Índice de Ética nicomaquea de AristótelesLibro TerceroLibro QuintoBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO CUARTO

De las virtudes morales en particular



I

Ahora hablaremos de la liberalidad, la cual parece ser el término medio con relación a los bienes económicos. En efecto, no recibe elogios quien es liberal en asuntos bélicos o en aquellas cosas por las que se alaba al hombre moderado, ni tampoco en las relacionadas con la judicatura, sino sólo en lo que tiene que ver con dar y recibir riquezas (y más respecto de lo primero que de lo segundo); y por bienes económicos entendemos todo aquello cuyo valor se mide en dinero.

La prodigalidad y la avaricia son excesos y defectos en relación con estos bienes: atribuimos avaricia a los que se preocupan en demasía por las riquezas, mientras que la prodigalidad la relacionamos además con otros vicios, llamando en consecuencia pródigos a los incontinentes y a los que gastan en sus desenfrenos, razón por la cual parecen éstos ser los peores de los hombres, ya que reúnen muchos vicios. Pero la denominación de pródigo se aplica con más propiedad al que tiene un único vicio: dilapidar su patrimonio, puesto que pródigo o perdido es el que se arruina él solo; y esto es un especie de ruina de sí mismo, porque la vida depende de los bienes económicos, siendo este el sentido preciso en que entendemos el concepto de prodigalidad.

Podemos usar bien y mal los objetos que están para ser usados, y la riqueza es uno de estos bienes útiles. y quien mejor uso puede hacer de cada cosa es aquel que posee con respecto a ella la virtud apropiada; por lo tanto, se servirá mejor de la riqueza el que posea la virtud en lo concerniente al dinero, y este es el liberal.

Ahora bien, el uso de los bienes económicos consiste, aparentemente, en el gasto y la donación, mientras que su ganancia y conservación son más bien concernientes a su adquisición. Así, el dar a quienes se debe dar es más propio del liberal que recibir de quienes no conviene, o no hacerlo de donde sí. Efectivamente, lo propio de la virtud es hacer el bien antes que recibirlo, y practicar lo correcto más que dejar de hacer lo vergonzoso. Fácil se ve que el dar va acompañado del hacer bien y del hacer bellas acciones, en tanto que ser objeto del bien o no hacer cosas vergonzosas es concomitante con el recibir. Y la gratitud y la alabanza se deben al que da, no al que se abstiene de recibir. Porque más fácil es no tomar que dar, pareciendo los hombres más inclinados a no desprenderse de lo propio que de lo ajeno. Son los dadores, entonces, los que reciben la denominación de liberales, y mientras que los que se abstienen de tomar no son elogiados por su liberalidad, aunque sí por su justicia, los que reciben no son precisamente alabados por hacerlo. Quizá los liberales son, de entre los virtuosos, los que más se hacen amar, porque prestan servicios, y este servicio consiste en el dar.

Las acciones que se realizan según la virtud son honestas y se practican por honestidad. El liberal, entonces, dará por honestidad y con rectitud, a quien conviene y en la cantidad y oportunidad convenientes, cumpliendo con todas las demás condiciones que acompañan a la dádiva recta, y lo hará con placer o al menos sin pesar, porque el acto virtuoso es placentero o, en todo caso, nunca doloroso. En cambio, no es liberal, y merece otro nombre, aquel que da a quienes no conviene, o motivado no por honestidad sino por alguna otra causa; ni tampoco lo es el que da con tristeza, pues esto sería evidencia de algo impropio de un liberal: que prefiere las riquezas a la bella acción. El liberal, entonces, no recibirá aquello que provenga de origen inconveniente, pues tal percepción no seria digna de quien no venera las riquezas, ni tampoco podria ser pedigüeño, pues no es propio del bienhechor recibir beneficios con facilidad. Sólo aceptará aquellas dádivas de correcto origen, por ejemplo de sus propias posesiones, y esto no como algo noble sino como necesario, para tener qué dar, y no desperdiciará sus bienes, puesto que quiere con ellos ayudar a otros, ni dará sin fijarse a quién, para hacerlo a quien convenga, y en la cantidad y momento convenientes. Sin embargo, es muy propio del liberal excederse en la dádiva, y quedarse con lo menos, ya que lo caracteriza no anteponer la consideración de sí mismo.

La liberalidad se entiende en relación con la fortuna, puesto que no se funda en la cantidad de las dádivas sino en la disposición del dador, por lo que tanto más liberal es aquel que da menos cosas si las da en función de sus menores recursos. Y más liberales parecen ser los que han heredado su fortuna en vez de adquirirla por sí mismos, porque no conocen la necesidad y además porque es más difícil desprenderse de lo propio, como les sucede respecto de sus hijos a los padres y de sus obras a los artistas. Por otra parte, es difícil para el liberal incrementar su fortuna, porque no sabe ni recibir ni atesorar, sino que todo lo dona, y no valora las riquezas por sí mismas sino en cuanto puede repartirlas. De ahí que se suela reprochar a la fortuna el que los que más lo merecen sean los que menos se enriquezcan, lo cual, por otro lado, es lógico, porque no es posible aumentar los recursos (ni otra cosa) sin esforzarse por ello.

Con todo, el liberal no cometerá inconveniencias en cuanto a quién, cuánto y cuándo dar, puesto que, si gasta lo que tiene en cosas indebidas, no podrá hacerla en las debidas, que es lo propio de la liberalidad. Ya hemos dicho que el liberal es el que gasta según sus recursos y en las cosas convenientes; si se excede no es liberal sino pródigo. Por eso no aplicamos este último término a los tiranos, ya que, por magnificentes que sean sus dones y gastos, la magnitud de sus riquezas no puede fácilmente ser excedida por éstos.

Entonces, si la liberalidad es el término medio entre el dar y el recibir bienes económicos, el liberal dará y gastará en las cosas que convenga y cuanto convenga, sean grandes o pequeñas, y lo hará con placer, a la vez que recibirá de donde convenga y en la cantidad conveniente. Siendo la virtud el término medio entre ambas acciones, el liberal tanto dará cOmo recibirá como convenga, porque si fuese de otro modo, la percepción se opondría a la donación. Y si donación y percepción se siguen con consecuencia, pueden coincidir en simultáneo en el mismo sujeto, lo cual evidentemente no podría suceder si no fueran concordantes. Y si el liberal consume sus recursos, le pesará, pero con moderación y de manera conveniente, ya que caracteriza a la virtud sacar placer y tristeza en las cosas y el modo correctos. Pues, en cuestiones de dinero, a todo se acomoda el liberal sin mayores aspavientos: porque su poco aprecio del dinero lo deja expuesto a sufrir injusticias, apenándolo más el no haber gastado en algo conveniente que habiéndolo hecho en algo no conveniente; y este proceder no satisface la opinión de Sinmónides (1).

El pródigo, por su parte, se equivoca en las mismas cosas: ni goza ni se apena en las cosas que conviene, ni lo hace de la manera conveniente. Esto se nos hará evidente más adelante en nuestra exposición.

Como dijimos antes, la prodigalidad y la avaricia son exceso y defecto en dos cosas: en el dar y en el recibir (incluyendo el gasto en el dar). En este sentido, la prodigalidad es tanto un exceso en el dar y no tomar, como un defecto en el recibir, mientras que, por lo contrario, la avaricia es un defecto en el dar y un exceso en el recibir, excepto en las pequeñas cosas. Ambas modalidades de la prodigalidad no suelen coincidir en el mismo sujeto: no es fácil que dé a todos quién de nadie recibe, porque pronto falta la hacienda a los particulares dadivosos si sólo éstos son tenidos por pródigos. De todas maneras, preferimos a un hombre de esta clase que al avaro, ya que la prodigalidad es fácilmente curable con el paso del tiempo y la disminución de los recursos, pudiendo así volver al término medio. Tiene, en efecto, los atributos del liberal (da y no recibe), sólo que no lo hace bien ni como conviene; mas si se acostumbra a hacerlo así, o cambia de alguna manera, devendrá liberal, y entonces dará a quien es debido dar y no recibirá de donde no es correcto recibir. Esto indicaría que no es el suyo un carácter vil, ya que excederse en el dar y no recibir es más propio de un insensato que de un malvado o un mal nacido. El que es pródigo de este modo parece preferible al avaro, no sólo por las razones que hemos expuesto sino también porque es útil a muchos, a diferencia del avaro, que a nadie sirve, ni siquiera a sí mismo.

Pero, como hemos dicho, la mayoría de los pródigos reciben de donde no conviene, y en este sentido son avaros. Hácense ávidos por la voluntad que tienen de gastar y la dificultad para hacerla, lo que pronto disminuye sus recursos hasta obligarlos a procurárselos de otra parte. Como, al mismo tiempo, no se preocupan por el decoro, toman sin escrúpulos y de todas partes, porque lo que desean es dar, y no les importa cómo o de dónde. y tampoco son liberales sus dádivas, que son deshonestas por tener motivos deshonestos y ser hechas de maneras inconvenientes; por ejemplo, a veces ayudan a enriquecerse a quienes convendría dejar en la pobreza, y nada dan, en cambio, a los que merecen recibir algo por sus costumbres moderadas; o dan en abundancia a aduladores o a los que les procuran algún otro placer. Así, la mayoría de ellos son desenfrenados: derrochan el dinero y son gastadores en sus vicios, no viven orientados hacia lo noble y se inclinan hacia los placeres.

Así se desbarranca el pródigo cuando le falta un educador. Pero si encuentra quién lo guíe, podrá llegar al término medio y a lo que es debido; en cambio, la avaricia es incurable, porque se incrementa con la vejez y la incapacidad. Por otra parte, la avaricia es más natural a los hombres que la prodigalidad, como lo demuestra el hecho de que existen más amigos del dinero que dadivosos. Además, la avaricia se extiende a muchas cosas y adopta múltiples formas. En efecto, consiste en dos cosas, en el defecto del dar y en el exceso del tomar, y no se da en su integridad en todos los casos sino que en ocasiones se divide; así, unos se exceden en el tomar, mientras que otros dan insuficientemente. A estos últimos suele denominárselos tacaños, agarrados, roñosos, mezquinos; todos ellos pecan por defecto en el dar, pero no codician lo ajeno ni quieren apropiárselo. Unos obran así por cierta honestidad o por precaverse de actos vergonzosos (algunos, en efecto, parecen o dicen ahorrar para no verse obligados por la necesidad a hacer algo vergonzoso, como el tendero que parte un grano de comino, y otros que se le asemejan; y son llamados así por su exageración en no dar nada). Otros, por su parte, se abstienen de lo ajeno por temor a que los otros tomen a su vez lo que es de ellos, contentándose, por consiguiente, con ni tomar ni dar. Y también hay otros que pecan por exceso en la percepción, tomando de dondequiera y cualquier cosa, incluso ejerciendo oficios impropios de hombres libres, como la alcahuetería y todos los de esa clase, o como los usureros que prestan pequeñas sumas con altos intereses. Todos éstos toman de donde no deben y más de lo debido, siéndoles común el lucro vergonzoso y el arrostrar la infamia por amor a la ganancia, aunque sea pequeña. No llamamos avaros a los que toman grandes cantidades de donde no deben, o que se apropian de lo que no deben, como los tiranos que saquean ciudades y templos, sino que los calificamos de malvados, impíos e injustos. En cambio, el jugador de dados, el ladrón y el salteador de caminos se cuentan entre los avaros por su sórdido afán de lucro, que los lleva a actuar sin que les importe la infamia, ya sea afrontando grandes peligros por el botín o aprovechándose de los amigos a quienes deberían dar. Unos y otros, queriendo obtener ganancias de donde no conviene, se sirven de medios viles que tienen carácter de avaricia.

Razón hay, pues, en decir que la avaricia o mezquindad es lo contrario de la liberalidad, ya que es un mal mayor que la prodigalidad, y los hombres pecan más por ella que por la dicha prodigalidad.

Y con esto terminamos con nuestra exposición sobre la liberalidad y los vicios que le son contrarios.


II

Este tema trae a colación el de la magnificencia, que deberemos tratar porque parece ser también una virtud relacionada con los bienes económicos. Empero, a diferencia de la liberalidad, no se extiende a todas las acciones que implican riquezas sino sólo a los gastos, en los cuales sobrepasa a aquella por la magnitud; tal como sugiere su nombre, es la magnificencia el dispendio acomodado a la grandeza. Ésta, sin embargo, es algo relativo: no gasta lo mismo el capitán de un trirreme que el jefe de una embajada. Es decir que la conveniencia del gasto es relativa a la persona, a las circunstancias y al objeto. Sin embargo, no se llama magnífico al que gasta en las cosas pequeñas o moderadas según requiere el casO, como el que dijo: Muchas veces he dado al vagabundo (2), sino el que gasta en cosas grandes. Así pues, el espléndido es liberal, pero el liberal no necesariamente es espléndido. La deficiencia de este hábito se llama mezquindad; el exceso, vulgaridad, falta de gusto y otros apelativos por el estilo. Todos son excesos no por la magnitud sino por el esplendor en circunstancias que no lo requieren y como no conviene; sobre ello volveremos más tarde.

El espléndido se parece al artista en cuanto a su capacidad para percibir las proporciones y gastar grandes sumas armoniosamente. En efecto, como al principio dijimos, el hábito se define por las actividades que lo constituyen y por los objetos a que se aplica. Siendo, pues, los gastos del espléndido grandes y proporcionados, también lo serán los resultados; y de este modo el gasto será grande y proporcionado a la obra. En consecuencia, ésta debe ser digna del gasto y el gasto digno de la obra, o aun excederla, y el espléndido gastará tales sumas por motivo del bien y de lo bello, que es motivo común a todas las virtudes. Además, las gastará con placer y soltura, porque el cálculo minucioso es algo mezquino, y su preocupación será porque la obra resulte hermosa y adecuada, más que por cuánto costará o cómo hacerla menos costosa. En este sentido, el magnificente será necesariamente liberal, porque como este gastará lo que convenga y en el modo conveniente. Pero lo magno del magnificente está en relación con el monto y la forma del dispendio (como si la magnificencia fuese una grandeza respecto de los mismos objetos sobre los que versa la liberalidad), y, así, con el mismo gasto hará una obra más magnífica, porque la excelencia de la posesión y la de la obra no son lo mismo. La posesión más valiosa es la que cuesta más, como el oro; pero la obra más valiosa es la que es grande y bella, porque su contemplación inspira admiración, y lo magnífico es admirable. Es decir que la excelencia de una obra, su magnificencia, pues, reside en su grandeza.

La magnificencia es atributo de los gastos que llamamos honrosos, como los relativos al culto divino (ofrendas votivas, templos, sacrificios) y a los que atañen a la religión en general, así como todos los que se hacen para servir a la comunidad; por ejemplo, cuando uno cree que debe equipar espléndidamente un coro o un trirreme, u ofrecer un banquete a la ciudad. Pero, como hemos dicho, en todos los casos debe también observarse al dispendioso, es decir a su persona y recursos, porque el gasto debe corresponderse con éstos, además de con la obra y con quien la realiza. Por esto, el pobre no puede ser magnífico, ya que no tiene recursos para gastar demasiado sin perder el decoro, y si lo intenta, peca de necedad, porque se comporta de manera indigna a su posición y a lo que es debido, y sólo lo hecho rectamente es virtuoso. Gastos tan grandes sólo corresponden a quienes disponen de recursos habidos previamente por herencia, esfuerzo propio o por sus relaciones, así como a los de alto linaje o reputación o cualidades, todas las cuales traen consigo grandeza y dignidad. El magnífico, entonces, es el que queda descrito, y la magnificencia consiste en tales gastos, por ser los mayores y más honrosos. De los gastos particulares tienen carácter de magnificencia los que se hacen una vez (como una boda o algo semejante) y los que interesan a toda la ciudad o a la gente importante; y también aquellos destinados a bienvenidas y despedidas de huéspedes, o a regalos y su correspondencia, porque el espléndido no gasta para sí mismo sino para la comunidad, y los dones a la República son parecidos a las ofrendas a los dioses.

Caracteriza al espléndido amueblar su casa en concordancia con su riqueza, porque la casa es también un ornato; y al gastar en esto, preferir objetos de calidad, que sean duraderos, ya que son además los más bellos, guardando en todo la conveniencia. No son apropiadas las mismas cosas para los dioses que para los hombres, ni las mismas en un templo que en un sepulcro. Cada gasto puede ser grande en su género, y aunque el gasto más magnífico es el que es grande en una gran ocasión, también puede ser grande en otras circunstancias. Por otra parte, la grandeza en la obra puede diferir de la grandeza en el gasto, y así la más bella pelota o el más bello frasquito son magníficos regalos a un niño, aunque su valor sea pequeño y despreciable; de lo que se sigue que lo propio del magnífico es hacer con magnificencia cualquier cosa que haga (proceder éste no fácilmente superable), y hacerlo de modo que la obra haga honor al gasto.

Tal es, pues, el espléndido. Y, como hemos dicho, el que se excede y es vulgar, se excede por gastar de modo contrario a lo conveniente. Así, gasta mucho y ostentosamente en cosas que requieren poco gasto, como, por ejemplo, cuando a los miembros de su club les ofrece un almuerzo con características de banquete nupcial; o cuando presenta un coro para una comedia haciéndolo entrar en escena vestido con paños de púrpura, como hacen los de Megara. Y todo esto lo hará no por nobleza sino para ostentar su riqueza, buscando ser admirado por esos despliegues. Su yerro es gastar poco en lo que amerita derroche y mucho en lo que se debe gastar poco. El mezquino, por su parte, peca por defecto en toda ocasión: y así, gasta las mayores sumas en pequeñeces, para luego echar a perder por una bagatela la belleza de la obra. Respecto de cualquier cosa que pueda hacer perderá el tiempo considerando como gastar lo menos posible, y todo esto lamentándose, convencido de que siempre hace más de lo que debe. Estas disposiciones son todas viciosas en sí mismas, aunque, por no ser nocivas al prójimo ni excesivamente indignas, no alcancen el carácter de oprobiosas.


III

La magnanimidad, como su nombre indica, parece aplicarse a las grandes cosas, por lo que trataremos de comprender de cuáles se trata, partiendo, indiferentemente, de considerar el hábito o el sujeto que lo posee.

El magnánimo parece ser el que, siéndolo, se juzga digno de grandes cosas, mientras que el que pretende lo mismo sin guardar proporción con su valor, es un insensato; ahora bien, de los que viven conforme a la virtud ninguno es insensato ni mentecato. El magnánimo es, entonces, el que hemos dicho. El que es digno de cosas pequeñas, y de ellas se juzga digno, es discreto, pero no magnánimo, porque la magnanimidad, como la hermosura, tiene relación con la grandeza: por eso los cuerpos pequeños son graciosos y bien proporcionados, pero no hermosos. El que se juzga digno de cosas grandes siendo en realidad indigno es el vanidoso, pero no es vanidoso todo el que aspira a mayores cosas de las que su dignidad le depara. El que cree merecer cosas menores de las que es digno (ya sean cosas grandes, medianas o aun pequeñas) es el pusilánime. Esto se muestra sobre todo en el que es digno de grandes cosas, porque ¿qué haría si no mereciese tanto? El magnánimo, entonces, es un extremo con respecto a la grandeza de su pretensión, pero está en el término medio en relación con su conveniencia, pues se juzga a sí mismo digno de lo que merece, mientras que el vanidoso y el pusilánime se exceden o quedan cortos.

Así, por lo tanto, si el magnánimo se cree digno de grandes cosas (siéndolo en verdad, y sobre todo de las mayores), podrá mostrarse tal en una cosa, más que en otra alguna. El merecimiento es relativo a los bienes exteriores, y el mayor es el que asignamos a los dioses, al cual, además, aspiran sobre todo los hombres más dignos y que es la recompensa a los actos más bellos: el honor, bien supremo entre todos los bienes exteriores. Y es en relación con los honores y deshonores que se reputa el magnánimo, lo cual no es necesario probar con razones, ya que es evidente desde que los grandes se juzgan a sí mismos dignos sobre todo de honor a causa de su dignidad.

El pusilánime se queda corto tanto en relación consigo mismo como con respecto a la pretensión del magnánimo. El vanidoso se excede en relación consigo mismo, pero no respecto del magnánimo.

Éste, puesto que es digno de los mayores bienes, tiene que ser el mejor, ya que al mejor es digno de cosas mayores, y el más perfecto es digno de las más grandes. Por lo tanto, es preciso que quien es verdaderamente magnánimo sea hombre de bien, e incluso bien podría ser que lo propio suyo fuese la grandeza en todas las virtudes. Y no le cabría al magnánimo huir del peligro alocadamente, ni el cometer injusticias, pues ¿por qué motivo podría cometer actos vergonzosos aquél que nada sobreestima? Por lo que, examinando todos estos aspectos, resalta la ridiculez de pensar a un hombre magnánimo que no sea al mismo tiempo hombre de bien, porque no sería digno de honor el ruin, siendo que el honor es el premio de la virtud, y se otorga a los buenos. De manera que la magnanimidad se muestra como cierto orden bello de las virtudes, pues las realza y no existe sin ellas, y siendo imposible ser magnánimo sin nobleza moral, por lo que es difícil serlo en verdad.

Hemos dejado establecido entonces que el magnánimo lo es sobre todo en relación con los honores y los deshonores; pero incluso de los grandes honores (y aunque provengan de hombres virtuosos) disfrutará con moderación, como quien recibe lo que le pertenece o menos de lo que le corresponde, ya que para la virtud perfecta no podría haber honor proporcionado. Igual los recibirá, porque es la cosa más grande que pueden dispensarle quienes se los tributan, mientras que despreciará absolutamente, por ser inferiores a su merecimiento, los honores ofrecidos por gente ordinaria o por cosas menudas. Conducta similar observará respecto de las afrentas, justamente por serle inaplicables a él.

Pero aunque la virtud del magnánimo se muestre sobre todo en los honores, como hemos dicho, también se conducirá con moderación en lo concerniente al dinero y el poder, y a la buena o mala fortuna, sea ésta como fuere, de modo que ni en la prosperidad se alegrará excesivamente, ni en la desgracia se apenará en demasía, puesto que no se conduce así ni siquiera con respecto al honor, que es el mayor de los bienes. Porque si los cargos públicos y la riqueza se desean por el honor que implican (al menos quienes poseen esas cosas quieren ser honrados por ellas), aquel que considera el honor poca cosa también considerará poco las demás cosas. Por eso los magnánimos parecen altaneros.

También parecen contribuir a la magnanimidad los dones de fortuna. Así, tanto los de linaje ilustre como los poderosos y los ricos son considerados dignos de honor, pues son superiores, y todo lo que en el bien es eminente es más digno de honor. Por esta razón, linaje, poder y riqueza hacen más magnánimos a quienes los poseen, ya que se los honra por ellos. Sin embargo, sólo el hombre de bien merece en verdad ser honrado, por más que quien posea ambas cosas, virtud y fortuna, sea más digno de honor. Lo injusto es que los que poseen esos bienes pero estén faltos de virtud se consideren dignos de grandes cosas y sean llamados magnánimos, ya que sin la virtud perfecta estas cosas no son realmente posibles. Y quienes sólo poseen esos bienes mas no virtud también son altaneros e insolentes, porque sin aquélla es difícil llevar con armonía los dones de la fortuna, y como son incapaces de llevarlos y se imaginan superiores a los demás, los desprecian y hacen lo que les da la gana. Así, parodian al magnánimo sin parecérsele, reproduciendo su desdén por los demás, pero sin imitar su conducta virtuosa. Porque el magnánimo desprecia con justicia, pues sus apreciaciones se fundan en la verdad; mientras que la mayoría desprecia al azar.

El magnánimo no se arroja al peligro por motivos fútiles ni lo ama, a causa de que pocas cosas estima; sin embargo, se expone a grandes peligros y cuando arriesga su vida lo hace sin mezquindad, ya que considera indigno vivir de cualquier manera.

Aunque es un hombre dispuesto a beneficiar a otros, el magnánimo se avergüenza de ser beneficiado, pues si aquello es propio del superior, esto último lo es del inferior. De manera que devuelve con exceso los beneficios recibidos, haciendo que el bienhechor original quede en deuda y en condiciones de ser beneficiado. Además, como el beneficiario es inferior al bienhechor y el magnánimo quiere ser superior, parece recordar mejor los bienes que ha otorgado que los que ha recibido, y oír con placer hablar de los primeros, y con desagrado de los segundos. Por esta razón Tetis (3) no menciona a Zeus los servicios que ella le brindó sino los que ha recibido, ni tampoco los lacedemonios hablan de los que hicieron a los atenienses (4).

Es también propio del magnánimo no precisar de nada o apenas, sino estar presto para ayudar; así como ser altivo con los altos en dignidad y prosperidad, y afable con los de mediana condición, porque es cosa difícil y excelsa superar a los primeros (ante los que darse importancia no cuadra mal a un hombre bien nacido), y fácil con respecto a los segundos (ante quienes darse aires de superioridad es una vulgar insolencia, tal como alardear de su fuerza con los débiles). Asimismo, el magnánimo evita ir hacia cosas que aprecia el resto, o donde otros tienen el primer rango; y también le es propio ser indolente y remiso respecto de aquello en lo que no hay en juego algún grande honor o empresa, por eso hace pocas cosas, y éstas han de ser grandes y notables. Es también una necesidad para él ser demostrativo en sus odios y en sus amistades, porque disimular sus sentimientos es característico del que tiene miedo. El magnánimo se preocupa más de la verdad que de la opinión, habla y actúa abiertamente, porque todo le importa poco, habla con franqueza y veracidad, excepto cuando ironiza, pues es irónico en su trato con el vulgo. Tampoco puede acomodar su vida a la de otro, a no ser que se trate de un amigo, pues otra cosa sería propia de un esclavo, y por eso todos los aduladores son serviles, y la gente baja es aduladora. El magnánimo no es dado a la admiración, porque nada es grande para él, ni tampoco rencoroso, porque no es propio de un alma grande conservar el recuerdo de todo, y menos si son ofensas, sino más bien desdeñarlas. No es murmurador: y porque no le va ni que lo elogien ni de que otros sean vituperados, no hablará ni de sí mismo ni de otro, y si no prodiga elogios, tampoco habla mal de los demás, ni siquiera de sus enemigos, salvo para injuriarlos. Nunca se lamenta o pide las cosas necesarias o menudas, actitudes impropias de un hombre serio, y se inclina a procurarse las cosas bellas e improductivas más bien que las fructuosas y útiles, por denotar esto suficiencia. Parece creerse que los movimientos del magnánimo deben ser lentos, su voz grave, su hablar reposado: puesto que por pocas cosas se afana, efectivamente no tiene apuro, y como nada tiene por grande, tampoco es vehemente, y la voz aguda y la velocidad vienen de lo contrario.

Así es, pues, el magnánimo; mientras que el que peca por defecto es pusilánime y el que por exceso, vanidoso. Puesto que no hacen el mal, estos hombres no aparentan ser malos sino más bien estar equivocados. El pusilánime, siendo digno de bienes, se priva de los bienes de que es digno, por lo que su vicio parece residir en no considerarse digno de esos bienes y desconocerse a sí mismo, dejando de aspirar a las cosas de que es digno, que son bienes reales. Los hombres de esta clase no son insensatos sino más bien retraídos, pero la opinión que de sí mismos tienen, de algún modo los vuelve moralmente peores, porque en vez de tender como es debido a lo que es proporcionado a su mérito, se apartan de las bellas acciones y empresas y de los bienes exteriores como si fuesen indignos de ellos. Por su parte, los vanidosos son unos necios que se desconocen a sí mismos, y todo esto es manifiesto: se meten en empresas honrosas como si fuesen dignos de ellas, y luego quedan mal. Se esmeran en su vestido, en su porte y en semejantes cosas; anhelan hacer públicos los dones que han recibido de la fortuna, y a ellos se refieren como si los hiciesen merecedores de ser honrados. Sin embargo, la pusilanimidad es más opuesta a la magnanimidad que la vanidad, ya que se da con más frecuencia y es peor.

La magnanimidad, pues, según lo que dicho aquí, tiene por materia los grandes honores.


IV

También, como hemos dicho al principio, parece existir en el ámbito del honor una virtud que, según lo que puede verse, mantiene con la magnanimidad más o menos la misma relación que la liberalidad con la magnificencia, ya que ambas, efectivamente, se apartan de lo grande y nos disponen como conviene respecto de las medianas y pequeñas cosas.

Así como en cuanto a dar y recibir bienes económicos hay término medio y exceso y defecto, también en el deseo de honores es posible el más y el menos de lo que conviene, y de dónde y cómo conviene. Criticamos al ambicioso porque aspira al honor más de lo debido o lo procura de donde no conviene; y al mismo tiempo censuramos al indiferente al honor porque ni por las bellas empresas desea que lo honren. Al revés, y como dijimos al principio, otras veces elogiamos al ambicioso por juzgado viril y amante de lo bello, y al indiferente al honor, por moderado y discreto. Pero es evidente que la expresión aficionado a tal o cual cosa tiene varios sentidos, y no aplicamos el término ambición o afición al honor siempre a lo mismo: cuando alabamos la cualidad pensamos en el hombre que ama el honor más que la mayoría, y cuando la censuramos, en el que lo ama más de lo conveniente. Y como el término medio es anónimo, parece como si los extremos litigasen sobre un lugar abandonado. Pero también en las cosas en que hay exceso y defecto existe un término medio. Ahora bien, los hombres desean el honor más de lo que conviene y menos; por lo tanto, deben también poder deseado como conviene; y esta disposición, pese a no tener nombre para ella, es digna de elogio por ser el término medio en el honor. Este término medio parece, comparado con la ambición, indiferente al honor, y comparado con la indiferencia al honor, ambición; y con respecto a ambos extremos, parece ser ya uno, ya otro.

Lo mismo parece ocurrir también respecto de las otras virtudes; pero en este caso los extremos sólo parecen oponerse, porque el término medio ha recibido nombre.


V

La mansedumbre es un término medio respecto de la pasión de la ira. Como el término medio no tiene nombre -y lo mismo se puede decir también de los extremos- atribuimos la mansedumbre al medio, aunque en rigor de verdad se inclina hacia el defecto, que tampoco tiene nombre. El exceso podría llamarse irascibilidad, puesto que la pasión es la ira, y sus causas son muchas y diversas. El que se encoleriza en razón de las cosas que debe y contra quienes es debido, del modo conveniente y en la ocasión y por el tiempo que conviene, es digno de alabanza, y como la mansedumbre es laudable, puede ser considerado manso. El hombre manso tiende a no turbarse ni a dejarse llevar por la pasión, pero se llena de ira respecto de las cosas y por el tiempo razonables, y si se equivoca, es más bien por defecto, porque no es vengativo sino más bien indulgente. El defecto, empero, llámeselo apatía o de otro modo, es censurado. Los que no se indignan por lo que deberían, así como los que no se enojan como deben ni cuando deben ni con quien deben, aparentan estupidez, ya que no dan muestras de sentir o afligirse; y al no irritarse, no están en disposición de defenderse. Y esto de dejarse avergonzar y asistir con indiferencia a la afrenta contra los suyos es propio de esclavos.

Por el otro lado, el exceso en esta pasión adopta todas las formas enunciadas: monta en cólera contra quien no se debe, o en cosas que no se debe, o en mayor medida o más rápido o por más término del que conviene. Claro que todas estas circunstancias no concurren en el mismo sujeto, ni podrían coexistir, ya que el mal cuando es total llega a ser insoportable y se destruye a sí mismo.

Veamos primero a los irascibles: se enojan con rapidez contra quien no deben, por cosas que no lo ameritan, y más de lo que conviene; pero pronto se calman (lo cual es quizá lo mejor que tienen), porque no contienen su cólera sino que la despliegan arrebatados por la violencia de su temperamento, se desquitan y luego se calman. En cambio, los coléricos en extremo siempre están prestos a enojarse, por cualquier cosa y en todo momento, lo que da fundamento al nombre que tienen. Por su parte, los amargados son difíciles de apaciguar y se enfurecen por largo tiempo, ya que su cólera no se disipa sino que más bien la guardan hasta que se vengan, pues sólo devolver el mal hace cesar la cólera, trocando pena por placer; hasta que esto no sucede, llevan un peso a cuestas. Pero como su sentimiento no es manifiesto, nadie puede exhortarlos; y lleva tiempo en cada uno digerir la ira. Estos hombres son los más molestos para sí mismos y sobre todo para sus seres queridos. Por último, llamamos difíciles a los que se enojan por cosas que no deben, o más de lo que conviene, o por demasiado tiempo, y que no se reconcilian sin venganza o castigo.

A la mansedumbre le oponemos en general el exceso, porque es más frecuente, siendo la venganza algo de lo más humano, y porque, además, los hombres intransigentes son peores como compañía que los apáticos.

Lo que hemos dicho antes se aclara más con lo que vamos diciendo: esto es, que no es fácil determinar cómo y contra quién, y en qué cosas, y por cuánto tiempo debemos enojarnos, ni hasta dónde se procederá en esto bien y cuándo se incurrirá en falta. Una transgresión ligera, ya sea en más o en menos, no es reprochable en sí, e incluso en ocasiones se elogia a los que pecan por defecto, y decimos de ellos que son mansos; en otras, por lo contrario, alabamos a los de temperamento difícil, calificándolos de muy viriles y capaces de mandar. Pero no es fácil conceptuar la medida y la modalidad de la transgresión merecedora de reproche, porque el criterio en estos casos depende de la particularidad del caso y de la sensibilidad. Lo que sí es evidente, al menos, es que el hábito medio es elogiable, porque nos sirve de referencia respecto de contra quién debemos enojamos, por qué y cómo es debido, y así en todo lo demás; y que tanto los excesos y los defectos son reprochables, poco si son en lo pequeño, más en lo mayor, y vehementemente si en lo mucho. Por lo que resulta evidente, entonces, que debemos atenemos al hábito medio.

Esto es lo que teníamos que decir sobre los hábitos relacionados con la ira.


VI

Existen personas que en materia de relaciones sociales (esto es, en la convivencia, la vida social, el intercambio de palabras y en los negocios) son tan complacientes que todo lo alaban y a nada se oponen, considerando una obligación mostrarse siempre bien dispuesto con todos. Por el contrario, otros a todo ponen objeción, sin importarIes si molestan a los demás, por lo que son llamados malhumorados y pendencieros.

No cabe duda de que estas disposiciones son censurables, ni tampoco de que el término medio sea laudable, ya que con referencia a él se aprueba y desaprueba lo que es debido y lo que no. No se le ha dado nombre especial a hábito, pero se parece sobre todo a la amistad, porque el hombre que tiene este modo de ser se parece al que entendemos designar cuando (sumando el elemento afectivo) hablamos de un buen amigo. Sin embargo, y en esto se diferencia de la amistad, esta disposición no necesariamente implica pasión o afecto hacia el hombre al que se refiere, porque no se basa en la aceptación debida de cada cosa sino en el carácter de éste. Lo mismo tratará a los conocidos que a los desconocidos, a próximos y a extraños, excepto en cuanto a tener en cada caso la actitud adecuada, pues no es correcto manifestar el mismo interés con los íntimos que con los extraños, sino que, como hemos dicho, tratará a todos como es debido, y en tanto refiera sus actos a lo noble y lo conveniente, no les causará penas. Siendo que atañe, aparentemente, a los placeres y penas en las relaciones sociales, siempre que a su juicio fuera deshonesto o perjudicial sumarse al placer, el hombre que tenga este modo de ser expresará su rechazo, aunque con ello apene a alguien; y lo mismo manifestará su desagrado y rechazará aquella acción que le parezca que va a descreditar o dañar a alguien, aceptando aquella contraria que sólo causaría un pequeño disgusto. Este hombre se comportará de diferente modo con las personas de consideración que con las ordinarias, con sus íntimos que con los que conoce menos, tratando a cada una como le corresponde; y aunque particularmente prefiera complacer que causar pena, no perderá de vista las consecuencias si éstas tienen que ver con la honestidad y la conveniencia, y no evitará los disgustos si por ese medio se asegurara un gran placer futuro. Estas son las características del hombre que ocupa el término medio, y que no ha recibido nombre especial.

De los que procuran complacer, el obsequioso es el que lo hace meramente por agradar, mientras que el adulador busca a cambio obtener dinero o aquellas cosas que se compran con éste. Y ya hemos dicho que el que respecto de todo se muestra disgustado y a todos molesta es el malhumorado y pendenciero. Que el término medio no tenga nombre especial hace parecer opuestos los extremos.


VII

El término medio se encuentra opuesto casi en lo mismo a la fanfarronería, que tampoco tiene nombre; por lo que no está de más examinar también estas disposiciones. Si tratamos cada caso en particular conoceremos mejor lo relativo al carácter moral; y si comprobamos que en todos las virtudes son posiciones intermedias terminaremos convenciéndonos definitivamente. Tras haber descrito las clases de personas que en las relaciones sociales tienen por objeto de su trato el agrado o la molestia, hablaremos ahora de los verdaderos y de los falsos, tanto en sus palabras como en sus actos y pretensiones.

El fanfarrón parece ser el que se atribuye una reputación que no se condice con su naturaleza, o que lo hace sólo en parte. Por lo contrario, el disimulador niega o desvaloriza las cualidades que posee efectivamente. En cambio, el que ocupa el término medio se presenta como es, verdadero en sus palabras y actos, reconociendo sus cualidades, sin exagerarlas ni disminuirlas. Detrás de estos casos puede esconderse un motivo o ninguno; pero cuando un hombre actúa sin ulterior motivo, lo que dice, lo que hace y cómo vive se corresponden con su carácter. Y como la mentira es en si misma vil y censurable, y la verdad es bella y elogiable, el hombre verdadero, que se ubica en el término medio, es digno de alabanza; y su contrario, el falso, sea fanfarrón o disimulado, es censurable, sobre todo el fanfarrón. Examinemos, entonces, cada caso "en particular, comenzando por el verdadero o veraz.

Por veraz no estamos entendiendo aquí al hombre que se maneja con la verdad en los contratos y en todo lo concerniente a la justicia y la injusticia (que son materia de otra virtud) sino del que, sin mediar interés alguno como los mencionados, se conduce con la verdad en sus dichos y en sus actos, por ser ese su modo de ser; lo que razonablemente puede ser considerado por hombre de bien. El amante de la verdad lo es tanto en cosas intrascendentes como, con mayor razón, en las cosas importantes, pues evitará la mentira como algo vergonzoso, una cosa que por sí mismo evitaba. Este hombre, sin duda digno de alabanza, se inclinará siempre, más bien, por atenuar la verdad, prefiriendo esto a caer en exageraciones, que son odiosas.

El que presume de lo que no tiene sin motivo ulterior, aunque es en cierto modo ruin (no se complacería en la mentira si no lo fuera), parece más vanidoso que malo. No sería del todo censurable si mintiera por algún motivo, del tipo de la gloria o el honor, como hace el fanfarrón; pero si miente por el dinero, o por lo que con dinero se compra, es más repugnante. (Porque no es uno fanfarrón porque tenga de qué jactarse sino porque miente; por el hábito que se tiene y por ser tal tipo de hombre. Igualmente es uno mentiroso por hallar placer en mentir o por deseos de gloria o de ganancia.) Por consiguiente, los que fanfarronean por ansia de gloria hacen por cosas laudables; y los que lo hacen por afán de lucro, fingen tener cualidades que pueden ser útiles a los demás, y cuya real carencia pueden disimular; lo que permite entender por qué la mayoría de los adivinos, sabios y médicos aparentan y alardean de esas cosas, ya que en esas ellas están las ventajas mencionadas.

Los disimuladores irónicos que minimizan sus propios méritos son considerados hombres de condición más agradable, porque no parecen hablar así para obtener alguna utilidad sino porque quieren evitar la ampulosidad; así, rechazan sobre todo la fama, como hacía Sócrates. Por su parte, los que aparentan carecer incluso de las cosas mínimas y manifiestas reciben el nombre de melindrosos, y son más despreciables; a veces parece arrogancia, como en el vestido de los lacedemonios, ya que tanto el excesivo esmero en el vestir como la extrema negligencia son formas de ostentación. Pero los que emplean la ironía con moderación y fingen que les faltan cosas que no están al alcance de todos ni son tan evidentes, nos parecen amables. Por consiguiente, y porque, de los dos extremos, es peor la fanfarronería que la disimulación, el fanfarrón parece oponerse más al veraz que al disimulador.


VIII

Puesto que en la vida hay un tiempo para el reposo, y dentro de los momentos de éste, también para el entretenimiento con diversión, aquí también se establecen relaciones en las que se debe saber decir y escuchar lo que es debido y de la manera conveniente, habiendo una diferencia según el tipo de personas a las que se habla o escucha. Obviamente, en estas cosas también puede haber exceso y defecto sólo que se aleje del término medio, llamándose a los que se exceden en lo risible bufones o groseros. Esta clase de persona tratan todo el tiempo de provocar risa, y les importa mucho esto y muy poco decir cosas decorosas o no molestar a quien es objeto de sus burlas. En cambio, los que no dicen cosas graciosas y se enfadan con quienes las dicen se muestran rústicos y ariscos. Por último, los que bromean de modo concertado son denominados ingeniosos o eutrapélicos, entendiendo con esta palabra que son ágiles mentalmente, lo que, en efecto, parecen ser movimientos del carácter; y a éste, como a los cuerpos, los juzgamos por sus movimientos. Siendo lo risible lo predominante y que la mayoría de los hombres disfruta más de lo que conviene de la broma y la burla, los bufones son considerados ingeniosos y graciosos; pero lo que hemos dicho antes deja en claro cuánto y en qué difieren.

El tacto en las relaciones sociales es una cualidad que también pertenece al término medio en esta materia. Caracteriza al hombre de tacto decir y escuchar lo que conviene a un hombre honesto y libre; porque hay cosas que le cuadra decir u oír a tal hombre, en un rato de diversión; pero la diversión del hombre libre no es la misma que la del esclavo ni la del hombre culto que la del inculto. Esta diferencia puede apreciarse entre las comedias antiguas, donde lo cómico era el lenguaje obsceno, y las nuevas, en las que más bien lo es la insinuación, lo cual es de no poca importancia desde el punto de vista del decoro. Entonces, ¿debemos definir al que sabe bromear como aquel que dice cosas que no son impropias de un hombre libre, o que no molestan (e incluso agradan) al oyente, o definir algo así es imposible, ya que cada uno tiene su propia percepción en cuanto a qué es detestable o agradable? Y como lo que este hombre oiga será del mismo género, porque en general lo mismo que uno acepta escuchar es lo que expresa en sus dichos, se abstendrá de hacer ciertas burlas, ya que éstas constituyen una especie de insulto, y los legisladores prohíben ciertos insultos (aunque quizá sería necesario que prohibiesen también ciertas burlas). Así, entonces, el hombre distinguido y libre se conducirá tal como si él fuese una ley para sí mismo.

De este modo es, entonces, el que guarda el término medio, llámesele hombre de tacto o discreto. En cambio, el bufón es el que se deja dominar por las burlas, no perdonando ni a sí mismo ni a los demás si quiere hacer reír, y diciendo cosas que el hombre distinguido jamás diría, y algunas, incluso, ni oírlas querría. El rústico, por su lado, es un inadaptado en esas reuniones, a las que nada aporta y con todos se molesta; más el reposo y la diversión parecen ser necesarios en la vida.

Hemos dejado establecido, entonces, que en la vida, en suma, los términos medios relativos a las palabras y las acciones son tres; que éstos difieren entre sí en que uno tiene por materia la verdad, y los otros lo placentero; y que de estos dos últimos, uno se manifiesta en las diversiones y el otro, en las otras modalidades de relación social.


IX

No es apropiado y, por ende, no se debe hablar de la vergüenza como si fuera una virtud, ya que tiene más de pasión que de hábito. Podría definírsela como cierto temor al desprestigio, el cual tiene efectos semejantes al miedo ante las cosas tremendas: por ejemplo, los vergonzosos se ruborizan; los que temen la muerte, palidecen. Ambos estados aparecen en cierto modo como fenómenos corporales, lo cual es más propio de la pasión que del hábito. La única edad en que esta emoción es conveniente es la juventud; efectivamente, creemos que los jóvenes deben ser vergonzosos, porque la vergüenza puede impedir muchos errores que se comenten cuando se vive dejándose llevar por la pasión. Por eso alabamos a los jóvenes pudorosos, pero no a los ancianos, ya que pensamos que un hombre mayor no debe hacer cosa alguna sobre la que pueda recaer el deshonor. La vergüenza, puesto que se origina en las acciones bajas e indebidas, tampoco es propia del hombre de bien. Y no importa el que algunas cosas sean vergonzosas sin duda, y otras estén sujetas a opinión; el caso es que ni unas ni otras deben hacerse para evitar tener razón para avergonzarse. La vergüenza es propia del vicioso, el cual es por su naturaleza capaz de cometer actos vergonzosos. Pero es absurdo pensar que por el hecho solo de avergonzarse por la comisión de esos actos uno se juzgue como un hombre de bien, pues la vergüenza acompaña los actos voluntarios, y el hombre de bien jamás cometerá actos vergonzosos. En hipótesis, la vergüenza podría ser algo bueno en el sentido de que, si alguien comete una acción censurable, se avergonzaría de él; pero las virtudes no son algo hipotético. Y aunque la imprudencia y el no tener vergüenza de haber cometido actos reprobables son cosas ruines, no por eso es virtuoso avergonzarse de realizar esas acciones. Igualmente, la continencia tampoco es una virtud pura sino una mezcla, como veremos más adelante. Ahora hablemos de la justicia.


NOTAS

(1) Parece tratarse de un avaro de la corte de Hierón de Siracusa, y que llamaba (vocablo griego que nos es imposible reproducir) a su vicio.

(2) Odisea, XVII, 420.

(3) Ilíada, 1, 503. En realidad Tetis sí aludió a sus servicios ante Zeus, aunque sólo en términos generales.

(4) Parece que los espartanos se comportaron así al solicitar de los atenienses ayuda contra los tebanos.

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