Índice de Ética nicomaquea de AristótelesLibro QuintoLibro SéptimoBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEXTO

De las virtudes intelectuales



I

Puesto que hemos afirmado que es necesario elegir el término medio, y no el exceso ni el defecto, y que el término medio es conforme lo que dicta la recta razón, ahora examinaremos este último concepto.

En todos los modos de ser que hemos mencionado, así como en los demás, hay un fin hacia el que se orienta el que se guía por la razón para extremar su esfuerzo; y hay, también, cierta norma de las posiciones intermedias que hemos dicho se encuentra entre el exceso y el defecto y ser según la recta razón. Pero este enunciado, aunque verdadero, no es totalmente claro. Porque también en las otras actividades que pueden ser objeto de ciencia puede decirse que no hay que esforzarse ni descansar de más ni de menos, sino lo que esté en el medio y a la recta razón. Pero quien sólo tenga esta norma no sabrá más por ello; como no sabrá cuáles medicamentos aplicar a su organismo si se le dice que todos los que ordena y posee el arte médica. Por ende, en relación con los hábitos del alma, es necesario no sólo que la fórmula general sea verdadera sino que quede establecido qué es la razón y cuál es su última norma.

Habiendo dividido las virtudes del alma al decir que unas pertenecen al carácter y otras a la inteligencia, así como discutido acerca de las virtudes del carácter o virtudes morales, hablaremos ahora de las restantes como se verá; pero antes hemos de decir unas palabras sobre el alma.

Como hemos dicho con anterioridad, hay una parte del alma dotada de razón y otra que es irracional. En la primera hagamos ahora una división semejante, y demos por sentado que hay dos partes dotadas de razón: una con la cual contemplamos aquello cuyos principios no admiten ser distintos; otra con la cual contemplamos las cosas que sí lo admiten. Porque para cosas diferentes, la parte del alma adaptada a cada una de ellas también debe ser diferente, puesto que el conocimiento tiene lugar en esas partes con motivo de ciertos parecido y afinidad de cada una con sus objetos. Denominemos a una de estas partes científica y a la otra calculadora, porque deliberar y calcular son aquí lo mismo, ya que nadie delibera sobre cosas que no admiten ser de otro modo. Así, entonces, la parte calculadora es un elemento de la parte del alma donde reside la razón.

Debemos ahora intentar comprender cuál es el mejor hábito para cada una de estas partes, porque él será la virtud de ambas.


II

La virtud de una cosa es relativa a la obra que le es propia. En el alma hay tres cosas que guían la acción y la verdad: la sensación, el entendimiento y la tendencia o apetito. De entre éstas, la sensación no es principio de ninguna acción moral; una prueba de esto es que las bestias tienen sensaciones, pero no participan de la acción moral.

La prosecución y la fuga son al deseo lo que la afirmación y la negación en el pensamiento. Siendo la virtud moral un hábito producto de elección, y la elección un deseo deliberado, es necesario por estos motivos que la razón sea verdadera y la tendencia recta, si es que la elección ha de ser buena y que las mismas cosas ha de aprobar la razón y perseguir el deseo.

Ahora bien, esta clase de pensamiento y de verdad son de carácter práctico, porque, del mismo modo como en el pensamiento teorético (que no es práctico ni productivo) su estado bueno o malo son respectivamente la verdad y la falsedad (función de todo lo que es intelectual), así, por lo contrario, el buen estado de la parte que es práctica e intelectual consiste en la verdad concordante con el recto deseo. La elección es el principio de la acción, y por éste entendemos la causa eficiente de la que procede el movimiento, no la final; y el principio de la elección es el deseo y el raciocinio por causa de algo. Por esto no puede haber elección sin entendimiento y pensamiento, como tampoco sin un hábito moral. Al igual que la de su contrario, la práctica del bien no se da en la esfera práctica sin pensamiento y sin carácter.

Nada mueve el pensamiento por sí mismo, sino sólo el pensamiento dirigido hacia un fin y que es práctico. Este es también el principio del pensamiento productivo, porque todo el que hace algo lo hace con algún fin, aunque el producto en sí no sea un fin absoluto sino sólo un fin en una relación particular y de una operación concreta. En cambio, el acto moral es un fin en sí mismo, porque la buena acción es un fin, y a este fin tiende el deseo. De este modo, entonces, la elección es inteligencia deseosa o deseo intelectual, y un principio parecido es el hombre.

Nada que haya sucedido es objeto de elección; por ejemplo, nadie elige que Troya haya sido saqueada. La causa de esto es que no puede de1iberarse sobre lo pasado sino sólo sobre lo futuro y contingente, porque lo pasado no pudo no haber sucedido. Bien dijo, pues, Agatón: De esto tan sólo está privado a un Dios: El hacer que no haya sido lo que una vez fue hecho (1). Por lo tanto, la verdad es producto de las dos partes intelectuales del alma; y los hábitos que le posibilitan a cada una de ellas alcanzar la verdad serán para ambas sus virtudes.


III

Empecemos desde el principio, tratando estas virtudes desde su origen. Primero establezcamos que son cinco las virtudes por las cuales, afirmando o negando, el alma alcanza la verdad: arte, ciencia, prudencia, sabiduría, intuición; en cambio, por la conjetura y la opinión es posible equivocarse.

Con lo que sigue quedará claro qué es la ciencia, si hemos de usar el término en su sentido exacto, sin dejarnos llevar por semejanzas. Todos damos por supuesto que lo que conocemos no puede ser de otro modo, porque las cosas que admiten ser de otra manera cuando están fuera de nuestra vista no nos permiten saber si son o no son. Así, lo que es objeto de ciencia necesariamente existe, y por esta razón es eterno, porque lo que es por necesidad absoluto es eterno, y las cosas eternas son inengendrables e incorruptibles. Además, toda ciencia puede ser enseñada, y todo lo que es objeto de ciencia puede ser aprendido. Toda enseñanza por su lado, parte de conocimientos anteriores (según decimos en los Analíticos) (2) enseñando unas veces por inducción, otras por silogismo. La inducción es el punto de partida incluso para el conocimiento de lo universal, mientras que el silogismo procede de proposiciones universales. Hay principios de los cuales procede el silogismo, pero que no pueden probarse por silogismo sino que tienen que serlo por inducción. Decimos entonces, a modo de conclusión, que la ciencia es un hábito demostrativo, con todos los demás caracteres definitorios que le atribuimos en los Analíticos (3). Cuando alguno tiene una convicción de cualquier modo y le son conocidos los principios, sabe científicamente; pero si los principios no le son mejor conocidos que la conclusión, tendrá ciencia sólo por accidente.

Sea esta nuestra explicación respecto de la ciencia.


IV

Parte de lo que puede ser de otro modo es dominio del hacer, otras del producir. La acción y la producción son cosas diferentes, y sobre ellas hemos expresado nuestra opinión en nuestros escritos en circulación (4). Así, el hábito práctico acompañado de razón es distinto del hábito productivo acompañado de razón, por lo que no se contienen uno al otro ni producir es hacer ni hacer, producir.

Como la arquitectura es un arte, y es además esencialmente un hábito productivo acompañado de razón, y no hay arte alguna que no sea un hábito productivo acompañado de razón. ni hábito alguno de esta especie que no sea un arte, resulta que son lo mismo el arte y el hábito productivo acompañado de razón verdadera.

El objeto de todo arte es hacer existir, es decir, que procura por medios técnicos y consideraciones teóricas que exista alguna de las cosas que admiten tanto ser como no ser, y cuyo principio está en el que produce y no en lo producido. Puesto que todas las artes tienen en sí mismas su principío, no hay arte de las cosas que son o vienen a ser por necesidad, ni de las que son o llegan a ser por naturaleza. Desde que la acción y la producción son cosas diferentes, forzosamente el arte se refiere a la producción y no a la acción. Y en cierto sentido son relativos a los mismos objetos el azar y el arte, como dice Agatón: El arte es amigo del azar, y el azar lo es del arte (5). Por consiguiente, y como hemos dejado establecido, el arte es cierto hábito productivo acompañado de razón verdadera. Su contrario, la inhabilidad artística, es un hábito productivo acompañado de razón falsa. Ambos se refieren a lo que admite ser de otro modo.


V

Respecto de la prudencia, podremos comprenderla considerando cuáles son las personas que llamamos prudentes.

Parece que lo propio del prudente es el poder deliberar acertadamente sobre las cosas buenas y convenientes para él, no de manera parcial, como cuáles son buenas para la salud o el vigor corporal, sino cuáles lo son para el bien vivir en general. Señal de esto es que llamamos prudentes en relación con determinada cosa a los que calculan bien lo conveniente a cierto objetivo que no es objeto del arte. Por lo que podría afirmarse en general que el prudente es el que sabe deliberar.

Pero nadie delibera sobre cosas que no pueden ser de otro modo, ni sobre las cosas que no puede él mismo hacer; por ende, la prudencia no podrá ser ni ciencia ni arte, puesto que la ciencia va acompañada de demostración, y que no hay demostración de cosas cuyos principios pueden ser de otra manera (puesto que todo en ellas puede ser de otra manera), y que, finalmente, no se puede deliberar sobre las cosas que son por necesidad. No podrá ser ciencia, porque lo que es materia de la acción puede ser de otra manera; tampoco arte, porque son de género distinto la acción y la producción, tanto porque la producción tiene Otro fin distinto de la misma operación, mientras que no lo tiene, ya que la misma buena acción es su fin. De modo que la prudencia no puede ser más que un hábito práctico verdadero, acompañado de razón, sobre lo que es bueno y malo para el hombre.

Por este motivo calificamos de prudentes a Pericles y a los que son como él, porque pueden percibir las cosas buenas para ellos y para los hombres; y consideramos que individuos semejantes son capaces de dirigir familias y ciudades. Y por esto en el nombre de la moderación signifiquemos que ella guarda la prudencia (6), porque es la moderación la que salva los juicios prácticos de la prudencia. Efectivamente, el placer y la pena no corrompen ni deforman todos los juicios (por ejemplo, si el triángulo tiene o no tiene sus ángulos iguales a dos rectos) sino sólo los juicios que atañen a la acción moral. Porque los principios de las acciones son el fin por el cual se ejecutan éstas; y al que está destruido por el placer o la pena el principio no le resulta manifiesto, ni percibe que por causa de éste debe preferir y actuar en todas circunstancias. Por esto decimos que el vicio es corruptor del principio.

De modo que la prudencia es por necesidad un hábito práctico verdadero, acompañado de razón, respecto de los bienes humanos. Y más: no hay una perfección de la prudencia, como si la hay una del arte. En el arte, además, es preferible el que voluntariamente se equivoca, mientras que en la prudencia es peor, así como en las virtudes. Por lo tanto, no cabe duda de que la prudencia no es un arte sino una virtud. Y siendo dos las partes racionales del alma, la prudencia podría ser la virtud de una de ellas, la que opina, ya que la opinión (como también la prudencia) tiene por objeto lo que puede ser distinto. Sin embargo, la prudencia no es sólo un hábito acompañado de razón, y una señal de esto es que puede olvidarse un hábito semejante, pero la prudencia no puede olvidarse.


VI

Siendo la ciencia conocimiento de las cosas universales y necesarias, y puesto que hay principios de las conclusiones demostrables y de toda ciencia, ya que la ciencia va acompañada de razón, resulta que del principio de lo que es objeto de la ciencia no puede haber ni ciencia ni arte ni prudencia (porque lo que es objeto de la ciencia es demostrable, mientras que el arte y la prudencia atañen a lo puede ser de otra manera) como tampoco sabiduría de esos principios, ya que es propio del sabio poder aportar algunas demostraciones.

Si, por lo tanto, la ciencia, la prudencia, la sabiduría y la intuición son los hábitos por los que conocemos la verdad y no nos equivocamos (sea acerca de las cosas invariables o aun de las variables), y si ninguno de los tres primeros puede alcanzar el conocimiento de los principios, entonces sólo resta que la intuición sea el hábito de éstos.


VII

Asignamos la sabiduría en las artes a los más consumados en cada una de ellas; por ejemplo, indicando que la sabiduría es la excelencia de un arte, decimos de Fidias que es un sabio escultor y de Policleto, un sabio estatuario. Sin embargo, a algunos los consideramos sabios en general, no parcialmente ni en algún otro aspecto especial, como lo dice Homero en el Margites (7):

No hicieron de él los dioses un experto
en cavar ni en arar la tierra,
ni sabio en otra cosa distinta
.

De modo que es evidente que la sabiduría es el más riguroso saber entre todos. Es necesario, por lo tanto, que el sabio no sólo conozca las conclusiones de los principios sino también la verdad acerca de éstos. Entonces la sabiduría será intuición y ciencia a la vez, como si fuese la ciencia capital de las cosas más honorables.

Sería absurdo considerar la ciencia política o la prudencia moral como el conocimiento más valioso, puesto que el hombre no es lo más excelente de lo que existe en el universo. Así como para los hombres y los peces lo sano y lo bueno son diferentes, y en cambio lo blanco y lo recto son siempre lo mismo, del mismo modo todos dirán que lo sabio es lo mismo y lo prudente es diverso, porque en cada género de seres se llama prudente el que sabe mirar bien las cosas que le atañen, y eso se le podrá confiar. Y por esto de ciertas bestias (como las que evidencian la facultad de prever las cosas concernientes a su vida) se dice que son prudentes.

También está claro la sabiduría no es lo mismo que la ciencia política, ya que si hubiera de llamarse sabiduría al saber de las cosas beneficiosas a cada uno, entonces existirían muchas sabidurías. No podría aplicarse una sola sabiduría a lo que es bueno para todos los vivientes sino que tendría que ser diferente para cada especie; como la medicina no es tampoco una para todos los seres. Tampoco incide en esto el argumento de que el hombre es el más perfecto de todos los vivientes, porque hay otras cosas que por su naturaleza son mucho más divinas que el hombre, siendo las más visibles de entre ellas los objetos que forman el cosmos. También queda claro, por lo que hemos dicho, que la sabiduría es ciencia e intuición de las cosas más honorables por naturaleza. Y por eso de Anaxágoras y Tales, y de los que son como ellos, no se dice que son prudentes sino que son sabios, porque, aunque nos damos cuenta de su ignorancia de las cosas que les son beneficiosa, reconocemos que saben de cosas que, aunque inútiles (ya que no son los bienes humanos lo que ellos buscan), son superiores, maravillosas, difíciles y divinas.

Por lo contrario, la prudencia tiene por objeto las cosas humanas y sobre las que puede haber deliberación, y por esto decimos que la función más propia del prudente es deliberar bien. Mas nadie delibera sobre las cosas que no pueden ser de otro modo o que no conducen fin alguno, un fin que sea, además, un bien obtenido por la acción. El hombre que delibera rectamente, absolutamente hablando, es el que, ajustándose a la razón, acierta en lo práctico y lo mejor. La prudencia no es tampoco sólo de lo universal sino que, porque se ordena a la acción, y la acción se refiere a las cosas particulares, debe conocer las circunstancias particulares: por eso algunos que no saben son más prácticos que los que saben. Si alguien supiese que las carnes ligeras son de fácil digestión y saludables, pero ignorase cuáles son las ligeras, no produciría la salud; si la produciría, en cambio, el que supiese que la carne de las aves es saludable. Por lo tanto, la prudencia es práctica; y en consecuencia es necesario tenerla en lo general y en lo particular, y más en esto último que en lo primero. Y también aquí debe haber una fundamentación.


VIII

Aunque la política y la prudencia son el mismo modo de ser, su esencia no es la misma. De la prudencia que se aplica a la ciudad, una, digamos arquitectónica, es la prudencia legisladora; la otra, concierne a los casos particulares, y recibe el nombre común de prudencia política. Ésta es práctica y deliberativa, porque el decreto es el último recurso al que debe recurrir el gobierno. Por eso sólo de los que descienden a la práctica se dice que son políticos, porque sólo ellos ejecutan acciones, como los obreros manuales.

La prudencia, entendida de ordinario como referida a uno mismo, o sea al individuo y a uno solo, acapara el nombre general de prudencia; pero en otros casos se le denomina economía, legislación o política, la cual es o deliberativa o judiciaria. Sin duda una de las formas del conocimiento (y muy diferente de las otras) es saber cada uno lo que a sí mismo atañe y conviene, y el que lo sabe es tenido en concepto de prudente. En cambio, de los políticos se piensa que son, unos intrigantes, por lo cual dice Eurípides:

¿Fue prudente lo que hice, cuando me fue posible,
contado entre la multitud del ejército, compartir en el ocio
la fortuna común?
En cuanto a los que aspiran muy alto y hacen mucho
... (8).

Los hombres buscan su propio bien, pensando que es esto lo conveniente; y de esta opinión viene que se considere prudentes a quienes sólo van tras su propio interés. Pero tal vez no sea posible para uno asegurar su propio bien sin interesarse por el bien de la familia y de la República. Porque cómo debe uno de administrar sus intereses es un asunto difícil y que debe considerarse en compañía de otros. La prueba de esto reside en el hecho de que dos jóvenes llegan a ser geómetras y matemáticos y sabios en estas materias; pero no hay uno, al parecer, que sea prudente. La razón de esto es que la prudencia tiene que ver con los hechos particulares que sólo por la experiencia pueden llegar a conocerse, y el joven no tiene experiencia, ya que ésta es resultado del paso del tiempo.

También se podría plantear por qué el adolescente puede convertirse en matemático, pero no en metafísico ni filósofo natural. ¿No será porque las matemáticas son por abstracción mientras que, en los otros casos, los principios están relacionados con la experiencia? ¿No es cierto acaso que, mientras que la esencia de los objetos matemáticos es clara para los jóvenes, en aquellas otras disciplinas no tienen opinión formada sino que repiten lo que escuchan? En la deliberación puede haber error ya sobre lo general, ya sobre lo particular, al afirmar, por ejemplo, que todas las aguas pesadas son malas o que ésta es pesada.

Es evidente que la prudencia no es la ciencia. La prudencia es de lo último, como queda dicho, pues el actuar se refiere a lo último. También a la intuición se opone a prudencia. La intuición lo es de los límites, de los cuales ya no puede darse razón, mientras que la prudencia es de lo último, de lo cual no hay conocimiento sino percepción sensible. Con todo, esta percepción no es la de cada sentido en especial sino otra análoga a la que nos hace percibir sensiblemente en matemáticas que esta última figura es un triángulo (pues también aquí hay un límite). Empero, esta última tiene más de percepción que de prudencia, la cual es una percepción de otro tipo.


IX

Es también necesario entender la naturaleza del buen consejo, es decir, si es conocimiento, opinión, buen tino o alguna otra clase de cosa.

Con seguridad que no es conocimiento, ya que los hombres no investigan lo que saben, mientras que el buen consejo es una forma de deliberación, y el que delibera investiga y calcula. Empero, investigar y deliberar son distintos, siendo la deliberación una forma especial de la investigación. Y tampoco es buen tino, puesto que esto es algo instantáneo y sin raciocinio, mientras que los que deliberan lo hacen por mucho tiempo; incluso existe un proverbio que dice que hay que deliberar lentamente y ejecutar con rapidez. También la vivacidad de espíritu es distinta del buen consejo, siendo aquélla una suerte de buen tino. El buen consejo tampoco es una opinión, mas como el que delibera mal yerra, mientras que el que delibera bien procede correctamente, es evidente que el buen consejo es una especie de rectitud, sólo que no es propia del conocimiento ni de la opinión: del conocimiento no hay rectitud, como tampoco error; de la opinión, la rectitud es la verdad; y al mismo tiempo todo lo que es objeto de opinión está ya determinado. Empero, como el buen consejo requiere de ejercicio del raciocinio, no resta sino que sea la rectitud del pensamiento que discurre, y que por eso todavía no es una afirmación. Por su parte la opinión no es una investigación sino que supone ya cierta afirmación, mientras que el que delibera (lo haga bien o mal), investiga algo y lo calcula. En suma, el buen consejo es una suerte de rectitud de la deliberación; por lo que corresponde aquí inquirir sobre todo qué es la deliberación y cuál es su objeto.

Siendo que la rectitud se entiende en muchos sentidos, es evidente que no es buen consejo cualquier rectitud. Usando el razonamiento, el incontinente y el malo podrán alcanzar el resultado que se propongan; y así, aunque deliberaron correctamente, de hecho habrán obtenido un gran mal. El buen consejo, en cambio, parece ser cierto bien; por lo tanto, debe ser aquella rectitud de la deliberación que es capaz de alcanzar un bien. Sin embargo, también se puede conseguir un bien con un falso razonamiento, y alcanzar lo que se debe hacer pero no por el procedimiento debido, sino empleando un término medio falso. De modo que no será buen consejo este en virtud del cual se obtiene lo que se debe, pero no por el camino debido.

Además, uno puede obtener el resultado debido después de haber deliberado mucho tiempo, y otro llegar a lo mismo con rapidez; por consiguiente, tampoco aquella será una buena deliberación, sino que la rectitud consiste en una conformidad con lo útil, tanto referida al fin como al modo y al tiempo. También se puede hablar de buen consejo en general o con relación a un fin particular; el primero es el que se orienta hacia el fin general, y el segundo, hacia un fin particular.

Por consiguiente, si deliberar bien es propio de los prudentes, el buen consejo será una rectitud del pensar conforme a lo conveniente en relación con un fin cuya aprehensión verdadera es la prudencia.


X

La comprensión y la penetración o perfecta comprensión, por las cuales llamamos a ciertos hombres inteligentes y penetrantes, no son cualidades idénticas al conocimiento en general ni a la opinión, pues si así fuese, todos serían inteligentes; ni tampoco son lo mismo que algunas de las ciencias en particular, como la medicina, que se refiere a la salud, o la geometría a las magnitudes. Efectivamente, la comprensión no se refiere a lo eterno e inmóvil, ni a lo que está sujeto a generación indistintamente, sino a aquéllas cosas sobre las que se pueden suscitar cuestiones y deliberar, es decir, lo mismo de que se ocupa la prudencia; sin embargo y con todo, comprensión y prudencia no son lo mismo. Mientras que la prudencia es normativa, pues su fin es determinar lo que debe hacerse o no, la comprensión (tomada aquí como sinónimo de penetración, y lo que decimos de los comprensivos se entiende también de los inteligentes) sólo juzga.

La comprensión tampoco consiste en tener o alcanzar la prudencia; antes bien, así como al aprender se le llama comprender cuando emplea la ciencia, igualmente la comprensión se aplica al ejercicio de la opinión al juzgar aquellas cosas que son objeto de la prudencia cuando las oímos de otro; es decir, juzgar rectamente, porque el recto juicio y la buena comprensión son lo mismo. Y en verdad la comprensión (según la cual llamamos a algunos inteligentes o de perfecta comprensión) ha derivado su nombre de la acepción que tiene en el aprendizaje científico, ya que con frecuencia llamamos comprender al aprender.


XI

La cualidad que podríamos llamar consideración, en virtud de la cual decimos de ciertos hombres que son considerados y que demuestran indulgencia, no es ni más ni menos que el recto juicio de lo equitativo. Evidencia de esto es que del hombre equitativo decimos que es más indulgente que todos, y entendemos la equidad como la indulgencia en determinadas circunstancias. Por consiguiente, la indulgencia es una correcta consideración que discierne lo equitativo; correcta, se entiende, con relación a la verdad. Como es lógico pensar, todos estos hábitos tienden a lo mismo. Cuando atribuimos a ciertas personas consideración, comprensión, prudencia e intuición, usamos estos términos creyendo que los mismos que tienen consideración e intuición bien ejercitadas son también prudentes y comprensivos, porque todas estas facultades se refieren a las últimas determinaciones de los actos y a los casos particulares. Cuando un individuo sabe juzgar en asuntos en que debe hacerla el prudente, se muestra comprensivo y considerado o indulgente, siendo que las acciones equitativas son comunes a todos los hombres de bien en sus relaciones con terceros. Por otra parte, todo lo que es del orden de la acción pertenece a lo particular y a lo último (todo lo cual es menester que el prudente lo conozca). Ahora bien, la comprensión y la consideración se refieren también a las cosas por hacer, que son las últimas. Y la intuición también atañe a lo último en ambas direcciones, porque tanto los primeros como los últimos términos se perciben por intuición y no por razonamiento; y del mismo modo como la intuición teorética aprehende los términos inmutables y primeros en las demostraciones, así también la intuición práctica aprehende en los razonamientos del obrar el término último y contingente que es aquí la premisa menor. Los hechos particulares son aquí los principios para alcanzar el fin, como también de lo particular se llega a lo universal, siendo necesario que se perciban los hechos particulares, y esto es la intuición.

Todo esto induce a pensar que estas facultades son un don natural, y que si nadie es sabio por naturaleza, sí en cambio parecen tener los hombres naturalmente consideración y comprensión e intuición; prueba de esto es que creemos que esas facultades acompañan a ciertas edades de la vida, es decir que tal edad lleva consigo intuición y consideración, como si la naturaleza fuese la causa de ello. (De esto que la intuición sea principio y fin, porque los mismos hechos son simultáneamente el origen y el objeto de las demostraciones.) Por todo esto, tanto como las proposiciones demostrables debemos observar las aseveraciones y opiniones indemostrables de los hombres experimentados y de los ancianos o prudentes, porque como tienen ojos de experiencia, ven correctamente.

Así queda dicho, por consiguiente, lo que son la prudencia y la sabiduría, y los objetos a que se aplican, así como que cada una es la virtud de una parte distinta del alma.


XII

Alguien puede preguntarse para qué son útiles estos hábitos, puesto que la sabiduría no contempla ninguna de las cosas que hacen feliz al hombre (pues no concierne al orden del devenir). La prudencia, en cambio, sí tiene este mérito; pero ¿para qué la necesitaríamos? Porque si la prudencia se relaciona con lo que es justo y bello y bueno para el hombre, cosas todas propias del hombre esforzado, no por conocerlas estaremos más dispuestos a la acción, si es cierto que las virtudes son hábitos. Y lo mismo pasa con el conocimiento de lo que es sano o saludable, términos que significan no lo que produce la salud y el vigor sino el resultado de tales disposiciones, que no por conocer el arte de la medicina o de la gimnasia seremos más capaces de actuar saludablemente. Y si, por otro lado, debemos decir que la prudencia es útil no para conocer las virtudes sino para hacemos virtuosos, incluso de ese modo la prudencia no será útil en absoluto ni a los que son virtuosos ni a los que no lo son, sin que haya diferencia a este respecto entre los que tengan prudencia y los que, sin tenerla, se dejen guiar por los que la tienen. En esto debe bastamos con actuar como lo hacemos en lo concerniente a la salud, que no estudiamos medicina por desear estar sanos. A lo cual se suma el absurdo de que la prudencia, siendo inferior a la sabiduría, dominase a ésta, desde el momento en que la facultad que produce una cosa tiene dominio y manda sobre ella. Esto es lo que debemos discutir, habiendo hasta ahora apenas planteado los problemas.

En primer lugar debemos decir que la prudencia y la sabiduría por sí mismas son necesariamente deseables, puesto que cada una es virtud de una de las dos partes del alma racional, y esto incluso si ninguna de ellas causara efecto alguno. Pero es que, además, lo causan, no como el arte de la medicina produce la salud sino en el sentido en que la salud misma es causa de una actividad saludable; así como la sabiduría produce la felicidad, porque, por ser una parte de la virtud total, hace al hombre dichoso por su hábito y por su acto. Además, sólo en conformidad con la prudencia y la virtud moral se consuma adecuadamente la acción del hombre, porque la virtud propone el fin recto y la prudencia los medios conducentes. (De la cuarta parte del alma, la parte nutritiva, no hay virtud parecida, porque no depende de ella en absoluto actuar o no).

Respecto de que por la prudencia no estemos más proclives a hacer el bien y la justicia, debemos empezar un poco más arriba, partiendo de lo siguiente: así como decimos que algunos que realizan actos justos no son aún por ellos justos (como los que cumplen con las prescripciones legales, pero a su pesar o por ignorancia o por algún otro motivo y no por ellas mismas), por más que hagan lo que se debe y lo que debe hacer el hombre virtuoso, así también, para ser virtuoso, debe uno realizar cada acción con una determinada disposición, es decir, como resultado de una elección y en razón de las acciones mismas. Ahora bien, la virtud es por cierto causa de la elección recta; pero respecto de las cosas que deben naturalmente hacerse en función de la elección, esto ya no pertenece a la virtud sino a otra facultad. Y este punto amerita que nos detengamos para explicarlo con más claridad.

Hay una facultad que llamamos habilidad, y cuya índole es la de poder llevar a la práctica todos los medios conducentes al fin establecido, y así alcanzarlo. Si el fin es bueno, la habilidad será elogiable; si malo, será astucia; y así, tanto de los prudentes como de los astutos decimos que son hábiles. Ahora, la prudencia no es esta facultad, pero no se da sin ella. Y el hábito de prudencia no puede nacer en este ojo del alma sin virtud, como ya hemos dicho y es evidente, ya que los silogismos prácticos tienen su premisa mayor, por ejemplo: Puesto que tal es el fin Y el bien supremo ... (cualquiera que sea, ya que para el argumento podemos elegir el que queramos). Pero el bien supremo no aparece como bueno sino al hombre bueno, ya que la maldad altera el juicio y hace caer en equivocaciones respecto de los principios de la acción. Entonces, es patente que resulta imposible ser uno prudente sin ser bueno.


XIII

Una vez más, por consiguiente, debemos considerar la virtud, porque en relación con la habilidad es un caso muy parecido al de la prudencia; porque así como estas cualidades, sin ser idénticas, son semejantes, también la virtud natural es semejante a la virtud en sentido estricto.

Comúnmente se cree que cada tipo de carácter está en nosotros por naturaleza; y que directamente por nacimiento somos justos, templados y valientes y tenemos los demás hábitos. Pero con esto buscamos otra cosa, que es el bien propiamente dicho, y que esas virtudes congénitas vengan a pertenecernos de otra manera. Porque en los niños como en las bestias se encuentran también los hábitos naturales; pero sin inteligencia son claramente perjudiciales. Puede verse que en la esfera moral pasa lo mismo que a un hombre de poderosa constitución, que se mueve ciegamente y que por no ver resbala pesadamente. Mas si un hombre de buen natural alcanzare inteligencia habrá diferencia en su acción; y el hábito, permaneciendo tal, será entonces virtud propiamente dicha. Por consiguiente, así como hay dos formas, la habilidad y la prudencia, que determinan la facultad de opinar, así también en la parte moral hay dos formas: una, la virtud natural, otra, la virtud propiamente dicha, y ésta última sólo se alcanza con prudencia.

Éste es el motivo por el cual algunos aseveran que todas las virtudes son clases de la prudencia. Así Sócrates en parte indagaba con acierto y en parte se equivocaba. Erraba, por ejemplo, respecto de que todas las virtudes sean partes de la prudencia; pero al declarar que no se dan sin prudencia, estaba en lo cierto, como lo prueba el que todavía hoy los que definen la virtud, al decir que es un modo de ser y cuál es su objeto, agregan que es un hábito según la recta razón; y ésta es la que se conforma a la prudencia. Todos, entonces, parecen adivinar de algún modo que la virtud es un hábito regulado por la prudencia.

Pese a todo lo dicho, es necesario ampliar un poco en este concepto. Porque no es sólo que el hábito va de acuerdo a la recta razón sino que se acompaña también de la presencia de la recta razón, la que es virtud; y en estas materias la recta razón es la prudencia. En conclusión, Sócrates pensaba que las virtudes son razones o conceptos, tomándolas por formas del conocimiento científico, mientras que nosotros pensamos que toda virtud es un hábito acompañado de razón.

Es evidente por lo expuesto que sin prudencia es imposible ser hombre de bien, en el sentido más propio, ni tampoco, se puede ser prudente sin virtud moral. Y por esto mismo quedaría contestado el argumento que pretendiese demostrar que las virtudes están separadas entre sí. Si es posible aceptar que respecto de las virtudes naturales el mismo individuo no está por naturaleza bien dotado con relación a todas (de modo que pueda haber adquirido una cuando aún no ha alcanzado otra), pero esto no es posible respecto de las virtudes por las cuales se dice de un hombre que es simplemente bueno, ya que al estar presente la prudencia, que es una, estarán presentes simultáneamente las demás virtudes. Asimismo es evidente que aunque la prudencia no tuviese influencia sobre la conducta, la necesitaríamos por ser la virtud de una parte del alma; y también está claro que no habrá elección recta sin prudencia ni sin virtud, porque ésta propone el fin, y aquélla pone en acción los medios conducentes al fin. Sin embargo, la prudencia no tiene predominio sobre la sabiduría ni sobre la parte superior del alma, como tampoco la medicina es superior a la salud: el arte médica, en efecto, no se sirve de la salud, sino que considera cómo alcanzada; y sus preceptos, por tanto, aunque la salud es su causa, no están orientados a la salud misma. Sería como decir que la política manda sobre los dioses, porque ordena sobre todo lo que ha de hacerse en la ciudad.


NOTAS

(1) Se trata al parecer de una sentencia gnómica muy popular que se encuentra también en Pindaro, Simónides y Sófocles.

(2) Anal. post., 1, 71 a.

(3) Ibid, 71 b.

(4) Véase nota 3 del Libro 1.

(5) Fr. 6, Nauck.

(6) Aristóteles deriva (vocablos griegos que nos resulta imposible reproducir). Correcta o no la etimología, es evidente la conexión fáctica entre prudencia y templanza.

(7) Fr. 2, Allen.

(8) Fragmento del Filoctetes, tragedia perdida de Euripides. El sentido parece ser el siguiente: Fue una insensatez haberme entrometido por ambición en los negocios públicos, cuando pude pasar tan bien la vida ocupándome de mis asuntos como una unidad oscura de la multitud.

Índice de Ética nicomaquea de AristótelesLibro QuintoLibro SéptimoBiblioteca Virtual Antorcha