Índice de Ética nicomaquea de AristótelesLibro SegundoLibro CuartoBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO TERCERO

De la fortaleza y la templanza



I

Puesto que la virtud se refiere a las pasiones y a las acciones, y que sobre los actos voluntarios puede recaer alabanza o censura, mientras que sobre los involuntarios, por el contrario, cabe la indulgencia cuando no la compasión, parece necesario definir lo voluntario y lo involuntario; lo que no dejará de ser también útil a los legisladores para calcular los premios y los castigos.

lnvoluntarios nos parecen los actos hechos forzosamente o por ignorancia; es forzoso aquello cuyo principio es extrínseco, sin participación alguna por parte del agente o el paciente, como cuando somos arrastrados por el viento o por hombres que nos tienen en su poder. Es dudoso si deberán considerarse voluntarios o involuntarios los actos realizados por temor de mayores males o por una causa noble; por ejemplo, en el caso de que un tirano nos obligase a hacer algo deshonroso amenazando matar a nuestros padres o a nuestros hijos si no lo hacemos. Y lo mismo pasa con el cargamento arrojado al mar durante la tempestad: nadie en su sano juicio hace algo así por gusto sino si de ello depende su salvación y la de sus compañeros. Actos como los descritos, si bien podrían calificarse de mixtos, se parecen más bien a los voluntarios, puesto que constituyen la opción elegida en un momento dado, en el que se tiene en vista el fin de la acción. O sea que, para calificar a una acción de voluntaria o involuntaria, es importante considerar el momento en que se obra. Así, cuando un hombre actúa lo hace voluntariamente, puesto que en él reside el principio del movimiento de sus miembros (que son como instrumentos de su voluntad) y si el principio de tales acciones está en él, también lo estará el hacerlas o no. De modo que tales actos son voluntarios, aunque, en sentido absoluto sean involuntarios, pues nadie escogería realizarlos por sí mismos. Incluso, en aquellas ocasiones se soporta la deshonra o el dolor a cambio de grandes y bellas cosas, esos actos son alabados. Por lo contrario se censura como propio de miserables el cubrirse de oprobio por nada bello o por algo mezquino. Y aun habrá ocasiones que serán objeto, si no de elogio, cuando menos de indulgencia, como cuando alguien hace algo indebido bajo amenaza de males que están más allá de la humana capacidad de soportarlos. Sin embargo, hay cosas a las que uno no puede ser obligado, siendo preferible morir en medio de horribles padecimientos. ¿No son evidentemente ridículas las razones que obligan al Alcmeón (1) de Eurípides a cometer matricidio? A veces sin duda puede ser muy difícil discernir por qué se debe optar, y qué debe soportarse, y más difícil todavía mantener la decisión tomada, siendo que generalmente lo que nos espera es doloroso y lo que se nos impone deshonroso. Y es justamente en virtud de si cedimos o no a la violencia que nacen el elogio o la censura. Entonces, ¿qué actos deben llamarse forzados: aquellos cuya causa es extraña al agente (hasta el punto de que éste no interviene en absoluto) o aquellos otros, involuntarios en sí mismos, pero que son voluntarios porque en el momento de obrar son preferidos y su principio está en el agente? En realidad, estos actos se parecen más a los voluntarios, porque voluntaria es la determinación concreta de la acción, y no hay sino acciones concretas. Lo que no es fácil de definir, ahora, es qué cosas deben preferirse a otras, en razón de que en los casos particulares tienen lugar muchas diferencias.

Lo que no tiene basamento es decir que son forzados los actos placenteros u honestos, como si el placer y el bien (por sernos exteriores) nos coaccionaran, pues entonces todos los actos serían forzados, siendo que todos hacen todo cuanto hacen por placer o por el bien. La diferencia radica en que los que actúan forzados contra su voluntad lo hacen con pena, mientras que los que lo hacen a causa de lo agradable y lo honesto lo hacen con placer. En estos casos sería ridículo culpar a las circunstancias en vez de a nosotros mismos (que caemos fácilmente víctimas de ellas), con el objetivo de atribuirnos las buenas acciones, mientras que las malas, en cambio,las imputamos a la seducción del placer. Por consiguiente, forzado es sólo aquello cuyo principio es extrinseco, y donde el sujeto pasivo de la fuerza no participa para nada.

Es no voluntario todo lo que se hace por ignorancia; pero solamente es involuntario si produce dolor y arrepentimiento. El que ha actuado mal por ignorancia, pero no siente desagrado alguno por su acción, no ha hecho voluntariamente lo que no sabia, pero tampoco involuntariamente, puesto que no le pesó haberlo hecho. Entre los que actúan por ignorancia, resulta evidente que el que se arrepiente ha obrado involuntariamente, pero es distinto el caso del que no se arrepiente, del cual diremos sólo que no ha obrado voluntariamente, y por esta diferencia es mejor darle un nombre especial. Además, obrar por ignorancia y obrar con ignorancia no son lo mismo: el borracho o el colérico no parecen obrar por ignorancia sino por alguna de las causas mencionadas; pero tampoco lo hacen a sabiendas sino, con ignorancia. Pues todo hombre perverso ignora qué debe hacer y qué no; y por eso, precisamente, es que son todos los de esta clase injustos y malos en general. Porque del que no sabe lo que le conviene hacer no puede decirse que obra involuntariamente: la ignorancia en la elección no es causa de lo involuntario sino de todo lo contrario, de la perversidad; y tampoco lo es la ignorancia de lo universal, por la que con justicia se censura, sino sólo la ignorancia de las condiciones concretas, es decir, de las circunstancias de la acción y de los objetos afectados por ella. Aquí sí debe haber compasión o indulgencia, porque actúa involuntariamente el que lo hace ignorando alguno de esos extremos.

A lo mejor seria útil determinar esas circunstancias, cuáles y cuántas, quién obra y qué y respecto de qué cosa o persona, e incluso con qué instrumento, por qué causa (por ejemplo si lo hace para salvar la vida) y cómo, esto es, si lo hace con serenidad o con violencia. Nadie en sus cabales podría ignorar todas estas circunstancias, tomadas en conjunto, siendo evidente, sobre todo, que no puede ignorarse el agente, como no podría uno ignorarse a sí mismo. Mas es posible que un hombre ignore lo que está haciendo, como aquellos que dicen que al hablar se les escaparon ciertas palabras o que no sabían que era un secreto, como Esquilo con los misterios (2), o aquellos a los que, al querer demostrar cómo funciona una catapulta se les dispara el proyectil. Otro podría, como Mérope (3), considerar a su hijo como su enemigo, o creer que en la punta de una lanza puntiaguda está Roma, o que un pedrusco es piedra pómez, o que dando a otro una poción para salvarlo, lo mate, o que queriendo sólo tocar a un hombre, como se hace en el pugilato, lo desmaye de un golpe. En todos estos casos, dado que se pueden ignorar las circunstancias de la acción, parece actuar involuntariamente el que ignora alguna de ellas, sobre todo de las principales (considerando así a la naturaleza de la acción y su fin); pero para que, aludiendo a la mencionada ignorancia, pueda llamarse involuntaria a la acción, es necesario además que ésta nos provoque pesar y arrepentimiento.

Siendo, entonces, involuntario lo que se hace por la fuerza y la ignorancia, lo voluntario es, por oposición, aquello cuyo principio está en el agente que conoce las circunstancias concretas de la acción. En este sentido, no podrían llamarse involuntarios los actos realizados por causa del apetito irascible o del apetito concupiscente (4). De ser así, en primer término, ninguno de los demás seres vivos ni tampoco los niños obraría voluntariamente; además, ¿vamos a negar nuestra voluntad en todo cuanto hacemos por apetito concupiscible o irascible, y a decir que hacemos voluntariamente las buenas acciones y de modo involuntario las malas? Esta proposición será ridícula, pues unas y otras tienen la misma causa, y absurdo sería, por otra parte, llamar involuntarios a los actos que debemos anhelar. En efecto, respecto de ciertas cosas, debemos irritamos, y hay otras que debemos desear, como la salud y el saber. Además, puede verse que los actos involuntarios son penosos, mientras que los realizados con deseo resultan placenteros. Y por último, con respecto a su carácter de involuntarios, ¿qué diferencia hay entre los errores de cálculo y los causados por el coraje? Como sea que ambos deben evitarse, las pasiones irracionales parecen ser tan humanas como la razón; y por consiguiente, las acciones que proceden del apetito concupiscible o irascible también son acciones del hombre, por lo que no sería entonces razonable considerarlas involuntarias.


II

Ahora que hemos dejado establecido lo voluntario y lo involuntario, trataremos enseguida de lo que concierne a la preferencia volitiva o elección, ya que se nos presenta como lo más propio de la virtud, aquello que permite juzgar los caracteres más que los actos mismos.

Aunque es manifiestamente voluntaria, la elección no se identifica con lo voluntario, cuya extensión es mayor; así, los niños y los demás seres vivos participan de lo voluntario, pero no de la elección, y de los actos repentinos decimos que son voluntarios, pero no producto de una elección.

Tampoco aciertan quienes identifican la elección con el apetito sensitivo, concupiscible o irascible, o con la voluntad o con cierta clase de opinión. En primer lugar, no compartimos la elección con los seres irracionales, mientras que sí tenemos en común con ellos el apetito concupiscible y el irascible. luego, el hombre incontinente no actúa por elección sino por concupiscencia, a la inversa que el continente. Además, la concupiscencia es contraria a la elección, pero no lo es a sí misma. Y, finalmente, la concupiscencia tiene relación con lo placentero y lo penoso, mientras que la elección no se relaciona con ellos.

Tampoco podrá identificarse la elección con el apetito irascible, ya que de ningún modo los actos que éste origina se nos aparecen como producto de una elección; y ni siquiera es lo mismo que el deseo volitivo, aunque obviamente esté muy próximo a él. Efectivamente, la elección, no puede recaer sobre lo imposible (el que lo hiciere seria considerado demente), mientras que el deseo lo hace con frecuencia, como es el caso del deseo de no morir. Además, el deseo puede serlo de algo que el sujeto deseante jamás podría hacer, como cuando deseamos el triunfo de nuestro actor o atleta favorito; pero nadie hace recaer su elección sobre esas cosas sino sólo sobre las que cree que podrá hacer por sí mismo. En suma, el deseo se fija más que nada en el fin de la acción, mientras que la elección se concentra en los medios: deseamos estar sanos, pero elegimos los medios para tener salud. También deseamos ser felices, y lo decimos, pero no es absolutamente cierto que elegimos la felicidad. Resumiendo, la elección se hace sobre aquello que depende de nosotros.

No obstante todo lo dicho, tampoco podría ser la elección una opinión, porque ésta es extensiva a todas las cosas, sean eternas e imposibles o dependientes de nosotros. Además, las opiniones se clasifican por su verdad o falsedad, no por su bondad o malicia, mientras que la elección sí se distingue en estos términos. En general, entonces, nadie diría que la elección es igual que la opinión; mas tampoco podremos identificada con cierta clase de opinión: somos buenos o malos según elijamos el bien o el mal, y no porque opinemos un sentido u otro. Por un lado elegimos algo o le rehuimos, y por otro opinamos sobre qué es esa cosa o a quién beneficia o cómo; pero no podemos opinar sobre el acto de tomarla o dejarla. Además, se alaba a la elección por recaer sobre lo correcto más que por ser teóricamente correcta, mientras que la opinión es alabada por ser verdadera. Elegimos también lo que sabemos con certeza que es bueno, pero opinamos de aquello de cuya verdad no estamos seguros. Ni, por lo que parece, son siempre los mismos los que eligen lo mejor y los que mejor opinan sino que algunos opinan bien, pero por vicio eligen lo que no deben. No importa si la opinión precede o acompaña a la elección, porque no es este el objeto de nuestro estudio sino si la elección es lo mismo que cierta clase de opinión.

¿Qué es la elección, o cuál su naturaleza, si no es ninguna de las cosas que hemos dicho? Ya ha quedado establecido que es voluntaria, aunque no todo lo voluntario sea pasible de elección. ¿Es, entonces, lo que ha sido materia de una deliberación previa? Razón y comparación reflexiva acompañan, efectivamente, a la elección; y la palabra misma parece sugerir que la elección es tal porque es algo que escogemos con preferencia a otras cosas.


III

¿Deliberamos sobre todas las cosas y todo puede ser objeto de deliberación o existen algunas cosas sobre las que no es posible deliberación alguna? Es probable, debemos decirlo, que lo deliberable sea aquello sobre lo que podría deliberar un hombre razonable, y no un tonto o un loco. Nadie delibera sobre las cosas y verdades eternas (como el cosmos o la inconmensurabilidad de la diagonal y el lado de un cuadrado) ni sobre las cosas que están en movimiento, pero siempre según las mismas leyes, sea por necesidad, sea por su naturaleza o por otra causa, como los solsticios y los equinoccios; ni sobre las cosas que son ya de una manera ya de otra, como las sequías y las lluvias; ni sobre las casualidades, como el hallazgo de un tesoro. En efecto, ninguna de ellas podría hacerse por nuestra intervención.

Deliberamos, entonces, sobre las cosas que dependen de nosotros y que podemos hacer. De hecho son las que nos falta mencionar, como quiera que se consideran causas la naturaleza, la necesidad y el azar, junto con la inteligencia y todo cuanto depende del hombre. Pero no deliberamos sobre todas las cosas en general (ejemplo, los lacedemonios sobre cómo se gobernarán mejor los escitas) sino que cada individuo delibera sobre lo que él mismo puede hacer. No hay deliberación sobre los conocimientos que han alcanzado exactitud e independencia, como no dudamos de cómo escribir las letras del alfabeto. Sí deliberamos, en cambio, sobre todo lo que se hace mediante nuestra intervención, y no siempre de igual manera, como los problemas de medicina y de negocios, y más todavía respecto de la navegación (arte que no ha alcanzado tanta precisión) que de la gimnástica, y así con todo. Y deliberamos más en las artes que en las ciencias, porque tenemos mayores vacilaciones en relación con las primeras.

La deliberación es posible sobre las cosas que acontecen de cierta manera la mayoría de las veces, pero cuyo resultado no es claro, y respecto de aquellas cosas en que es indeterminado. Y cuando tenemos que decidir asuntos de importancia recurrimos a consejeros, porque desconfiamos de nuestro propio criterio. No deliberamos sobre los fines sino sobre los medios. El médico no somete a deliberación si curará, ni el orador si persuadirá, ni el político si legislará correctamente. Nadie, en materia alguna, delibera sobre el fin sino que, una vez que se lo ha propuesto, considera cómo y por cuáles medios alcanzarlo: si parece posible obtenerlo por muchos medios, se averigua cuál es más fácil y mejor; si no hay sino un sólo medio disponible, cómo se logrará mediante éste, y después el procedimiento para lograr este último, hasta llegar al primer factor causal, que es el último en el proceso de descubrimiento. El que así delibera investiga y analiza como pudiera hacerlo en una figura geométrica. Sin embargo, y evidentemente, no toda investigación es una deliberación (caso, por ejemplo, de las matemáticas), pero sí, en cambio, toda deliberación es una investigación. Y lo último en el análisis es lo primero en la génesis. Y si tropezamos con lo imposible, desistimos, como cuando no podemos conseguir los recursos que necesitamos; pero si es posible, actuamos. Son posibles las cosas que pueden hacerse por nuestra intervención, o incluso por la de nuestros amigos, que es como si las hiciésemos nosotros, ya que en nosotros está el principio de la acción. A veces, al practicar un arte, estudiamos los instrumentos, otras su uso; y en cualquier otro caso, de manera análoga, se investiga ora el medio, ora cómo usarlo o conseguirlo.

De lo que hemos dicho ha quedado establecido, entonces, que el hombre es el principio de sus actos; que delibera sobre lo que puede hacer, y que sus actos son causados por otras cosas. Además, que el fin no es deliberable, pero los medios sí; que tampoco se delibera sobre los datos de la percepción, como sí esto que tenemos delante es pan o si está bien cocido, ya que si todo fuera motivo de deliberación, sería cosa de nunca acabar.

Deliberación y elección tienen el mismo objeto, salvo que el de la elección ya esté determinado, puesto que lo decidido tras la deliberación es lo que se elige. Todo el que indaga cómo ha de actuar, deja de investigar cuando refiere a sí mismo el principio de la acción, y más precisamente a la parte directiva de nuestra alma, que es la que elige, lo cual puede observarse con nitidez en los antiguos regímenes políticos que Homero nos ha descrito, en los que los monarcas promulgan ante el pueblo las decisiones que han tomado.

Siendo lo elegible algo que está a nuestro alcance y que deseamos después de haber deliberado, entonces la elección podría ser el deseo deliberado de lo que depende de nosotros, toda vez que, cuando decidimos después de haber deliberado, deseamos algo conforme a la deliberación.

He aquí esquemáticamente descritos la elección, los objetos sobre los que ésta recae, y aquello que concierne a los medios.


IV

Hemos dicho que la voluntad mira al fin; pero este fin constituye para algunos, el bien real, y para otros el bien aparente. Para quienes dicen que el bien es el objeto de la voluntad, no será objeto de la voluntad lo que quiere el que no elige bien: si fuese querido, sería bueno; si es malo, es porque eligió mal. Al revés, para quienes dicen que el bien aparente es el objeto de la voluntad no habrá nada, sino sólo lo que parece bueno a cada uno, que pueda ser deseado por su naturaleza. A uno le parece bien una cosa y a otro otra; y puede pasar que así aparezcan incluso las cosas opuestas.

Como no resulta satisfactoria ninguna de ambas soluciones, es necesario afirmar que en absoluto y de acuerdo a la verdad, el bien es el objeto de la voluntad, pero que para cada Uno en particular el bien es lo que se le aparece como tal. Para el hombre bueno, será el verdadero bien; y para el malo cualquier cosa. Pasa lo mismo con los cuerpos: para los bien dispuestos, las cosas saludables verdaderamente lo son, mientras que para los enfermizos son otras cosas. ¿Y no sucede igual con las cosas amargas, las dulces, las calientes, las pesadas, y en particular con cada una de las otras?

Todas las cosas juzga rectamente el hombre bueno y en todas ellas se le muestra lo verdadero. Pues, para cada disposición particular, hay cosas concretas que son bellas y agradables, lo cual quizá es lo que diferencia de los demás al hombre bueno: en que capta lo verdadero en todas las cosas, como sí él mismo fuese su canon y medida. En cambio, el extravío de la mayoría se origina, presumiblemente, en el placer, que no siendo un bien, lo parece; y en consecuencia, eligen lo placentero como si fuera un bien y huyen del dolor como si de un mal se tratara.


V

Siendo el fin, entonces, el objeto de la voluntad, y los medios para alcanzar ese fin, objeto de deliberación y elección, entonces los actos por los que disponemos de dichos medios, realizados en concordancia con la elección, son voluntarios. Ahora, si el ejercicio de las virtudes concierne a los medios, en nuestro poder están tanto la virtud como el vicio, porque si podemos actuar, también podemos no hacerla, y donde está el no, también está el sí.

O sea que si en nosotros está el hacer lo correcto, también estará el no hacer lo que es vergonzoso; y si en nosotros está no hacer lo que es bueno, también estará en nosotros sí hacer lo que es vergonzoso. Pero si en nosotros está el realizar obras nobles o ruines, y también el no hacerlas, y en esto radica la diferencia esencial entre los buenos y los malos, entonces estará en nosotros el ser hombres de bien o perversos. Decir que nadie es malvado voluntariamente ni involuntariamente dichoso (5) parece ser a la vez falso y verdadero. En efecto, nadie es feliz involuntariamente, pero la maldad sí es algo voluntario; de no ser así, habría que dudar de las afirmaciones precedentes, y decir entonces que el hombre no es el principio generador de sus actos como lo es de sus hijos. Pero si esto parece evidente, y si no podemos remitir nuestras acciones a otros principios fuera de los qué están en nosotros mismos, entonces habrá que aceptar que dependen de nosotros y considerar dichas acciones como voluntarias.

De todo esto parece dar testimonio lo que hace cada particular y lo que hacen los legisladores, los cuales, en efecto, castigan y toman represalias de los que hacen el mal, a menos que lo hagan forzados o por ignorancia inimputable¡ y al revés, rinden honores a los que hacen el bien, como si buscasen estimular a éstos y contener a aquéllos. Mas nadie nos impele a hacer todas las cosas que ni están en nosotros ni son voluntarias, ya que convencernos de no sentir calor, frío, hambre o cualquiera cosa semejante no evitará que las padezcamos. E incluso sancionan los legisladores la ignorancia cuando el delincuente es responsable de su ignorancia¡ en este sentido, se castiga doblemente a los ebrios (6) porque el principio de sus actos radica en ellos, pudiendo no haberse embriagado, y esta acción fue la causa de su ignorancia, y también a los delincuentes que ignoran algún precepto legal que es obligatorio y fácil saber. Y del mismo modo en otros temas que se desconocen por negligencia, cuando de los culpables dependía no ignorarlas y podían haberse preocupado por saberlas.

Y aun si existiese un hombre que por su vida disoluta no se ocupe de lo debido, éste sería culpable de haber llegado a semejante estado, como son culpables de ser injustos o libertinos, los primeros, por cometer actos fraudulentos, y los otros, por pasarse la vida en parrandas o cosas semejantes¡ y esto en razón de que son las acciones particulares las que forman los caracteres correspondientes. Esto salta a la vista en el caso de quienes se entrenan habitual y continuamente en cualquier tipo de disciplina corporal. Sólo un insensato desconocería que los hábitos se crean a partir de la actividad desplegada con relación a cada clase de objetos. De manera que si alguien realiza acciones por las que se hará injusto, no ignorándolo, será entonces voluntariamente injusto. Pero decir que el que comete injusticia no quiere ser injusto, o que el que se entrega al libertinaje no quiere ser libertino, tiene la misma falta de racionalidad que sostener también que una vez que alguien se ha convertido en injusto no dejará de serlo, y que no llegará a ser justo porque lo desee, como el enfermo no puede, por sólo desearlo, recuperar la salud. Y si fuera el caso de que enfermó voluntariamente por haber vivido de manera poco moderada y sin hacerles caso a los médicos, en aquel tiempo en que todavía estaba en su poder no enfermarse, este poder desapareció después de que se hubiera abandonado. Ni tampoco el que la ha lanzado una piedra puede volver a tomarla, aunque en su mano estuvo tomarla o arrojarla, ya que el principio de la acción estaba en él. Lo mismo sucede con el injusto o con el libertino: en un principio estuvo en su poder el no ser así, es decir que si ahora lo son es producto de su voluntad, y ya no pueden dejar de serlo.

Tampoco debemos considerar a los vicios del alma como los únicos voluntarios, también lo son los del cuerpo en ciertos hombres, a quienes por ello censuramos. Nadie critica a los deformes por naturaleza, pero sí a quienes lo son por falta de ejercicio y por desidia, y lo mismo con relación a débiles o mutilados: nadie podría reprocharle su defecto a un ciego de nacimiento, o por enfermedad o por accidente sino que más bien lo compadecería; pero sí censuraría al que ha quedado ciego por abuso de alcohol u otro desenfreno. De manera que son censurables los vicios físicos que dependen de nosotros, pero no los que son independientes. O sea que, de ser esto así, en los otros casos también dependen de nosotros los vicios reprensibles.

Uno podría decir que todos aspiran al bien aparente pero que no dominan su imaginación sino cada uno tiene su propia concepción del fin, según su modo de ser. Ahora, si cada uno es, de un modo u otro, responsable de su modo de ser, entonces también lo será en su fantasía; porque, de no ser así, nadie sería responsable de su mala conducta, hecho el mal por ignorancia y creyendo que así se tendía hacia el mayor bien. La consecución del fin no sería entonces materia de libre elección sino que uno debería nacer con un órgano de percepción especial que le permitiera juzgar con rectitud y elegir el verdadero bien. Y el hombre que estuviera bien dotado por naturaleza de esto (el don más grande y noble, ya que no puede ni recibirse ni aprenderse sino que se nace con él), sería poseedor de la perfecta y verdadera excelencia de su disposición natural.

De ser verdad todo esto, ¿en qué sentido será más voluntaria la virtud que el vicio?

El fin es mostrado y establecido por la naturaleza, o de otro modo cualquiera, para el bueno y para el malo por igual, y uno y otro, actúen como lo hicieren, refieren todo lo demás al fin. Entonces, ya sea que el fin, sin importar cuál, no se presente naturalmente a cada uno sino que el agente lo determine en algo, o que se trate de un fin natural, el hecho de que los medios sean puestos en acción voluntariamente por el hombre bueno hace de la virtud algo voluntario. Por consiguiente, no será menos voluntario el vicio, puesto que en los actos también hay una parte reservada a la iniciativa del malo, aunque no hubiera alguna en el fin mismo. Si, como se afirma, las virtudes son voluntarias desde el momento en que somos por lo menos en algo responsables de nuestros hábitos, y el fin que nos proponemos se corresponde con lo que somos, entonces los vicios también serán voluntarios, porque igual pasa con respecto a ellos.

Hasta ahora hemos tratado en general y esquemáticamente de las virtudes en común, indicando su género (al decir que son términos medios y hábitos) (7), los actos en que se originan y los que ellas pueden, de acuerdo con su naturaleza, producir a su vez, según prescriba la recta razón; y, en fin, que las virtudes dependen de nosotros y que son voluntarias.

En cambio, los actos y los hábitos no son igualmente voluntarios. Si somos conscientes de los hechos particulares, dominamos a nuestros actos del principio al fin, mientras que a los hábitos sólo podemos controlarlos al principio, pero después ya no podemos distinguir cada incremento, tal como sucede con las dolencias; aun así, son voluntarios porque estaba en nosotros actuar en este o en aquel sentido.


VI

Ahora analizaremos cada virtud, cuáles son, a qué se aplican y cómo (lo cual nos dirá de paso cuántas son), empezando por la valentía. Ya hemos dejado establecido antes que la valentía es el término medio entre el miedo y la temeridad; por otra parte, también está claro que tememos las cosas temibles, y que éstas constituyen males, hablando en general, razón por la cual el miedo es definido como expectación del mal (8). Males como la infamia, la pobreza, la enfermedad, la privación de amigos y la muerte, son temidos por todos; e incluso el hombre reputado como valiente parece no serlo tanto respecto de ellos. Algunos de estos males son realmente dignos de temor (y temer lo digno de temerse es noble mientras que el no hacerlo es vergonzoso), como la infamia. El que teme a la infamia es hombre de honor y de vergüenza mientras que el que no la teme es un desvergonzado; que si alguno llamara valiente a este último, sería sólo en sentido metafórico, por el parecido que guarda con el valiente en el sentido de que ambos son hombres que no temen. Pero quizá la pobreza y la enfermedad no deberían causar temor, como nada que no tenga su origen en el vicio o en nosotros mismos. Pero ni así el que no tiene miedo de estas cosas es por eso valiente; sólo por analogía lo llamamos valiente, porque hay quienes se muestran cobardes en la batalla, pero son, por otra parte, liberales, y enfrentan con ánimo resuelto la pérdida de su fortuna. Tampoco es cobarde el que teme el perjuicio que puedan recibir su mujer o sus hijos, o la envidia de los demás o cosa parecida; ni, por lo contrario, es valiente el que se muestra con entereza cuando van a azotarlo.

Entonces, ¿respecto de qué cosas temibles será tal el valiente? ¿Acaso las mayores entre todas? Nadie hay más capaz que él para soportar los peores males. Y sin duda el más temible de todos los males es la muerte, porque es el final, y después de ella, para el muerto ya nada bueno ni malo hay.

Pese a esto, el valiente no es el que sabe afrontar la muerte en cualesquiera circunstancias, por ejemplo en el mar o en la enfermedad. ¿En cuáles, pues? Sin duda, en las más bellas, como las que se dan en la guerra, pues aquí son mas grandes y nobles los peligros, como lo confirman los honores que otorgan a los valientes en la batalla los gobiernos de las ciudades libres y las monarquías. Por lo tanto valiente en sentido sumo será llamado el hombre que no teme a la muerte noble ni a los peligros que la atraen, los cuales se presentan sobre todo en la guerra.

Porque si el valiente también enfrenta sin temor el mar y la enfermedad, no lo hace del mismo modo que los hombres de mar: en tanto que aquél desespera de su salvación y se indigna ante este género de muerte, éstos, gracias a su experiencia, continúan esperanzados hasta último momento. Y a esto podemos añadir que los hombres muestran valor en situaciones en que pueden valerse de sus fuerzas o en que es glorioso morir; condiciones éstas que no se cumplen en desastres semejantes.


VII

Lo temible no es para todos lo mismo. Y de ciertas cosas decimos que están por encima de las fuerzas humanas; cosas estas temibles para todo hombre sensato. Mas las cosas temibles a la medida del hombre, y así también las cosas que inspiran valor difieren en magnitud y grado.

El valiente es tan intrépido como puede serlo un hombre; incluso podrá temer cosas que no superan lo humano, pero las enfrentará como es debido y razonable, y por un motivo noble, porque ese es el fin de la virtud. Y en el temer tales males puede haber graduaciones, e inclusive puede temerse algo que no lo amerita. Así surgen errores, provenientes de que tememos lo que no hay que temer, o lo tememos de modo incorrecto, o cuando no hay por qué temer, o cosa análoga; y algo similar pasa con lo que nos inspira coraje. Valiente es el que enfrenta lo que debe, aunque le tema, y lo hace por un noble motivo, del modo y en el momento debidos, y es osado con los mismos requisitos, porque el valiente sufre y actúa dando a cada cosa el valor que tiene y de acuerdo con lo que ordena la razón. Así como el fin de cualquier actividad está de acuerdo con el hábito que le corresponde, lo mismo pasa en el valiente. Bella cosa es la valentía, por lo que bello será en consecuencia su fin, porque por el fin se definen todas las cosas. A causa del bien glorioso el valiente afronta y obra todo lo que la valentía exige.

Como ya hemos dicho antes, muchos hábitos no tienen nombre particular, y este es el caso de aquel, entre los que se exceden, que se excede en no temer. Si a nada temiera, así fuese un terremoto o las olas, como se dice de los celtas (9), podríamos llamarlo loco o insensible. El que se excede en audacia en relación con las cosas temibles, es temerario; a veces, incluso, puede parecer un fanfarrón con apariencia de valiente, ya que realmente quiere parecerse al valiente, y hasta lo imita en lo posible. Por eso la mayoría son unos cobardes jactanciosos, que, al mismo tiempo que ostentan su temeridad en situaciones que no la requieren, no saben enfrentar las cosas temibles. Es cobarde el que en el temer se excede; teme lo que no debe y de manera indebida, y le pertenecen todas las demás disposiciones viciosas concomitantes. También le falta coraje; pero es más notable por su excesivo temor ante una situación de dolor. El cobarde se desespera con facilidad, porque a todo le teme, mientras que el valiente, por lo contrario, no se desespera, ya que el coraje caracteriza al hombre esperanzado. Es decir que el cobarde, el temerario y el valiente se definen en relación con las mismas cosas, según se comporten a su respecto. Los primeros pecan por exceso y por defecto, en tanto que el último busca el término medio y lo correcto. Los temerarios se lanzan a los peligros voluntariamente, pero ceden ante ellos, a diferencia de los valientes, que se muestran serenos antes, para luego, en el momento de la acción, desplegar toda su energía.

Entonces, como hemos dicho, la valentía es el término medio entre las cosas que inspiran coraje o miedo, en las condiciones establecidas, cosas que el valiente afronta y sufre porque es noble hacerlo y vergonzoso rehuirlo. No es propio del valiente sino más bien del cobarde matarse para huir de la pobreza, las penas de amor o el dolor; es molicie huir de lo penoso y enfrentar la muerte por escapar del mal, y no porque sea noble hacerlo.


VIII

Más o menos esto, pues, es la valentía; pero suele aplicarse el término también a otras cinco especies secundarias. La primera es el valor cívico, que es lo más que parecido a la valentía propiamente dicha. A menudo, como se ve, los ciudadanos enfrentan los peligros para evitar las penas establecidas por las leyes y la vergüenza consiguiente a la cobardía, como también para obtener los honores otorgados a la valentía. Por esta causa los pueblos más valientes son aquellos en que los cobardes son deshonrados, y los valientes homenajeados. Así nos los pinta Homero, como a Diómedes y a Héctor, de los cuales dice el último: Polidamas el primero me cargará de oprobio (10); y Diómedes: Héctor dirá algún día, arengando a los troyanos: Por mí huyó el hijo de Fideo ... (11). Este tipo de valentía se parece a la que antes hemos descrito en que nace de la virtud, ya que procede de la vergüenza y el ansia de honor, que es un fin noble, y del asco por la infamia, que es cosa vergonzosa.

No consideramos en la misma categoría a los que son obligados por sus jefes a mostrarse valientes, porque la verdad es que son inferiores, en cuanto realizan las mismas acciones no por vergüenza sino por temor, y no para evitar el deshonor sino para huir de la pena, y eso sólo porque se ven obligados por sus superiores, como Héctor al decir: Aquel a quien yo vea aterrado huir de la batalla, no estará seguro de escapar a los perros (12). Lo mismo hacen los que ponen a sus soldados en la primera línea y castigan a los que retroceden, o los ubican ante fosos u otros obstáculos por el estilo: todos ellos están ejerciendo coacción. Pero el valiente no lo es por necesidad sino porque es bello serlo.

También pasa por valentía la experiencia que surge del enfrentamiento con ciertos peligros; lo que induce a Sócrates a pensar que la valentía es un saber (13). Unos exhiben este valor en unas circunstancias, otros en otras. Por ejemplo, los soldados lo hacen en los asuntos bélicos; así, los soldados experimentados pueden distinguir entre las aparentemente numerosas falsas alarmas que hay en la guerra, ofreciendo la apariencia de valientes ante los demás que no tienen esta visión entrenada. A causa de su experiencia son óptimos en cuanto a hacer daño al enemigo sin sufrirlo ellos y suelen tener los mejores equipos y armas, tanto de ataque como de defensa, siendo tan hábiles en su uso que podría decirse que combaten como armados contra inermes y como atletas profesionales contra aficionados, pues en ese tipo de contiendas, como en el pugilato, los que mejor pelean no son los más valientes sino los que tienen más fuerza y mejores condiciones físicas. Pero cuando el peligro apremia y se ven en desventaja numérica y armamentística, estos soldados se acobardan, siendo entonces los primeros en huir, mientras que los civiles mueren en sus puestos de combate, como sucedió en el templo de Hermes (14). Porque a los civiles la huida los avergüenza, siéndoles preferible la muerte a ese tipo de salvación, en tanto que los soldados, que cuando son superiores al peligro le hacen frente, huyen al darse cuenta que éste los supere, ya que le temen más a la muerte que al deshonor. Ciertamente, el valiente no es así.

También es frecuente que se tome el coraje como valentía, considerándose valientes a quienes actúan impelidos por el coraje, como los animales que atacan a quienes los hieren, error que se funda en que los valientes también son animosos, y a que nada hay que sea tan impetuoso ante del peligro como la fogosidad del ánimo. De ahí que Homero (15) diga: Depositó la fuerza en su ánimo; y Despertó su ira y su ánimo; y La furia reventó por las narices; y hervíale la sangre. Todas estas y otras expresiones semejantes parecen significar el despertar y el empuje del coraje. Empero, los valientes actúan por nobles motivos, y el coraje no hace más que colaborar. Los animales, en cambio, actúan empujados por el dolor, porque atacan cuando se les hiere o asusta, pero mientras están en su hábitat no se acercan al hombre; por consiguiente, no son valientes por enfrentar el peligro impelidos por el dolor o el coraje y sin calcular los peligros que las esperan, porque si así fuese también serían valientes los asnoS famélicos, que por más que los golpeen no se apartan de la pastura. Y lo mismo los adúlteros, a quienes su concupiscencia impulsa a hacer muchas cosas atrevidas.

De manera, pues, que la valentía no es enfrentar el peligro por impulso del dolor o el coraje, aunque la valentía motivada por el coraje parece la más natural y, si se le suman la elección y la conciencia del fin, se convierte en verdadera valentía. Del mismo modo en que la cólera es un sentimiento doloroso y la venganza, placentero, los hombres que combaten por dolor o venganza son combativos, pero no valientes, ya que no actúan movidos por la pasión, y no por un fin noble ni de acuerdo con la razón; algo, sin embargo, comparten con los valientes. No son valientes tampoco los intrépidos, que basan su esperanza y confianza en haber vencido antes a muchos y en muchas ocasiones; aunque se parecen a los valientes en que ambos están animados por la osadía. Pero mientras que los valientes son osados por los motivos que hemos dicho, estos otros lo son por creerse los más fuertes e invulnerables (esperanza de la que también suelen hacer gala los borrachos). Hasta que las cosas se les presentan poco favorables y entonces se dan a la fuga, a diferencia de lo que caracteriza al valiente: enfrentar las cosas que son y que parecen temibles para el hombre, y por el motivo formal de que es noble hacerlo y vergonzoso no hacerlo. Por esta razón, la marca distintiva de la valentía es permanecer más sereno e imperturbable ante los peligros repentinos que ante los que son previsibles, como que la valentía procede más del hábito y menos de la preparación. Cualquiera puede aceptar los peligros previsibles por cálculo y razonamiento, pero los repentinos, sólo por hábito.

Los que desconocen el peligro también pueden aparentar ser valientes, y no están demasiado distantes de los animosos, aunque son inferiores a éstos en cuanto a que no confían tanto en su superioridad. Y por esto unos aguantan algún tiempo, mientras que los otros, en cuanto se dan cuenta de que se han engañado y que las cosas son distintas de como suponían, huyen, como los argivos cuando cayeron sobre los lacedemonios confundiéndolos con siconioS (16).

Y con esto queda establecido cuáles son los valientes y cuáles tienen sólo la apariencia de tales.


IX

Por más que la valentía se refiere a la osadía y el temor, no lo hace a ambas por igual sino más bien a las cosas de temer. El que se mantiene sereno ante las cosas de temer y está dispuesto como es debido en relación con ellas, es más valiente que si mantiene esta disposición de ánimo respecto de las cosas que inspiran osadía. Porque los valientes, como dijimos, son calificados como tales por soportar lo que es penoso; y porque es algo penoso, es que la valentía es justamente alabada, pues es más dificil soportar lo penoso que evitar lo placentero. Sin embargo, parecería razonable creer que el fin a que aspira la valentía es placentero, aunque empañado por las circunstancias. Tal sucede en las luchas gimnásticas, donde, efectivamente, para los pugilistas es placentero el fin por el que combaten (la corona y los honores), pero, siendo como son de carne, los golpes no dejan de serles dolorosos y penosos, como todo el esfuerzo; y como las penas son muchas comparadas con el fin, éste parece pequeño y nada agradable. Y si lo mismo puede decirse que pase en el caso de la virtud de la valentía, entonces, y aunque la muerte y las heridas resulten penosas para el valiente y contra su voluntad, las soportará, porque hacerla es glorioso y vergonzoso no hacerlo. Y cuando mejor posea la virtud completa y más dichoso sea, más se apenará por la muerte, ya que para un hombre así la vida es lo más valioso, por lo que ser privado de los mayores bienes tiene que resultarle doloroso en verdad. No obstante, esto no lo hace menos valiente, y aun puede ser que lo sea más, ya que prefiere el honor en la guerra por sobre aquellos bienes. De modo que no es agradable el ejercicio de todas las virtudes sino en la medida de la consecución del fin. Por lo demás, los mejores soldados son otros menos valientes y que carecen de otro bien, porque éstos, por un salario miserable, están dispuestos a enfrentarse a los peligros y arriesgar la vida.

Sea suficiente con lo que hemos dicho sobre la valentía, después de lo que cual no será difícil comprender su naturaleza en general.


X

Hablemos ahora de la moderación, que junto con la valentía parecen ser ambas las virtudes de la parte irracional del alma. De la moderación ya hemos dicho que es el término medio respecto de los placeres, mientras que con los dolores tiene también relación, aunque menor y diferente; por su parte, la intemperancia se manifiesta igualmente en las mismas cosas. y ahora estableceremos con qué placeres se relaciona la templanza. Primero dividamos los placeres entre placeres del cuerpo y del alma, como son el ansia de honor y de saber, de amar los cuales el alma se complace mientras que al cuerpo esto en nada lo afecta. Como tampoco pasa en relación con todos los otros placeres que no son corporales, los que se dan a estos placeres del alma no son llamados ni templados ni desenfrenados. Así, no calificamos de desenfrenados, sino de charlatanes, a los amantes de escuchar y contar cuentos, que se pasan el día ocupados en cotilleos, como tampoco a los que se mortifican por la pérdida de dinero o de los amigos. Es decir, entonces, que la moderación se relaciona con los placeres corporales, y ni siquiera con todos ellos, puesto que no se llama ni templados ni desenfrenados a quienes disfrutan de los placeres visuales, como el gozo de los colores, las formas y la pintura, y aunque incluso en este tema podría pensarse que un modo correcto de gozar y uno incorrecto, y que también aquí puede pecarse por exceso y por defecto. Lo mismo sucede en relación con los placeres del oído: nadie llamaría desenfrenados a quienes se deleitan en exceso con la música o el teatro, ni moderados a quienes disfrutan guardando las conveniencias; y otro tanto respecto de los placeres del olfato: no aplicamos la calificación de desenfrenados a quienes gozan del olor de las manzanas, las rosas o el incienso, o de los manjares cuando tienen hambre, sino que la reservamos para los que se complacen en los aromas de los perfumes o los platillos delicados, y esto porque les recuerdan sus concupiscencias. Hablando en general, complacerse en estas cosas es propio del desenfrenado, porque ellas son objeto de sus deseos. Los demás animales tampoco encuentran placer en este tipo de sensaciones, salvo por asociación; así, los perros no se complacen en oler a las liebres sino en comérselas, aunque el olor les dé la sensación de ellas. Tampoco el león goza del bramido del buey, salvo en la medida en que le indica que su presa está cerca, ni de la visión de un venado o una cabra salvaje sino porque significa que tendrá comida.

Sin embargo, la moderación y el desenfreno se dan en relación con los placeres del tacto y del gusto, de los que sí participan también los demás animales, denunciando así la naturaleza servil y bestial de dichos placeres. Menos se nota esto en relación con el gusto, del que los desenfrenados se sirven poco, ya que no saben disfrutar de la discriminación de los sabores al modo en que lo hacen los catadores de vinos y los que condimentan los manjares; pero sí gozan mediante el tacto, tanto en las comidas y bebidas como en el amor sexual. Esto aparece bien representado en el deseo de cierto glotón (17) de tener el cuello más largo que un cisne, sugiriendo con ello que experimentaba placer en el contacto.

Es decir que el desenfreno se relaciona con el sentido más universal de todos, el que poseemos en razón del hecho básico de nuestra animalidad, y que justamente por eso es también el más vituperado. Bestial es entonces disfrutar y preferir por sobre todo los placeres del tacto. Con excepción de ciertos placeres de este género que son considerados convenientes para el hombre libre, como los masajes en los gimnasios y los baños tibios, pues en el desenfrenado el placer del tacto no afecta a todo el cuerpo sino sólo a ciertas partes.


XI

Algunos deseos parecen ser comunes a todos los hombres, mientras que otros son particulares y adquiridos. Por ejemplo, es natural el apetito de alimento, porque se basa en la necesidad de comida o bebida, y a veces de ambos. Y también el joven vigoroso apetece la compañía sexual de una mujer, como dice Homero (18). Pero no todos desean las mismas cosas, determinado alimento o compañera: diferentes cosas son agradables a diferentes gentes, lo que parece indicar que, aunque natural, el deseo está revestido de cierto carácter personal.

Pocos se equivocan respecto de los deseos naturales, y si lo hacen en cuanto se exceden en su satisfacción. Comer y beber hasta el hartazgo es exceder lo determinado por la naturaleza en cuanto a la cantidad, pues el deseo natural consiste sólo en paliar la necesidad, y los que se exceden así, hinchando sus vientres más allá de lo necesario, son llamados glotones, y demuestran con esto su naturaleza extremadamente servil. Por lo contrario, respecto de los deseos particulares son muchos los que yerran, y de muchos modos. La diferencia entre los llamados aficionados a esto o aquello y los desenfrenados es que los primeros disfrutan de lo que no deben o en mayor medida de lo que lo hace la mayoría, mientras que los segundos se complacen en todo, desde cosas indebidas y aborrecibles hasta otras cuyo goce es licito, si se mantienen cierta medida y corrección. En resumen, el desenfreno es el exceso en los placeres, y es censurable.

En cuanto a los pesares, no pasa lo mismo que respecto de la valentía: no por soportar los dolores se dice de alguien que es moderado, o desenfrenado si no los aguanta. La calificación de desenfrenado se aplica más bien al que se aflige en demasía de la falta de placer, siendo entonces éste lo que le produce aflicción; mientras que se llama el templado al que no se conduele de la ausencia o privación de lo placentero. El licencioso, entonces, ansía todos los placeres o los más placenteros, y su deseo lo arrastra hasta el punto de hacerle preferir éstos a cualquier otra cosa, afligiéndose tanto por no alcanzarlos como simplemente por desearlos (como quiera que el deseo va acompañado de dolor, por más que parezca absurdo entristecerse por el placer).

Apenas existen personas a quienes pueda calificarse de deficientes en relación con los placeres o que gocen de éstos menos de lo conveniente, siendo tal insensibilidad impropia de los humanos. Hasta los animales discriminan entre los alimentos que les dan placer y los que no. Y si existe alguna criatura a la cual nada le produce placer y que no diferencia entre las cosas en razón del goce que le dispensan, está tan distante de la condición humana y es tan difícil de hallar que no ha recibido nombre especial.

El hombre templado es el que observa el término medio con relación a estos extremos, no complaciéndose en las cosas indebidas o que son de preferencia del desenfrenado sino repugnándose ante ellas, así como tampoco se aflige por la privación de placeres, ya que no los desea sino moderada y convenientemente ni, en general, se excede en nada. Es propio de la templanza el deseo moderado de todas las cosas que contribuyen de modo conveniente y medido a la salud o al bienestar; así como de los otros placeres que no se contraponen a dichos bienes o al decoro moral o que exceden sus recursos. El que no contempla estas condiciones, sobrevalúa los placeres más allá de la dignidad, diferenciándose así del moderado, que estima el calor de cada cosa de acuerdo con la recta razón.


XII

Parecería más voluntario el desenfreno que la cobardía, ya que mientras el primero es motivado por el placer, de por sí deseable, la segunda lo es por el dolor, del que parece natural huir; además, en tanto que el dolor altera y destruye la naturaleza del que lo sufre, el placer no produce efectos semejantes. Y por esto de que es más voluntario, el desenfreno es también más censurable. Porque a los placeres (tantos como hay en la vida) es cosa sencilla habituarse y hacerlo sin peligro, mientras que con las cosas temibles sucede lo contrario. Podría además pensarse que la cobardía no es igual de voluntaria que sus manifestaciones concretas, porque en sí misma aquélla es indolora, mientras que las circunstancias concretas (el dolor extremo) alteran al hombre hasta al punto de hacerle arrojar las armas y otras descomposturas; dando esto la impresión de que la cobardía es forzada. Por lo contrario, los actos particulares del desenfrenado son voluntarios, ya que han sido por él deseados y apetecidos, pero no así conjunto, pues nadie desea ser licencioso en sí.

También aplicamos el calificativo de desenfreno (19) a las faltas infantiles, que se asemejan en cierto modo general con el desenfreno, importando poco cuál de los dos debe su nombre al otro.

Sin embargo, es evidente que el segundo deriva del primero, en una transferencia de sentido muy razonable, ya que necesario, efectivamente, penar todo deseo de cosas vergonzosas y que puede incrementarse, ambas situaciones comunes al deseo y los niños, los cuales viven de deseo y cuyo apetito de placer es más notable. Si este deseo no se somete al principio directivo, puede llegar muy lejos, porque en un ser irracional es insaciable y se incentiva ante el mínimo estímulo, y su ejercicio aumenta lo que ya es tendencia innata, llegando hasta expulsar por completo al raciocinio si es demasiado grande y vehemente. De manera que es necesario que los apetitos sean pocos y moderados, y para nada opuestos a la razón. Así como el infante debe obedecer a su preceptor, también la parte concupiscible debe acomodarse a las directivas de la razón. En el hombre moderado esta parte concupiscible debe concordar con la razón, pues ambas tienen por blanco lo honesto; lo que se traduce en desear lo conveniente, del modo debido y en el momento oportuno, tal y como lo ordena la razón.

Y esto es lo que teníamos que exponer sobre la templanza.


NOTAS

(1) En una tragedia de Eurlpides que se ha perdido, Enfile, sobornada, induce a su marido Anfiarao, rey de Argos, a sumarse a la expedición de los Siete contra Tebas. Cuando está a punto de morir, conjura a sus hijos para que venguen en su madre la muerte de su padre.

(2) Esquilo parece haber revelado, en alguna de sus obras perdidas, algo de los misterios eleusinos; pero fue absuelto por el Are6pago en atención a sus méritos literarios y cívicos.

(3) Personaje del Cresfontes, tragedia perdida de Euripides.

(4) Alusión a Platón (Leyes, 863 B), que asimilaba erróneamente esos actos a los cometidos por ignorancia.

(5) Proverbio atribuido a Solón.

(6) En la legislación de Pitaco, tirano de Mitilene. Cf. Pol., 1274 b.

(7) Probable interpolación, toda vez que el género de la virtud es sólo el habitus, en tanto que la medietas es su diferencia específica con respecto al hábito vicioso.

(8) Definición de Platón (Laques, 198 B).

(9) Cf. Ética Eudemia, 1229 b, donde se dice de los celtas que toman las armas y marchan contra las olas. En Estrabón se leen cosas semejantes, y quizá hay un eco de esas leyendas en Shakespeare: to take arios against a sea of troubles.

(10) Iliada, XXII, 100.

(11) Iliada, VIII, 148.

(12) Iliada, II, 391. Es Agamenón y no Héctor el que habla.

(13) Xen. Mem., III, 9.

(14) Alusión a la batalla de Coronea (353 a. C.). Los pobladores se hicieron matar defendiendo su ciudad, mientras que los mercenarios beodos huyeron.

(15) Las tres primeras citas en este orden: Ilíada, XIV, 151; Ilíada, V, 470 y Odisea, XXIV, 318. La cuarta no está en Homero, sino en Teócrito: XX, 15.

(16) En la batalla librada en las murallas de Corinto (392 a. C.). La caballería espartana acababa de armarse con los escudos pertenecientes a los vencidos sicionios. Xen. Hel., IV, 4.

(17) Parece tratarse de Filoxeno, personaje real o de comedia, cuyo nombre aparece en el pasaje correspondiente de la Ética Endemia (III, 2).

(18) Ilíada, XXIV, 130.

(19) Vocablos griegos que nos resulta imposible reproducir, cuyo significado es castigar, y se aplica tanto a los castigos de los niños como a los que el adulto se autoinflige para no exceder el término de la templanza.

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