Índice del libro La moral anarquista de Pedro KropotkinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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Cuando nuestros antepasados deseaban contabilizar lo que llevaba a los hombres a actuar de un modo u otro, lo hacían de un modo muy simple. Aún en nuestros días, pueden verse ciertas imágenes católicas que representan esta explicación. Un hombre va por su camino y, sin que se dé la menor cuenta de ello, lleva un demonio en el hombro izquierdo y un ángel en el derecho. El demonio le mueve a hacer el mal, el ángel intenta impedirlo. Y si el ángel gana y el hombre se mantiene virtuoso, otros tres ángeles le cogen y le llevan al cielo. De este modo, todo se explica maravillosamente bien.

Las viejas ayas rusas, imbuidas de estas ideas, te dirán que jamás acuestes a un niño en la cama sin desabrocharle el cuello de la camisa. Hay que dejar al descubierto una cálida zona de la base del cuello para que pueda anidar allí el ángel guardián. De otro modo, el demonio molestaría al niño hasta en su sueño.

Estas ingenuas concepciones van desapareciendo. Pero aunque desaparezcan las viejas palabras, la idea esencial sigue siendo la misma.

La gente instruida no cree ya en el demonio, pero como sus ideas no son más racionales que las de nuestras ayas, no hacen sino disfrazar demonio y ángel de una palabrería pedante a la que honran con el nombre de filosofía. Hoy no dicen demonio, sino la carne o las pasiones. Substituyen ángel por conciencia o alma, por reflejo del pensamiento de un creador divino o del Gran Arquitecto, como dicen los masones. Pero aún hoy día se nos presenta la acción del hombre como resultado de una lucha entre dos elementos hostiles. Y se considera siempre virtuoso a un hombre exactamente en la medida en que uno de estos dos elementos (el alma o conciencia) vence al otro (la carne o las pasiones).

Es muy comprensible el asombro de nuestros bisabuelos cuando los filósofos ingleses, los enciclopedistas, empezaron a oponerse a estas ideas primitivas y a afirmar que ni demonio ni ángel tenían nada que ver con las acciones humanas, que todos los actos del hombre, buenos o malos, útiles o perjudiciales, surgían de un motivo único: el ansia de placer.

Toda la cofradía religiosa y, sobre todo, las numerosas sectas fariseas gritaron: Inmoralidad. Cubrieron de insultos a los pensadores, les excomulgaron. Y cuando luego, en el transcurso del siglo, Bentham, John Stuart Mill, Tchernischevsky, y muchos más, adoptaron las mismas ideas, y cuando estos pensadores empezaron a afirmar y demostrar que el egoísmo, o la búsqueda del placer, es la auténtica motivación de todos nuestros actos, las maldiciones se redoblaron. Los libros quedaron cercados por una conspiración de silencio; se tachó a sus autores de estúpidos.

Y sin embargo, ¿qué mayor verdad que la afirmación que formularon?

Pensad en un hombre que arrebate a un niño su último mendrugo de pan. Todo el mundo dirá que es un horrible egoísta, que únicamente se guía por el amor a sí mismo.

Pensemos luego en otro hombre, al que todos aceptarán virtuoso. Comparte su último mendrugo de pan con el hambriento, y se quita el abrigo para vestir al desnudo. Y los moralistas, utilizando su jerga religiosa, se apresuran a decir que este hombre lleva el amor a sus semejantes hasta el punto de la abnegación, que obedece a una pasión totalmente distinta a la del egoísta. Y sin embargo, si reflexionamos un poco, descubriremos en seguida que aunque sea muy grande la diferencia entre las dos acciones en sus resultados para la humanidad, el motivo ha sido el mismo. La búsqueda de placer.

Si el hombre que entregase su última camisa no experimentase placer alguno haciéndolo, no lo haría. Si hallase placer en quitarle el pan a un niño, lo haría, pero le resulta desagradable y repugnante. Obtiene placer dando, por eso da. Si no fuese impropio provocar confusión empleando en un sentido nuevo términos que tienen significado reconocido, podría decirse que los hombres actuaban en ambos casos a impulsos de su egoísmo. Algunos han dicho concretamente esto, para destacar el pensamiento y precisar la idea presentándola de forma que conmueva a la imaginación y destruir al tiempo el mito que afirma que estos dos actos tienen motivaciones distintas. El motivo es el mismo, la búsqueda de placer, o el huir del dolor, que viene a ser la misma cosa.

Pensemos, por ejemplo, en el peor de los truhanes, en un Thiers que masacra a treinta y cinco mil parisinos, y en un asesino que degüella a una familia entera para poder revolcarse en el libertinaje. Lo hacen porque en el momento el deseo de gloria o de dinero gana la partida en su interior a todos los demás deseos. Hasta la piedad y la compasión se extinguen en el momento en virtud de ese otro deseo, esa otra sed. Actúan casi automáticamente para satisfacer un ansia de su naturaleza. O también, prescindiendo de las pasiones más intensas, consideremos al mezquino que engaña a sus amigos, que miente a cada paso para que alguien le convide a una cerveza, o por puro afán de presumir, o por burlarse. Pensemos en el patrono que engaña a sus empleados para comprar joyas a su esposa o a su amante. Pensemos en cualquier bribón insignificante. Sólo obedece también a un impulso. Busca la satisfacción de un anhelo, pretende eludir lo que podría afligirle.

Casi da vergüenza comparar a estos bribones insignificantes con el individuo que sacrifica toda su existencia para liberar a los oprimidos y, como un nihilista ruso, acaba en el patíbulo. Tan inmensamente distintos son los resultados de estas dos vidas para la humanidad: hasta tal punto no sentimos atraídos hacia el uno y repelidos por los otros.

Sin embargo, si hablásemos con un mártir así, con la mujer a la que están a punto de ahorcar, incluso en el momento antes de acercarse a la horca, nos diría que no cambiaría su vida ni su muerte por la vida de ese bribón que vive del dinero que roba a sus obreros. En su propia vida, en la lucha contra el monstruo del poder, halla ella sus mayores gozos. Todo lo que no sea esa lucha, todos los pequeños goces del burgués y sus pequeños problemas, le parecen a ella tan despreciables, tan aburridos, tan lastimosos. Tú no vives, vegetas, contestaría; yo he vivido.

Hablamos, por supuesto, de los actos conscientes y deliberados de los hombres, reservándonos de momento lo que tengamos que decir sobre esa inmensa serie de actos inconscientes, casi mecánicos, que ocupan una porción tan notable de nuestra vida. El hombre busca siempre en sus actos conscientes y deliberados lo que pueda proporcionarle placer.

Un individuo se emborracha, y se rebaja diariamente a la condición de animal porque busca en el licor la excitación nerviosa que su propio sistema nervioso no puede proporcionarle. Otro no se emborracha; no toma ningún licor, aunque lo considera agradable, porque quiere mantener la frescura de sus pensamientos y la plenitud de sus potencias, para poder saborear otros placeres que considera preferibles al de la bebida. Pero no actúa sino como el sibarita que, tras echar una ojeada al menú de una cena selecta, rechaza un plato que le gusta mucho para substituirlo por otro que le gusta aún más. Cuando una mujer se priva de su último mendrugo de pan para dárselo al primero que llega, cuando prescinde de parte de sus escasas ropas para cubrir a otra que tiene frío, mientras ella misma tirita en la cubierta de una embarcación, lo hace porque sufriría infinitamente más viendo a un hombre hambriento, o a una mujer destrozada por el frío, que tiritando o sintiendo hambre ella misma. Elude un dolor cuya intensidad sólo conocen quienes lo han sentido.

Cuando el australiano, según Guyau, se consume bajo el peso de la idea de que aún no ha vengado la muerte de su pariente, cuando palidece y enflaquece, presa de la conciencia de su cobardía, y no vuelve a vivir plenamente hasta que ha ejecutado su venganza, realiza esta acción, heroica a veces, para librarse de un sentimiento que lo domina, para recuperar esa paz interior que es el mayor de los placeres.

Cuando un grupo de monos ve caer a uno de sus miembros víctima del disparo de un cazador, y acude a asediar su tienda y reclamar el cuerpo pese al rifle amenazador; cuando luego el más viejo del grupo entra en ella, amenaza primero al cazador, le implora luego, y le induce por fin con sus lamentos a entregar el cadáver, que el gimiente grupo se lleva a la selva, obedecen los monos a un sentimiento de compasión más fuerte que cualquier consideración de seguridad personal. Este sentimiento excede en ellos a todos los demás. La vida misma pierde para ellos su atractivo mientras no sepan seguro si pueden restaurar o no la vida de su camarada. Este sentimiento se hace tan opresivo que los pobres animales han de hacer todo lo posible por librarse de él.

Cuando las hormigas irrumpen a miles en las llamas del hormiguero ardiendo, que ese animal maligno, el hombre, ha incendiado, y perecen a centenares por rescatar sus larvas, obedecen también al ansia de salvar a sus vástagos. Lo arriesgan todo para sacar a esas larvas que han criado con más dedicación y cuidados de los que muchas mujeres consagran a sus hijos.

Buscar el placer, evitar el dolor, es la vía general de acción (algunos dirían ley) del mundo orgánico.

Sin esta búsqueda de lo agradable, la vida misma sería imposible. Los organismos se desintegrarían, cesaría la vida.

Así, cualquiera que pueda ser la línea de conducta de un hombre y sus acciones, hace lo que hace obedeciendo a un ansia de su naturaleza. Los actos más repugnantes, al igual que los indiferentes o los más atractivos, vienen todos igualmente dictados por una necesidad del individuo que los ejecuta. Si le dejan actuar a su gusto, el individuo actuará de un modo determinado porque encuentra en ello un placer o evita, o cree evitar, un dolor.

Tenemos aquí pues un hecho bien fundado. Aquí tenemos la esencia de lo que se ha llamado la teoría egoísta.

Muy bien, ¿estamos en mejor situación tras haber llegado a esta conclusión general?

Sí, claro que sí. Hemos conquistado una verdad y destruido un prejuicio que se halla en la raíz de todos los prejuicios. Esta conclusión implica en sí misma toda la filosofía materialista en su relación con el hombre. Pero ¿hemos de deducir de ella que todas las acciones del individuo son indiferentes, tal como se han apresurado a concluir algunos? Esto lo veremos ahora.

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