Índice de Ética nicomaquea de AristótelesLibro NovenoBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO DÉCIMO

De la felicidad



I

A lo que acabamos de discutir debe, sin duda, seguir el tratamiento del placer, porque el placer parece estar íntimamente relacionado con la naturaleza humana. Por esta razón a los jóvenes se los educa mediante el placer y el dolor, y también parece muy importante para la virtud moral encontrar placer en las cosas convenientes y abominar de lo que corresponda, ya que estas disposiciones se prolongan por toda la vida y tienen gran influencia en lo que hace a la virtud y la vida feliz, porque los hombres prefieren las cosas placenteras y evitan las penosas.

O sea que de ningún modo podría aprobarse que omitiéramos esos aspectos, y teniendo en cuenta sobre todo las muchas controversias que suscitan. Unos, efectivamente, identifican el placer con el bien, en tanto que otros, al revés, lo declaran un mal en absoluto (1). Y de éstos, algunos quizás estén convencidos de que así es, en tanto que otros piensan que es mejor para nuestra vida mostrar que el placer es cosa mala aun cuando no sea cierto, porque, viendo que la mayoría se inclina por el placer hasta esclavizarse, creen necesario llevados al extremo contrario, para que así vayan a dar en el medio. Pero quizá se diga esto sin razón, porque respecto de pasiones y acciones los razonamientos son menos convincentes que los hechos; y cuando los razonamientos se contradicen con los hechos concretos, provocan desprecio y desacreditan la verdad. Porque si alguna vez se ve al censor del placer procurar su goce, la multitud, que es poco proclive al buen discernimiento, podría interpretar esta inclinación parcial como una aceptación general de toda especie de placer. Por consiguiente, los argumentos verdaderos no sólo prueban ser muy útiles para el conocimiento sino también para la vida, porque cuando concuerdan con los hechos son de lo más convincentes e inducen a quienes los comprenden a vivir según ellos. Pero sea suficiente lo dicho sobre estos puntos; procedamos ahora al análisis de las teorías sobre el placer que se han propuesto.


II

Eudoxio pensaba que el placer es el bien supremo, porque lo desean todos los seres, tanto racionales como irracionales, según podía ver, y argüía en consecuencia que el objeto del deseo es bueno, y lo absolutamente deseable el mayor bien; y el que todos tiendan a lo mismo evidencia que esto es para todos lo mejor, porque cada uno halla su bien particular como encuentra su alimento. Por ende, el bien supremo es lo que es bueno para todos, y que todos los seres desean. Estas razones de Eudoxio son menos convincentes que la virtud moral de quien las proponía, un varón conceptuado como singularmente templado, por lo que no parecía decir lo que decía como amigo del placer, sino porque las cosas son en verdad así.

También pensaba Eudoxio que existían pruebas contundentes a favor del principio contrario, puesto que si el dolor es en sí un objeto de aversión para todos los seres, necesariamente su contrario debe ser un objeto de elección. Y decía además que lo más digno de ser elegido es lo que no escogemos por causa ni por alcanzar otra cosa; y que así es el placer, y se lo reconoce, ya que nadie se pregunta jamás con qué fin goza, dando así a entender que el placer es de por sí apetecible. Y también argüía que el placer agregado a otro bien cualquiera lo hace más deseable, como si acompaña a los actos de justicia y moderación; pero el bien no se incrementa sino con el bien.

Respecto del último argumento, lo único que parece probar es que el placer es un bien, pero no que sea un bien mayor que cualquier otro, porque todos los bienes son más deseables combinados con otros. Con este razonamiento refutaba Platón (2) la doctrina de la identidad entre el bien supremo y el placer, destacando que si es más deseable una vida placentera con prudencia que sin ella, y si el compuesto es más valioso, entonces ya no podrá confundirse el placer con el bien supremo, puesto que nada que se agregue al sumo bien puede tomarlo más apetecible de lo que ya es. En efecto, queda claro que ninguna cosa podría tenerse como el bien supremos si puede hacerse más deseable con el añadido de cualquier otro de los bienes intrínsecos. ¿Cuál será, entonces, semejante bien, y del que además podamos nosotros participar? Algo de esta índole es lo que buscamos.

Dicen un sinsentido los que argumentan que no es un bien aquello que todos los seres desean. Afirmamos que lo que todos aprueban es así: y el que rechaza esta creencia es muy difícil que pueda expresar algo más creíble. Si sólo los seres irracionales deseasen los placeres, todavía tendría sentido lo que aquéllos dicen; pero si los seres inteligentes hacen lo suyo ¿qué valor puede tener esa opinión? Y hasta en las bestias inferiores debe de haber un instinto de la especie superior a los instintos individuales, y que procura el bien de la especie toda.

Tampoco parecen acertar los que se oponen a Eudoxio con el argumento opuesto. Según ellos, no porque el dolor sea malo el placer ha de ser un bien, porque el mal se opone tanto al mal como a lo que no es ni bien ni mal. No está esto mal expresado, pero no es verdad respecto de lo que aquí tratamos, porque si el placer y el dolor fueran malos ambos, necesariamente de ambos se apartarían los hombres; y si fueran estados ambos moralmente neutros, los hombres no se apartarían de ninguno de ellos o se apartarían por igual. Pero lo que sin duda vemos es que los hombres evitan uno como un mal y escogen el otro como un bien. Y ésta, por lo tanto, es la naturaleza de la oposición entre ambos.


III

Pero el placer tampoco deja de ser un bien por el hecho de no ser una cualidad, puesto que tampoco son cualidades los actos virtuosos ni lo es la felicidad. Se dice (3) que el bien está definido, mientras que el placer, porque admite más y menos, es algo indefinido. Si por lo que así se juzga es por el sentimiento del placer, lo mismo podría decirse de la justicia y de las demás virtudes, respecto de las cuales afirmamos que unos las poseen más y otros menos, y que su actividad virtuosa es mayor o menor (por ejemplo, unos son más justos y valientes que otros) y también es posible practicar más y menos la justicia o la templanza. Pero si ese juicio se funda en los placeres mismos, y si es verdad que de los placeres unos son puros y otros combinados, es de temer que la que se propone no sea la verdadera causa.

Igualmente ¿qué impide que pase con el placer como con la salud, la cual, siendo cosa definida, admite más y menos? No en todos los individuos la salud representa la misma proporción de elementos, y hasta varía en la misma persona de un momento a otro, pero incluso relajada subsiste hasta cierto punto, y difiere por tanto en más y en menos; lo mismo podría suceder con respecto al placer.

Por otro lado (los mismos filósofos) (4) postulan que el bien es algo perfecto, mientras que los movimientos y los procesos son imperfectos, tras lo cual intentan probar que el placer es movimiento y proceso. Pero no parece correcto este razonamiento, ni tampoco lo es que el placer sea movimiento, ya que todo movimiento tiene como cualidades propias la velocidad o la lentitud, si no siempre con relación al mismo movimiento (como acontece en el movimiento del firmamento) por lo menos con relación a otro cuerpo, y nada de esto encontramos en el placer. Sin duda podemos de repente experimentar placer, como también montar en ira; pero la sensación placentera en sí misma no es súbita, ni tampoco con relación a otra cosa. Pero sí se puede andar o crecer más rápido, o realizar más rápido (que otros seres) todos los movimientos de este tipo. Entonces, podemos pasar rápida o lentamente a un estado placentero, pero, no puede hablarse de velocidad en el acto del placer considerado en sí mismo, es decir, en el sentimiento del placer, o sea, el gozar.

Por otra parte, ¿cómo podría ser el placer un proceso análogo a la generación, siendo que no se cree que cualquier cosa pueda engendrar cualquier otra sino que toda cosa es engendrada de aquello dentro de lo cual puede disolverse; y así el dolor sería la corrupción de aquello cuya génesis es el placer?

Además se dice (5) que el dolor es la privación de lo que es conforme a la naturaleza, mientras que el placer es su saciedad. Pero éstas son afecciones corporales. Si el placer fuese la saciedad de lo que la naturaleza demanda, la parte que se sacia debería también gozar, y esto es el cuerpo. Pero no parece ser así; y por lo tanto, la saciedad no es el placer sino que al producirse la saciedad podrá uno sentir placer, como sentirá dolor con una operación quirúrgica. Esta opinión parece basarse en los dolores y placeres relacionados con la nutrición, porque cuando hemos estado privados de alimento y sufrido hambre, experimentamos placer al saciarnos. Pero no pasa lo mismo con todos los placeres. No hay pena antecedente que se sacie con los placeres del conocimiento; y entre los placeres de los sentidos están tanto los placeres del olfato, y muchos del oído y de la vista, no menos que los recuerdos y esperanzas. ¿De qué cosa podrán estos placeres ser generación, si no hubo primero privación alguna que ellos vinieran a saciar?

A los que para condenar el placer aducen que hay placeres reprobables se les puede responder que éstos no son placenteros en verdad. Porque no hemos de pensar que porque produzcan el gozo de los malamente dispuestos han de ser también placenteros para otros, así como no se tiene por sano o dulce o amargo lo que es así para los enfermos, ni tampoco se piensa que sean blancas las cosas que ven blancas los que padecen alguna oftalmia.

Podríamos agregar que los placeres son deseables, pero sólo si no provienen de ciertas fuentes; es de ese modo, y no si, por ejemplo, ha de mediar la traición, que la riqueza es deseable, como también lo es la salud, pero no a costa de comer cualquier cosa y sin medida.

¿Y no podríamos también distinguir específicamente los placeres? Porque distintos son según provengan de cosas nobles o vergonzosas, y no se puede gozar el placer del justo sin ser justo, ni el del músico sin ser músico, y así en los demás placeres.

La diferencia existente entre el amigo y el adulador parece también evidenciar que el placer no es el bien, o que los placeres son distintos, porque el uno parece conversar con su amigo con el bien como objetivo, y el otro, con el placer; y por esto uno es censurado, en tanto que el otro, en razón de sus fines, es alabado.

Además, nadie elegiría vivir manteniendo toda su vida una mentalidad infantil, por más placer que recibiera de las cosas que hacen dichosos a los niños; ni tampoco, y aunque no tuviera que sufrir por ello, querría gozar realizando las acciones más indignas. Por el contrario, nos afanaríamos por muchas cosas de las que no proviene placer alguno, como ver, recordar, conocer, poseer las virtudes. Y no importa que necesariamente haya placeres correspondientes con tales cosas, porque aunque no resultase ningún placer de ellas las elegiríamos igual.

En conclusión, parece evidente que ni el placer es el bien supremo ni todo placer es deseable, y también que algunos placeres son deseables por si mismos, y que los placeres son de clase y origen muy diferente. Y sea suficiente con lo que hemos dicho sobre las opiniones corrientes sobre el placer y el dolor.


IV

Si retornamos la cuestión desde el principio quedará más claro qué es el placer según su esencia o sus cualidades esenciales.

Es comúnmente aceptado que el acto de ver es completo en cualquier momento de su duración, porque no carece de ningún elemento que deba añadirse posteriormente para completarlo. Pues algo así parece ser el placer, en tanto que, en cierto sentido, constituye un todo, y puesto que en ningún momento de su duración podría encontrarse un placer que por durar más completase su forma específica. Por lo cual tampoco es movimiento, porque todo movimiento se da en cierto tiempo y en función de un fin (por ejemplo, la construcción de una casa) y es completo cuando ha terminado de hacer lo que se proponía, es decir, cuando se lo considera en la totalidad de su duración o en su momento final. Por lo contrario, todos los movimientos son incompletos en sus partes y en el tiempo, y estos segmentos son específicamente distintos del conjunto y entre sí. Por ejemplo, la colocación de las piedras es un movimiento distinto del acanalado de la columna, y ambos, a su, vez de la erección de la columna, y ésta, de la edificación del templo completo. Y así como ésta es en sí un movimiento completo (porque nada le falta relativo al fin propuesto), la construcción de la base y el labrado del triglifo son incompletos, porque ambos son sólo una parte del todo. Por lo tanto, dífieren específicamente; y no es posible en una fracción de su duración encontrar un movimiento perfecto en su forma específica: si se quiere esto, ha de tomarse la totalidad del tiempo. Igualmente pasa con el andar y los demás movimientos. Aunque la traslación es un movimiento de un lugar a otro, tiene también diferencias específicas, como el vuelo, la marcha, el salto y otras semejantes. Y además de esto, en la marcha misma hay diferencias específicas; así, por ejemplo, difiere el ir de un lugar a otro cuando se trata de recorrer todo el estadio o sólo una parte, así como no es indistinto recorrer una parte u otra; ni tampoco es lo mismo atravesar esta o aquella línea, puesto que no sólo se cruza una línea sino una línea trazada en el lugar, y esta línea está en lugar diferente del de aquélla. Ya hemos tratado detalladamente este tema del movimiento en otros libros (6), y de nuestras consideraciones parece extraerse como conclusión que ningún movimiento es completo en cualquier instante de su duración sino que está compuesto de múltiples movimientos incompletos que difieren específicamente, si es que sus puntos de partida y de llegada constituyen su especificidad.

En cambio, la forma específica del placer es completa en cualquier momento de su duración, lo cual demuestra, pues, que placer y movimiento son diferentes, y que el placer es una cosa total y completa. Prueba de esto es el hecho de que sólo es posible moverse en el tiempo, mientras que sí es posible gozar sin que se dé este requisito (siendo un todo completo lo que se cumple en un instante). Y también se evidencia la equivocación de quienes afirman que el placer es un movimiento o un proceso generativo, siendo que estos términos no son predicables respecto de todas las cosas sino sólo de las divisibles y que no constituyen un todo. Y, así como no hay generación del acto de ver ni del punto ni de la unidad, ni ninguna de esas cosas es movimiento productor o generación, tampoco hay nada de eso en el caso del placer, que es un todo.

Puesto que cada uno realiza su acto hacia un objeto sensible, y que ese acto es perfecto cuando el sentido está bien dispuesto con respecto al más noble de los objetos que caen bajo ese sentido (siendo en verdad este el acto perfecto; y nada importa que se diga que es el sentido el que está en acto o el viviente en que reside), entonces la actividad óptima de cada sentido es la del sujeto que está lo mejor dispuesto respecto del más elevado de los objetos que le corresponden al sentido en cuestión. Y ese acto, al ser el más completo, será también el más placentero, porque como a toda sensación (y también al pensamiento discursivo y a la contemplación) corresponde un placer, la sensación más placentera es también la más completa, y la más completa es la del sujeto que está bien dispuesto con respecto al objeto más excelente de los que caen específicamente bajo cada sentido. De esta manera el placer perfecciona el acto, aunque no lo perfecciona tal como lo hacen el objeto sensible y el sentido cuando ambos están en buenas condiciones, como tampoco la salud y el médico son igualmente causa de que estemos sanos.

Es evidente, puesto que ciertas imágenes y sonidos resultan placenteros, que a toda sensación le corresponde un placer, como también que el placer de esas sensaciones será mayor cuanto más excelentes son el sentido y los objetos. Si tal es la condición del objeto sensible y del sujeto que siente, entonces siempre habrá placer, ya que existen tanto un objeto que lo produzca como un sujeto que lo experimente.

O sea que el placer perfecciona el acto, pero no como una disposición inmanente al agente sino como un fin, como la flor de la juventud en los que se hallan en su apogeo vital. Así que habrá placer en el acto mientras el objeto inteligible o sensible sea lo que debe ser, y también lo sea el sujeto que percibe o contempla, porque si paciente y agente siguen iguales manteniendo la misma relación, naturalmente habrá de producirse lo mismo.

Pero, entonces, ¿por qué no podemos gozar continuamente? ¿Porque nos cansamos? Efectivamente, todo lo humano es incapaz de actividad continua, y como el placer acompaña al acto, no puede ser continuo. Aquello que nos entusiasma en un momento deja de hacerlo en cuanto no es novedad. Y el pensamiento también en un principio es estimulado y actúa intensamente respecto de esos objetos (por ejemplo, la mirada escudriñadora en el caso del sentido de la visión); pero después se relaja y ya no la misma actividad, desvaneciéndose consiguientemente el placer.

Es razonable pensar que todos tienden al placer porque todos desean vivir. La vida es una actividad, y cada uno se orienta hacia las cosas y con las facultades que más ama (así, el músico disfruta de escuchar melodías, y el estudioso, de especular con el pensamiento, etcétera), y como el placer perfecciona los actos, y por ende la vida de todos deseada con razón, entonces todos tienden al placer para perfeccionar su vida, lo cual es deseable. Dejemos por el momento de lado definir si deseamos vivir por el placer o el placer por el vivir, cosas las dos que parecen unidas e inseparables, ya que sin acto no hay placer, y el placer perfecciona todo acto.


V

Por la misma razón, parece que existen diferencias específicas entre los placeres; efectivamente, creemos que diferentes especies deben hallar su perfección en cosas diferentes, como resulta evidente en los organismos naturales y en las obras de arte, por ejemplo animales, árboles, cuadros, estatuas, casas, muebles. De igual modo, actos específicamente diferentes sólo pueden ser perfeccionados por causas específicamente diferentes. Así, los actos intelectuales se diferencian genéricamente de los actos sensibles, y como además hay diferencias específicas entre la actividad de la inteligencia y la de la sensibilidad, los placeres que las perfeccionan difieren también entre ellos.

Otra prueba de lo mismo la constituye la afinidad existente entre cada placer y el acto que perfecciona: en efecto, el placer propio de cada actividad incrementa ésta. Los que disfrutan de una actividad logran mayor discernimiento y exactitud en los detalles: los que gustan de la geometría acaban siendo geómetras y comprenden mejor cada proposición de su ciencia; lo mismo los que aman la música o la arquitectura o las demás artes, que todos progresan en el trabajo que les es familiar, porque se complacen en él. O sea que los placeres aumentan la actividad, y para hacer aumentar una cosa hay que serie afín; por lo tanto, siendo los actos humanos específicamente diferentes, los placeres que les corresponden también deberán ser específicamente diferentes. Más claridad aún hecha sobre el asunto el hecho de que los placeres que provienen de otras actividades pueden constituir un obstáculo. Por ejemplo, los aficionados a tocar la flauta son incapaces de prestar atención a cualquier razonamiento si escuchan a algún flautista, pues obtienen más placer de esa música que de la actividad que de momento los demanda, de modo que el placer de la flauta destruye el ejercicio de la disputa intelectual. Análogamente, en todos los casos en que uno quiere dedicarse simultáneamente a dos actividades diferentes, la actividad más placentera ha de desplazar a la otra; y más cuanto mayor sea la diferencia de placer, hasta al extremo de no poder continuarse con la actividad menos placentera. Por eso cuando disfrutamos intensamente de algo con dificultad podemos aplicamos a otra cosa; en cambio, sí podemos hacer cosas distintas cuando nos complacen menos o más o menos igual, como los que comen golosinas en el teatro, y más comen en los momentos en que los actores desempeñan mal su papel. Por consiguiente, puesto que el placer propio de cada actividad intensifica su ejercicio, haciéndola más durable y mejor, mientras que los placeres extraños la arruinan, está claro que entre unos y otros placeres media una gran distancia. Los placeres extraños a una actividad tienen sobre ella el mismo efecto que las molestias que le son anexas, que la destruyen. Por ejemplo, si escribir es para uno desagradable y hasta penoso, y para otro lo es el calcular, el primero no escribirá y el segundo no calculará. Los placeres y las penas propios de los actos (es decir, que sobrevienen a la actividad por razón de su propia naturaleza) los afectan de maneras contrarias. Los placeres extraños, por su parte, tienen un efecto parecido a la pena, porque llegan a destruir una actividad, aunque no del mismo modo.

Y con los placeres pasa lo que con los actos, en cuanto a que, siendo diferentes por su honestidad y malicia, deben preferirse unos, evitarse otros y todavía sernos indiferentes otros. Todo acto lleva aparejado un placer que le es propio (un acto virtuoso conlleva un placer honesto; un acto malo, uno perverso; los deseos de cosas nobles son dignos de alabanza, y los de cosas vergonzosas, censurables), más propio aún que los deseos de tales actos, porque los deseos se distinguen de los actos tanto por el tiempo como por su naturaleza, mientras que los placeres están tan estrecha e inseparablemente ligados a los actos que casi podría decirse que son lo mismo. En cambio, sería absurdo creer que el placer es pensamiento o sensación; esto lo parece por la dificultad de separados. Así, pues, puesto que los actos son distintos, también lo serán los placeres, y así como la vista supera al tacto en pureza, y el oído y olfato al gusto, del mismo modo son superiores los placeres correspondientes, y más que éstos, los placeres de la inteligencia; y dentro de cada orden, además, unos placeres son superiores a otros.

Parece que cada ser tiene un placer que le es propio, como también un acto propio, de cuya ejecución viene aquel placer. Esto le resultará evidente a quien considere a cada viviente en particular: así, difiere el placer del caballo del placer del perro y del que es propio del hombre. Como dice Heráclito: El asno prefiere la paja al oro (7) porque para los asnos es más agradable su alimento que el oro. O sea que los placeres de las diferentes especies difieren también especificamente. Por lo contrario, parece razonable pensar que los placeres en individuos de la misma especie deberían parecerse; sin embargo, existe una gran diversidad de placeres entre los hombres, siendo las mismas cosas para unos fuentes de alegría, para otros de tristeza. Lo que para unos es aflictivo y odioso, para otros puede ser placentero y amable, como pasa con las cosas dulces, que, siendo las mismas, no siempre parecen tener el mismo sabor para el que tiene fiebre que para el que está sano; ni lo caliente parece igual al débil que al que está en buena condición, y lo mismo respecto de otras sensaciones. En todos estos casos debe tomarse como medida de lo real lo que le parece tal al hombre bueno; y si lo dicho es justo, como lo parece, y si la medida de todas las cosas es la virtud, y el hombre bueno en cuanto tal, entonces los placeres reales serán los que le parezcan a un hombre así, y placentero será aquello en lo que él se complace, sin que deba extrañarnos que para este hombre sean molestas cosas que a otros agradan, porque muchos son las corrupciones y los vicios de los hombres; de modo que estas cosas no son realmente agradables sino para los hombres dispuestos de tal manera. En consecuencia, no debemos declarar placeres los placeres reconocidamente vergonzosos, a no ser para los corrompidos.

Pero entre los placeres merituados como honestos, ¿qué clase de placeres o qué placer en particular es propio del hombre?

Y puesto que los placeres siguen a los actos, ¿no es evidente que el placer resulta de las acciones propias del hombre? Sea un acto solo o varios actos propios del hombre bueno y dichoso, los placeres que perfeccionen estos actos serán, propiamente dichos, los placeres del hombre; y los demás placeres, como los actos a que corresponden, vendrán en segundo lugar y muy menor grado.


VI

Habiendo ya hablado de las virtudes, las amistades y los placeres, sólo nos queda por tratar de la felicidad, puesto que la colocamos como fin de los actos humanos. Nuestro discurso será más conciso si recapitulamos lo que hemos dicho antes. Dijimos que la felicidad no es una disposición habitual, porque entonces podría poseérsela en sueños, vegetando o inmerso en las mayores desventuras. Como esa tesis no nos satisface, sino que adscribimos la felicidad a cierta actividad; y si, además, unos actos son necesarios y deseables en razón de otras cosas, mientras que otros son deseables por sí mismos, entonces es obvio que debemos ubicar la felicidad entre los actos deseables por sí mismos y no por otra cosa, puesto que la felicidad se basta a sí misma y no necesita de otra cosa. Ahora, los actos deseables en sí mismos son aquellos fuera de los cuales nada hay que buscar; como son las acciones virtuosas, porque hacer cosas bellas y buenas es en sí mismo deseable. También parecen ser deseables en sí mismas las diversiones, porque no las buscamos como medio para otros fines, y además, cuando por ellas descuidamos nuestro cuerpo o nuestro patrimonio, incluso recibimos de ellas más daño que provecho. Más aún: la mayoría de los hombres considerados felices recurre a semejantes pasatiempos, razón por la cual los ingeniosos son muy favorecidos por los tiranos, porque saben hacerse agradables en las cosas que sus amos desean, y éstos, por su parte, necesitan de tales entretenimientos. Y como que los poderosos disfrutan de esos pasatiempos durante sus ocios, se cree que estas diversiones contribuyen a la felicidad.

Tal vez la conducta de estas personas no sea suficiente prueba, porque la virtud y la inteligencia no residen en el ejercicio del poder sino que proceden de los actos esforzados. Por eso, que estos hombres incapaces de disfrutar de un placer puro y digno se refugien en los placeres del cuerpo no hace preferibles éstos. También los niños se imaginan que lo que ellos más quieren es lo más valioso de cuanto hay. Y así como para los niños y para los hombres los valores de estimación son distintos, es lógico que lo mismo pase con los malos y con los virtuosos. Así, hemos dicho: como lo valioso y lo agradable es lo que así considera el hombre virtuoso; y como para cada individuo el acto más deseable es el que se corresponde con la propia disposición del sujeto, en consecuencia, para el hombre virtuoso el acto más deseable será el acto conforme a la virtud.

De esto se sigue que la felicidad no puede estar en los pasatiempos, y sería absurdo hacer de la diversión nuestro fin, y esforzarnos y sufrir la vida entera por divertimos; dicho de una vez, salvo la felicidad, elegimos todas las cosas con la mira en otra, que es un fin. Es evidentemente insensato e infantil fatigarse y sufrir penas para divertirse, cuando mejor parece lo que indica el lema de Anacarsis (8): Diviértete para que puedas luego ocuparte de cosas serias. Efectivamente, la diversión es una clase de descanso, del cual tenemos necesidad en razón de nuestra incapacidad para trabajar sin parar. Por ende, el descanso no es un fin, ya que se toma en función del acto posterior.

Se considera, por otra parte, que la vida feliz es conforme a la virtud, y que es en serio y no en broma; y declaramos que las cosas serias son mejores que los chistes y diversiones, y que en todas circunstancias es más serio el acto de la parte superior del hombre o del hombre superior; pero el acto de lo que es mejor es por sí mismo superior y contribuye más a la felicidad. Además, cualquier hombre puede gozar de los placeres del cuerpo, tanto el esclavo como el hombre superior; y sin embargo, nadie concedería a un esclavo la felicidad sino en la medida en que le atribuya también vida humana. Por lo que, como antes establecimos, no está en esos pasatiempos la felicidad sino en los actos conformes con la virtud.


VII

Entonces, si la felicidad es la actividad conforme a la virtud, es razonable pensar que ha de serlo conforme a la virtud más alta, y ésta ha de ser la virtud de la mejor parte del hombre, sea ésta la inteligencia o alguna otra facultad a la que por naturaleza se adjudica el mando y la guía y el conocimiento de las cosas bellas y divinas. Y ya fuera eso mismo algo divino o lo que hay de más divino en nosotros, en todo caso la felicidad perfecta será la actividad de esta parte ajustada a la virtud que le es propia, actividad que, como hemos dicho, es contemplativa.

Esto parece concordar con lo dicho en los libros anteriores y con la verdad. Efectivamente, la actividad contemplativa es la más excelente de todas (puesto que la inteligencia es lo más alto de cuanto hay en nosotros y está en relación con las más excelentes de las cosas cognoscibles), además de ser la más continua, porque contemplar podemos hacerlo con mayor continuidad que cualquier otra cosa. Y además, pensando que el placer debe ir mezclado con la felicidad, y vemos que todos reconocen que el ejercicio de la sabiduría es el más placentero de los actos conformes con la virtud. La filosofía encierra goces extraordinarios por su pureza y firmeza; y tiene sentido admitir que el goce de lo aprendido es mayor aún que el de su mera indagación. Por lo demás, la autosuficiencia o independencia de que hemos hablado se encuentra sobre todo en la vida contemplativa, ya que, si bien tanto el filósofo como el justo tienen que solventar las necesidades vitales lo mismo que los demás hombres, en cuanto el justo está suficientemente cubierto al respecto, necesita además de otros hombres para practicar en ellos y con ellos la justicia (y lo mismo respecto de la templanza, la valentía y las demás virtudes morales), mientras que el filósofo es capaz de contemplar, aunque esté solo y tanto más cuanto más sabio sea, y aunque sería mejor para él tener colaboradores, en cualquier caso es el más independiente de los hombres. También puede sostenerse que la vida contemplativa es la única que se ama por sí misma, porque de ella no resulta nada fuera de la contemplación, mientras que en la actividad práctica nos esforzamos en mayor o menor medida por algún resultado extraño a ella.

Viendo que trabajamos para descansar y peleamos para vivir en paz, parece que la felicidad consiste en el reposo. Pero los actos de las virtudes prácticas tienen lugar en la política o en la guerra, y son penosos. Los de la guerra absolutamente, puesto que nadie escoge pelear ni prepara la guerra sólo por guerrear (quien convirtiese en enemigos a sus amigos sólo para que hubiese combates y matanzas sería considerado un homicida consumado); pero también la vida del político no tiene descanso, y en ella se busca, además de la mera actividad política, más cosas, como puestos de mando y honores, además la felicidad para uno y para los conciudadanos; una felicidad distinta de la actividad política, y que todos buscamos como algo diferente. Es decir que, no obstante que aventajan en brillantez y magnitud a las otras acciones virtuosas, de hecho las acciones políticas y bélicas están faltas de todo placer y tienden a un fin ulterior, no siendo deseadas por sí mismas. Por su lado, la actividad intelectual parece más importante que las demás (porque radica en la contemplación y no tiende a otro fin fuera de sí misma, y contiene además como propio un placer que acrecienta la actividad); si, por ende, y en cuanto todo esto es posible al hombre, la independencia, el reposo y la ausencia de fatiga y todas las demás cosas que acostumbran atribuirse al hombre feliz se hallan en esta actividad, se concluye entonces que la actividad intelectual puede constituir la felicidad perfecta del hombre, siempre que abarque la completa extensión de la vida (porque en lo concerniente a la felicidad nada puede ser incompleto).

Empero, una vida así podría quizá estar por encima de la condición humana, porque en ella no viviría el hombre en cuanto tal sino en cuanto lo divino que hay en él, y la actividad de esta parte divina del alma es tan superior al compuesto humano. O sea que si la inteligencia es algo divino con relación a hombre, la vida según la inteligencia será también una vida divina con relación a la vida humana. Sin embargo, no debemos escuchar a quienes, con la excusa de que somos hombres y mortales, nos aconsejan que no pensemos en las cosas humanas y mortales (9) sino que, en cuanto podamos, debemos inmortalizamos y hacer todo para vivir de acuerdo con lo mejor que hay en nosotros, lo cual, por pequeño que sea, es muy superior al resto en poder y dignidad. Tanto, que aun podría sostenerse que este principio o elemento, siendo la parte dominante y superior, es el verdadero ser de cada uno; por lo que sería absurdo que el hombre escogiese lá vida de otro ser, en vez de la de sí mismo.

Todo lo dicho antes se vuelve coherente: que lo que es lo propio de cada ser por naturaleza es para él lo mejor y lo más placentero. Y lo mejor y más placentero para el hombre es la vida según la inteligencia, porque esto es principalmente el hombre; y esta vida será, en consecuencia, la vida más feliz.


VIII

La vida en consonancia con otra virtud es apenas feliz en grado secundario, porque los actos de esta virtud son humanos. En efecto, en las relaciones sociales practicamos los actos de justicia y valentía (y los otros correspondientes a las distintas virtudes) a propósito de transacciones y servicios mutuos y acciones de todo género, y lo mismo en las pasiones, observando lo debido en cada circunstancia, cosas todas que obviamente constituyen la vida humana. En algunos casos la virtud moral parece inclusive relacionarse con la constitución del cuerpo, y en otros mantiene estrecha afinidad con las pasiones. También la prudencia está unida con la virtud moral, puesto que sus principios están en consonancia con las virtudes morales y la rectitud en lo moral depende a su vez de la prudencia. Entonces, así como están ligadas las virtudes morales con las pasiones, también deberán estarlo con el compuesto humano. Y como las virtudes del compuesto son simplemente humanas, por consiguiente también lo serán la vida que es conforme a ellas y la dicha respectiva.

En cambio la felicidad de la inteligencia es otra cosa, pero baste lo dicho en relación con ella, porque abundar en este punto nos desviaría de nuestro actual propósito. Con todo, parecería que la felicidad de la vida intelectual necesita poco de recursos exteriores, o en todo caso menos que la felicidad propia de la vida moral: si ambas necesitan por igual satisfacer las necesidades de la vida biológica (pues aunque el político se afana más por el cuidado de su cuerpo y cosas así, poca diferencia hace esto), difieren mucho en lo concerniente a los actos mismos. Por ejemplo, mientras el hombre liberal necesita de bienes económicos para ejercitar la liberalidad, y el justo también, para poder retribuir los bienes que le dieron otros (porque las intenciones son invisibles, y hasta los hombres injustos fingen querer practicar la justicia); el hombre valiente, por su lado, necesitará de vigor corporal si ha de realizar actos conforme a la virtud que le distingue; y hasta el templado debe tener oportunidad de desenfreno para poder demostrar lo que es él mismo. Y así el sujeto de cualquiera otra de las virtudes. Sin duda es discutible si lo principal en la virtud es la intención o los actos, ya que de ambas cosas consiste; y también está claro que si es completa ha de encontrarse en ambos extremos; pero en lo que concierne a los actos, la virtud moral necesita muchas cosas, y tantas más cuanto sean más grandes y hermosos sean los actos. El hombre contemplativo, aunque ninguna necesidad tiene de tales cosas para su acto (que incluso podrían constituirse en estorbo para la contemplación), en la medida en que vive en cuanto hombre y convive con los demás, también deberá optar por practicar los actos correspondientes a la virtud moral, y en consecuencia ha de menester aquellos bienes para vivír según su condición de hombre.

Por lo que sigue podrá verse también que la felicidad perfecta consiste en cierta actividad contemplativa. Nos representamos a los dioses como sumamente bienaventurados y felices; pues bien ¿qué actos debemos atribuirles? ¿Acaso los de justicia? Pero se verían ridículos haciendo contratos, devolviendo depósitos y otras cosas de este género. ¿O bien habrá que atribuirles los actos propios de los hombres valientes, es decir, representárnoslos afrontando terrores y peligros por motivo de honor? ¿O les reconoceremos actos de liberalidad? ¿Y a quién otorgarían sus dones? Absurdo sería que entre dioses se manejaran con moneda o algo semejante. ¿Y cuáles serían sus actos de templanza? ¿No sería rebajarlos elogiarlos por su moderación, siendo que los dioses no tienen malos deseos? Y si recorriéramos todas las virtudes, veríamos que todo lo concerniente a la acción moral es mezquino e indigno de los dioses. Aun así, todos creen que los dioses viven y obran, no que estén dormidos como Endimión. Pero si a un viviente se le quita el obrar, y más aún el hacer ¿qué otra cosa le queda fuera de la contemplación? De manera que el acto de Dios, acto de incomparable bienaventuranza, sólo puede ser un acto contemplativo. Y el más dichoso de los actos humanos será entonces el más próximo a aquel acto divino.

Otra prueba de lo dicho es el hecho de que los demás seres vivientes no participan de la felicidad porque están totalmente privados del acto de la contemplación. Porque, así como para los dioses su vida entera es bienaventurada, y para los hombres lo es en la medida en que realizan alguna actividad semejante a la actividad divina, en cambio, de los demás vivientes, ni uno solo es feliz, porque no participan de la contemplación. Es decir que la felicidad, es coextensiva a la contemplación; y los seres en que más se ejercitan en la contemplación son también los más felices Y esto no es accidental sino algo inherente a la contemplación, ya que la contemplación es digna de respeto por sí misma.

Por consiguiente, la felicidad es una forma de contemplación.

Sin embargo, el hombre contemplativo, en tanto que hombre, necesitará de cierto bienestar exterior, ya que la naturaleza humana no se basta a sí misma para contemplar sino además el cuerpo debe estar sano y necesita alimento y otros cuidados; pero que no sea posible la felicidad si se carece de bienes exteriores, no debe inducir a pensar que se han de necesitar de muchos y grandes bienes para ser feliz, ya que ni la independencia ni la actividad humanas están en el exceso. Si puede el hombre realizar bellas empresas sin dominar la tierra y el mar, puede entonces, con recursos mediocres, obrar según la virtud. Esto se aprecia con claridad en el hecho de que los particulares, como es reconocido, ejecutan incluso más (y no menos) acciones virtuosas que los potentados. O sea que al que obra conforme a la virtud le alcanza con tener los módicos recursos que hemos mencionado. Sin duda Solón (10) mostró con acierto la condición del hombre feliz cuando dijo que, en su opinión, lo son los que, medianamente dotados de bienes exteriores, han ejecutado las más bellas acciones y vivido con moderación. Por lo tanto, un hombre de mediana fortuna puede hacer todo lo que conviene. Anaxágoras (11) tampoco parece haber creído que el hombre feliz era el más rico o el poderoso, al decir que no le sorprendería que a los ojos de la multitud el hombre feliz pasase por extravagante, porque el vulgo juzga por las cosas exteriores, que son las únicas que percibe. Las opiniones de los sabios, entonces, parecen estar de acuerdo con nuestros argumentos.

Por cierto, todas estas teorías tienen alguna credibilidad; empero, en las cosas prácticas la verdad se comprueba por los hechos y por la vida (que son el criterio determinante en este dominio), por lo que debemos examinar las anteriores doctrinas refiriéndolas a los hechos y a la vida, aceptándolas si están en armonía con los hechos, y considerándolas palabras vacuas si se hallan en discordancia con ellos.

Ha de creerse que el hombre que despliega su energía espiritual y desarrolla su inteligencia es a la vez el mejor dispuesto de los hombres y el más amado por los dioses. Si, como se cree, los dioses se preocupan de las cosas humanas, parece razonable que se alegren de lo que es mejor en el hombre y lo más próximo a ellos (la inteligencia), así como que recompensen a los hombres que aman y honran este divino principio por sobre todo, puesto que estos hombres cuidan lo que los dioses aman, y se conducen con rectitud y nobleza. No es difícil ver que todos estos atributos se hallan especialmente en el filósofo, por lo que él es el más amado de los dioses y, por este concepto, el filósofo será el más feliz de los hombres.


IX

Habiendo ya disertado con amplitud sobre estas cuestiones, y también sobre las virtudes, la amistad y el placer en sus aspectos más generales, ¿ha alcanzado su término nuestro propósito? ¿O acaso, como dijimos, en lo referente a la práctica, el término final es hacer las cosas, y no el contemplarlas y conocerlas todas y cada una? Si esto es así, no basta el saber teórico de la virtud sino que hay que afanarse por poseerla y usarla, o intentar de algún otro modo llegar a ser hombres de bien.

Si los discursos alcanzaran para hacernos virtuosos, serían con justicia objeto de muchos y grandes premios, como dice Teognis (12), y no sería menester sino acopiarlos. Pero, en la realidad, las teorías, aunque tienen el poder de inclinar y excitar a los jóvenes dotados de un alma libre (contribuyendo a que la virtud se posesione de un carácter bien nacido y verdaderamente amante de lo bello), son incapaces de inducir a la multitud a la belleza moral. Porque la mayoría de los hombres no ha nacido para obedecer al honor sino al temor, ni está en su condición apartarse del mal por que éste sea deshonroso sino por el castigo que conlleva. Viviendo por la pasión, como viven, buscan procurarse los placeres que se acomodan a su naturaleza y recursos, evitando las molestias contrarias, pero sin tener noción de lo bello ni de lo verdaderamente placentero, que por otra parte son incapaces de disfrutar. ¿Qué razonamiento podría reformar los impulsos vitales de esas personas? Es, si no imposible, por lo menos difícil mediante la razón influir en hábitos tan antiguos y arraigados en el carácter. Y hasta hemos de contentarnos si logramos participar de la virtud en aquellas ocasiones en que logramos disponer de todas las cosas necesarias para ser buenos.

Algunos opinan que los hombres llegan a ser buenos por naturaleza, otros, que por costumbre, otros, que por la enseñanza. Está claro que el buen natural no depende de nosotros sino que por alguna causa divina se encuentra en los que llamamos con razón afortunados. Respecto de la palabra y el magisterio, es de temer que no tengan la misma fuerza en cualquiera sino que se debe previamente haber cultivado con hábitos el alma del discípulo (como se hace con la tierra que ha de nutrir la semilla) para que proceda rectamente en sus placeres yen sus odios. De otro modo, el que vive según sus pasiones no comprenderá (ni siquiera escuchará) los argumentos que traten de apartado de ellas; y ¿cómo sería posible reformar a quien está así dispuesto?

No parece en general que la pasión pueda ceder a la razón sino a la fuerza. En consecuencia, es preciso preparar de algún modo el carácter familiarizándolo con la virtud y enseñándole a amar lo bello y abominar de lo vergonzoso. Pero, sin haberse criado bajo leyes adecuadas, es difícil recibir desde la adolescencia una recta dirección orientada a la virtud, porque no es agradable al vulgo, ni menos a los jóvenes, vivir moderada y austeramente. Por consiguiente, las leyes deben normar la educación y los oficios juveniles, que, una vez que se hayan vuelto habituales, dejarán de ser penosos. Pero tampoco, sin duda, es suficiente que los jóvenes reciban una educación y una disciplina adecuadas sino que es necesario que al llegar a la madurez pongan en práctica esos preceptos y se habitúen a ellos; para lo cual también hacen falta leyes, como en general para toda la vida, porque los hombres obedecen más a la coacción que a la razón, y al castigo más que al honor. Y por esto piensan algunos (13) que, así como los legisladores deben exhortar a la virtud e incitar a ella por la sola consideración del bien, suponiendo de que obedecerán los que hayan sido ya inducidos a hábitos virtuosos, así también deben penar y sancionar a los desobedientes y de mala condición; y en cuanto a los incurables, desterrarlos en absolutO (14). Porque, arguyen, el hombre honesto y que vive para el bien se sujeta a la razón; pero al malo que va tras el placer hay que castigarlo como a una bestia de carga. Y por esto agregan que deben aplicarse las penas que más se opongan a los placeres favoritos.

Así, pues, si, como hemos dicho, son necesarios la buena crianza y los buenos hábitos para llegar a ser hombre de bien, y que pueda vivir en quehaceres honestos sin hacer el mal ni voluntaria ni involuntariamente, todo esto no podrá alcanzarse si los hombres no son apremiados por cierta razón y mandamiento recto investidos de fuerza. Fuerza de la que carece la patria potestad, así como en general la autoridad de un hombre solo, a menos que sea rey o algo semejante. Sólo la ley tiene el poder coercitivo necesario, puesto que es la expresión de una peculiar prudencia y razón. A los hombres que se oponen a nuestros impulsos, aunque procedan rectamente, los consideramos enemigos; en cambio la ley no es odiosa cuando prescribe lo justo. Pero sólo en la ciudad de Esparta, y algunas pocas más, la legislación se preocupa por la educación y los quehaceres de los ciudadanos, mientras que en la mayoría de las ciudades estos asuntos son vistos con desprecio, viviendo cada uno como le da la gana y gobernando a su mujer y a sus hijos a la manera de los cíclopes (15). Lo mejor sería que en esto hubiese una adecuada asistencia pública, pero cuando la comunidad no se interesa por esto, puede admitirse que cada uno asista a sus hijos y amigos en la práctica de la virtud, con las facultades necesarias para llevarlo a cabo o por lo menos para intentarlo. Sin embargo, por lo que hemos dicho, parece que quien mejor podrá hacer esto será el hombre que llegue a ser legislador animado de tales propósitos, puesto que si los reglamentos comunes son establecidos por las leyes, los reglamentos satisfactorios son los debidos a las buenas leyes (sin que importe que se trate de leyes escritas o no; ni que mediante ellas se eduque a uno solo o a muchos, ni tampoco que se trate de música o gimnástica u otros ejercicios). Porque así como los preceptos legales y las costumbres tienen vigencia en las ciudades, así también las palabras y los hábitos paternos prevalecen en los hogares, más aún por cuanto intervienen el parentesco y los servicios, como quiera que los hijos están naturalmente dispuestos a amar y obedecer a sus padres.

Además, la educación particular es superior a la colectiva, como pasa en la medicina. Al calenturiento generalmente le vienen bien el reposo y la abstinencia, pero a una persona concreta puede no serle de provecho; y por cierto que el maestro de pugilato no propone el mismo estilo de lucha a todos sus discípulos. Por lo tanto, puede admitirse que la asistencia individual alcanzará mejores resultados en cada caso particular, porque cada uno logra entonces lo que más le conviene; sin embargo, los mejores cuidados, aun en casos individuales, podrá prestarlos el médico, el maestro de gimnástica y otra persona cualquiera que tenga conocimiento general de lo que conviene a todos o a cierta clase; las ciencias, en efecto, son de lo universal, como sus nombres lo indican. Nada impediría, incluso a un hombre privado de la ciencia, tratar convenientemente un caso particular, bajo la condición de haberlo observado empíricamente y con todo cuidado; y es así como algunas personas parecen ser para sí mismas los mejores médicos, aunque serían incapaces de ayudar a otros. Con todo, debemos convenir en que todo el que quiera ser experto en algún arte o ciencia ha de remontarse al principio general y conocerlo tanto como pueda, porque, como dijimos, éste es el objeto de las ciencias. Y así también conjeturamos que todo el que quiera mediante la educación mejorar a sus semejantes, ya se trate de muchos o de pocos, debe esforzarse por convertirse en legislador, si es por las leyes como podemos hacernos hombres de bien; porque no cualquiera es apto para conformar bien el carácter del primero que se le confíe. Esto es prerrogativa, (si es que de alguno) del que sabe, trátese de la medicina o de cualquier otras disciplinas que requiera para su ejercicio de cierto tratamiento y prudencia.

Después de lo que hemos dicho ¿no debemos considerar de dónde o cómo podrá uno hacerse legislador? ¿Será como en las otras ciencias, es decir, recibiendo esta disciplina de los políticos, puesto que, según veíamos, la legislación es una parte de la política? ¿O existe una diferencia notable entre la política y las demás ciencias y facultades? Efectivamente, en estas otras se ve que los que imparten una facultad y los que la practican, como es el caso de los médicos y los pintores, son los mismos, mientras que en política los sofistas hacen profesión de enseñada pero ninguno la practica, sino que quienes lo hacen son los políticos. Y éstos, a parecer, la practican más bien que por un razonamiento abstracto, por cierta facultad natural y con ayuda de la experiencia. Aunque sería más bello que pronunciar arengas ante los tribunales y el pueblo, no vemos a los políticos escribir ni hablar sobre estos temas, ni vemos tampoco que hayan hecho hombres de Estado a sus hijos o a algunos de sus amigos. Sin embargo, es lógico pensar que de haber podido lo hubieran hecho, porque habría sido el mejor legado para su ciudad, y nada mejor que la competencia política para sí mismos o para los seres que les son más queridos podrian haber deseado. Aparte, está claro que mucho contribuye la experiencia; si no, no se formarían los políticos por la familiaridad con la política, como de hecho se forman; por lo que no puede dudarse que quienes aspiran a la ciencia política también necesitan de la práctica. Pero los sofistas, que hacen profesión de enseñar esta ciencia, están muy lejos de hacerlo, porque no saben en absoluto ni qué es ni a qué cosas se aplica; si así no fuese, no la hubieran confundido con la retórica o inclusive supeditado a ella (16), ni se imaginarían que es fácil promulgar una legislación con sólo elegir las mejores de entre las leyes que se han aprobado, como si la selección, lo mismo que en las obras musicales, no fuese ya una obra de comprensión, y el recto juicio el punto capital. Los que pueden apreciar correctamente sus producciones y entender los medios y el método para alcanzar en ellas la perfección, y cuáles elementos armonizan con cuáles otros son los expertos en cada arte. En cuanto a los aficionados inexpertos, deben contentarse con que no se les escape si la obra ha sido bien o mal ejecutada, como, por ejemplo, en pintura. Ahora bien, las leyes son, por decido así, las obras de arte política. ¿Cómo, pues, por la sola colección de ellas podrá uno hacerse legislador o siquiera juzgar cuáles son las mejores? No vemos que los médicos se vuelvan hábiles estudiando sólo los recetarios. Sin embargo, se busca en éstos no sólo indicar la terapéutica general sino también métodos de curación y tratamientos adecuados a casos particulares, distinguiendo los diversos temperamentos; y esto, que puede ser provechoso para los expertos, es absolutamente inútil para quienes no poseen la ciencia. Del mismo modo, las compilaciones de leyes y constituciones son de gran utilidad, sin duda, para los que ya están aptos para estudiarlas y apreciar en ellas lo que está bien o lo que está mal, así como cuáles leyes son aplicables en determinadas circunstancias. En cambio, los que recorren tales compilaciones sin poseer previamente estos hábitos no están en condiciones de juzgar acertadamente, salvo por instinto, aunque quizá puedan aguzar un tanto su inteligencia política con dicho estudio.

Por consiguiente, como nuestros predecesores han omitido explorar el dominio de la legislación, quizá tenga algún valor que nosotros mismos lo consideremos, junto con toda la materia de la constitución política, para, en cuanto nos sea posible, llevar así a su fin la filosofía de lo humano. En primer lugar, nos afanaremos en revisar todo lo que dijeron nuestros precursores, que, aunque fragmentario, tiene sus aciertos. Luego, trataremos de distinguir entre las constituciones que hemos reunido (17) cuáles instituciones pueden conservar y cuáles destruir las ciudades y producir efectos semejantes en las constituciones en particular; y por qué causas unas ciudades están bien gobernadas, y otras no. Una vez consideradas estas cuestiones, discerniremos cuál es la mejor constitución, y cómo debe implantarse cada una en particular, y a qué leyes y costumbres se ha de recurrir. Empecemos, entonces, a hablar de esto ...


NOTAS

(1) Los antagonistas son Eudoxio y Espeusipo, así como las escuelas por ellos fundadas.

(2) Fílebo, 60 B-E.

(3) Ibid., 24 E, 31 A.

(4) Ibid., 53 C-54 D.

(5) Ibid, 31 E-32 B

(6) Física, VI-VIII.

(7) Fr. 9, Die1s.

(8) Principe escita que viajó por Grecia, y a quien se atribuyen numerosos aforismos.

(9) Los comentaristas ven una alusión a Eurípides (fr. 1040) Y a Pindaro (Istmicas, 4, 16).

(10) Herodoto, 1, 30-32. En su conversación con Creso, Solón menciona a Tello el Ateniense como el hombre más feliz que ha conocido por reunir esas condiciones de próspera medianía dentro de las cuales todo le ha sucedido bien.

(11) Diels, 46 A.

(12) Fr. 432

(13) Platón: Leg., 722 D.

(14) Platón: Prot., -325 A.

(15) Homero: Od., IX, 114.

(16) Isócrates: Antidosls, 80.

(17) La colección de 158 constituciones de ciudades griegas que compiló o hizo compilar Aristóteles, y de las cuales sólo se ha podido descubrir la constitución de Atenas.

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