, incluso, si es preciso, hasta ofrendar su vida por ellos; y también es verdad que este hombre prodigará las riquezas y los honores, y en general todos esos bienes tan disputados, pero se reservará lo bello y lo bueno. Y preferiría gozar intensamente un instante que llevar una existencia pacata por largo tiempo, y vivir bellamente un año que muchos de existencia vulgar, y una sola acción bella y grande antes que muchas y mezquinas (como es sin duda el caso de los que mueren por otros, que escogen para sí un gran premio). Y también están dispuestos a dilapidar sus riquezas, para que sus amigos medren, pues así al amigo le quedan las riquezas y a él la honra, con lo que se adjudica a sí mismo el bien mayor. Igualmente procede respecto de honores y cargos públicos, dejándoselos al amigo, porque para él es esto bello y elogiable. Es razonable, entonces, considerarlo virtuoso, porque prefiere lo bello y lo bueno a cualquier otra cosa. E incluso es posible que las mismas acciones las ceda al amigo, porque puede ser más hermoso ser causa de la acción del otro que actuar por sí mismo.

En suma, el hombre virtuoso se apropia de la parte más grande de lo bello y lo bueno en todas las circunstancias dignas de alabanza; y, como hemos dicho, es en este sentido, y no en el sentido en que lo es la mayoría, como debe ser egoísta el hombre.


IX

Otra cuestión sobre la que se disputa es si el hombre feliz necesita de amigos. Efectivamente, se dice que los hombres dichosos y que son autosuficientes para nada tienen necesidad de amigos, porque todos los bienes están a su disposición, y desde el momento en que se bastan perfectamente a sí mismos, de nada más han de necesitar, siendo así que el amigo, que es otro yo, nos procura lo que por nosotros mismos somos incapaces de obtener; de donde el dicho del poeta: Cuando el genio divino nos depara la dicha, ¿qué necesidad tenemos de amigos? (8) Aun así, es absurdo atribuirle todos los bienes al hombre feliz y no darle el mayor de los bienes exteriores, que son los amigos. Además, si es más propio del amigo hacer favores que recibirlos, y si es propio del hombre bueno y de la virtud hacer beneficios, y si beneficiar a los amigos es más bello que a los extraños, el hombre virtuoso tendrá necesidad de amigos a quien poder beneficiar.

Por esta razón se discute también si hay mayor necesidad de amigos en la prosperidad o en la desgracia, dando por supuesto que si el desdichado tiene necesidad de amigos que lo ayuden, el próspero necesita de amigos a quienes hacer el bien. Puesto que el hombre es un ser político y nacido para la convivencia, es absurdo hacer del hombre feliz un solitario, porque nadie elegiría poseer todos los bienes a cambio de estar solo. Por esto, y dado que posee todos los bienes naturales, incluso el hombre feliz vive con otros; y es evidente también que es preferible pasar uno sus días con amigos y hombres de bien que con extraños o eventuales conocidos. Así que el hombre feliz también necesita tener amigos.

Pero, entonces, ¿qué significado tiene la primera tesis, y en qué sentido dice la verdad? ¿O es que la mayoría sólo tiene por amigos a los que le sirven de provecho? Puesto que todos los bienes están a su disposición, el dichoso ninguna necesidad tiene de esta gente, ni tampoco, o muy poco, de las amistades fundadas en el placer, ya que la vida que es placentera de por sí para nada necesita del placer accidental. En fin, que, como el hombre feliz no tiene necesidad de amigos como esos, se cree que no tiene necesidad de amigos. Pero esto, sin duda, no es verdadero. Dijimos al principio que la felicidad es una actividad, y es evidente que la actividad nace y se desarrolla, y que no está de una vez para siempre a nuestra disposición como algo que se posee. Entonces; si ser feliz consiste en vivir y actuar, y la actividad del hombre de bien es virtuosa y agradable por sí misma; si, por otra parte, el que una cosa nos pertenezca la hace más agradable; si, en fin, podemos contemplar mejor a los otros que a nosotros mismos, y mejor sus acciones que las nuestras, y las acciones de los hombres virtuosos que son sus amigos son agradables a los buenos, puesto que esas acciones tienen las dos cualidades que las hacen naturalmente agradables; si todo esto es así, entonces el hombre dichoso tendrá necesidad de tales amigos, puesto que su propósito es el contemplar acciones moralmente valiosas y hacerlas propias, cómo son las del amigo que es hombre de bien. Además, todos coinciden en que el hombre feliz debe vivir placenteramente; ahora bien, la vida del solitario es ardua, porque no es fácil que uno esté por sí mismo siempre en actividad, siendo más fácil que lo esté con otros y para otros. De este modo, pues, la actividad virtuosa, agradable por sí misma, será más continua, como conviene al hombre dichoso. Éste, por su virtud, recibe satisfacción de los actos virtuosos como por lo contrario recibe disgusto de los actos viciosos, igual que el músico se complace en las bellas melodías y le desagradan las malas. Por lo demás, la convivencia con los buenos también puede de algún modo adiestrar en la virtud, como ha dicho Teognis (9).

Si observamos con atención la naturaleza de las cosas, el amigo virtuoso parece ser por naturaleza digno de ser elegido por el virtuoso; y como ya dijimos, lo que es bueno por naturaleza es bueno y agradable por sí mismo para el hombre virtuoso. Ahora bien, en los animales la vida se define por la potencia sensitiva; en los hombres, por la potencia sensitiva sumada a la intelectiva. Pero la potencia se orienta al acto, y lo principal está en éste; por lo tanto, la vida parece consistir principalmente en el sentir o en el pensar. La vida, por su parte, pertenece a las cosas en sí mismas buenas y agradables, porque es algo definido, y lo definido está en la naturaleza del bien. Por esto lo que es bueno por naturaleza también lo es para el hombre virtuoso; y por esto la vida parece a todos agradable. Mas no debe tomarse aquí como ejemplo una vida perversa y corrompida, ni tampoco una vida llena de sufrimientos, porque semejante vida es indefinida, como también los elementos que la integran (lo cual será más evidente después de las consideraciones que haremos más adelante sobre el dolor). Entonces, si la vida es buena y placentera en sí como lo prueba el que todos la desean, y especialmente los justos y felices (para quienes nada hay más deseable que la existencia, y su vida es la más feliz); si el que ve siente que ve, y el que oye que oye, y el que anda que anda, y en los demás actos igualmente hay una facultad por la que somos conscientes de nuestros actos, de modo que cuando percibimos, percibimos que percibimos, y cuando pensamos, que pensamos; si por el hecho de que percibimos o pensamos sabemos que somos (habiendo definido el existir como sensación o pensamiento); si el sentir que vivimos es una de las cosas agradables en sí (porque la vida es algo bueno por naturaleza, y el sentir un bien presente en uno es agradable); si la vida es apetecible, y particularmente para los buenos (porque para ellos la existencia es buena y agradable, puesto que reciben placer de la conciencia de que en ellos hay algo bueno en sí mismo); si el hombre virtuoso tiene la misma disposición consigo mismo que con su amigo (puesto que su amigo es otro él); si todo esto es verdadero, resulta que así como su propio existir es deseable para cada uno, así también es deseable el existir de su amigo, o casi tanto. Pero si, como hemos visto, su existir le es deseable por la conciencia que tiene de su propia bondad, y esta percepción, además, es agradable en sí misma, necesariamente también habrá de tener conciencia simpática de la existencia de su amigo, lo cual surgirá en la convivencia y la comunicación de palabras y pensamientos. Así debe definirse la convivencia entre los hombres, y no, como en el ganado, por el hecho de comer en el mismo pasto.

Si el existir es por sí mismo deseable para el hombre dichoso por ser algo naturalmente bueno y agradable, y si el existir del amigo es un caso semejante, debemos concluir entonces que el amigo será algo deseable. Y lo que uno desea es preciso que lo posea, si no, sufrirá una carencia al respecto. El hombre, entonces, para ser feliz necesita de amigos virtuosos.


X

Entonces, ¿debemos hacer tantos amigos como podamos o (así como en materia de hospitalidad parece ser consejo acertado. Ni hombre de muchos huéspedes, ni tampoco sin huésped) (10) habemos de aplicamos a la amistad de modo que ni estemos sin amigos ni los procuremos en exceso?

A los amigos por interés podría aplicarse exactamente el dicho del poeta, porque corresponder con servicios a mucha gente es molesto, y la vida no es tan larga como para acotarla a esta tarea. Los amigos, cuando son más que los suficientes para nuestra vida, son superfluos, y hasta un obstáculo para vivir bellamente; así que para nada son necesarios. En cuanto a los amigos por placer, como la sal en la comida, alcanza con un poco.

Pero respecto de los amigos virtuosos ¿debemos tener tantos como podamos, o hay alguna medida también para la cantidad de amigos, como la hay para la población de una ciudad? Porque, efectivamente, una ciudad no se hace con diez hombres; pero tampoco sigue siendo una ciudad con cien mil. Aunque en estos casos la cantidad no es seguramente un número único, sino cualquiera que pueda caer dentro de ciertos límites, también hay un límite en relación con los amigos, cuyo máximo es probablemente el de las personas con quien uno puede convivir, lo que ya vimos que es considerado la nota más alta de la amistad; ahora bien, no es difícil percatarse de que no es posible convivir con muchos, y repartirse uno entre tantos.

Además, nuestros amigos deben ser también amigos entre sí, puesto que tendrían que pasar sus días unos con otros, lo cual es más dificultoso cuantos más son. También es difícil compartir íntimamente los placeres y las penas con muchos, pues es muy probable que al mismo tiempo tenga uno que regocijarse con unos y entristecerse con otros. O sea que tal vez lo que esté bien sea no pretender tener tantos amigos como sea posible sino tantos como sean suficientes para la convivencia, pues parece en verdad imposible ser para muchos un amigo cabal. Por este motivo no se puede amar a muchos; porque el amor significa amistad en grado superlativo, y esto no puede darse sino con respecto a uno, por lo cual sólo a unos cuantos puede dispensárseles una extremada amistad. Esto se ve confirmado en la práctica: la amistad de camaradería no incluye muchos amigos, y en cuanto a las amistades a las que cantan los poetas (11) sólo existen entre dos individuos. Por lo contrario, los hombres que tienen muchos amigos y que se conducen familiarmente con todos (especialmente esos que son llamados amables o simpáticos) en realidad parecen no ser amigos de ninguno, salvo en el sentido en que los conciudadanos son amigos entre ellos. Por otra parte, es verdad que en el plano político y social uno puede tener muchos amigos, sin necesariamente ser un simpático sino un genuino hombre de bien; pero no es posible ser amigo de muchos a la vez por excelencia y por ellos mismos, y debemos damos por contentos si encontramos siquiera algunos pocos de tales amigos.


XI

¿Necesitamos más de los amigos en la buena o en la mala fortuna? En ambas situaciones se los busca, porque así como los desdichados necesitan ayuda, los que están en la prosperidad, puesto que lo que desean es hacer el bien, también precisan de otros con quienes convivir y a quienes hacer favores. De manera que la amistad es más necesaria en la adversidad, ya que entonces necesitamos amigos serviciales; pero es más bella en la prosperidad; y por esto se busca la amistad de los hombres de bien, porque es preferible beneficiar a amigos de esta índole y compartir con ellos el tiempo. Ya por sí sola la presencia de los amigos produce alegría, lo mismo en la prosperidad que en la adversidad, porque los corazones apesadumbrados se alivian cuando los amigos comparten sus penas. Y cabe preguntarse si este alivio proviene de que los amigos nos ayudan con nuestro fardo o de que su presencia nos es agradable, e imaginamos que ellos padecen con nosotros disminuye nuestra aflicción. Dejando de lado la razón por la que nuestra pena se aligera, lo que es evidente es que sucede lo que acabamos de decir.

Varios elementos complejos contiene al parecer la presencia de los amigos, por lo demás; sólo verlos ya es un placer, especialmente para el desdichado, y llega a ser una suerte de remedio en la aflicción, porque el amigo, si es hombre de tacto, es una fuente de consuelo, tanto con su presencia como con su palabra, ya que nos conoce y sabe qué cosas nos hacen bien o mal; en cambio, es penoso sentirlo entristecido con nuestras desgracias, por lo que uno trata de evitar ser causa de aflicción para sus amigos. Por eso los hombres sumamente viriles evitan compartir sus penas con sus amigos, y a menos que el alivio exceda en mucho a la pena del amigo, no permiten que sus amigos reciban un dolor, y alejan a los quejosos, porque ellos mismos no son proclives a lamentarse. Al revés, a las mujeres y a los afeminados les agrada estar con quienes gimen a coro, a los que quieren como a amigos y compañeros de infortunio. Por eso en todas las cosas es evidente que debemos imitar al varón superior.

En el caso de la prosperidad, la presencia de los amigoS nos hace placentero el paso de la vida y crea la impresión de que ellos gozan con nuestra buena fortuna. Por lo cual parece que debiéramos convidar diligentemente a los amigos a compartir nuestra ventura, porque es bello estar dispuesto a hacer el bien. Por el contrario, en la adversidad debemos llamarlos con vacilación, porque de los males hay que comunicar lo menos posible; de donde el proverbio: Basta con que yo sea desdichado. En fin, hay que llamarlos cuando sólo han de sufrir pocas molestias a cambio de hacernos un gran bien.

Y también es ciertamente una actitud decorosa acudir sin ser llamado y ayudar con diligencia a los que están en la desgracia, porque lo propio del amigo es hacer servicios, y sobre todo a quienes los necesitan y no los han pedido, porque entonces de ambas partes es esa conducta más noble y agradable. Y también hay que colaborar prestamente con las acciones de nuestros amigos prósperos (porque para hacerlas necesitan de amigos), pero ser lentos en aceptar sus favores, porque no es noble el ansia de beneficios. Tampoco hay duda de que debemos evitar quedar como antipáticos por rechazar favores, lo cual a veces sucede. Concluyendo, es evidente en todas circunstancias que la presencia de amigos es deseable.


XII

Después de esto, ¿no debería seguirse que, así como para los amantes la visión del objeto amado es la cosa más amable de todas y prefieren esta sensación a todas las demás (porque en el sentido de la vista está sobre todo el ser y el origen del amor), también para los amigos, entonces, la convivencia es la cosa más deseable? Puesto que la amistad es una asociación, y siendo que lo que el hombre es para sí mismo también lo es para su amigo; en lo que a nosotros concierne, la conciencia de nuestro existir nos es amable, y también, por tanto, es amable la conciencia de la existencia del amigo; y como esta conciencia se traduce en acciones en la vida en común, los amigos, con razón, tienden a ella. Y lo que la existencia significa para cada hombre en particular o aquello por lo cual desean vivir, en esto quieren pasar su tiempo con los amigos; de ahí que unos se reúnen para beber, otros para jugar a los dados, otros para hacer deporte o ir juntos de caza o para filosofar en compañía, pasando sus días en lo que más aman de entre las cosas de la vida, porque desde que quieren convivir con sus amigos, hacen y participan en las cosas que les dan el sentido de la convivencia. Y también por lo mismo, la amistad de los perversos termina siendo una amistad perversa, porque, inconstantes como son, tan sólo participan en las malas acciones, y acaban por corromperse, pareciéndose los unos a los otros. Por lo contrario, la amistad de los buenos es buena, y se desarrolla en el trato común, por lo que se hacen progresivamente mejores por el ejercicio de los actos amistosos y la corrección recíproca, y se modelan unos a otros tomando las cualidades en que se complacen; de donde el proverbio: De los buenos las cosas buenas (12).

Y que baste esto que hemos dicho acerca de la amistad. Proseguiremos ahora a tratar del placer.


NOTAS

(1) Plutarco (De Alexandri fortuna) cuenta una historia semejante del tirano Dionisio.

(2) Platón: Prot., 328 B.

(3) Heslodo: Op., 368.

(4) Pitaco, elegido dictador por el pueblo de Mitilene, gobernó diez años con aplauso general, al cabo de los cuales depuso el mando, no obstante que sus conciudadanos quedan que continuara en el poder.

(5) Tragedia de Eurlpides. Los pretendientes son Eteocles y Polinice.

(6) Fr. 146, Kaibul.

(7) Eurípides: Orestes, 1046.

(8) Ibid, 667.

(9) Fr. 35.

(10) Hesíodo: Op., 660.

(11) Aquiles y Patroclo, Orestes y Pifades, etcétera.

(12) Teognis, fr. 35.

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