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Hemos visto ya que todas las acciones de los hombres (sus acciones conscientes y deliberadas; ya hablaremos después de los hábitos inconscientes) tienen un mismo origen. Las que se califican de virtuosas y las que se tachan de malvadas, la gran abnegación y la pequeña bellaquería, los actos que atraen y los que repugnan, todos brotan de una fuente común. Todos se ejecutan respondiendo a una necesidad de la naturaleza del individuo. Todas tienen como fin la búsqueda del placer, el deseo de eludir el dolor.

Hemos visto esto en la última sección, que no es más que un sucinto sumario de una masa de datos que podrían exponerse con más amplitud para apoyar este punto de vista.

Es fácil de entender que esta explicación despierte la indignación de los que aún siguen imbuidos de los principios religiosos. No deja espacio a lo sobrenatural. Rechaza la idea de un alma inmortal. Si el hombre actúa únicamente obedeciendo a las necesidades de su naturaleza, si es, digamos sólo un autómata consciente, ¿que quedará del alma inmortal? ¿Y de la inmortalidad, ese último refugio de los que han conocido demasiados pocos placeres y demasiados sufrimientos, y que sueñan con encontrar alguna compensación en otro mundo?

Es fácil comprender que los que se han educado en los prejuicios y tienen escasa confianza en una ciencia que tan a menudo les ha engañado, aquellos a quienes guía el sentimiento más que el pensamiento, rechacen una explicación que les arrebata su última esperanza.

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