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LIBRO SÉPTIMO

De la continencia y la incontinencia



I

Después de esto, y estableciendo otra materia, proseguiremos diciendo que existen tres formas de conducta moral que deben evitarse: el vicio, la incontinencia y la bestialidad o brutalidad.

Las formas opuestas a las dos primeras son evidentes: a una la llamamos virtud; a la otra, continencia. La contraria a la brutalidad sería conveniente llamarla una virtud propiamente sobrehumana, heroica y divina, como la que expresó Homero, mediante las palabras de Príamo, en relación con el hombre esforzado en extremo que fue Héctor:

No parecía
ser hijo de varón mortal, sino de un dios
(1).

Entonces, si como suele decirse, los hombres se convierten en dioses por exceso de virtud, está claro que ese hábito podría ser el contrario a la brutalidad, puesto que así como en la bestia no hay vicio ni virtud, tampoco en el dios los hay, sino que, en él, la disposición moral es algo de más excelencia que la virtud y en el animal el vicio también es genéricamente otro. Y del mismo modo como es raro que exista un hombre divino (como acostumbran calificarlo los lacedemonios cuando admiran mucho a alguno), así también la brutalidad es rara entre los hombres, encontrándosela sobre todo entre los bárbaros y sólo en contadas ocasiones, como producto de enfermedades y deformaciones. También aplicamos el nombre infamante de bestiales a los hombres que por su maldad sobrepasan los límites usuales del vicio; pero de esta disposición bestial ya hablaremos más adelante, y del vicio hemos hablado con anterioridad. Ahora nos concentraremos en hablar de la incontinencia, de la molicie o afeminamiento y de la lujuria, así como de sus contrarios, la continencia y la firmeza perseverante, pero sin dejarnos llevar por la suposición de que estas dos especies de disposiciones sean idénticas respectivamente a la virtud y la maldad, sin ser tampoco, empero, de género distinto. Es por lo tanto necesario en este caso, como en otros hicimos, establecer los hechos tal como se presentan, comenzando por plantear la problemática y exponer las opiniones más aceptadas sobre estas pasiones; si no todas, la mayoría y las más autorizadas. Si podemos resolver las dificultades, y las opiniones más aceptadas se sostienen, habremos demostrado suficientemente la cuestión.

Tenemos entonces que la opinión más común es que la continencia y la perseverancia se cuentan entre las cosas buenas y elogiables, así como, por lo contrario, la incontinencia y la molicie están entre las malas y censurables. También se admite que, así como el hombre continente es el que obedece el dictado de la razón, el incontinente es el que se aleja de ésta y por pasión hace cosas a sabiendas de que son malas, a diferencia del primero, que, sabiendo que son malos sus deseos, se niega a seguirlos por respeto al principio racional. Otra creencia común es que el moderado es también continente y perseverante; pero al continente no todos lo creen siempre moderado: unos confunden indiscriminadamente al desenfrenado con el incontinente y al incontinente con el desenfrenado, mientras que otros dicen que son diferentes. Del prudente se dice unas veces que no es posible que sea incontinente; pero otras se afirma que hay algunos prudentes y hábiles que son también incontinentes. Finalmente, se dice de los incontinentes que lo son aun en relación con la cólera, el honor y a la ganancia.

Esto es, pues, lo que suele decirse.


II

Metiéndonos de lleno en las dificultades, podríamos preguntarnos cómo puede conducirse con incontinencia el hombre que juzga rectamente, siendo que no es posible, según dicen algunos, que el hombre dotado de conocimiento moral se conduzca de esa manera. Sería sorprendente, como pensaba Sócrates (2), que algún otro principio domine el conocimiento existente en el sujeto y que lo arrastre como a un esclavo. Sócrates combatía esta idea a ultranza, y sostenía que la incontinencia no existe, ya que nadie puede atentar contra lo mejor sabiéndolo sino sólo por ignorancia. Este argumento, sin embargo, se contradice obviamente con los hechos; y aun aceptando que la incontinencia fuese causada por la ignorancia, sería necesario investigar cómo sobreviene dicha ignorancia, pues es evidente que antes de caer en la pasión el incontinente no pensaba que debiera hacer lo que hace en ese estado. Algunos acuerdan en ciertos puntos con la teoría socrática y desacuerdan en otros. Por ejemplo, reconocen que el conocimiento es lo más poderoso, pero no admiten que alguien pueda actuar en contra de lo que le parece mejor, situación que explican afirmando que el incontinente, cuando está dominado por los placeres, no tiene conocimiento sino opinión. Pero si es opinión y no conocimiento, y si la que resiste a la opinión no es una convicción fuerte sino débil (como les sucede a los que están en duda), entonces deberíamos mostrarnos indulgentes con quien no puede sostener sus convicciones contra deseos tan poderosos, mientras que para la maldad y para las otras cosas censurables no debe haber indulgencia alguna.

¿Es entonces la prudencia la que resiste a la pasión y, no obstante ser extremadamente fuerte, es vencida? Pero esto sería absurdo, porque en este caso el mismo hombre será a la vez prudente e incontinente, y nadie diría entonces que es propio del prudente realizar las más bajas acciones de manera voluntaria. Además, ya antes hemos mostrado que el prudente es activo, tiene disposición hacia la acción moral, porque la prudencia se refiere a lo concreto y posee las demás virtudes.

Por otro lado, puesto que, para serlo, el hombre continente debe tener deseos fuertes y malos, mientras que no es propio del prudente tener deseos excesivos ni malos, entonces el prudente no podrá ser continente ni el continente prudente. Porque si los deseos son buenos, malo será el hábito que impida seguirlos, y no será entonces virtuosa toda continencia; y si son malos y débiles, tampoco tiene nada de extraordinario. Además, si la continencia hace que uno se mantenga firme en cualquier opinión, será mala si hace persistir en una falsa opinión; y a la inversa, si la incontinencia lo hace a uno capaz de abandonar cualquier opinión, debe haber alguna incontinencia que sea virtuosa, como la de Neoptolemo en el Filoctetes (3) de Sófocles. Neoptolemo es digno de elogio por no haberse mantenido en los propósitos de los que lo convenció Odiseo, porque lo apenaba mentir.

El falso argumento de los sofistas produce también otra dificultad. Queriendo pasar por hábiles, los solistas tratan de refutar al adversario por medio de una conclusión paradójica; y cuando tienen éxito, el silogismo resultante se convierte en aporía, porque el entendimiento, cuando no quiere persistir porque no le gusta la conclusión ni tampoco puede seguir adelante queda atado por no poder refutar la argumentación. Existe entonces una razón sofística de la que resulta que la insensatez acompañada de incontinencia es virtud: si un hombre es insensato e incontinente, por su incontinencia hará lo contrario de lo que entiende que debe hacer; pero como por su insensatez entiende que las cosas buenas son malas y que no debe hacerlas, en definitiva habrá hecho el bien y no el mal.

Pero mejor que el que hace cosas placenteras no por cálculo sino por incontinencia es el que las hace, persigue y elige deliberadamente por convicción, ya que es más fácil de curar si se lo convence de mudar de opinión. El incontinente, en cambio, cae bajo el proverbio que dice: ¿Para qué ha de beber el que tiene el agua a la garganta?, porque si hiciera por convicción lo que hace, dejaría de hacerlo al cambiar de convicción; mas está en su naturaleza poder hacer lo contrario de aquello que está convencido de que debe hacer. Por último, si la incontinencia y la continencia se aplican a todo, ¿quién es el simplemente incontinente? Porque, aunque nadie tiene todas las incontinencias, decimos de algunos simplemente que son incontinentes.

Éstas son las dificultades que se presentan; de éstas algunas despejaremos y otras será conveniente dejarlas de lado, porque la solución de la dificultad es el descubrimiento de la verdad.


III

En primer lugar examinaremos si los incontinentes son conscientes o no de la malicia de sus acciones, y si lo son, de qué modo; luego estableceremos respecto de qué es uno incontinente y continente, es decir, si con relación a todo placer y dolor o a sólo algunos determinados; veremos después si el continente y el perseverante se parecen o difieren, y lo mismo con respecto a las demás cuestiones emparentadas con esta búsqueda.

Nuestra indagación parte de la pregunta de si el continente y el incontinente difieren por sus acciones o por su disposición, es decir, si sólo por realizar tales actos es incontinente, o si lo es más bien por su actitud, o tampoco sólo por eso sino por ambas cosas. Lo segundo que hemos de preguntamos es si la incontinencia y la continencia se aplican o no a todas las cosas. Porque el incontinente no lo es en todas las cosas sino sólo en las mismas que el desenfrenado, y no es incontinente simplemente por comportarse como el desenfrenado en las mismas cosas (la incontinencia sería en este caso lo mismo que el desenfreno) sino por la manera particular de conducirse: así, mientras el desenfrenado actúa por deliberada elección, creyendo que siempre debe perseguirse el placer inmediato, el incontinente no piensa eso, pero lo persigue de todos modos.

El hecho de que no sea el conocimiento sino la opinión verdadera la que resulta menospreciada en las acciones de incontinencia nada interesa a nuestra argumentación, porque algunos que sólo tienen opinión no dudan sino que creen saber exactamente. Entonces, si los que están en estado de opinión actúan más fácilmente contra su convicción que los que tienen un conocimiento, porque ésta es menos firme, no será necesario diferenciar entre conocimiento y opinión, ya que algunos no otorgan mayor credibilidad a sus opiniones que otros a su conocimiento, como lo muestra Heráclito (4). Porque usamos de dos maneras la expresión conocer (diciendo que tanto conocen el que posee el conocimiento pero no lo usa como el que sí se sirve de él), por esto sí que habrá diferencia entre hacer lo incorrecto a sabiendas y sin considerarlo, y hacerlo conociéndolo y considerándolo. Sería sorprendente que pasara esto último, pero no lo es el que alguno actúe sabiendo que está mal si en ese momento no se pone a considerarlo.

Del mismo modo, y dado que en el silogismo de la acción hay dos clases de premisas, nada impide que, aun teniendo ambas, pueda uno actuar contra su conocimiento, siempre que se sirva sólo de la proposición universal y no de la particular, porque a lo particular es que se refiere la acción. También hay que distinguir, en el caso de lo universal, que a veces se predica del sujeto y otras del objeto (por ejemplo, uno puede saber que los alimentos secos son beneficiosos para los hombres, y que él es un hombre, y saber también que tal alimento es seco, pero puede o no conocer o no actualizar el conocimiento de que este alimento es seco). Existe, por consiguiente, una gran diferencia entre esas formas de conocimiento; de modo que, así como no parece absurdo que el incontinente conozca de una manera, sería sorprendente que actuara si conociera del otro modo.

Además, también acontece que los hombres conozcan de modo distinto a los mencionados. Observamos, por ejemplo, que el caso del que tiene conocimiento y no lo ejercita difiere del caso del que puede decirse que en cierto sentido tiene el conocimiento y en otro no, como les pasa al dormido, al loco y al borracho. Pues tal es la condición de los que están sujetos a sus pasiones. Los accesos coléricos, los deseos venéreos y otras pasiones semejantes alteran evidentemente el cuerpo, y en algunos casos incluso pueden llegar a producir la locura. Es obvio, entonces, que debemos decir que los incontinentes están en una disposición análoga a la del dormido, el loco o el borracho; que estos hombres puedan hablar el lenguaje del conocimiento moral no prueba que lo tengan, pues hasta los que están en esos estados dan demostraciones científicas y recitan versos de Empédocles (5), y los que empiezan a aprender una ciencia enganchan bien sus proposiciones, pero no saben lo que dicen, pues para esto hay que haberse compenetrado con la ciencia en cuestión, y esto lleva su tiempo. Debemos entonces pensar que las sentencias morales expresadas por los incontinentes no valen más que las representaciones en escena de los actores.

Podríamos también considerar la causa de la incontinencia desde el punto de vista de la naturaleza humana. Así, en el silogismo de la acción, la premisa mayor es una opinión, mientras que la menor concierne a los casos particulares, bajo el dominio de la percepción sensible; cuando de ambas premisas sólo resulta una opinión, necesariamente el alma afirma la conclusión en el razonamiento teorético, y que en el práctico actúa de inmediato. Dadas las premisas: todo lo dulce debe gustarse y esto es dulce (en el sentido de ser un ejemplo particular de la clase general), necesariamente el que pueda, si nadie se lo impide, lo gustará enseguida. Por lo tanto, cuando por un lado tenemos en mente un juicio universal que nos prohíbe gustar, y por otro tenemos el juicio general de que todo lo dulce es placentero y el particular de que esto es dulce (y es esta premisa la que actúa), y si además tenemos hambre, entonces, aunque el primer juicio universal nos ordene evitar este objeto, el deseo, capaz como es de poner en movimiento cada uno de los miembros del cuerpo, nos impelerá a él. Así es como puede ser que en cierto sentido se practique la incontinencia bajo la influencia de una razón y una opinión; pero una opinión que no es contraria a la recta razón en sí misma sino sólo por accidente, puesto que lo que en verdad la contraría es el deseo y no la opinión. Porque no tienen concepción de lo universal sino sólo representación y memoria de las cosas particulares, es lo que explica que las bestias no sean incontinentes.

La misma explicación que para el borracho y el dormido vale respecto de cómo se disipa la ignorancia propia del incontinente, volviendo éste al perfecto conocimiento moral, y como no es exclusiva de aquel estado, hay que tomar en cuenta lo que dicen los fisiólogos. Puesto que la última premisa (que es la que determina nuestras acciones) es una opinión relativa a un objeto sensible, el incontinente sujeto a su pasión o no la tiene o la tiene de tal modo que no se puede decir que consista en un saber sino en un hablar, como el borracho que recita los versos de Empédocles. Y como el último término no es ni universal ni un objeto de conocimiento, ni se considera semejante a lo universal, parece entonces darse lo que Sócrates trataba de establecer. Efectivamente, cuando la incontinencia se produce, no está presente lo que consideramos conocimiento en el verdadero sentido, ni es este conocimiento el que es arrastrado por la pasión sino un conocimiento derivado de la percepción sensible. Y baste con lo dicho sobre si conociendo es posible ser incontinente o no, y con qué clase de conocimiento.


IV

Ahora vamos a discutir si puede alguien ser incontinente de modo absoluto o si lo son todos con cierta determinación; y si así es, con relación a qué objetos, ya que resulta evidente que tanto los continentes y los perseverantes como los incontinentes y los blandos lo son en los placeres y dolores. Ahora bien, algunas de las cosas que producen placer son necesarias, mientras que otras, aunque deseables por sí mismas, son susceptibles de exceso. Necesarias son las que se relacionan con el cuerpo, desde la alimentación hasta el sexo, o sea lo que hemos definido como la esfera propia del desenfreno y la moderación; no necesarias, pero deseables por sí mismas, son, por ejemplo, la victoria, el honor, la riqueza, y cosas semejantes, buenas y agradables. Así pues, a los hombres que en estas cosas se exceden más allá de la recta razón no los llamamos simplemente incontinentes sino que además les añadimos que lo son en las riquezas, en la ganancia, en el honor y en la cólera. Y no se les denomina simplemente incontinentes porque son diferentes de los incontinentes en estricto sentido, y sólo se les dice así por semejanza. (Como cuando hablamos de aquel vencedor en los juegos olímpicos llamado Anthropos (6), cuya definición especial, aunque diferente, se parece mucho a la definición general de hombre). Y la prueba de que sólo por analogía se les dice incontinentes a esas otras personas reside en que la incontinencia, tomada en absoluto o con referencia a algún placer corporal particular, es reprochable no sólo como una falta sino como vicio, mientras que ninguno de los incontinentes es censurado así por analogía.

En cuanto a los placeres del cuerpo con respecto a los cuales hablamos del moderado y del desenfrenado, al que persigue los placeres sin elección deliberada y con exceso, y evita, pero contra su elección y su reflexión, las penalidades tales como las provenientes del hambre, la sed, el calor y el frío y de todo lo relacionado con el tacto y el gusto, se le llama incontinente sin el agregado de que lo sea en algo en particular (en la cólera, por ejemplo) sino sencillamente en absoluto. Una prueba de esto la constituye el hecho de que a los afeminados los llamamos así con respecto a estos estados sensuales y no en relación con ninguna de aquellas pasiones. Y por esto ponemos juntos al incontinente y al desenfrenado, y en otro grupo al continente y al moderado (cosa que no hacemos con ninguno de aquellos otros tipos), por estar todos ellos relacionados de cierto modo con los mismos deleites y molestias. Pero no por referirse todos a los mismos objetos lo hacen del mismo modo: y mientras que los desenfrenados lo hacen por elección, los incontinentes no eligen; razón que nos impulsa a llamar más bien desenfrenado al que sin deseos o con débiles deseos persigue los excesos del placer o huye de las penas ligeras, que no al que lo hace impulsado por deseos intensos.

¿Qué no haría el primero si además lo invadiera el deseo juvenil o una fuerte molestia ante la falta de lo necesario?

Recordando nuestra previa distinción de los placeres entre los que son deseables por naturaleza, los contrarios a éstos y otros intermedios, y siendo algunos deseos y placeres en su género bellos y honestos (como las riquezas, la ganancia, la victoria y el honor), con referencia a todas estas cosas, sean naturalmente deseables o intermedias, no es reprochable ser sensible a ellas, desearlas y amarlas sino hacerla de cierto modo y con exceso. Y, consecuentemente, son censurables los que se dejan dominar o persiguen, en contra de la razón, alguna cosa honesta por naturaleza, como si buscan más honor del que les corresponde o exageran su preocupación por sus hijos o sus padres. Porque, aunque estos afanes son buenos y encomiables quienes se afanan, con todo puede caerse en ciertos excesos en esta materia; por ejemplo, cuando alguien como Niobe (7) se pelea hasta con los dioses, o como Sátiro (8), apodado amador de su padre, que en la devoción paterna mostró extremos de necedad. No hay maldad alguna en estas cosas, porque, como ya indicamos, ellas son naturalmente apetecibles; con todo, los excesos son malos y deben evitarse. Igualmente, tampoco hay incontinencia en relación con estos objetos, porque la incontinencia no solamente debe evitarse sino que además es censurable. Cuando en estos casos se habla de incontinencia por semejanza con la pasión involucrada, se añade en cada uno una determinación especial, como cuando hablamos de un mal médico o de un mal actor, a los que no llamamos simplemente malos. Pues, así como en estos casos se habla de ese modo porque cada una de las incapacidades mencionadas no es un vicio en verdad sino que sólo se le parece por analogía, es claro que igualmente en lo moral no pueden tomarse la incontinencia y la continencia sino con referencia exclusiva a las mismas cosas que la moderación y el desenfreno. Empleamos esos términos por semejanza, y por eso le añadimos incontinente cuando lo aplicamos a la cólera, el honor o la ganancia.


v

Puesto que ciertas cosas son agradables por naturaleza, algunas en absoluto y otras según las razas de animales y de hombres, también, hay cosas que no son agradables naturalmente, pero que llegan a serla por un incompleto desarrollo orgánico, la costumbre o depravación original. Y es posible observar el hábito correspondiente en cada uno de estos placeres antinaturales. Me referiré primero a los hábitos bestiales, como los de aquella hembra de quien dicen que desgarraba el vientre de las mujeres embarazadas para comerse los fetos, o como las cosas que, según se cuenta, complacen a algunos salvajes del Ponto Euxino, como comer carne cruda, carne humana, ofrecerse recíprocamente los hijos para comérselos, o también lo que se cuenta de Fálaris (9). De estos ejemplos de bestialidades, algunos casos son producto de enfermedad o locura, como el de aquel que ofreció en sacrificio a su madre y luego la devoró, o el del esclavo que se comió el hígado de su compañero. Otros estados morbosos provienen de la costumbre, como arrancarse los cabellos, comerse las uñas, carbón o tierra; a lo que añadimos las relaciones homosexuales, de las cuales algunas se presentan por naturaleza y otras son producto del hábito, como en los casos de aquellos que han sido violados desde niños. En cuanto a aquellos cuyos vicios tienen causas naturales, nadie los llamaría incontinentes, como tampoco a las mujeres, porque en la cópula no son activas sino pasivas; ni, en fin, a los que tienen disposiciones morbosas como resultado de la costumbre. Tal como ocurre con la bestialidad, la posesión de cualquiera de esos hábitos está más allá de los límites del vicio. Los domine o sea dominado uno por ellos, no hay respectivamente continencia o incontinencia, hablando en absoluto, sino por semejanza, como tampoco al que se deja dominar por la ira se lo llama incontinente en tal pasión.

Cuando es exagerada, toda insensatez, cobardía, desenfreno y malhumor es o bien estado bestial o bien estado morboso. El que por naturaleza a todo lo teme, así sea el ruido de un ratón, es cobarde con cobardía animal, pero aquel que tenía pavor de las ardillas actuaba por enfermedad. Y de los insensatos, hay unos irracionales por naturaleza (como ciertas remotas tribus bárbaras) que viven nada más por los sentidos, como los animales, en tanto que otros están en un estado morboso por culpa de alguna enfermedad como la epilepsia o la locura. De estas tendencias antinaturales es posible tenerlas sin sucumbir a ellas (como Fálaris, que refrenaba sus deseos de comer niños o de entregarse a los placeres antinaturales), pero otras veces no sólo se tienen estos deseos, sino ellos son dominantes. Entonces, igual que como la maldad que no excede lo humano es llamada simplemente maldad, mientras que de la inhumana dícese maldad no en absoluto sino con la añadidura de bestial o morbosa, de la misma manera es evidente que, aunque haya una incontinencia bestial y otra morbosa, en su sentido absoluto la incontinencia es sólo la coextensiva con el desenfreno humano.

Queda claro entonces, primero, que la incontinencia y la continencia se refieren exclusivamente a los mismos objetos que el desenfreno y la moderación, y, segundo, existe otra forma de incontinencia, llamada así metafóricamente y no en sentido absoluto, que se refiere a otros objetos distintos.


VI

Ahora consideraremos que la incontinencia de la cólera es menos vergonzosa que la de los deseos. Por lo que parece, la cólera escucha hasta cierto punto a la razón, sólo que lo hace a medias, como esos sirvientes apresurados que antes de terminar de oír todo lo que tiene que dedrseles, echan a correr y se equivocan después en la ejecución de la orden; o como los perros, que, con sólo que toquen a la puerta, y antes de advertir si es amigo el que llega, se ponen a ladrar. Porque así la cólera, en razón de su acaloramiento y precipitación naturales, aunque oye a la razón, no escucha lo que ésta le ordena y se lanza a la venganza. Efectivamente, la razón o la imaginación le señalan que lo han ultrajado o menospreciado; y la ira se enciende súbitamente, como concluyendo que a semejante cosa hay que responderle con guerra. Por lo contrario, la concupiscencia se lanza a gozar con sólo que la razón o la sensación le indiquen que el objeto es placentero. De aquí que la cólera siga de algún modo a la razón, pero la concupiscencia no, y por esto es más vergonzosa. El incontinente en la cólera está sujeto a la razón de cierto modo, mientras que otro lo está sólo a la concupiscencia.

Además, somos más indulgentes en relación con los impulsos naturales, puesto que, aunque se trata de concupiscencias, es más excusable ceder a las que son comunes a todos y en la medida en que son comunes. Pero la cólera y el mal genio son más naturales que los deseos de placeres excesivos e innecesarios, como en el caso del que se excusaba de golpear a su padre, diciendo: Este golpeó al suyo, y aquél a su antepasado, y mostrando a su hijo, añadía: Y éste me golpeará cuando sea hombre; nos viene de familia; o también el de aquel otro que, arrastrado por su hijo, le pidió detenerse en la puerta, puesto que él mismo no había arrastrado a su padre sino hasta ese lugar.

Igualmente, cuanto más insidiosos son, más injusticias cometen los hombres. Pero el colérico no es insidioso, ni lo es la cólera, de la cual es propio mostrarse abiertamente. En cambio la concupiscencia es como la Afrodita de que nos hablan los poetas: La del linaje ciprio, que urde sus engaños (10) o como su bordado ceñido de que habla Homero: Talismán que arrebata la mente consistente del sabio (11). Si esta incontinencia es más injusta y vergonzosa que la de la cólera, podrá calificársela de incontinencia en sentido absoluto Y en cierto modo, de vicio.

Además, el que ultraja con insolencia no se apena por ello; pero el que actúa llevado por la ira siente pena por lo que hace, y no placer, como el primero. Si, por consiguiente, los actos más injustos son aquellos contra los que con más justicia podemos enojarnos, más injusta es entonces la incontinencia por deseo, ya que en la cólera no hay ultraje insolente. Como es evidente, la incontinencia del deseo es más vergonzosa que la de la cólera, y también lo es que la continencia y la incontinencia se refieren a los deseos y placeres del cuerpo. Sin embargo, debemos considerar las diferencias entre esos deseos y placeres. Como hemos dicho al principio, unos son naturales y propios del hombre, en su género e intensidad; otros son bestiales; otros, finalmente, son producto de deficiencias orgánicas y enfermedades. Ahora bien, la moderación y el desenfreno sólo pueden aplicarse a los primeros, de modo que no decimos de los animales que son ni moderados o desenfrenados, salvo metafóricamente en el caso de una especie de animales que se destaque por su lascivia, su salvajismo y su voracidad. Porque, efectivamente, las bestias no tienen elección ni raciocinio sino que son aberraciones de la naturaleza, como los locos entre los hombres. La bestialidad no es tan mala como el vicio, pero es más temible, porque en el hombre bestial no hay, como en el hombre vicioso, una corrupción del principio superior, ya que no tiene éste. Sería como comparar lo inanimado con lo animado para preguntarse qué es más malo. Siempre es menos dañina la perversión de lo que no posee el principio; ahora bien, el principio es la inteligencia. También es como si se comparase la injusticia con el hombre injusto: según los casos, resultará que una cosa es peor que la otra. Pero el hombre malo puede hacer muchísimo más mal que la bestia o el hombre bestial.


VII

Respecto de los placeres y dolores, deseos y aversiones del tacto y del gusto, con relación a los cuales delimitamos antes el desenfreno y la moderación, puede la disposición individual ser tal que sea uno vencido aun por aquellas tentaciones que la mayoría suele vencer, y, al revés, triunfar incluso en aquéllas en las que la mayoría pierde. De estos dos tipos de hombres, el que hace lo primero en los placeres es incontinente, y continente el que hace lo otro; y respecto de los dolores, el primero es blando, el segundo es resistente. Y los hábitos de la mayoría están en un punto medio, aunque se inclinen más bien hacia los peores hábitos.

Pero así como algunos placeres son necesarios y otros no, y todos hasta cierto punto, mientras que ni los excesos ni tampoco los defectos son necesarios, lo mismo ocurre en cuanto a los deseos y molestias. El desenfrenado es entonces el que busca placeres excesivos, o incluso los necesarios pero con exceso, y lo hace producto de su libre elección, deseando el placer por sí mismo y no con otro fin, y necesariamente es incapaz de arrepentirse y por ende es incurable, porque el que no se arrepiente es incurable. El tipo opuesto es el del que peca por defecto, y el que guarda el medio es el moderado. Y lo mismo debe decirse del que evita las molestias corporales no por debilidad sino por libre elección.

Entre los que no obran por libre elección difieren los que son arrastrados por el placer, y los que evitan el dolor del deseo insatisfecho. Ahora bien, ante todos aparecerá como peor el que comete algo vergonzoso, sin deseo alguno, o a lo sumo con deseos débiles, que el que hace lo mismo dominado por violentos deseos; como también es más malo el que sin estar colérico golpea lo que el que colérico lo hace, pues ¿qué no haría entonces el primero si estuviese en un estado pasional? Y por esto el desenfrenado es peor que el incontinente. De los caracteres antes descritos, el evitar deliberadamente los dolores es una suerte de afeminamiento, mientras que la deliberada prosecución del placer es el desenfreno propiamente dicho.

Al incontinente se opone el continente; al afeminado el constante; pues la constancia está en el resistir y la continencia en el dominar, siendo diferentes el resistir y el dominar, como también el no ser vencido y el vencer. Por esta razón la continencia es más valorable que la constancia.

El que desfallece en circunstancias en que la mayoría resiste con éxito, es afeminado y muelle, ya que la molicie es una forma de afeminamiento; un hombre así es el que arrastra su manto por no tomarse el trabajo de levantarlo, y el que imita al enfermo sin pensar lo miserable que es por solo el hecho de hacerse parecido al miserable.

Lo mismo pasa en relación con la continencia y la incontinencia. No inspira admiración el que es vencido por fuertes y excesivos placeres o penas sino que más bien es perdonable si cae habiendo resistido, como el Filócrtetes de Teodectes (12), mordido por la serpiente, o como Cerción (13) en el Alope de Carcino, o como los que, intentando contener su risa, estallan todos en una carcajada, como le sucedió a Xenofanto (14). Sí sorprende, en cambio, el que alguien sea vencido y no pueda resistir a deseos a los cuales resiste la mayoría de los hombres, salvo que eso sea hereditario o por enfermedad, como en los reyes escitas, a quienes la molicie les viene de linaje (15), o como la naturaleza de la mujer comparada con la del varón. En ocasiones pasa por desenfrenado el que es muy amigo de diversiones, cuando en verdad no es sino un tipo delicado, porque toda diversión, al ser una pausa en el trabajo, es una relajación del ánimo, y el amigo de diversiones es uno de los que se exceden en esto.

Existen dos formas de incontinencia: el arrebato y la flaqueza. Unos, tras haber deliberado, no pueden sostener su decisión por culpa de la pasión; otros, por no haber deliberado, son arrastrados por la pasión. Porque, así como los que se cosquillean previamente no sienten después las cosquillas que otros les hacen, existen algunos que, presintiendo y para prevenir los ataques de la pasión, se mantienen despiertos, y vigilante su facultad razonadora, de modo que no son vencidos por la pasión, sea placentera o penosa. Y son especialmente los de temperamento vivo o excitable los que son incontinentes con incontinencia de arrebato, porque, aquéllos por impetuosos, y estos otros por su vehemencia pasional, no atienden a la razón, acostumbrados a seguir su fantasía.


VIII

El desenfrenado, como hemos dicho, es incorregible, porque se mantiene firme en su elección; al revés, todo incontinente puede arrepentirse. Esto hace insostenible la objeción que pusimos antes, siendo que el desenfrenado es incurable y el incontinente curable. La perversidad del desenfreno se parece a ciertas enfermedades como hidropesía y la tisis, la incontinencia a la epilepsia. La primera es una maldad continua; la segunda no es continua. Y, la incontinencia y el vicio, hablando en general, difieren en cuanto a su género, pues el vicio es inconsciente de sí mismo, mientras que la incontinencia tiene conciencia de su debilidad. Y de los incontinentes son mejores los que en un momento se salen de sí que los que, conservando su razón, no la obedecen. Estos últimos son vencidos por una pasión menor, y no sin haber antes deliberado, al contrario de los primeros. El incontinente se parece a los que se embriagan rápido y con poco vino, o con menos que la mayoría.

Queda claro, entonces, que la incontinencia no es un vicio (salvo en cierto sentido), porque la incontinencia está fuera de elección, mientras que el vicio es por elección. Se parecen, empero, en cuanto a las acciones a qué llevan. Como decía Demódoco de los milesios: Verdad es que los milesios no son necios; pero hacen lo mismo que los necios, del mismo modo los incontinentes no son injustos, pero cometen injusticias. Ahora, siendo que el incontinente es de tal índole que persigue los placeres del cuerpo excesivos y contrarios a la recta razón, pero no por convicción, mientras que el desenfrenado está convencido porque su constitución moral es de tal condición que lo impele a perseguir esos placeres, resulta entonces que el primero puede ser persuadido con facilidad de cambiar su comportamiento, pero no el último. Porque la virtud y el vicio respectivamente preservan y destruyen el primer principio; y en las acciones, como en las matemáticas los postulados, la causa final es el principio. Por lo demás, ni en ética ni en matemáticas es el raciocinio el que enseña los principios sino que la virtud (natural o producto de la costumbre) es la que enseña a sentir rectamente el principio. Así es el moderado, y su contrario, el desenfrenado.

Existen ciertos hombres que por pasión atraviesan los límites de la recta razón, a quienes la pasión domina para que no actúen de acuerdo con la recta razón, pero no hasta el punto de convencerlos de que deben buscar sin freno los placeres; éste es el incontinente preferible al desenfrenado y que no es malo en absoluto, puesto que el principio, que es lo más excelente en él, todavía se salva. Y opuesto a éste hay otro: el que se mantiene firme en su elección y no es arrebatado por la pasión.

Sobre la base de lo dicho es evidente que la continencia es un buen hábito, y la incontinencia, uno malo.


IX

Ahora bien, ¿es continente el que se apega a cualquier norma o elección, sea la que fuere, o sólo el que se atiene a la recta? ¿Y es uno incontinente si no persevera en cualquier elección, aferrado a cualquier norma, o sólo si su deficiencia es con relación a la norma verdadera y a la elección recta, como planteamos antes. Tal vez debamos decir que si bien por accidente puede tratarse de cualquier elección, es a la norma verdadera y a la recta elección a las que esencialmente el continente se apega y el incontinente no. Porque si alguno elige o persigue esto por lo otro, esencialmente es esto último lo que persigue y elige, aunque accidentalmente persiga y elija lo primero. Y por esencialmente entendemos lo que es en absoluto. O sea que, en cierto sentido, el uno se apega y el otro se aleja de cualquier opinión, pero esencialmente, lo hacen ambos de la opinión verdadera.

Los que se aferran a su opinión y son difíciles de convencer y nada fáciles de persuadir a cambiar de parecer son llamados testarudos, y se parecen en algo al hombre continente, como el pródigo al liberal y el temerario al osado; pero son muy diferentes en muchos más aspectos. El continente no cambia por intromisión de la pasión o el deseo, pero es fácil en cambio de convencer, si la ocasión se presenta, y seguirá siendo continente. El otro, el testarudo, no se deja convencer con argumentos, y en cambio acepta los deseos y es dominado frecuentemente por los placeres.

Algunos ejemplos de testarudos son los enamorados de sus opiniones, los ignorantes y los rústicos. Los primeros, movidos por el placer y la pena, se alegran de ganar cuando no se los persuade de cambiar y se entristecen si sus opiniones son rechazadas; por lo cual se parecen más bien al incontinente que al continente. Hay algunos que no se mantienen firmes en sus decisiones, mas no son incontinentes por eso, como Neoptolemo en el Filoctetes (16) de Sófocles. Es verdad que fue por el placer por lo que no se mantuvo firme, pero era un placer honesto, porque para él era placentero decir la verdad, y sólo instigado por Odiseo se convenció de mentir. Por lo tanto, no todo el que hace algo por placer es desenfrenado o malo o incontinente; sólo el que lo hace por un placer vergonzoso. El continente ocupa el término medio entre el incontinente y los que disfrutan menos de lo que conviene de los placeres corporales, y no se atienen entonces a la razón. El incontinente no se atiene a la razón por exceso; el otro tampoco por defecto. El continente se atiene y no cambia ni por más ni por menos. Y puesto que la continencia es virtuosa, forzosamente ambos hábitos contrarios han de ser malos, como de hecho parecen serlo. Pero como uno de ellos se da en pocos y pocas veces, y así como la moderación parece ser el único contrario del desenfreno, de la misma manera la continencia parece oponerse únicamente a la incontinencia.

Por otro lado, como muchos términos se predican por semejanza, ha venido ha hablarse de la continencia del moderado, porque el continente, así como el moderado, lo son por no hacer nada contrario a la razón por causa de los placeres fisicos; pero existe diferencia en que el primero tiene malos deseos, y el segundo no; siendo éste de tal condición que no obtiene placer de lo que es contrario a la razón, mientras que aquél, obteniendo placer, no se deja acarrear por él. También el incontinente y el desenfrenado se parecen, pero con todo son diferentes: ambos persiguen los placeres corporales, pero mientras, el último piensa que hay que hacerla, y el primero no lo piensa.


X

El mismo hombre no puede ser a la vez prudente e incontinente, porque ya está demostrado que el prudente es virtuoso de carácter. Además, ser prudente no consiste sólo en el conocimiento sino que incluye el accionar; en cambio el incontinente no hace lo que sabe. Nada impide, por otro lado, que el incontinente sea veloz de entendimiento, por lo cual a veces pasan por prudentes ciertas personas que son incontinentes, porque la velocidad mental difiere de la prudencia como señalamos en los razonamientos anteriores. Cercanas entre sí en tanto que facultades intelectuales, son diferentes en el propósito de la elección moral.

El incontinente no sabe como el que tiene conciencia y ve sino como puede saber el que está dormido o borracho, y aunque es cierto que actúa voluntariamente (pues sabe de alguna manera lo que hace y por qué), con todo, no es malo sino a medias, porque su elección moral es aún buena; y no es injusto tampoco, puesto que no intenta deliberadamente hacer daño. Porque de los tipos de incontinentes antes descritos, uno no persevera en lo que ha resuelto tras de haber deliberado, y otro, el tipo excitable, no delibera para nada. El incontinente se parece a una ciudad que promulga todos los decretos debidos y posee leyes inmejorables, pero que no las aplica, como decía burlándose Anaxandrides (17): Así lo decretó la ciudad a la que nada le importan las leyes, mientras que el hombre malo es como una ciudad que sí aplica las leyes, pero las malas leyes.

Tanto la incontinencia como la continencia consisten en un exceso de los hábitos más comunes entre los hombres, porque el continente persevera más y el incontinente menos de lo que es capaz la mayoría.

De las dos clases de incontinencia es más fácil de curar la de los que son incontinentes por su temperamento excitable, que no la de los que deliberaron bien, pero que no perseveran en ello. Son también más curables los incontinentes por hábito que los que lo son por naturaleza, pues es más fácil cambiar las costumbres que la naturaleza. Mas por lo mismo es difícil cambiar de costumbre, porque se asemeja a la naturaleza, como dice Eveno (18): Afirmo, amigo, que un diuturno ejercicio acaba por ser para los hombres una naturaleza.

En conclusión, hemos dejado establecido qué es la continencia y qué la incontinencia, qué la constancia y qué la molicie, y cómo están dispuestos entre sí estas disposiciones.


XI

La teoría del placer y del dolor pertenece al campo del que filosofa sobre la política, porque él es el que dirige el fin en referencia al cual decimos de cada cosa que es buena o mala en absoluto. Esta investigación nos es impuesta por la necesidad. Efectivamente, hemos dicho que la virtud y el vicio moral conciernen a los dolores y placeres; y la mayoría, además, suele decir que a la felicidad la acompaña el placer, y por eso el calificativo de bienaventurado deriva de un verbo que significa regocijarse (19). Piensan algunos que ningún placer es bueno, ni en sí mismo ni por accidente, porque bien y placer son cosas distintas. Para otros, ciertos placeres son buenos, pero la mayoría es mala. Y hay todavía una tercera opinión que dice de que ni aun aceptando que todos los placeres sean buenos puede ser el placer el bien supremo.

Para sostener la primera opinión, que ningún placer es un bien en ningún sentido, se dice que todo placer es un proceso consciente hacia un estado natural y que ningún proceso es del mismo orden que su respectivo fin (como, por ejemplo, ningún edificar es edificio); que, además, el moderado huye de los placeres; que el prudente persigue la ausencia de dolor, pero no el placer; que los placeres obstaculizan el ejercicio del pensamiento, y tanto más cuanto mayor es su goce, como los placeres venéreos, en los cuales no se puede pensar nada; que, por otra parte, no hay arte del placer alguno, siendo así que toda obra buena es efecto del arte, y que, en fin, los niños y los animales persiguen los placeres.

La segunda opinión, que no todos los placeres son buenos, se apoya en la existencia de algunos placeres vergonzosos y por todos censurados, y otros nocivos, ya que ciertas enfermedades provienen de los placeres.

Para defender, por último, la tercera posición, que el placer no es el bien supremo, se dice que no es un fin sino un proceso.

Estas son, en general, las opiniones corrientes.


XII

Sin embargo, de las razones expuestas no resulta que el placer no sea un bien ni que no sea el sumo bien, como quedará claro tras las siguientes consideraciones.

En primer lugar, puesto que el bien es bien en absoluto y bien relativo a alguien, entonces la naturaleza y los hábitos, así como los movimientos y procesos, se dirán buenos en alguno de esos sentidos. Respecto de los placeres que parecen malos, algunos lo son en sentido absoluto, aunque alguno podrá considerarlos dignos de su preferencia. Otros hay que no lo son ni para determinado individuo, salvo alguna vez y por corto tiempo, aunque no sean deseables en verdad. Y otros hay que no son en absoluto placeres sino que sólo lo parecen, como aquellos que conllevan dolor y que se acepta recibir en función de la curación, por ejemplo los placeres de los enfermos.

Además, siendo el bien actividad o estado, sólo accidentalmente serán placenteros los procesos que nos devuelvan a nuestro estado natural, puesto que, cuando satisfacemos nuestros deseos, el verdadero placer en acto radica en lo que queda del estado natural. Y por otro lado hay placeres, como los de la contemplación, que no implican dolor ni deseo, y que no suponen deficiencia natural alguna. Prueba de ello que los hombres no obtienen placer de las mismas cosas cuando su naturaleza se está restableciendo que cuando ha sido restablecida a su estado normal, sino que en este caso gozamos de los placeres absolutos, y en el primero incluso de las cosas contrarias al placer, (por ejemplo, gustamos de cosas ácidas y amargas, que no son agradables por naturaleza ni agradables en absoluto). Los placeres que producen no son, por consiguiente, ni naturales ni absolutos, ya que así como las cosas placenteras difieren entre sí, también los placeres que de ellas resultan son diferentes.

Además, no es necesario que haya de haber otra cosa mejor que el placer, por ejemplo, y a decir de algunos, que el fin es mejor que el proceso. Los placeres no son procesos, ni todos los placeres van acompañados de procesos sino que hay algunos que son actos y fines (placeres que no se dan cuando estamos adquiriendo una facultad sino cuando la ejercitamos), ni todos los placeres tienen un fin diferente de ellos mismos sino sólo aquellos que se orientan a la perfección de la naturaleza. Por eso no es correcto decir que el placer es un proceso consciente: más bien debe decirse que es el acto del hábito o estado conforme a la naturaleza; y en lugar de consciente hay que decir sin obstáculo. Y que el placer sea un bien en estricto sentido, induce a algunos a creer que es un proceso; pero es porque piensan que el acto es un proceso, cuando en verdad es otra cosa. Por otra parte, adjudicar maldad a los placeres sólo porque hay ciertas cosas placenteras que producen enfermedades es como decir que ciertas cosas buenas para la salud son malas para la economía doméstica. Es verdad que, relativamente, tanto las cosas placenteras como las saludables pueden ser nocivas, pero no por eso son en sí malas, pues, extremado las cosas, hasta la contemplación intelectual puede llegar a dañar a la salud.

Para la prudencia o cualquier otro hábito moral tampoco es un obstáculo el placer que de tal hábito procede sino sólo los placeres que le son ajenos. Y de ese modo, los placeres que proceden de la contemplación y el aprender nos hacen contemplar y aprender más.

Y respecto de que ningún placer es obra del arte, una buena razón es que no existe arte de ningún acto sino de la potencia, por más que el arte de la perfumería y el arte culinaria parezcan ser las artes del placer.

Las objeciones expresadas en los argumentos de que el moderado huye de los placeres, que el prudente busca simplemente una vida indolora y que los niños y los animales persiguen los placeres se resuelven con la misma respuesta. Efectivamente ya hemos aclarado en qué sentido hay placereS buenos en absoluto, y en qué sentido no todos los placeres son buenos. Ahora bien, estos últimos son los que persiguen los animales y los niños (y el prudente, la ausencia del dolor que origina la necesidad de tales placeres), siendo todos estos placeres acompañados de deseo y dolor, a saber, los placeres corporales (que de ellos se trata) así como sus excesos, por los cuales el desenfrenado es como es. Por esto el moderado huye de estos placeres, porque también existen los placeres del moderado.


XIII

Sin embargo, al mismo tiempo se reconoce que el dolor es un mal y que debemos evitarlo (porque unas veces es un mal en absoluto y otras puede ser un impedimento en algún aspecto), y que lo contrario de lo que hay que eludir, en tanto que es un mal que merece evitarse, es un bien; por lo tanto, forzosamente el placer ha de ser un bien. En efecto, la respuesta de Espeusipo al decir que, del mismo modo en que lo mayor es contrario tanto de lo menor como de lo igual, así el placer y el dolor son opuestos de un estado neutral que seria el bien, no resulta satisfactoria, ya que ni el propio Espeusipo sostenía que el placer sea en esencia un mal.

Aunque haya algunos placeres malos, nada impide que el bien supremo sea un placer, así como nada se opone a que haya algún tipo de conocimiento excelente, ni siquiera la existencia de conocimientos malos. Más todavía: desde que para cada hábito (para todos o sólo para algunos) hay actos libres de trabas, tal vez es necesario que la felicidad sea el acto más digno de ser objeto de nuestra elección; y en actos semejantes consiste el placer. Entonces, aunque muchos placeres sean malos, y hasta quizá malos en absoluto, podria ser que determinado placer fuese el bien supremo; por lo que todos creen que la vida dichosa es placentera, y razonablemente entretejen placer y felicidad, porque ninguna actividad perfecta admite trabas, y la felicidad es una de las cosas perfectas. Por esto el hombre feliz ha de necesitar además de los bienes del cuerpo, los bienes exteriores y los dones de fortuna, a fin de que su falta no resulte un impedimento para sus actos. Es una necedad (voluntaria o involuntaria) decir que un hombre en el potro o que ha caído en grandes desventuras es feliz con solo que sea virtuoso. Pero que los bienes de fortuna sean necesarios accesoriamente no significa, contra la creencia de algunos, que la felicidad y la prosperidad sean lo mismo, porque no lo son, e incluso puede la prosperidad, si es excesiva, venir a ser una traba; entonces sería injusto llamarla prosperidad, puesto que está determinada en relación con la felicidad.

El hecho de que todos, tanto animales como hombres, persigan el placer, puede indicar de algún modo que el placer es el bien supremo: Ninguna voz, por muchos pueblos proferida, puede del todo perecer. (20) Pero, aunque todos procuran el placer, no se trata del mismo placer, porque ni una misma naturaleza ni un mismo hábito es (ni les parece) a todos el mejor. Aun así, podría suceder que todos persiguieran el mismo placer, aunque éste no sea el que piensan ni el que sabrían nombrar, y eso es así porque, por su naturaleza, todas las cosas tienen algo de divino. Y si los placeres del cuerpo se han apropiado del nombre es porque a ellos tiende más frecuentemente la mayoría de los hombres, que cree que son los únicos, porque son los únicos que conoce.

También está claro que si el placer no es un bien y el acto no es placer, el hombre feliz no necesita vivir placenteramente, pues ¿para qué habría de necesitar del placer si no es un bien? E incluso su vida podría ser dolorosa, porque si el placer no es ni un bien ni un mal, tampoco el dolor lo será, y entonces no habría razones para evitarlo. Por cierto, la vida del hombre virtuoso no será más placentera que la de otros si sus actos no lo son.


XIV

Respecto de los placeres físicos, debemos revisar la opinión de los que dicen que hay placeres dignos de elegirse, a saber, los placeres nobles, pero no los del cuerpo ni los que son objeto de los deseos del desenfrenado. Pero si esto es así ¿por qué entonces son malos los dolores contrarios? ¿O el bien no es lo contrario del mal? ¿O acaso los placeres necesarios son buenos sólo en tanto que lo que no es malo es bueno, o que lo es hasta cierto punto? Porque en los hábitos y movimientos en que no hay exceso de bien tampoco puede haber exceso de placer, mientras que en los que admiten lo primero puede también haber exceso de placer. Ahora, pudiendo haber exceso en los bienes del cuerpo, ser malo consiste en buscar el exceso y no simplemente los placeres necesarios. Todos disfrutan, más o menos, de los manjares y vinos, así como en los placeres del amor, pero no todos lo hacen del modo debido. Con el dolor pasa lo contrario: se lo evita en general, no tan sólo su exceso, porque no existe un dolor contrario al exceso, a no ser para el que persigue dicho exceso. Sin embargo, debemos no sólo declarar la verdad sino también la causa del error, para así contribuir a confirmar la verdadera convicción, puesto que cuando descubrimos una explicación posible de por qué lo que no es verdadero aparece como tal, nos convencemos más de la verdad. Así, entonces, debemos declarar por qué los placeres del cuerpo se nos muestran particularmente deseables.

Primero, porque es propio del placer expulsar la pesadumbre; y así, a causa del exceso de pesar, se busca el exceso de placer, y en general el placer del cuerpo, como si fuese una medicina. Estos remedios son violentos, y si se las elige es porque parecen adecuadas para combatir el estado contrario.

(Por las dos razones expuestas parece que el placer no es bueno: primero, porque algunos placeres provienen de una naturaleza viciosa, ya sea por nacimiento, como en los animales, o por costumbre, como en los hombres viciosos; y segundo, porque otros placeres son como medicinas que nos restituyen a un estado natural en el cual es mejor estar que llegar a estar. Pero como estos últimos placeres sobrevienen en el curso de un proceso dirigido hacia la perfección natural, y por tanto, no sólo por accidente son buenos).

Además, los placeres corporales son buscados por su violencia por aquellos que no pueden gozar de otros placeres (y aun algunos se provocan una sed de ellos). Si esos placeres son inocuos, esto no es de censurar; pero si son nocivos, entonces es malo. Para algunos hombres son su única fuente de alegría; y muchos, además, por su naturaleza, sufren en un estado neutro. Porque el animal, como lo atestiguan los filósofos naturales, siempre padece; y el ver y el oír son en sí mismos cosa de pesar, sólo que (según ellos) ya estamos acostumbrados. Análogamente, por razones del crecimiento, cuando jóvenes los hombres están como borrachos, y así es deliciosa la juventud. Con respecto a los de naturaleza excitable, siempre están necesitados de un alivio porque, por su especial composición, su cuerpo está constantemente irritado, influenciado por un violento apetito; en ellos el placer, sea un placer realmente contrario u otro cualquiera, pero con la condición de que sea violento, expulsa la tristeza; y por estas causas acaban estos hombres por ser desenfrenados y malos.

En cambio, los placeres que no implican dolor no tienen excesos; y éstos son los que provienen de cosas naturalmente placenteras y no por accidente, entendiendo por placenteras por accidente las cosas que actúan como remedios, y cuyo efecto curativo es realmente producido por la operación de la parte que ha quedado sana (y es por esto que el remedio en sí parece placentero) y por naturalmente placenteras, las cosas que estimulan la actividad de una naturaleza intacta.

El que nada sea placentera siempre tiene que ver con que nuestra naturaleza no es simple sino que comprende un segundo elemento por el que somos corruptibles, de modo que cuando alguno de estos elementos actúa solo, esto resulta antinatural para la otra naturaleza; y cuando hay equilibrio en la acción de ambos, lo que se hace no parece ni doloroso ni placentero. Si la naturaleza fuese simple, la misma acción seria siempre la más placentera (por eso Dios goza de un único y simple deleite por toda la eternidad, porque no sólo existe el acto del movimiento sino también el de la inmovilidad, y el placer reside más en la segunda que en el primero). Si, según el poeta (21), dulce es el cambio de todo, es a causa de una clase de perversión, pues así como el hombre malo cambia fácilmente, así también la naturaleza que necesita del cambio es mala, pues la naturaleza no es simple ni perfecta.

Así hemos tratado de la continencia y la incontinencia, del placer y del dolor, de qué es cada una de esas cosas, y cómo unas son buenas y otras malas. Ahora resta hablar de la amistad.


NOTAS

(1) Iliada, XXIV, 258.

(2) Pral., 352 B.

(3) II, 895-916.

(4) Parece ser una alusión general a su dogmática arrogancia.

(5) Además del poema De la naturaleza, Empédocles escribió otro titulado Purificaciones, en que exhortaba a los agrigentinos a la vida virtuosa.

(6) Así leyeron los antiguos, como Miguel de Éfeso, y entre los modernos: Grant, Bumet, Ross y Rackham. Stewart, sin embargo, cree que lo único que quiso decir Aristóteles es que la definición de hombre vencedor seria algo distinta de la de hombre.

(7) Al declarar a sus hijos más hermosos que otros de sangre divina.

(8) No se sabe si se trata de un rey del Ponto que invocaba a su padre como si fuese un dios, o de un personaje más o menos real que se suicidó de pesar a la muerte de su padre.

(9) Después se dice que es posible que se trate del mismo tirano que hacia perecer a sus víctimas echándolas dentro de un toro de bronce incandescente.

(10) Willamowitz lo atribuye a Safo.

(11) Ilíada, XIV, 214, 217.

(12) Retórico y poeta trágico que desertó de Isócrates para seguir a Aristóteles. En su tragedia, Filoctetes soporta largo tiempo el dolor antes de pedir que le corten la mano.

(13) Que se privó de la vida por no poder soportar la violación de su hija.

(14) Posiblemente un músico de la corte de Alejandro.

(15) Molicie, afeminamiento o inversión sexual, en castigo, según Herodoto, de haber robado un rey escita el santuario de Afrodita Urania; pero según Hipócrates, de tanto andar a caballo. La mayoría de las veces, sin embargo, no significa (lux - l.cixtu) inversión sexual, sino simplemente molicie o afeminamiento en su sentido más general, y así hay que entenderlo en los demás pasajes del texto y la traducción. Cuando, como en el capitulo V, se refiere Aristóteles a la homosexualidad, se sirve de expresiones que no dejan lugar a la menor duda.

(16) Es una de las tragedias más hermosas de Sófocles y acaso la más profunda y pQr los conflictos éticos que plantea. Odiseo, tipo de intelectual amoral y maquiavélico, persuade por un instante a Neoptolemo a que engañe a Filoctetes, presentándole este acto como necesario a la victoria sobre Troya¡ pero no tarda Neoptolemo en volver a su rectitud habitual.

(17) Poeta cómico de Rodas.

(18) Parece que existieron dos poetas elegiacos o gnómicos del mismo nombre, y ambos nativos de Paros.

(19) Según esta etimología, por lo demás no muy averiguada, uo-u-rd vendría de -rootsm o de 18- E8o =ES.

(20) Hesiodo: Op., 763.

(21) EUrípides: Orestes, 234.

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