Índice de Ética nicomaquea de AristótelesPresentación de Chantal López y Omar CortésLibro SegundoBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Sobre el bien humano en general



I

Todo arte y toda investigación científica, así como toda acción y toda elección, parecen tender a algún bien; por eso se ha definido con razón el bien como aquello a lo que todas las cosas aspiran. Con todo, resulta patente cierta diferencia entre los fines de las artes y los de las ciencias, pues mientras que algunos no pasan de ser sólo acciones, otros, además de la acción, dejan un producto; y en las artes en que a la acción sigue un producto, éste es, lógicamente, más valioso que la acción misma. Y como, en efecto, son muchas las acciones y las artes y ciencias, los fines serán, en consecuencia, muchos. Por ejemplo, el fin de la medicina es la salud; el de la construcción naval, el navío; el de la estrategia, la victoria; el de la economía, la riqueza. Pero cuando algunas de las ciencias y artes están subordinadas a alguna ciencia práctica específica, los fines de ésta son preferibles a los de aquellas que le están sujetas, pues es en función de dichos fines que se organizan los demás. Véase, por ejemplo, cómo la fabricación de los frenos y todos los avíos necesarios para el arreo de caballos está subordinada al arte de la equitación, y éste a su vez, junto con las actividades militares, está sometido a la estrategia. En relación con esto no tiene mayor importancia que el fin de las acciones consista meramente en la misma actividad o en otra cosa además de ella, como en las ciencias mencionadas.


II

Si, pues, existe un fin de nuestros actos buscado por sí mismo, y las demás cosas por causa de él; y si es cierto también que no siempre lo que elegimos está determinado por otra cosa (de ser así, el proceso proseguiría infinitamente, y nuestro anhelo sería estéril y miserable), entonces está claro que ese fin último no sólo será el bien sino lo mejor. En relación con nuestra vida, el conocimiento de este bien será por ende muy importante, y considerándolo, como los arqueros el blanco, acertaremos en el objetivo. Si esto es así, debemos intentar precisar, aunque sea esquemáticamente, cuál es ese bien y de qué ciencia teórica o práctica depende. En este sentido, todo parece indicar que este bien es competencia de la ciencia soberana, esto es, la ciencia política, más que todas las ciencias arquitectónicas. Porque, en efecto, la ciencia política determina cuáles son las ciencias necesarias en las ciudades, y cuáles las que cada ciudadano debe aprender y hasta dónde, siendo evidencia de esto el que las facultades más preciadas, como la estrategia, la economía doméstica y la retórica, le están subordinadas. Y puesto que la política se sirve de las demás ciencias prácticas y determina lo que debe hacerse y lo que no, entonces resulta que su fin se impone a los de todas las otras ciencias, constituyéndose en el bien humano por excelencia. Porque aunque este bien sea el mismo para el individuo y para la ciudad, es mucho mayor y más perfecta la gestión y la salvaguarda del bien de la ciudad, siendo cosa deseable hacer el bien a uno solo, pero mucho más bella y más divina procurarlo para el pueblo y las ciudades.

A esto tiende nuestra presente exploración, incluida de alguna manera entre las disciplinas políticas.


III

El resultado de nuestra investigación quedará claro si explicamos, satisfactoriamente, tanto como ella lo permite, la materia que nos proponemos tratar. En efecto, no debemos pretender el mismo rigor en todos los conceptos, como no se busca tampoco la misma precisión en la fabricación de todos los objetos. Las cosas buenas y justas de que se ocupa la ciencia política presentan tanta diversidad y desviaciones que parecen existir por pura convención más que por naturaleza. y, por su parte, similar incertidumbre presentan los bienes particulares a causa de los perjuicios que para muchos implican, como quienes mueren por su riqueza o su valentía. Por lo tanto, en este sentido, y partiendo de tales premisas, debemos sentirnos satisfechos con mostrar la verdad, aunque sea de un modo más bien general y hasta tosco, conformándonos con que nuestro discurrir llegue a conclusiones también generales y toscas sobre lo que sucede en la mayoría de los casos. En razón de ello, los estudiantes de la ciencia política han de aceptar con la misma disposición todos y cada uno de nuestros razonamientos, ya que es propio del hombre culto, en relación con un problema, no buscar más precisión que la que consiente la naturaleza de éste: sería absurdo exigirle a un matemático que sea persuasivo o a un orador que exponga demostraciones concluyentes. Cada uno juzga bien respecto de lo que es de su conocimiento, y mientras que los asuntos propios de una materia específica demandan un juicio instruido, sólo quien posee una cultura general puede juzgar adecuadamente un conjunto. Por esto, cuando se trata de política, los jóvenes no son jueces apropiados, ya que carecen de experiencia de las acciones de la vida, que es a partir de las cuales se extraen y sobre las cuales se aplican las proposiciones de la ciencia política. Además, como los jóvenes son más bien dados a dejarse llevar por sus pasiones, el aprendizaje de estas doctrinas les será vano y sin provecho, puesto que el fin de la ciencia política no es el conocimiento sino la acción. Y al decir jóvenes no hacemos diferencia entre el que es adolescente en cuanto a su edad y aquel que ostenta un carácter juvenil, ya que la causa de esa incapacidad de juicio no radica en el tiempo sino en llevar la vida en conformidad con y sujeción a las pasiones. Para estas personas, como para los incontinentes, el conocimiento sobre estas cosas es estéril; en cambio, para los que acomodan sus deseos y sus acciones en orden de razón, resulta de mucha utilidad.

Como introducción respecto de las disposiciones del discípulo, del estado de espíritu necesario para abrevar de esta ciencia y de lo que nos proponemos con ella, es suficiente esto que hemos dicho.


IV

Partiendo entonces de que todo conocimiento y toda elección tienden hacia algún bien, planteemos ahora cuál es el bien al que tiende la ciencia polftica, el cual será el más excelso de todos los bienes accesibles a la acción humana.

En relación con el nombre de este bien existe un acuerdo general, coincidiendo la mayoría de los espíritus (cultos o no) en llamarlo felicidad y en dar por sentado que es lo mismo vivir y obrar bien que ser feliz. La esencia de la felicidad, en cambio, es motivo de debate, y es explicada de muy distinto modo por el vulgo y por los doctos. Así, mientras que para algunos la felicidad es algo manifiesto y tangible, como el placer, la riqueza y el honor, para otros, en cambio, es cosa muy diferente; incluso no es raro que un mismo individuo cambie de opinión según su estado, diciendo, si está enfermo, que el bien supremo es la salud, y si es pobré, que lo es la riqueza. Los conscientes de su ignorancia se embelesan ante quienes son capaces de decir cosas sublimes que están muy por encima de su comprensión. Y hay también algunos que han llegado a concebir que, aparte de la multitud de bienes particulares, existe otro bien en sí que es la causa de la bondad de todos los demás bienes. Examinar todas estas opiniones sería por demás inútil, ya que es suficiente con atender a las predominantes o que se destaquen por parecer tener ciertos visos de razón. Sin embargo, no debemos olvidar el hecho de que los razonamientos se distinguirán según partan de los primeros principios o se dirijan a ellos. Platón, a quien este problema tenia desconcertado, también se preguntaba si era mejor método partir de los principios o concluir en ellos (dicho de otro modo, ¿deben los atletas en el estadio correr desde donde están los jueces hasta la meta o viceversa?).

De lo que no hay duda, sea como fuere, es de que debemos comenzar por lo ya conocido; sólo que lo conocido o cognoscible tiene un doble sentido: con relación a nosotros algunas cosas; otras, en cambio, en absoluto. Siendo de este modo, entonces quizá debemos de comenzar por lo más fácilmente cognoscible para nosotros. Por esta razón, quien quiera sacar provecho de las lecciones acerca de lo bueno y de lo justo, y en general de todo lo que atañe a la cultura política, debe ya poseer hábitos morales, ya que en esta materia el principio es el hecho y si éste es evidente, no será ya necesario declarar el porqué. Quien está bien dispuesto en sus hábitos posee ya los principios, o al menos le será fácil adquiridos, mientras que aquel que ni los posee ni los adquiere debe escuchar primero las palabras de Hesíodo: Hombre superior es el que por sí mismo lo sabe todo; bueno es asimismo el que cree al que habla con buen juicio; pero el que ni sabe ni escucha lo que oye de otro, es un hombre inservible (1).


V

Retornando nuestra exposición en el punto del que nos apartamos con la anterior digresión; no sin razón el bien y la felicidad son concebidos por lo común a imagen del género de vida propio de cada cual; así, la multitud y el vulgo asimilan el bien supremo al placer, y aman en consecuencia la vida voluptuosa. Tres son, en efecto, los tipos más destacados de vida, a saber: el que acabamos de decir, primero; la vida política, en segundo lugar, y la vida contemplativa, en el tercero (2). En primer lugar, la mayoría de los hombres demuestra tener alma de esclavos al preferir llevar una vida de bestias, justificados sólo parcialmente por el ejemplo de los que están en el poder, muchos de los cuales conforman sus gustos a los de Sardanápalo. Por su parte, y en segundo lugar, los espíritus selectos y los hombres de acción identifican la felicidad con el honor, el cual constituye de ordinario el fin de la vida política. Sin embargo, también el honor parece un bien superficial en comparación con el que buscamos nosotros, pues radica más en quien lo concede que en quien lo recibe, mientras que, presentimos, el verdadero bien debe ser algo propio y difícil de arrebatarle a su poseedor. Además, los que persiguen los honores lo hacen al parecer para convencerse a sí mismos de su propia virtud, procurando así ser honrados por los hombres sensatos y por los que pueden hacerse conocer, y que el honor se les discierna precisamente por su virtud; dejando ver con ello que estiman más la virtud que el honor y dando lugar a pensar que el fin de la vida política es la virtud. Aun así, parece que se trata de un bien incompleto, pues puede ser que el hombre virtuoso pase la vida dormido u holgando; y hasta que padezca grandes males y desventuras. Nadie, salvo que se empeñe en defender una paradoja, diría que quien vive de esta manera es feliz. Y sea suficiente con lo dicho sobre este tema, en relación con el cual nos hemos explayado ya en nuestros escritos en circulación (3). En tercer lugar, como hemos dicho, está la vida contemplativa, cuya consideración haremos más adelante. En cuanto a la vida de lucro, una vida antinatural, siendo evidente que no es la riqueza el bien que buscamos, porque es un bien útil, que se desea en orden de otro bien. Por consiguiente, más bien los fines mencionados podrían considerarse como los fines últimos del hombre, pues son anhelados por sí mismos; sin embargo, evidentemente tampoco lo son, aunque en su favor se hayan formulado muchos argumentos. Dejemos, pues, esto.


VI

Quizá sea mejor examinar la noción del bien universal, discutiendo con detalle qué quiere decirse con este concepto. Y aunque nos cueste encarar esta investigación, por ser amigos nuestros los que han introducido las ideas (4), consideramos un deber sagrado preferir la verdad por sobre la amistad; porque cuando se trata de la salvación de la verdad no dudamos de que no sólo es mejor sino incluso ineludible (y sobre todo si somos filósofos) sacrificar lo que nos es propio.

Quienes nos adoctrinaron en aquella opinión no formularon ideas para las cosas en que reconocieron un orden de anterioridad y posterioridad (por eso no forjaron ideas de los números), pero el bien se dice tanto de la sustancia como de la cualidad y de la relación. Ahora bien, lo que existe por sí mismo y es sustancia es anterior por naturaleza a lo que existe con relación a otro, siendo esto último una especie de excrecencia y accidente del ser. De este modo, no podría haber una idea común al bien absoluto y al bien relativo. Además, el concepto de bien se emplea en tantos sentidos como el de ser: se predica de la sustancia, como Dios y la inteligencia; de la cualidad, como las virtudes; de la cantidad, como la medida; de la relación, como lo útil; del tiempo, como la oportunidad; del lugar, como el hábitat, y así de otras cosas semejantes. Y siendo que del bien se predica en todas las categorías, es evidente que el bien no puede ser algo común, universal y único, porque si así fuera se lo predicaría en una sola categoría. Y por otra parte, puesto que no hay sino un saber de aquellas cosas que son según una sola idea, de todos los bienes no habría sino una ciencia; por lo contrario, existen muchas ciencias, incluso de aquellos bienes agrupados en una sola categoría. Por ejemplo, en la guerra, la ciencia de la ocasión será la estrategia, mientras que en la enfermedad lo será la medicina; y la ciencia de la justa medida es la medicina en lo que se refiere a la alimentación, mientras que la gimnástica lo es en lo que a los ejercicios físicos atañe.

También podríamos preguntamos qué quieren decir nuestros amigos con eso de la cosa en sí misma, toda vez que una y la misma definición, la del hombre, es válida tanto para el hombre en sí como para un hombre individual, siendo que, en tanto que hombres, en nada difieren. Del mismo modo, tampoco el bien absoluto y los bienes particulares, en tanto que bienes, diferirán. Ni tampoco porque sea eterno será más bien el bien ideal, así como lo blanco duradero no es más blanco que lo blanco efímero. (Más verosímil parece, en cambio, lo que dicen sobre esto del bien los pitagóricos, cuando ponen lo uno en la línea de los bienes; en lo que Espeusipo (5) parece seguirlos, pero dejemos este punto para otra discusión.) Una posible objeción a lo dicho es que los razonamientos de los platónicos no se aplican a todos los bienes: sólo los bienes que se buscan y aman por sí mismos se llaman bienes por referencia a una idea; en cambio, las cosas que producen esos bienes, las que de algún modo los defienden o las que impiden lo que les es contrario, no son llamadas bienes sino en relación con los primeros, y en otro sentido. En efecto, es evidente que podríamos separar los bienes en dos tipos: unos por sí mismos, y otros por éstos (o bienes esenciales y bienes útiles); y luego pasar a considerar si los bienes que lo son por sí mismos pueden referirse a una sola idea. Pero ¿qué bienes propondríamos como bienes en sí: aquellos que perseguimos independientemente de toda otra cosa, como la intelección, la visión, y ciertos placeres y honores? En efecto, podríamos clasificar entre los bienes en sí a todos estos bienes, aun cuando los busquemos en vista de otro bien. ¿O acaso sólo a la idea vamos a clasificarla como bien en sí? De ser así, vana será la forma. Por lo contrario, si los bienes lo son en sí, forzosamente aparecerá en todos ellos la noción de bien, así como la noción de blancura aparece en la nieve y en el carbonato de plomo. Pero honor, intelección y placer son conceptos distintos y diferentes, precisamente, en tanto que son bienes; por lo tanto, no es el bien un término general regido por una idea singular.

Entonces, ¿en qué sentido se predica lo mismo de varias cosas, siendo que no parece, en este caso, que se las pueda asimilar a los homónimos accidentales? ¿Acaso porque todos los bienes proceden de un solo bien o en él terminan? ¿O les daremos la misma denominación sólo por analogía? De este modo, ¿diríamos que la vista es un bien en el cuerpo como la inteligencia lo es en el alma, y así sucesivamente? Pero quizá por el momento debamos dejar esto, ya que su examen detallado pertenece más bien a otra rama de la filosofía. Y lo mismo sucede con la idea del bien, ya que, incluso admitiendo que sea el bien que se predica en común de varias cosas una unidad o algo separado y existente en sí mismo, es evidente que no podría ser practicado ni poseído por el hombre. Y algo de esta naturaleza, precisamente, es lo que buscamos.

Alguien podría, quizá, pensar que es mejor conocer el bien en sí para alcanzar los bienes posibles y adquiribles, como quiera que, teniéndolo por modelo, sabríamos mejor cuáles son nuestros bienes, y sabiéndolo los conseguiríamos. Aunque este razonamiento tiene cierta verosimilitud, parece estar en desacuerdo con lo que ocurre en las diversas ciencias, todas las cuales omiten el conocimiento del bien, por más que aspiren a algún bien y que procuren con empeño lo necesario para obtenerlo. Y no sería razonable, realmente, que los expertos en cualquier oficio desconociesen una ayuda tan importante o no la buscasen con afán. No es fácil, ciertamente, determinar qué provecho sacará para su arte el tejedor o el carpintero que conozca este bien en sí, o cómo podría ser mejor médico o general el que haya contemplado esta idea del bien. Evidente es, efectivamente, que el médico no considera ni aun la salud así, sino la salud del hombre, o mejor dicho, la de este hombre, en particular, ya que cura a cada uno.

Y sobre este asunto baste con lo dicho.


VII

Volviendo al objeto de nuestra búsqueda, preguntémonos cuál sería ese bien. Porque, según las diversas actividades y artes, el bien parece ser diferente: no es el mismo en la medicina que en la estrategia, y así en las demás artes. ¿Cuál es, entonces, el bien de cada una? ¿No es aquello por cuya causa se hacen las demás cosas? Que en la medicina es la salud; en la estrategia, la victoria; en la arquitectura, la casa; en otros casos, otras cosas, y en toda acción y elección es el fin, ya que es con arreglo a éste que todos hacen todo lo demás. O sea que si un solo fin existe para todo cuanto se hace, éste será el bien realizable; y si hay varios, éstos serán los bienes. Paso a paso, nuestro razonamiento, pese a las desviaciones, ha venido a parar a lo mismo; pero debemos intentar aclararlo más todavía. Dado que los fines parecen ser varios, y que de entre ellos elegimos algunos por otros (como la riqueza, las flautas y, en general, los instrumentos), es evidente que no todos los fines son fines perfectos, pero que el bien supremo debe ser necesariamente algo perfecto. Entonces, si hay un solo fin perfecto, éste será el bien que buscamos; y si muchos, el más perfecto de entre ellos.

Ahora bien, a lo que se busca por sí mismo lo declaramos más perfecto que lo que se busca para conseguir otra cosa; y lo que nunca se desea con referencia a otra cosa, más perfecta que todo lo que se desea por sí y por aquello simultáneamente; es decir, declaramos que lo más perfecto es aquello que deseable por sí siempre y jamás por ninguna otra cosa. Tal nos parece ser, por sobre todo, la felicidad, a la que siempre elegimos por sí misma y jamás por otra ninguna cosa; mientras que el honor, el placer, la intelección y cualquier otra perfección son cosas que, si bien las elegimos por sí mismas (puesto que aun cuando ninguna ventaja resultase de cada una de estas cosas, igual las elegiríamos), lo cierto es que las deseamos a causa de la felicidad, porque suponemos que por medio de ellas seremos dichosos. En cambio, nadie escoge la felicidad por causa de aquellas cosas, ni, en general, de ninguna otra cosa que la felicidad misma.

Lo mismo se concluye al considerar la autosuficiencia que es propia de la felicidad, pues, es la común opinión, el bien final debe bastarse a sí mismo. Entendemos la autosuficiencia con relación no sólo a un hombre solo que viva en solitario sino a sus padres, hijos, mujer, amigos y conciudadanos en general, ya que el hombre pertenece a la ciudad (es un ser social) por naturaleza. De todas maneras, hay que marcar un límite a estas relaciones, pues si nos extendemos a los ascendientes y a los descendientes y a los amigos de los amigos, no nos detendremos hasta el infinito. Pero más adelante consideraremos este punto. Por ahora dejemos asentado que el bien autosuficiente es aquel que por sí solo torna amable la vida, que ya nada necesita. Pensamos que ese bien es la felicidad, el más deseable que todos los bienes y que no está incluída en la enumeración de éstos, porque si lo estuviese, sería más deseable cuando se le añadiera el menor de los bienes, produciéndose un excedente de bien, y de dos bienes el mayor es siempre el más deseable. Es evidente, en suma, que la felicidad es algo perfecto y autosuficiente, y que es el fin de todo cuanto hacemos.

Decir que la felicidad es el bien supremo es algo reconocido que no hay quien lo niegue; empero, sería deseable que se diga más claramente en qué consiste. Esto podría hacerse quizá si pudiésemos captar el acto del hombre. Pues así como para el flautista, el escultor, el artesano, y en general para todos los que hacen cosas o desempeñan una actividad, el bien y la perfección residen en la obra que realizan, así también parece que debe pasar con el hombre en caso de existir algún acto que le sea propio. ¿Acaso sólo existirán ciertas obras y acciones que sean propias del carpintero y del zapatero, y ninguna del hombre, como si éste fuese por naturaleza inactivo? ¿O que así como es evidente que existe algún acto propio del ojo, de la mano, del pie, y en general de cada uno de los miembros, no podríamos constituir para el hombre ningún acto aparte de éstos? ¿Y cuál sería entonces?

El vivir, aparentemente, es algo común hasta a las plantas; como lo que nosotros buscamos es lo propio del hombre, debemos descartar la vida de nutrición y crecimiento. Viene enseguida la vida sensitiva; pero es claro también que ella es común al caballo, al buey y a cualquier animal. Queda, entonces, la que puede llamarse vida activa de la parte racional del hombre, la cual a su vez tiene dos partes: una que obedece a la razón; otra que la posee y piensa. Mas como esta vida racional puede asimismo entenderse en dos sentidos, aclaramos de inmediato que lo que queremos significar es la vida como actividad, porque éste parece ser el sentido más propio del término.

Entonces, si decimos que lo propio del hombre es una actividad del alma según la razón, o al menos no sin ella; y que cualquier acto es genéricamente el mismo, tanto lo ejecute un lego como un experto, como es el mismo, por ejemplo, el acto del citarista y el del buen citarista, y en general en todos los demás casos, sumándose cada uno la superioridad de la perfección al acto mismo (diciéndose así que es propio del citarista tocar la cítara, y del buen citarista tocarla bien); si todo esto es de este modo, y puesto que declaramos que el acto propio del hombre es una cierta vida, y que ésta consiste en la actividad y las obras del alma acorde con la razón, y que el acto de un hombre de bien es hacer todo bien y bellamente; y como, además, cada obra está bien hecha cuando se hace según la perfección que le es propia, de todo esto se sigue que el bien humano resulta ser una actividad del alma según su perfección; y si hay varias perfecciones, según la mejor y más perfecta, y todo esto, además, en una vida entera. Porque, así como una golondrina no hace verano, un día o un solo instante no pueden hacer bienaventurado y feliz a nadie.

Sea suficiente por ahora con esta descripción del bien, porque parece conveniente empezar por un esbozo y dejar para después el dibujo de los detalles. Por lo demás, cualquiera podrá avanzar y completar el bosquejo, para lo que el tiempo resulta un buen inventor o asistente. Éste ha sido el origen del desarrollo de las artes, siendo que cualquier hombre puede añadirles lo que aún les falta. Por otro lado, debemos recordar lo dicho con anterioridad respecto de que no en todas las cosas se ha de exigir la misma exactitud, que más bien a cada se le ha de pedir aquello que consiente la materia en cuestión, y hasta el grado apropiado al método de investigación. Así, el ángulo recto es investigado de una manera por el carpintero, y de otra por el geómetra: mientras que el primero lo hará hasta donde pueda ser útil a su obra, el segundo considerará la esencia o las propiedades de aquélla, pues aspira a contemplar la verdad. De manera análoga se debe proceder en lo demás, para que los accesorios de las obras no terminen superando a las obras mismas. Ni tampoco se debe exigir que se dé razón de la causa por igual en todos los casos sino que en algunos será suficiente con establecer los hechos, como cuando se trata los primeros principios, y aquí el hecho es lo primero y el principio. Y de los principios, algunos son contemplados por inducción, otros por el sentido y otros por alguna costumbre, unos de un modo, y otros de otro, por lo que debemos tratar, en cada caso, de dirigimos hacia los principios según su naturaleza y luego afanarnós por definirlos correctamente, porque muy importantes son para lo que sigue. Parece, así, que se mira a un principio como algo más que la mitad del todo, y por él se evidencia mucho de lo que se investiga.


VIII

Hemos de considerar este principio, entonces, no solamente como una conclusión lógica deducida de ciertas premisas sino también a partir de lo que sobre él se suele decir, porque los datos armonizan con la definición verdadera, en tanto que con la falsa pronto se evidencian como discordantes.

Los bienes han sido clasificados en tres (6): los llamados exteriores, los del alma y los del cuerpo; y a los del alma los llamamos propia y plenamente bienes. Como nosotros hacemos consistir la felicidad en las acciones y operaciones del alma, nuestra definición resulta válida según aquella antigua doctrina aceptada por los filósofos. y de igual modo estamos en lo justo por el mero hecho de afirmar que el fin consiste en ciertos actos y operaciones, porque así el fin queda incluido entre los bienes del alma y no entre los exteriores. Esta definición concuerda además con la extendida creencia de que el hombre feliz es el que vive y obra bien, porque virtualmente hemos asimilado la felicidad con una suerte de vida dichosa y de buena conducta. En esta definición de felicidad se hallan, al parecer, todas las condiciones que suelen exigirse para constituir la felicidad. En efecto, para algunos la felicidad parece consistir en la virtud (7); para otros en la prudencia (8); para otros en una cierta sabiduría (9), además de aquellos para quienes la felicidad es todo o parte de eso, con placer o no, a lo que algunos (10) incluso añaden la prosperidad material. Algunas de estas opiniones son sustentadas por los antiguos y otros muchos, mientras que otras son defendidas por pocos, pero esclarecidos; y es poco razonable suponer que todos se equivoquen de todo en todo, más bien debemos creer que si no aciertan en la mayor parte, lo hacen por lo menos en algún punto.

Nuestra definición concuerda con los que asimilan la felicidad a la virtud o a cierta virtud particular, ya que a la virtud pertenece la actividad conforme a la virtud. La diferencia (que no es poca, sin duda) radica en hacer consistir el bien supremo en la posesión o en el uso, en un modo de ser o en la actividad. Porque a veces, en efecto, sucede que no resulta bien alguno de la simple disposición habitual, como le pasa al dormido u ocioso; en cambio esto no sucede con la actividad, pues ésta necesariamente actuará y lo hará bien. Y del mismo modo como en los Juegos Olímpicos los que son coronados no son los más bellos o fuertes sino los que luchan (que entre éstos están los vencedores), los que actúan rectamente son los que conquistan con derecho las cosas bellas y buenas de la vida, volviendo sus propias vidas por sí misma deleitables. Porque sentir placer es, en efecto, un estado del alma, y a cada cual le produce placer aquello a que se dice ser aficionado, como el caballo para al aficionado a los caballos, la escena al amante de los espectáculos; y, igualmente, los actos justos resultan placenteros para al amante de lo justo, y en general los actos virtuosos para el amante de la virtud. Y si para la mayoría de los hombres los placeres son objetos de disputa, es porque no son placeres por su naturaleza, mientras que a los amantes de la belleza moral les producen placer las cosas placenteras por naturaleza. Tales son siempre las acciones ajustadas a la virtud, de manera que ellas son placenteras para los virtuosos y en sí mismas. La vida de los hombres virtuosos no necesita el placer como ornato circundante sino que tiene en sí misma su satisfacción. A lo que podemos añadir que no es bueno el que no disfruta de las bellas acciones, como no llamaríamos justo al que no se alegrase en la práctica de la justicia, ni liberal al que no hiciesen dichoso los actos de liberalidad, y así respecto de cualquiera de las otras virtudes.

Si todo esto es así, las acciones ajustadas a la virtud serán en sí mismas placenteras; pero, por supuesto, también serán bellas y buenas en el más alto grado, pues el hombre virtuoso juzga bien acerca de esto, y su juicio es como hemos dicho. Por consiguiente, lo mejor, y lo más bello y lo más delicioso de todo es la felicidad, y estos atributos no hay por qué separarlos, como lo están en la inscripción de Delos: Lo más bello es la perfecta justicia; lo mejor, la salud; pero lo más deleitoso es alcanzar lo que se ama (11). Todos estos caracteres concurren en las mejores acciones, y lo que llamamos felicidad es todas éstas acciones o una sola, la más excelente de entre ellas.

Pero aun así, y como dijimos antes, es evidente que la felicidad reclama además los bienes exteriores, pues es imposible, en efecto, o por lo menos dificil, hacer bellas acciones si no se tienen recursos. Muchas cosas pueden hacerse por medio de instrumentos, como los amigos, la riqueza y la influencia politica. Pero quienes están privados de algunas cosas, como son, por ejemplo, el nacimiento ilustre, la descendencia feliz y la hermosura, ven deslucirse su felicidad: no podría ser feliz quien tuviese un aspecto repugnante, o fuese de linaje vil, o solitario y sin hijos; y menos aún aquel cuyos hijos o amigos fuesen del todo malvados, o que siendo buenos se muriesen. Tal como hemos descrito, la felicidad parece exigir un plus de prosperidad; y de esto que algunos identifiquen la felicidad con la riqueza, mientras que otros lo hacen con la virtud.


IX

De esto surge la cuestión de si la felicidad se adquiere por aprendizaje o costumbre, o como resultado de algún otro ejercicio, o si nos llega traída por algún ser divino o por la fortuna. Si hay algún regalo de los dioses a los hombres, es razonable considerar la felicidad como un don divino, y tanto más por cuanto que es el más perfecto de los bienes humanos; pero este punto quizá sea más propio de otro género de investigaciones. Sin embargo, y aunque aceptemos que no es un don de los dioses sino que se adquiere mediante la virtud o por cierto aprendizaje o ejercicio, la felicidad es uno de los bienes más divinos, ya que el premio y fin de la virtud es algo supremo y, con toda evidencia, divino y bienaventurado.

También puede ocurrir, desde otro punto de vista, que la felicidad sea algo ampliamente comunicable, puesto que cualquiera que no esté impedido para la virtud puede, con cierto estudio y diligencia, acceder a ella. Y es razonable que sea mejor alcanzar la felicidad de este modo que no por obra de la fortuna, como quiera que las cosas naturales tienen una tendencia natural a estar dispuestas de la mejor manera posible, e igualmente las cosas que dependen del arte u otro género de causas, y sobre todo de la mejor. Sería una gran equivocación confiar lo más grande y lo más bello al azar. También resulta evidente de nuestra definición de felicidad la respuesta al problema, pues hemos dicho que la felicidad es una cierta actividad del alma conforme a la virtud, mientras que los demás bienes son, unos, necesarios, mientras que otros son por su naturaleza auxiliares y útiles como instrumento; todo lo cual está de acuerdo con lo que dijimos al principio, cuando dejamos sentado que el fin de la política es el bien supremo. Ahora bien, la política pone su mayor cuidado en hacer que los ciudadanos de tal condición sean buenos y ejecutores de buenas acciones.

Es por lo tanto razonable que no digamos del buey, el caballo ni otro de los animales que es feliz, puesto que ninguno de ellos es capaz de participar de tal actividad. Y por lo mismo: porque por su edad no es capaz aún de practicar tales actos, tampoco el niño es feliz. Y si algunos son llamados así, esta felicitación se les dirige porque se espera de ellos que la alcancen. Como dijimos antes, para la felicidad son necesarias una virtud perfecta y una vida completa. Muchas alternativas y accidentes de todo género tienen lugar en la vida; y puede pasar que el hombre más próspero caiga en su vejez en grandes vicisitudes, como se cuenta de Príamo en los cantares heroicos. Y nadie que experimente tales azares y muera miserablemente será considerado dichoso.


X

Entonces, ¿no podremos declarar feliz a ningún otro de los hombres mientras esté vivo sino que será necesario ver el fin de su vida (12), como dice Salón? y de acuerdo con esto, ¿no resultará que este hombre es feliz precisamente cuando ya está muerto? ¿No es esto absurdo, sobre todo para quienes afirmamos que la felicidad consiste en una especie de actividad?

Por otra parte, aunque no digamos, como tampoco Salón quiso decir, que un muerto es feliz sino que sólo entonces, cuando está finalmente libre de los males y contratiempos de la fortuna, podemos con seguridad declarar feliz a un hombre, tampoco esto deja de tener cierta dificultad. En efecto, se piensa que para el difunto, como también para el vivo que no tiene conciencia de ello, hay ciertos bienes y también ciertos males: honras y afrentas, y asimismo la prosperidad o el infortunio de sus hijos y descendientes en general. Y esto presenta todavía otra dificultad. Bien podría suceder, en efecto, que a quien ha vivido felizmente hasta la vejez y fallecido en consonancia a ella, le sobrevengan numerosos cambios en sus descendientes: que unos serán buenos y tendrán la vida que merecen, y otros, al contrario, Además, según el grado de parentesco, las relaciones de los descendientes con sus ancestros pueden ser de lo más variadas. Y si por un lado sería sorprendente que el muerto compartiera todos estos cambios y fuese ya feliz y ya desdichado, por otra parte, tampoco deja de ser absurdo pensar que los azares de los hijos no afecten en nada a los padres; ni siquiera por algún tiempo.

Pero volvamos a la primera dificultad, pues quizá por aquello podamos comprender lo que ahora indagamos. Entonces, si es necesario ver el fin, y declarar feliz a cada uno, no como si fuese aún feliz, sino porque lo fue antes, ¿cómo no va a ser absurdo, cuando uno es feliz, decir que no lo es en realidad, por el mero prurito de declarar felices a los vivientes a causa de las vicisitudes de la vida, y acorde con nuestra concepción de que la felicidad debe ser algo estable y de modo alguno fácilmente mudable, siendo así que la rueda de la fortuna da muchas vueltas completas en el destino de la misma persona (13)? Si seguimos los vaivenes de la suerte, con frecuencia diremos del mismo hombre que es unas veces feliz y otras desdichado, convirtiendo al hombre dichoso en una especie de camaleón, sin sólidos fundamentos. Sería una locura dejarse llevar siempre por las vicisitudes de la fortuna, ya que no es en ellas donde está el verdadero éxito o el fracaso; y por más que, como hemos dicho, la vida humana necesite de los favores de la suerte, los actos virtuosos son los árbitros de la felicidad, y los contrarios, de lo contrario.

Este mismo razonamiento que ahora discutimos confirma nuestra definición. En efecto, no encontraremos en ninguna de las obras humanas una firmeza comparable a la que tienen los actos virtuosos, más estables incluso que nuestro conocimiento de las ciencias particulares. Y de los actos de virtud los más valiosos son también los más duraderos, puesto que en ellos pasan su vida los dichosos con mayor aplicación y continuidad, lo cual aparentemente es la causa de que tales actos no puedan ser olvidados. En consecuencia, encontraremos en el hombre feliz eso que ahora buscamos, la estabilidad; dichoso que lo será por toda su vida, porque siempre o casi siempre hará y contemplará lo que es conforme con la virtud, y llevará los cambios de la suerte con dignidad, manteniendo siempre una perfecta moderación, como varón verdaderamente bueno y cuadrado sin reproche (14).

Siendo tantas y tan diversas en magnitud las alternativas de la suerte, resulta evidente que las pequeñas prosperidades, como las pequeñas adversidades, no son de importancia en la vida; en cambio, si las cosas que resultan bien son grandes y frecuentes, harán más feliz la existencia, dado que su razón de ser es contribuir a embellecerla y su uso puede ser bello y virtuoso. Pero si resultan mal, entonces estropean la felicidad, porque acarrean tristezas e impiden muchas actividades. Mas aun en estas circunstancias resplandece la nobleza cuando un hombre soporta con serenidad grandes y numerosos infortunios, no por insensibilidad sino porque es noble y magnánimo. Si los actos rigen la vida, como hemos dicho, entonces ningún hombre feliz podrá volverse miserable, pues nunca hará nada odioso o ruin. Y creemos que el hombre verdaderamente bueno y sensato soportará con dignidad todos los accidentes del azar y sacará siempre el mejor provecho de las circunstancias, así como el hábil general se sirve del ejército bajo sus órdenes haciéndole rendir en combate en toda su eficacia, o como el zapatero fabrica el mejor calzado con el cuero que se le da, y así igualmente todos los otros artesanos. Si aceptamos esto debemos concluir que jamás el hombre feliz será desdichado, por más que tampoco perfectamente bienaventurado si cae en las desgracias de Príamo. Pero no será mudable ni fácilmente conmovible por los avatares ordinarios de la suerte fácilmente, a menos que sean grandes y muchos; y además, tampoco podrá volver tal hombre a ser feliz en poco tiempo cuando se vea libre de los infortunios sino quizá después de un largo periodo durante el cual se apropie de bienes grandes e ilustres. ¿Qué nos impide, en suma, declarar feliz a quien actúa de correcta y bella manera según virtud, y que goza además suficientemente de bienes exteriores, y no durante un periodo fortuito sino a lo largo de una vida entera? ¿O habremos de añadir que deberá continuar viviendo en ese estado y morir como corresponde? Pero el futuro es incierto, mientras que la felicidad, según la entendemos, es un fin y perfecta de toda perfección.

Si esto es así, diremos que entre los vivos son felices (felices hasta donde pueden serlo los hombres) aquellos a quienes se pueda aplicar lo descrito. Y sean suficientes estas precisiones sobre estos puntos.


XI

Parece una opinión impiadosa y contraria a las creencias comunes la de que la suerte de los descendientes y de todos los amigos en nada contribuya a la felicidad del muerto. Pero puesto que son numerosas y con diferencias de todo tipo las cosas que suceden, y que nos afectan unas más que otras, sería fatigoso tratar de discernirlas, siendo quizá suficiente hablar de ellas en general.

Del mismo modo que las vicisitudes por las que atravesamos en la vida tienen distinto peso e influencia sobre nosotros, pareciéndonos unos insoportables y otros más ligeros, otro tanto acontece con los que afectan a nuestros seres queridos. Y la diferencia entre estas desgracias, según que afecten a los vivientes o a los muertos, es mucho mayor que la que existe en las tragedias según se presuponga que los crímenes y horrores ya acontecieron o que ocurran durante la representación. Además de considerar esta diferencia, podríamos preguntamos también si los que ya han superado las fatigas de esta vida están en condiciones todavía de tomar parte de algún bien o un mal. Efectivamente, por las consideraciones anteriores parece que, aun cuando algo, bueno o malo, llegue a darles alcance, el efecto, en absoluto o en relación con ellos, será débil y despreciable, o por lo menos de un grado y una calidad que no pueda hacer felices a los infelices ni desgraciados a los dichosos. En consecuencia, tanto la buenaventura como los infortunios de los seres queridos parecen afectar de algún modo a los muertos, pero en tal grado y modo que no pueden traer felicidad a los infelices ni producir otro cambio semejante (15).


XII

Una vez definidas estas cuestiones, pasemos a analizar si la felicidad se encuentra entre las cosas laudables o entre las que se veneran (16), ya que, evidentemente, la felicidad no se incluye entre las potencialidades (17).

Al parecer, todo lo que es objeto de alabanza es encomiable por ser de cierta índole y estar dispuesto de cierta manera con relación a otra cosa. Es en razón de sus actos y sus obras que alabamos al justo, al valiente y, en general, al hombre bueno y a la virtud; del mismo modo alabamos al atleta, al corredor y a cada cual en su género: por ser por naturaleza de tal calidad y estar dispuestos de cierta manera en referencia a algo bueno y virtuoso. Esto se evidencia en lo que sentimos respecto de los elogios tributados a los dioses, a los cuales sólo podemos ridiculizar cuando establecemos una relación entre ellos y nosotros; y esto acontece porque, como hemos dicho, toda alabanza implica una relación. Entonces, si la alabanza es una de las cosas relativas, queda claro que no puede haber alabanza de las cosas supremas sino algo mayor y mejor. De este modo adjudicamos a los dioses la felicidad y la bienaventuranza, y a los más divinos de los hombres los declaramos bienaventurados; y lo mismo en relación con los bienes, que nadie elogia la felicidad como lo hace con la justicia sino que la ensalza como a cosa mejor y más divina.

Respecto de esto Eudoxio (18) ha sostenido bellamente la supremacía del placer, suponiendo que el que no se lo alabe, a pesar de ser un bien, significa que es superior a todo lo que sí se alaba, como Dios y el bien, puesto todas las otras cosas las referimos a ellos.

Mientras que hay alabanza hacia la virtud porque ésta nos capacita para practicar bellas acciones; de los actos ya realizados hay encomio (19), lo mismo si son del cuerpo que si son del alma. Pero las precisiones sobre este tema son tal vez competencia de los panegiristas profesionales; en lo que a nosotros respecta y por lo que hemos dicho, nos parece claro que la felicidad es cosa venerable y perfecta. Y esto parece así por ser la felicidad un principio (esto es, causa por la que hacemos todas las demás cosas), y consideramos venerable y divino lo que es principio y causa de bienes.


XIII

Puesto entonces que la felicidad es una actitud del alma acorde con la virtud perfecta, debemos ahora considerar en qué consiste la virtud, modo que quizá nos permita percibir mejor la de la felicidad. Además, parece que el verdadero político (como los legisladores de Creta y Lacedemonia y otros semejantes que puedan haber existido) ha de ocuparse de la virtud más que de cualquier otra cosa, pues quiere hacer de los ciudadanos hombres de bien y obedientes de las leyes. Dado que esta consideración pertenece a la ciencia política, es evidente que la investigación que hagamos al respecto concordará con nuestra intención original. Y puesto que el bien y la felicidad que buscamos son el bien humano y la felicidad humana, está claro que la virtud que debemos considerar es, por ende, la virtud humana, entendida no como la del cuerpo sino como la del alma, así como entendemos por felicidad una actividad del alma. De ser esto de este modo, así como el oculista debe conocer, además de lo referente alojo, también todo el cuerpo, es necesario que el político conozca las cosas del alma, y tanto más por cuanto la política es más estimable y mejor que la medicina. Y como los médicos distinguidos, que se esfuerzan mucho por conocer del cuerpo, es necesario que el político estudie lo relativo al alma, pero sólo en razón de las virtudes y en la medida requerida por nuestra actual investigación, pues profundizar en demasía en este examen podría resultar más penoso que de provecho para los fines que nos proponemos.

Algunas cosas del alma ya hemos expuesto de manera bastante satisfactoria en nuestros escritos en circulación, y a ellas recurriremos ahora. Por ejemplo, a la noción de que en el alma hay una parte irracional y otra dotada de un principio racional; por el momento no tiene mayor importancia distinguir si estas partes están separadas como los miembros del cuerpo o como las partes de cualquier todo divisible, o si como la parte convexa y la parte cóncava en la circunferencia, son un todo naturalmente inseparables que consideramos dos partes sólo a efectos del análisis. Todos los seres vivientes, inclusive las plantas, parecen compartir el principio de la nutrición y del crecimiento, que es una parte de lo que llamamos parte irracional. Y podemos atribuir esta facultad del alma a todos los seres que se alimentan, desde los fetos hasta los organismos desarrollados por completo (en los cuales, es más verosímil suponerla que no otra distinta). Y la virtud de esta parte parece común a todos los seres vivos, y no privativamente humana, porque, al parecer, actúa sobre todo en el sueño. Como en éste el hombre bueno no se distingue del malo, parece darse fundamento al dicho de que los dichosos y los infelices en nada difieren durante la mitad de la vida, lo cual resulta comprensible, como quiera que durante el sueño cesa la actividad del alma por la cual es ella calificada de buena o mala. A menos que de algún modo, débilmente, le lleguen ciertos movimientos, resultando en que los sueños de los hombres de bien sean mejores que los del común. Pero bástenos lo dicho sobre este punto, y dejemos la potencia nutritiva, ya que por su naturaleza no pertenece a la virtud humana.

Sin embargo, hay otro elemento de naturaleza irracional en el alma que sí parece participar de algún modo de la razón. Tanto en el hombre templado como en el incontinente alabamos la razón y la parte racional del alma, porque es ella la que les aconseja e impulsa hacia las mejores acciones; pero simultáneamente, hay en ambos, de manera evidente, otro principio que por su naturaleza está al margen de la razón y que combate y resiste a la razón. Porque al alma le sucede lo mismo que los miembros del cuerpo que han sufrido un ataque de parálisis: así como éstos se mueven para el lado contrario de donde queremos, los deseos de los incontinentes van en contra de la razón. Pero esta desviación que podemos ver en los cuerpos n0 la percibimos, en cambio, en el alma. Quizá deberíamos concebir la posibilidad de que en el alma exista algo además de la razón, que se le opone y va contra ella (no nos interesa aquí en qué sentido este elemento se distingue del otro). Sin embargo, como hemos dicho, también esta parte del alma parece participar de la razón, ya que la encontramos ciertamente sometida a ésta en el hombre templado, e indudablemente más sumisa aún en el moderado y en el valiente, en quienes el elemento irracional concuerda en todo con la razón. En consecuencia queda claro que la parte irracional del alma también es doble: vegetativa por un lado, que en manera alguna participa de la razón; del otro lado, concupiscible y en general desiderativa, que participa de la razón la cierta medida en que la obedece y se le somete, pero al modo en que atendemos a los consejos del padre o del amigo, y no en el sentido de las razones matemáticas (20).

Las amonestaciones y todo género de reproches y exhortaciones revelan que de algún modo la parte irracional se deja Convencer de algún modo por la racional, por lo que de esta parte también cabe decir que posee la razón, por lo que doble será entonces la parte racional: una, la que posee la razón propiamente y en sí misma; otra, la que escucha la voz de la razón como lo haría con la de un padre. Y la virtud se divide de manera correspondiente con esta diferencia, por lo que a algunas, tales como la sabiduría, la comprensión y la prudencia, las llamamos intelectuales y a otras, como la liberalidad y la templanza, morales. Efectivamente, cuando aludimos al carácter moral de alguien, no decimos de él que sea sabio o comprensivo sino que es manso o moderado; y también alabamos al sabio por su disposición habitual, llamando virtudes a las disposiciones dignas de elogio.


NOTAS

(1) Obras y días, 293

(2) Aristóteles corrige la clasificación de Platón (República págs. 581 y 544) reemplazando la vida de lucro por la vida voluptuosa, con el argumento de que la primera no puede siquiera ser objeto de elección humana.

(3) La expresión de que aquí se sirve Aristóteles se traduce en la actualidad como sinónima de la otra de discursos exotéricos, y aluden ambas a las obras que en vida publicó el filósofo.

(4) En este capitulo se encuentra la polémica contra Platón, y en esas frases el probable origen del Amicus Plato, sed magis amica veritas.

(5) Sobrino de Platón y su sucesor en la dirección de la Academia. Al aludir a él, Aristóteles formula contra los platónicos el siguiente argumento ad hominein: Ni siquiera Espeusipo, jefe de vuestra escuela, sostiene vuestra doctrina del Bien en si, más bien parece adherir al punto de vista más plausible de los pitágoricos, que dijeron ser lo Uno un bien, y no (como ustedes) ser uno el Bien.

(6) Esta división en tres se encuentra en el Filebo, aunque parece ser anterior a Platón.

(7) Antistenes y los cínicos; posteriormente los estoicos.

(8) Probable alusión a Sócrates.

(9) Probablemente Anaxágoras.

(10) Probablemente Xenócrates, que veía en los bienes exteriores una potencia coadyuvante.

(11) Estos versos (que dan principio a la Etica Eudemia) se encuentran también en Teognis y pertenecen a la era de la moral aforística.

(12) Herodoto: 1, 30. Alude a la visita de Solón a Creso, durante la cual el sabio se negó, hasta no ver su fin, a aceptar que el rey fuera el más feliz de los hombres.

(13) Como las revoluciones de la Osa Mayor (alrededor del polo) así giran para todos penas y alegrías (Sófocles: Tragedias, 127).

(14) Verso de Simónides citado en el Protágoras platónico.

(15) Videtur alltem secundum intentionem Aristotelis ea quae hic dicuntur esse intelligenda de mortuis, non secundum quod sunt in seipsis, sed secunduin quod vivunt in memoriís hominum (Santo Tomás).

(16) La distinción entre laudanza y veneración era popular entre los griegos, y a ella recurre Aristóteles para señalar la absoluta incomparabilidad de la felicidad con los bienes contingentes.

(17) La potencia no es siquiera objeto de alabanza, porque es una disposición neutra hacia el bien o hacia el mal.

(18) Famoso astrónomo y discípulo de Platón, que consideraba al placer el bien supremo.

(19) Categoría un poco inferior a la alabanza, puesto que en los actos externos no debe tanto apreciarse la intención como tratándose de la virtud.

(20) Es imposible traducir al castellano en expresión idiomática análoga el doble sentido de la locución Xoyov eXety. En cuanto a su sentido, tampoco es Pristino también. Entre otras muchas interpretaciones, parece la más acertada la de Silvestre Mauro: Dictur ergo appetihis ha be re rationem nin in quantum significat proportionem, prout sumihur in mathematicis, sed prout sumitur in moralibus in quanhun dicimur habere rationem eorum quorum consilium sequhmur, ut patris et amicorum. Es decir, que no hay una medida común (ratio) entre la parte superior y la parte inferior del alma, como si la hay entre los términos de una proposición matemática.

Índice de Ética nicomaquea de AristótelesPresentación de Chantal López y Omar CortésLibro SegundoBiblioteca Virtual Antorcha