Índice del libro La moral anarquista de Pedro KropotkinPresentación de Chantal López y Omar CortésCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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La historia del pensamiento humano recuerda el balanceo de un péndulo que tardase siglos en pasar de un extremo a otro. Tras un largo período de adormilamiento, llega el momento del despertar. Entonces el pensamiento se libera de las cadenas con que le habían atado cuidadosamente los interesados: gobernantes, abogados, clérigos. Rompe las cadenas. Somete a severa crítica todo lo que le han enseñado, y deja al descubierto el vacío de los prejuicios religiosos, políticos, legales y sociales en que ha vegetado. Empieza a investigar por nuevas vías, enriquece nuestro conocimiento con nuevos hallazgos, crea nuevas ciencias.

Pero los inveterados enemigos del pensamiento (el gobernante, el legislador y el sacerdote) se recobran pronto de su derrota. Gradualmente integran sus fuerzas desperdigadas y reestructuran su fe y su código de leyes para adaptarlos a las nuevas necesidades. Luego, aprovechando el servilismo de pensamiento y de carácter, que ellos mismos han cultivado tan eficazmente; aprovechando también la momentánea desorganización de la sociedad, aprovechando la pereza de algunos, la codicia de otros, las mejores esperanzas de muchos, vuelven subrepticiamente a su trabajo, tomando en primer lugar posesión de la infancia, através de la educación.

El espíritu del niño es débil. Es fácil moldearle mediante el miedo. Esto hacen ellos. Hacen al niño tímido, le hablan de los tormentos del infierno. Conjuran ante él los sufrimientos de los condenados, la venganza de un dios implacable. Al minuto siguiente le hablarán de los horrores de la revolución, utilizando algún exceso de los revolucionarios para hacer al niño un amigo del orden. El sacerdote le acostumbra a la noción de ley, para hacerle obedecer mejor lo que él llama ley divina, y el legislador perora sobre la ley divina para que la ley civil se obedezca mejor.

Y por ese hábito de sumisión, con el que tan familiarizados estamos, el pensamiento de la siguiente generación retiene este contenido religioso, que es al mismo tiempo servil y autoritario; pues autoridad y servilismo van siempre de la mano.

Durante estos intermedios de adormecimiento, raras veces se analiza la moral. Las prácticas religiosas y la hipocresía judicial ocupan su sitio. La gente no critica, se deja arrastrar por el hábito o por la indiferencia. No se apartan de la moral establecida ni se oponen a ella. Hacen lo posible porque sus acciones parezcan de acuerdo con sus profesiones. Todo lo que era bueno, grande, generoso o independiente en el hombre se enmohece, poco a poco; se oxida como un cuchillo desechado. La mentira se hace virtud, la rutina deber. Enriquecerse, aprovechar las oportunidades propias, agotar la propia inteligencia, el celo y la energía no importa cómo, se convierten en lemas de las clases acomodadas, así como de las masas de pobres cuyo ideal es parecer burgueses. Luego la degradación del gobernante y del juez, del clérigo y de las clases más o menos acomodadas se hace tan repugnante que el péndulo empieza a oscilar hacia el otro lado.

Poco a poco, la juventud se libera. Arroja por la borda sus prejuicios y empieza a criticar. Despierta otra vez el pensamiento, al principio entre unos cuantos: pero insensiblemente el despertar alcanza a la mayoría. El impulso está dado, la revolución sigue.

Y en todos estos casos se plantea de nuevo la cuestión moral. ¿Por qué he de seguir los principios de esta moral hipócrita? pregunta la inteligencia, liberada de los terrores religiosos. ¿Por qué ha de haber una moral obligatoria?

Luego los hombres intentan dar razón de ese sentimiento moral que les asalta de forma continua inexplicablemente. E inexplicable será mientras lo crean privilegio de la naturaleza humana, mientras no desciendan para comprenderlo a animales, plantas y piedras. Buscan la respuesta, sin embargo, en la ciencia del día.

Y si es que podemos aventuramos a decirlo así, cuanto más se hunde la base de la moral convencional, o más bien de la hipocresía que ocupa su puesto, más se eleva el nivel moral de la sociedad. Es sobre todo en estos períodos precisamente cuando los hombres lo critican y niegan, cuando más progresa el sentimiento moral. Es entonces cuando crece, cuando se eleva y perfecciona.

Hace años, la juventud de Rusia se hallaba apasionadamente agitada por esta misma cuestión. ¡Seré inmoral! decía un joven nihilista a su amigo, traduciendo así en acción los pensamientos que no le daban descanso. Seré inmoral. ¿Por qué no habría de serlo? ¿Porque así lo quiere la Biblia? La Biblia no es más que una colección de tradiciones babilónicas y hebreas, tradiciones recogidas y ordenadas como los poemas homéricos, o como se hace aún con poemas vascos y leyendas mongoles. ¿Debo retroceder pues a la condición mental de unos pueblos semicivilizados del Oriente?

¿He de ser moral porque Kant me hable de un imperativo categórico, de una orden misteriosa que llega a mí de las profundidades de mi propio ser y me obliga a ser moral? ¿Por qué este imperativo categórico ha de ejercer más autoridad sobre mis acciones que otros imperativos, que a veces pueden ordenarme que me emborrache? Se trata sólo de una palabra, nada más; como las palabras Providencia o Destino, inventadas para ocultar nuestra ignorancia.

¿O quizás deba ser moral porque lo diga Bentham, que quiere convencerme de que seré más feliz si me ahogo para salvar a un transeúnte que se ha caído al río que si me limito a ver cómo se ahoga?

¿O quizás porque ésa ha sido mi educación?

¿Porque mi madre me enseñó moral? ¿Debo entonces ir a una iglesia y arrodillarme, honrar a la reina, inclinarme ante el juez que sé que es un bribón, simplemente porque nuestras madres, nuestras buenas madres ignorantes, nos han enseñado esos absurdos?

Tengo prejuicios, como todo el mundo. ¡Intentaré librarme de mis prejuicios! Aunque la inmoralidad sea detestable, me obligaré a ser inmoral, como de niño me obligué a superar el miedo a la oscuridad, al cementerio, a los fantasmas y a los muertos ... cosas todas ellas que me habían enseñado a temer.

Seré inmoral para destruir ese arma de la que ha abusado la religión, haré, aunque sólo sea para protegerme contra la hipocresía que nos han impuesto en nombre de esa palabra hueca llamada moral.

Así razonaba la juventud de Rusia al romper con los antiguos prejuicios, y desplegar esta bandera de filosofía nihilistas, o más bien anarquista: no doblar la rodilla ante ninguna autoridad sea la que fuere, por muy respetada que sea; no aceptar ningún principio que no esté avalado por la razón.

Hemos de añadir que, después de tirar a la papelera las enseñanzas de sus padres, y de quemar todos los sistemas morales, la juventud nihilista desarrolló en su seno un núcleo de costumbres morales, infinitamente superior a todo lo que habían practicado sus padres bajo el control del Evangelio, de la Conciencia, del Imperativo Categórico o de la Ventaja Reconocida de los utilitarios. Pero antes de contestar a la pregunta ¿Por qué he de ser moral? veamos si la cuestión está bien planteada; analicemos los motivos de la acción humana.

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