Índice de Amor y matrimonio de Pierre Joseph ProudhonCAPÍTULO PRIMEROCAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha

AMOR Y MATRIMONIO

PIERRE JOSEPH PROUDHON

CAPITULO SEGUNDO

PRIMERAS MANIFESTACIONES DE LA JUSTICIA MATRIMONIAL


De todas las partes de la ética, la que ha hecho divagar más a los autores es, sin disputa, el matrimonio.

La variedad de las costumbres, siempre tan instructiva; el hecho tan curioso de que resulten tan contradictorias; todo lo que debía facilitar la solución del problema, es precisamente lo que desorienta a los doctos; y uno queda estupefacto al ver los apuros que pasan personas ciertamente inteligentes para hacer patente su ignorancia acerca de ese tema.

¿Puede concebirse que haya filósofos, que habiendo de deducir la ley de toda suerte de fenómenos, comiencen por declarar que los fenómenos están desprovistos de sentido, los borren de un plumazo y substituyan a la causa de las cosas, las vanas fantasías de su filogenia?

Puesto que hemos resuelto pedir las leyes de la moral, no a especulaciones arbitrarias o a sentimentalismos más ciegos aún, sino a las manifestaciones comparadas de la espontaneidad universal, hemos debido suponer y suponernos a priori, que esas manifestaciones son el producto de las mismas leyes que buscamos, las cuales tienen por expresión la serie de fenómenos.

Actuando con los principios de nuestra filosofía, hemos observado que la humanidad, por medio de largos y dolorosos tanteos, avanza hacia una constitución general cuyas principales partes hemos tratado de determinar. Así como hemos supuesto y demostrado luego por ese medio de observación que existe en la sociedad una constitución de la propiedad, una constitución del trabajo, una constitución del Estado, una constitución de la opinión pública, etc., suponemos aún, y demostraremos, que existe una constitución del matrimonio y de la familia; constitución que, naturalmente, no se ha revelado de pronto en toda su profundidad, pero que comenzó a revelarse en las primitivas manifestaciones de la sexualidad, que luego se desprende poco a poco de las formas prácticas del amor y del matrimonio aceptadas en todas las naciones.

¿Por qué se habla ahí de prejuicios? Se sorprenden de que habiendo negado yo de un modo tan enérgico la propiedad, el gobierno, la religión, haya conservado siempre un cierto respeto al matrimonio, que de todos los prejuicios se considera el menos respetable, y que, dicho sea de paso, es el menos defendido por la democracia moderna.

Pero todo es prejuicio en las instituciones humanas, es decir, juicio provisional, prac judicatum, hasta el día en que la ciencia, examinando las leyes y desbrozando las ideas, convierte el prejuicio en verdad positiva, o lo rechaza definitivamente. ¿Se trata, pues, de acatar sin examen el prejuicio establecido? No por cierto, y no se me repudiará jamás haber dado un ejemplo semejante. Pero recusar el prejuicio, sin examinarlo, es el más absurdo de todos los prejuicios, ya que suponer efectos sin causa, fenómenos sin realidad, tendencias sin finalidad, existencias sin motivo, es la negación de las leyes de la inteligencia.

El prejuicio de la familia y del matrimonio, existe; es universal y parece indestructible; es dado a priori por la generación, la diferencia de los sexos, el amor y todas las analogías de la Justicia; forma con la sociedad un todo solidario. Hay, pues, algo debajo de ese prejuicio, y toda nuestra filosofía sólo puede aplicarse a determinar con la mayor exactitud posible ese algo.

Pasemos, pues, sin más trámite, al examen de los hechos, testigos más o menos exactos, pero auténticos del pensamiento universal acerca de la constitución del matrimonio. Una primera ojeada al ser humano, a su renovación por la generación, a su sexualidad, a su inclinación al amor, a la necesidad de una nueva intervención de la Justicia, nos ha permitido plantear el problema: veamos cómo lo ha juzgado la práctica de las naciones. Seria mucha desgracia no acabar por descubrir una parte de la verdad.

¿Cuál es, por de pronto, la finalidad, por lo menos aparente del matrimonio?

Según todo el mundo, y considerándolo sólo externamente, el matrimonio tiene por finalidad servir a estos tres grandes intereses: el amor, la mujer y la progenitura. Es la opinión unánime de todos los autores, se deduce de todas las leyes y de todas las costumbres; nada indica que los primeros institutores del matrimonio hayan tenido otra idea. Sigamos ese camino.

El amor. No tengo la pretensión de enseñar gran cosa a mis lectores acerca de este punto: no hay adolescente que, al salir del Instituto, no se crea maestro en la materia, ni bachillera que no se alabe de poder dar lecciones de ello a su abuelo. Contentémonos, pues, para los fines de la discusión con representarlo por de pronto tal cual es, y como todos lo hemos sentido; después veremos en qué puede convertirse.

El amor es un movimiento de los sentidos y del alma, que tiene su principio en el celo, fatalidad orgánica y repugnante, pero que, transfigurado en seguida por el idealismo del espíritu, se impone a la imaginación y al corazón como el mayor y el único bien de la vida; un bien, sin el cual la vida sólo aparece como una larga muerte.

Bajo uno y otro aspecto, sea que lo consideremos como efecto de la potencia generatriz, sea que lo enlacemos con el ideal, el amor se halla por completo desligado de la voluntad del que lo siente: nace espontáneamente, indeliberadamente, fatalmente. Llega sin que nos demos cuenta, a pesar nuestro; todo le sirve de vehículo o, como decían los antiguos, de flecha: juventud, belleza, talento, la voz, el andar, y no sé qué afinidades secretas, que, por otra parte, tienen mucha menos existencia en la realidad que en la novela. Dejo a un lado la virtud, la admiración de la cual produce entre el hombre y la mujer un sentimiento de otra naturaleza y, como consecuencia, transfigura el amor otra vez.

El amor, dado así por la naturaleza y por el ideal, y hasta que la Justicia le asigna un nuevo destino, sólo tiene un fin, la reproducción. Es un drama que sólo se representa una vez, y cuya evolución se divide en dos períodos opuestos: uno de ascenso o deseo, otro de satisfacción y de aminoramiento.

Durante el primer período, el alma, entregada a la alucinación de una voluptuosidad inefable, sedienta de lo que ella llama su bien soberano jadeante, se absorbe, se confunde con la persona del ser amado. Está pronta a sacrificarse por ella, se hace su esclavo, la llama su divinidad.

Todo enamorado es un idólatra, y ha perdido la posesión de sí mismo: sueña con una unión íntima, continua, inviolable, eterna, abismado en la soledad, lejos de los hombres y de las cosas. Así es el amor, tal cual lo sienten los jóvenes, a menos que una precoz experiencia, o sÓrdidos cálculos, no los hayan depravado; tal cual los poetas y novelistas gustan pintarlo, para enardecer, decepcionar y más o menos pronto depravar a esa juventud.

Pero no permaneceremos mucho tiempo en ese séptimo cielo. Los amantes se poseen: el cuerpo ha gozado, la carne está satisfecha, el ideal desaparece. Se declara un movimiento inverso tan fatal como aquél; ha comenzado el período de desencanto. En vano la imaginaciÓn se esfuerza para sostener el alma en el éxtasis, el juicio reaparece y se sonroja; la libertad, en lo más profundo de la conciencia, hace oír su risa irónica; el corazón se siente libre; la realidad y sus consecuencias, embarazo, parto, lactancia, empalidecen el ideal: ¡feliz quien, en la necesidad de recuperarse, no se ve empujado hasta el odio y el asco! Efecto inevitable de la posesiÓn, que desola a la mujer más lenta a serenarse y hace que crea en la infidelidad, en la traiciÓn y la libra en cuerpo y alma al ser amado; al mismo tiempo comienza para el hombre un período de libertinaje, que lo vuelve incrédulo, y hace que los sexos calumnien el amor que ya no puede más. Es el eterno tema de las elegías y lamentaciones amorosas, a las cuales conceden todas las literaturas un gran espacio, tema que ya sería hora de abandonar por harto manoseado; pues, verdaderamente, después de Ariadna abandonada y de los mitólagos, no se ha dicho nada absolutamente nuevo.

Es verdad que en el hombre, teniendo el privilegio de sobrevivir a su propia generación, el amor es capaz de una serie de reposiciones, como si el amante feliz, al volver a la vida, resucitase también el amor. Pero esas reposiciones no igualan jamás en cualidad y potencia la primera explosión y disminuyen progresivamente: de energía pasional e ideal. Al entusiasmo primitivo, sucede una experiencia de voluptuosidad, y un prurito de los sentidos que de momento hacen ilusión, pero que pronto degeneran en una costumbre tiránica y se truecan en disolución. Entonces, al caer de continuo el ideal, se apodera del corazón una vaga inquietud; el alma, después de haber amado tanto, se siente vacía; y de pronto, sin premeditación, sin pensar nada malo, el más virtuoso de los amantes se sorprende en delito de infidelidad; ha descubierto en otra mujer un nuevo ideal.

La inconstancia en amor está en su misma naturaleza, y todo hombre, sin excepción, la experimenta. Sólo que esa inconstancia es más o menos tardía en declararse, sea que la cualidad superior del ser querido o la escasez de los contactos carnales mantenga el ideal más o menos tiempo. Pero cometida la primera infidelidad, la repetición resulta obligada para el amor; y cuanto más se renueva el ideal, más intensa se vuelve la lubricidad.

Puede juzgarse según eso del valor de ciertos personajes elogiados por la literatura del día, como los héroes del amor y del ideal; por ejemplo, don Juan y Lüvelace. Aun prescindiendo de la moral, esos seres son héroes de imbecilidad. Por lo que toca al amor y al ideal, la potencia no se halla en la variación, sino en la persistencia y en la exclusión; y no es necesario repetir los motivos.

Siendo la mujer menos activa en amor que el hombre, y recibiendo más de lo que gasta, se muestra más constante, sin hablar de esa otra consideración que hace que el ser más débil se ligue al más fuerte, y la madre, al autor de su maternidad. De ahí que los casos de poliandria sean infinitamente más raros que los de poligamia, y que la depravación que nace de la inconstancia parezca ser más rápida y más profunda en la mujer. He aquí el amor tal cual se produce en nosotros por el desarrollo de la facultad generatriz y la exaltación idealista, exento de la palabrería y de la teatralidad con que lo adornan los novelistas y poetas; fuente de felicidad, si hay que creer a la aspiración de nuestros corazones y el testimonio dudoso de un pequeño número de elegidos; océano de dolores, si hemos de atenernos a la experiencia de la multitud de quienes aman: en cualquier caso, la más potente de las fatalidades, cuya fuerza puede obscurecer nuestra razón, afligir la conciencia y encadenar el libre albedrío.

Más adelante hablaré más extensamente de la Mujer, cuyo matrimonio tiene oficialmente por finalidad, en segundo lugar, reglamentar su condición en la familia y en la sociedad. Baste decir por el momento que, a causa de su debilidad, todas las legislaciones le asignan un rango inferior, y que su dote, proceda de su padre o de su marido, se confía al cuidado del hombre.

En cuanto a los hijos, tercero y último motivo alegado por los legistas a favor de la institución matrimonial, sólo hay, si así puede decirse, un grito contra esos pequeños desdichados. Para los esposos son una carga, y antes, durante y después del parto, significan un estorbo para el amor; estorbo que sus inocentes caricias están lejos de compensar. Pues la progenitura es odiosa al amor propiamente dicho, y no es raro ver a los animales y a los hombres librarse de ella, cuando la lubricidad ingeniosa no ha sabido evitarlos.

Ante esas dificultades, procedentes, sea del inevitable declive del amor, sea de la debilidad molesta de la mujer y de la fragilidad de sus atractivos, sea, en fin, del sostenimiento más gravoso todavía de los hijos; en presencia de ese cansancio inevitable, de ese error humillante, de esa depravación inminente, de esa tiranía del más fuerte que aguarda a la mujer, de ese peligro que va a pesar sobre una pobre progenitura, se adivina cuál ha debido de ser en todas las épocas el secreto anhelo del corazón humano y lo que ha dado nacimiento a la institución mística del matrimonio.

El amor: se desea recíproco, fiel, constante, siempre igual, siempre adicto, siempre ideal. La mujer: ¡qué hermosa criatura si no costase nada, si a lo menos pudiese bastarse a sí misma, si con su trabajo pudiera pagarse sus gastos!

Los hijos: se pasaría por ellos, si no echasen a perder la madre, si no dificultasen el amor y sus placeres, si más tarde pudiesen devolver a sus padres todo lo que les han costado.

La institución del matrimonio tiene precisamente por objeto satisfacer ese triple deseo: es un sacramento en virtud del cual: 1°, el amor, de inconstante que lo ha hecho la naturaleza, se convertirá en fijo, igual, durable e indisoluble; sus intermitencias serán aminoradas; su vitalidad, más sostenida; 2°, la mujer, no obstante su escasa utilidad, se convertirá en un auxiliar útil; 3°, la paternidad, tan costosa, será la extensión del yo, el orgullo de la vida y el consuelo de la vejez.

El matrimonio, en fin, tal como lo ha concebido la generalidad de los legisladores, es una fórmula de unión por medio de la cual se concederá a los esposos el dominio sobre el amor: esa temible fatalidad, nacida de la carne y del ideal; la mujer adquirirá un valor económico, y los hijos serán ofrecidos como una bendición y una riqueza.

¿Es eso serio?

La garantía que el matrimonio pretende ofrecer contra las debilidades del amor, aun suponiéndola eficaz, significaría su desnaturalización. Supone, en efecto, que el amor no tiene sólo por objeto servir a la generación, que ha de tener otra finalidad, sea de pura voluptuosidad, sea de suprema moralidad: dos cosas que, según parece, le repugnan.

En cuanto a la mujer, el cálculo fundado en su capacidad productiva es de lo más falso, como se verá: la mujer es un mal asociado que cuesta por término medio mucho más de lo que produce, y cuya existencia sólo descansa en el sacrificio perpetuo del hombre.

No se me hable de los frutos del amor; según la naturaleza que preside su procreación, la ingratitud es lo que más les caracteriza. El amor, como dice muy bien el proverbio, no puede renovarse.

No obstante, no prejuzguemos nada, ni aún contra el prejuicio. La humanidad no procede como los filósofos por inducciones y silogismos; se afirma con actos de conjunto y de detalle, sin tomarse la molestia de escribir el motivo de aquéllos en la arena de los ríos o en la corteza de los árboles, y dejando a los sabios el cuidado de comprenderla y justificarla. Sigámosle, pues, y sin asombrarnos de su marcha enigmática recojamos sus declaraciones a medida que se producen. ¿En nombre de qué poder pretende el matrimonio domar el amor, salvar al hombre del hastío de la posesión, de las tribulaciones de la carne y del eclipse del ideal; proteger luego a la mujer desflorada, y asegurar la existencia de los hijos? En nombre de la justicia. Si el amor, como hemos dicho antes, es más fuerte que la muerte, a su vez la Justicia será mas fuerte que el amor: ese es el alcance del matrimonio. Es lo que en primer lugar resulta de las cláusulas, formalidades y ceremonias matrimoniales, tal como se ven practicar, o tienden a practicarse en todos los pueblos, y cuya substancia puede resumirse en los artículos siguientes:

El matrimonio no se subordina a la inclinación amorosa; ésta no se descarta, pero se considera sólo de segundo orden.

El consentimiento de las familias se pide al mismo tiempo que el de los esposos.

Se hace actuar de testigo a la Sociedad, primero de los esponsales, luego de la boda.

Se realiza la boda mediante una solemne ceremonia religiosa convirtiéndose en un sacramento.

Por ese acto sacramental, incompatible por su naturaleza con toda idea de poligamia y de divorcio, los esposos se juran recíprocamente un amor inviolable y perpetuo.

El marido promete protección y afecto; la mujer, obediencia.

Así unidos bajo los auspicios de la familia y de la ciudad, los esposos forman entre ellos y sus futuros hijos un todo jurídico y solidario, embrión, imagen y parte integrante de la gran Sociedad, cuyo destino queda así ligado al de la familia.

Observaciones. La cohabitación sigue al matrimonio; pero al igual que el amor, que la hace deseable y la embellece, sólo es un accesorio del que los esposos tienen el derecho de usar o no, según su conveniencia.

En cuanto a las estipulaciones de interés, a lo que se llama contrato de matrimonio, aunque tengan su principio en el matrimonio, y que le sirvan de expresión en lo externo; aunque el matrimonio no pueda existir sin una cierta comunidad de fortunas, y de obligaciones, de dolores y de alegrías, consortium, aunque las sociedades civiles hayan sido formadas según el tipo de la familia, como pueden existir convenios parecidos entre hombres y mujeres sin el matrimonio, tales estipulaciones no caracterizan el matrimonio en mayor grado que el amor o la cohabitación.

El matrimonio, en una palabra, es una constitución sui generis, formado a un tiempo en su fuero exterior por el contrato, y en el fuero interno por el sacramento, y que muere tan pronto como uno u otro de esos dos elementos desaparece.

Lo que sorprende en esa institución misteriosa es, sobre todo, no me cansaré de repetirlo, la pretensión declarada sin rebozo, de colocarlo, según la expresión de la ley romana, in manu, es decir, bajo la dependencia y la autoridad de una pareja conyugal, y eso por medio de una suerte de evocación religiosa, un exorcismo que limpia el amor de toda lascivia y decadencia, lo eleva por encima de sí mismo, y hace de él un sentimiento sobrenatural.

Dejo a un lado el detalle de los ritos que, en cada país, y en cada localidad, preceden, acompañan y siguen la solemnidad del matrimonio; los hay que emocionan, otros, son raros, ridículos y obscenos. Paso asimismo en silencio las diversas interpretaciones que se dan al sacramento, sea por lo que respecta a la autoridad marital, sea en cuanto a las prerrogativas de la mujer, a los honores debidos a la madre de familia, etc. A través de la variedad infinita de las costumbres, una cosa resalta constantemente, a saber: el propósito de someter el amor por medio de la religión, y como necesaria consecuencia de volver al marido (no obstante su prepotencia orgullosa, que se tiene cuidado de reconocer), siempre atento con su mujer, y a la mujer, no obstante los infortunios que la aguardan, siempre amable con su marido.

¿Es esa, pues, una idea que había que colocar entre las supersticiones, y que no merece ocupar al filósofo, como si se tratase de encantamientos, filtros amorosos, o talismanes que hacen invulnerable o invisible?

No nos apresuremos, digámoslo una vez más, a hacer semejante condenación. La religión es esencialmente adivinadora: es una mitología del derecho. Luego el matrimonio, es antes que nada un acto religioso, un sacramento; diré más, salvo interpretación, que no es otra cosa que eso. ¿Por qué no suponer también, como lo he dado a entender, que el matrimonio es de todas las manifestaciones de la Justicia la más antigua, la más auténtica, la más santa? Nuestra experiencia de la vida es ya larga; pero hemos reflexionado tan poco, que la ciencia de nosotros mismos es casi nula. ¿Qué sabíamos ayer de la economía social, de la constitución del Estado, de la organización del trabajo, de la educación de la inteligencia, de la libertad, del progreso? ¿Qué sabíamos de la propia justicia? Nuestras primeras luces sobre todas esas materias datan de la Revolución francesa. ¿Por qué privilegio habíamos de estar mejor y más pronto orientados acerca del matrimonio?

Digo, pues, y esta es mi afirmación fundamental, que nos hallamos ante una creación de la conciencia de un nuevo género, creación que tiene por fin, no sólo libertar la dignidad humana del doble fatalismo de la carne y del ideal, sino hacerlos servir conjuntamente a la consolidación de la justicia, tanto en el fuero interno como en el externo.

Prosigamos ahora, y sin más digresión, nuestras indagaciones.

Al principio, es sobre todo de la mujer que se preocupa el institutor del matrimonio. Para ella la ceremonia nupcial se convierte en una consagración que la hace santa, santissima conjux, dice Virgilio, inaccesible, bajo pena de sacrilegio, a toda otra persona que no sea su esposo. La recíproca no existe, por lo menos en igual grado para el marido; lo hemos visto por el derecho concedido por Moisés al dueño de la joven esclava, sobre ésta, derecho reconocido por toda la antigüedad. Mientras el trato carnal de una mujer de condición libre con un esclavo parecía monstruoso y se castigaba con la última pena, el hombre gozaba de una suerte de privilegio con respecto a la esclava a que se dignaba honrar con su favor.

Así el adulterio de la mujer y la seducción intentada respecto a ella han sido en todas partes objeto de una represión enérgica.

Por lo demás el lector comprenderá que no entiendo justificar el libertinaje del hombre con la especie de prerrogativa o de tolerancia que generalmente le han reconocido las leyes, o, en defecto de las leyes, las costumbres. Sólo hago constar ese hecho cuyo alcance es mayor de lo que parece de momento; a saber, que en opinión de todos los pueblos el matrimonio se ha instituído principalmente imponiéndose en el interés de la mujer; que, bajo el doble aspecto de la economía y del amor, el hombre pierde en ese contrato más de lo que gana, y las restricciones de que se hace objeto la libertad de la esposa, el retiro que se le impone, las penas a veces atroces con que se castiga su infidelidad, se han de considerar menos como un abuso de fuerza, que como una compensación del sacrificio marital y una venganza de la ingratitud de su mitad.

Sin duda una práctica mejor entendida de la vida conyugal, serenará a la pareja matrimoniada y establecerá el equilibrio; pero no neguemos lo que en seguida salta a la vista de todo el mundo: el sacrificio enorme que hace un hombre de su libertad, de su fortuna, de sus placeres, de su trabajo, el riesgo en que pone su honor y su sosiego, a cambio de la posesión de una criatura de la que, antes de dos años, antes de seis meses tal vez (me refiero desde el punto de vista del amor propiamente dicho), se habrá hastiado. ¿Cómo, pues, el hombre es conducido a ese pacto en que su preponderancia se hace sierva de la debilidad, en el que, mientras él cree poseer y gozar, es él, en realidad, quien es poseído por no decir explotado? ¿Cómo ese señor soberbio se hizo legislador y garante de tal contrato? ¿Qué esperaba de él? ¿Qué halla en él? He aquí lo que los partidarios de la igualdad de los sexos debieran al menos indicarnos, antes de ensañarse contra quien no cometió más crimen que abdicar de su fuerza, inventando para la mujer el matrimonio.

En todos los actos, sea de su vida privada, sea de su vida pública, el hombre tiende a poner a salvo su dignidad, consiguientemente a realizar en él y fuera de él la Justicia.

En las relaciones amorosas habrá, pues, siempre en un grado tan débil como se quiera, una tendencia al matrimonio, a la consagración del amor por el honor y el derecho; y esa tendencia, proporcionada al ideal inspirado por el objeto amado, adquirirá su máximo de intensidad en el momento que precede a la adquisición.

Aquí comenzamos a entrever el motivo secreto que conduce el hombre al matrimonio, motivo que va ya a explicarnos dos cosas: la primera, porque el matrimonio tiene en su origen un carácter aristocrático; otra, porque los antiguos tenían por menos indigno que ahora el concubinato y el amor vulgar.

El matrimonio es aristocrático por su institución; no se le halló en los insulares de Oceanía que vivían cuando fueron descubiertos, en una igualdad edénica. Además, en los pueblos en que el matrimonio se halla ya establecido, pero donde la esclavitud y la poligamia existen todavía, hay que distinguir entre la esposa y la concubina; la primera de nacimiento libre, es decir, noble; la otra de condición servil o plebeya. De ahí una diferencia radical de prerrogativas: sólo hay esponsales para un contrato, boda legítima, privilegios y derechos, y por encima de todo, el respeto de la ciudad para la esposa. En cuanto a la concubina, después de haber servido de placer a su propietario, vuelve a ser su sierva, le sirve de camarera, de panadera, de perfumista, como se dice en el Deutéronomo a propósito del estatuto real con que amenaza a los israelitas. En el Decálogo se prohibe con un solo mandato desear ni la mujer ni la sierva (concubina) del prójimo. Pero las consecuencias de la infracción son bien diferentes, según que la mujer sea libre o sierva, esposa o favorita. En el primer caso, pena de muerte; en el segundo, pena de apaleamiento.

Pero en ninguna parte ese espíritu aristocrático se muestra con más fuerza que en las ceremonias del matrimonio romano, según la clase social a que pertenecían los esposos.

Había por de pronto el confarreatio, o banquete sagrado, único modo de consagración conocido en los primeros tiempos, y cuyo uso fué en seguida reservado a los patricios; luego vino la coemptio o la venta establecida por Servius Tullius para la legitimación de las uniones plebeyas; en fin, el usucapio, posesión de un año y un día, cuando la mujer era extranjera sin padres que pudiesen entregarla. En el fondo, esas tres formas de matrimonio producían los mismos efectos en cuanto al fuero externo, para la mujer y los hijos. Pero faltaba mucho para que tuviesen en la opinión pública el mismo valor por lo que toca a la parte más delicada; del sacramento, a saber: la dignidad del amor, la honorabilidad de la mujer, la santidad del lecho conyugal, en otros términos, el fuero interno. Apenas si la orgullosa matrona admitía que hubiese honestidad en la plebeya casada por medio de una venta ficticia; con mayor motivo en la extranjera, tomada, por decirlo así, a prueba, expuesta a ver la prescripción anual, su única esperanza interrumpida por un capricho de su posesor.

No era bastante para la dignidad de la matrona ser casada, y observar los deberes del matrimonio; era preciso haberlo sido según el rito sagrado, justificación superior a la convención civil, per acs et libram, tanto como la misma religión se halla colocada por encima del interés. La idea era elogiable, pues venía de un sentimiento exquisito del honor de la mujer y de la dignidad del matrimonio; las severas patricias tenían razón en el fondo; sólo se equivocaban en la forma. ¿Esa virtud de justificación que se pedía a la confarreatio, acompañándola de preces y sacrificios, esa legitimación del fuero interno dependía, pues, de una fórmula material de algunas fórmulas de plegaria? El buen sentido repugna semejante fetichismo, y el legislador latino, de acuerdo con la opinión pública, procuró remediarlo. La confarreatio, que no era protegida por ninguna razón aparente cayó, poco a poco, en desuso; es el destino de todo simbolismo inexplicado; la coemptio desapareció a su vez por una causa parecida; y por lo que se refiere al usucapio, elevándose de un grado, el consentimiento público de las partes bastó al fin para la validez del matrimonio.

Es por odio a ese espíritu aristocrático que Platón, en su RepÚblica, abolió el matrimonio, e hizo las mujeres comunes. En opinión suya no las envilecía, sólo que como no distinguía en la diferencia de los sexos ningún pensamiento jurídico y social, como sólo veía en la mujer un instrumento de reproducción y de placer, se decía que ella caía bajo el dominio de la República, ni más ni menos que la industria y la propiedad, y así como había degradado al hombre de la dignidad patricia, destituía también a la mujer de la nobleza que le es propia: el matrimonio. Así lo quería la razón de Estado de su República comunista, concebida con un espíritu de represión de la personalidad antigua, cuya exageración se había convertido en un peligro para Grecia.

Pero si la civilización tiende a la igualdad, rehuye toda decadencia. La legislación de los emperadores, y, más tarde, el cristianismo, conservaron el matrimonio e hicieron el rito uniforme; bajo ese aspecto al menos, toda mujer casada se ennoblece y puede llamarse aristócrata.

Si la causa eficiente del matrimonio, o sea el elemento jurídico que tiende a introducirse entre el hombre y la mujer para santificar su amor y transformar, en un interés superior, su unión; si, digo yo, ese elemento reside esencialmente en el corazón de la humanidad, en la conciencia común del esposo y de la esposa, y si el rito nupcial, público, solemne, no tiene otro fin que darle, con la autenticidad, el impulso y la vida, es evidente que algo de ese elemento, de su acción, de su influencia debe hallarse en todo amor no consagrado por la ley, a que el hombre y la mujer pueden entregarse libremente. Siempre brillará un rayo de la Venus Urania en las tinieblas de la Venus cenagosa: el hombre, haga lo que haga, no puede renegar de su alma. Más humana, en ese aspecto que no nos ha hecho el cristianismo? la antigüedad tuvo conciencia profunda de ese hecho, y, mientras elevaba la dignidad matrimonial, trató, por sus costumbres y sus instituciones, de elevar la indignidad del amor libre.

Aparte el matrimonio aristocrático y solemne, los griegos admitían un concubinato para los casos en que el matrimonio se consideraba impracticable por una razón cualquiera, concubinato que nada tenía en sí de degradante, aunque la mujer no tuviese derechos legales, y que sus hijos no fuesen considerados legítimos. La mujer de compañía, hetaira, no era considerada infame; privada de los honores de la esposa, en ocasiones la superaba por la fidelidad, la castidad y el sacrificio.

La famosa Briseida, causa inocente de la querella entre Aquiles y Agamenon, era como Criseida la hija del gran sacerdote, convertida de cautiva en hetaira. ¿Qué más tierno, más casto, que las lágrimas de esa muchacha, cuando se ve raptada de su Aquiles, el dueño de su corazón y de su persona? Comparad su despedida, con la de Andrómaca, la esposa legítima de Héctor, y hallaréis en la diferencia de los cantos del poeta, la diferencia de condición de las dos mujeres; pero nada que traduzca la menor idea de envilecimiento. Alcíbiades, refugiado en Asia, vivía con una hetaira cuando fué asesinado: sabido es con qué piadoso cuidado recogió aquélla el cuerpo de su amigo y le hizo las últimas exequias. Los diez mil de la famosa retirada, llevaban cada uno su mujer de compañía. Esas mujeres los seguían en las marchas y en los campos de batalla, preparaban sus comidas, curaban sus heridas y les prestaban todos los servicios de esposas atentas y fieles.

Aspasia, a la que calificamos injuriosamente de cortesana, era la dama de compañía de Pericles. Aristóteles, Platón, los filosófos, en general estaban unidos por lazos semejantes; jamás se le ocurrió a un griego ver en ello motivo de crítica y calumnia.

La idea de que la condición de la hetaira, ennoblecida por la poesía y por la historia, no era incompatible con una cierta dignidad, inspiró al emperador Augusto, cuando al hallar a los romanos hostiles al antiguo conjugium, dió un título legal al concubinato, y elevó a la altura de una institución pública esas uniones libres que la gravedad de los viejos patricios había rechazado siempre y que multiplicaba la decadencia de las costumbres republicanas. M. Troplang, en su obra De la influencia del cristianismo sobre el derecho civil de los romanos, al acusar a ese emperador de haber precipitado la disolución de las costumbres, ha despreciado por igual la historia y el corazón humano.

El matrimonio, por causas que es fácil adivinar, y, no obstante, las facilidades que ofrecía el divorcio, con tanta largueza practicado en los últimos tiempos de la República, se había vuelto oneroso desde todos los puntos de vista; ello motivó que muchos se acogieran a reuniones en que la libertad, el amor y la economía se hallaban mejor. Augusto regularizó esas nuevas costumbres, creando, por decirlo así, el estado civil del concubinato, y, según mi opinión, hizo una cosa moral. Era el matrimonio que renacía bajo otro nombre: no había más que dejar al tiempo que operase.

Lo que diferenciaba el concubinatus del matrimonio legítimo, llamado justae nuptiae, es que por aquella suerte de matrimonio, el hombre no tomaba la mujer con que se casaba para tenerla a título de legítima esposa (justa sexor), sino que la tomaba a título de mujer y concubina. Los hijos que naciesen de ese matrimonio no tenían los derechos de familia, no eran justi liberi; pero, no obstante, tampoco eran bastardos. Los llamaban liberi naturales. Llamaban nothi y spurii los nacidos ex scorio y de uniones prohibidas (Pothier, Contrato de boda).

Bajo el emperador Justiniano el concubinato todavía no estaba abolido y se permitía tener una concubina. (Merlin. Resumen de jurisprudencia).

(Véase también Digesto, t. XXV, tít. VII. De las concubinas. Aulu Gelle. Noches áticas, libro IV, cap. III).

El hombre casado no podía tener concubina; la mujer con la que tenía trato era llamada pellex.

Virgilio, en su Dido, me parece haber hecho también alusión a la costumbre homérica del hetairado, y opino que es comprender muy mal a ese poeta, comparar los amores de la reina de Cartago con los de una pecadora de nuestro tiempo. Virgilio, no obstante, más severo que Augusto, se guardaba, bien de ennoblecer el concubinato, y si presentó a Dido tan tierna, fue para elevar otro tanto el pudor matronal representado por Lavinia. La Eneida era el canto del derecho romano, como la Ilíada y la Odisea habían sido el canto del derecho griego; por consiguiente, una obra de alta moralidad pública. Las conveniencias épicas no permitían a Virgilio ni dejar creer que ponía el concubinato al nivel del matrimonio, ni entregarse a una descripción erótica, que no hubiese hallado excusa en la conciencia pública.

Observad por de pronto que Juno, la casta y severa diosa, preside la unión clandestina de Dido, unión que aquélla se propone cambiar en un matrimonio formal y legítimo:

Connubio jungam stabili propiamque dicabo; que las ceremonias nupciales son llevadas a cabo en la montaña por las ninfas; que Mercurio enviado a Eneas para hacerle romper su compromiso es tratado de Vir uxorius, marido sometido a su mujer; que el mismo Eneas, antes de ese mensaje no hubiese deseado más que ponerse junto a Dido, y unir la fortuna de Troya a la de Cartago. Dido, por otra parte, así lo había esperado; ella había visto y debido ver en esa consumación tan rápida una prenda de la solemnidad esperada; ella dice formalmente:

... Nec te data dextera quondam ...
Per connubia nostra, per incoeptos hymenacos ...
Hoc solum nomen (hospitis) quoniam de conjugue restat
.

¿Qué responde Eneas a todo eso? Objeta la orden de los dioses, el destino de su nación a la que es prometida Italia; niega que haya hablado jamás a Dido de matrimonio, y que haya venido con la intención de fusionar las dos naciones:

... Nec conjugis unquam
Praetendi taedas, ant hacc in faedera veni
.

Y esa derogación, que en nuestras costumbres sería un acto de deslealtad, y para una mujer el peor de los ultrajes, nada tiene de contrario al pudor y a la probidad antiguas. Por parte de Eneas no hay más ofensa que mala fe o ingratitud.

¿Dónde está, pues, la falta?, se preguntará, pues, sobre este punto, Virgilio es contundente.

Conjugium vocat, hoc praetextit nomine culpam.

Dido es quien tiene toda la culpa: ésta consiste en que siendo viuda de príncipe y reina y teniendo tantos derechos a la unión legítima, no le era permitido realizar una unión secreta, al modo de una Berenice o de una madame de Maintenon y de preludiar el matrimonio con los goces del hetairado. Sus quejas, exhaladas con la violencia de la pasión y del despecho, son las de una compañera sacrificada, no las de una mujer engañada; a ese respecto está tan lejos de apreciar su falta como lo harían hoy día, que lamenta no tener al menos un hijo de esa unión pasajera.

... Si quis mihi parvulus aula
Luderet AEneas
;

Idea que, con seguridad, no se le ocurriría jamás a una libertina.

Además, he dado a conocer en otra parte la razón política y social de ese episodio de la Eneida. Virgilio, al admitir con Homero, Platón y con el mismo Augusto, una cierta honorabilidad en el concubinato, ha querido, sobre todo, glorificar el matrimonio romano, y censurar, en consecuencia, la degradación de la majestad imperial de que se hizo culpable Antonio por su concubinato con Cleopatra. No olvidemos que el triunviro, después de haber repudiado a Octavia, para tomar la reina de Egipto, responde a disgusto:

¿Qué mal hago? Cleopatra es mi mujer. ¿Puedes decir lo mismo de Tertulla, de Terentilla y de tantas otras que tú cortejas contra todo derecho y todo pudor?

Aproximadamente cien años después de la lectura que Virgilio hizo de su poema en presencia de Augusto y de Octavia, la mujer abandonada de Antonio, la tragedia de la fundadora de Cartago y del héroe troyano se representaba al natural entre Tito y Berenice, cuyo concubinato, no el amor seguramente, escandalizaba tanto al soldado romano. En una época en que el matrimonio solemne caía tanto en desuso, la cualidad de concubino o hetaira era un paso hacia la dignidad de esposa: esa transición, que nuestra civilización rechaza, me parece ser, después de la caída de la República romana, el principal sostén en la relación de los sexos.

Pero si el matrimonio era tenido por muchos, a causa del decorum, de los gastos domésticos, de las pretensiones de la esposa, etc., no era más fácil por motivos análogos, a quien lo hubiese deseado el hacerse con una concubina o hetaira. ¡Qué hacer entonces! El paganismo había planteado la cuestión. Hay que ver la respuesta.

El hombre tiene necesidad de honrarse incluso en el pecado. No me gustan, lo declaro, esos acomodamientos con la conciencia; pero no puedo dejar de reconocer ahí una vez más el sentido moral de la antigüedad. Ésta había elevado la dignidad de la esposa, había honrado la concubina; ¿dejaría perecer la mujer inclinada al amor universal, que, no pudiendo ser la compañera de nadie, estaba condenada a servir de querida a todos?

Había, pues, aparte las esposas y las concubinas, para el servicio del amor pasajero, y a más bajo precio, cortesanas como las hay entre nosotros, a pesar de las prescripciones del cristianismo; pero con la diferencia de que en la antigüedad la religión intervenía a favor de esas mujeres, entregadas por nuestras costumbres a lo más infamante. Las cortesanas estaban colocadas bajo la protección de Venus, servían en su templo; su dignidad, si me atrevo a emplear esa palabra, hablando de mujeres prostituídas, estaba en cierto modo a salvo por el sacerdocio. Se las llamaba en lenguaje de Oriente, de donde pasaron a Grecia, muchachas consagradas, en hebreo gadischoth, literalmente santas.

En el Japón existe una costumbre parecida y muy de otra suerte perfeccionada.

En el Japón, como en Grecia, como en la India antigua y moderna, las mujeres galantes por profesión, parecen tener una misión poética y religiosa, que se relaciona con las antiguas bases de la organización social, y que les permite conservar sus derechos a las prerrogativas de su sexo y a las atenciones de la sociedad. Su educación es objeto de los más asiduos cuidados. Se les enseña todo lo que puede realzar sus dotes naturales y desarrollar su inteligencia ... Una vez cumplido su contrato esas mujeres se reúnen de nuevo con sus familias; un gran número logran hallar marido, y nadie piensa en recordarles su vida pasada ... El número de casas de té (lugar en que habitan esas mujeres), excede todas nuestras previsiones europeas. En Nagasaki, ciudad de 70.000 almas, existen más de 750. (Universo Pintoresco t. VIII págs. 45 y 46).

Así fue concebido por la Justicia inmanente en la Humanidad, el culto de la Venus vulgar; pues, no lo olvidemos, toda religión, por profana que parezca, es una expresión de la Justicia. Cierto que la Revolución, por más que se haya dicho, no pensó rehabilitar la mujer pública, pero verdaderamente, ¿el modo que nuestra hiprocresía explica y juzga las costumbres de antaño no es estúpido? ¿Quién en el Japón, la India, Grecia puso jamás la protegida de Afrodita en el rango de la esposa o sólo de la hetaira? ¿Qué hombre de buen sentido, pudiendo otorgarse una u otra de éstas prefirió a ellas la amante común, la mujer omnívora, esa que el latín vulgar denomina una loba, lupam. Lo que hay que ver ahí es ese sentimiento simple y profundo de la dignidad de la mujer que trocaba en acto religioso lo que la menos severa de las morales no puede dejar de censurar como el colmo de la degradación.

Cuando Simónides, celebrando el patriotismo de las cortesanas de Corinto, osó hacer por ellas, en nombre de los griegos este epígrafe:

Éstas han rogado a Venus que por su, amor, ha salvado a Grecia.

¿No veremos en estas palabras más que una horrible profanación de la patria y un insulto al amor conyugal? ¿Por qué no comprender que ese testimonio del reconocimiento público, que después de todo se apoyaba en las instituciones, tenía por objeto exaltar el sentido moral de esas mujeres, dándoles a entender que también tenían una parte en los destinos de la patria griega? En nuestros días, la injuria oficial las habría arrojado entre las inmundicias de su templo. ¿Quién sabe cuántas de ellas pasaron entonces de su condición de cortesanas a la de compañeras? Y ciertamente, cuando más tarde, hacia el primer siglo de nuestra era, todo se había corrompido en la sociedad politeísta; cuando la mujer, esposa tanto como cortesana, apareció envilecida en todos sus aspectos, si había un medio de reformar las costumbres, no era con esas matronas orgullosas y depravadas que se podía hacer el ensayo, sino más bien con esas criaturas de tercer orden, cuyo corazón en cierto modo purificado por el exceso mismo de la depravación, se abría a las inspiraciones del amor casto y de la virtud. ¿La Iglesia no ha tenido sus Magdalenas, sus Thais, sus Afres, que de un solo salto se elevaron del fango de la prostitución a las sublimidades de la penitencia y del martirio?

Resumamos estos hechos y pongamos de relieve sus consecuencias.

El punto de partida de la institución del matrimonio y de la familia, es la generación.

Exaltado, transformado por el idealismo, ese instinto se convirtió en el amor, el más poderoso de los movimientos del alma después de la Justicia, engendrado por la combinación de dos fatalidades, una orgánica, otra intelectual.

En ese estado, el amor es en sí el más tiránico de los fatalismos, notable, sobre todo, por su evolución, ora creciente, ora decreciente, irresistible, cuando quiere, imposible de detener cuando parte.

No obstante, no acaba ahí para la humanidad la relación creada entre los dos sexos por la generación y el amor. El hombre tiene conciencia de su dignidad en el prójimo; de ahí, en general, la Justicia. Según el sexo esa dignidad se siente de un modo particular, que añade al amor un carácter antes desconocido de serenidad y de ternura, apaga la pasión, y crea un afecto que cuantos lo han experimentado juzgan unánimemente de naturaleza que puede ser tan duradera como la vida, no obstante la degradación exterior del objeto amado; así el hombre ama a un tiempo por sus sentidos, por su espíritu y por su conciencia, y no puede dejar de amar así, porque es hombre.

Según la potencia de idealización y de justicia del amante, y la calidad del objeto amado, la unión del hombre y de la mujer, se inclinará más o menos hacia uno u otro de estos términos: los sentidos, el ideal, la conciencia. De ahí tres grados principales de manifestación del amor: la fornicación, el concubinato, el matrimonio; en otros términos, la lujuria, la voluptuosidad, la castidad.

Cabe que por un error o por circunstancias independientes de la voluntad de las personas, haya inversión de conducta en las situaciones legales; que tales casados, sean abominables fornicadores, tales concubinatos, verdaderos esposos, si no por el fuero externo, a lo menos por la conciencia; esas contradicciones, que sólo afectan a las apariencias, confirman la regla: es que un sentimiento de dignidad más o menos profundo se halla siempre presente en las manifestaciones amorosas del hombre, sentimiento que es el principio del matrimonio.

¿Cómo ese principio se traduce en acto religioso?

El conjunto de nuestros estudios lo explica. La Justicia tiene por primera expresión la religión; el amor conyugal fundado sobre la dignidad mutua, y, si puedo decirlo así, sobre la comunidad de conciencia, toma un tinte de piedad. Todos los amantes se inclinan a la devoción, la familia se convierte por el amor en el hogar del culto: ahí está el secreto de la duración de las religiones.

En cuanto a la posición particular de la mujer en el hogar doméstico, a su parte de libertad y de influencia, cosa notable, está en todas partes a la inversa de la honorabilidad del lazo que la une al hombre.

La mujer galante goza de toda su independencia; traficando con sus gracias, fuera de cortos instantes; no es nada para el hombre, que a su vez no es nada para ella. Puede decir: yo no tengo amo, pero está envilecida.

La igualdad reina en el concubinato, por tanto tiempo al menos como la maternidad u otras desdichas no libran la mujer a la voluntad de su amante. Pero la concubina no tiene derecho alguno, y todo lo que ella puede esperar de la opinión, es que se pase por alto la irregularidad de su posición a favor de las virtudes que ostente.

El honor y la dependencia son para la esposa. Pero si el honor es grande, la subordinación al padre de familia es rigurosa. La esposa romana no fue nunca nada más que una doméstica: Domi mansit lanam fecit; ella guarda la casa e hila la lana, decían de ella; y las más ilustres tenían a honor cumplir ese modesto deber. Lucrecia, Clelia, Valeria, Virginia, Veturia, Camelia, Aurelia, la madre de César; Atia, madre de Augusto; la misma Livia, Parcia, Arria, Agripina, esposa de Germánico, todas esas heroínas fueron, ante todo, laboriosas, sacerdotisas del santuario doméstico. Los antiguos romanos no toleraban la intromisión del sexo femenino en las cosas del Estado. Ya es sabido que el parricida Nerón casi quedó justificado a los ojos de la plebe, como si, a ejemplo de Bruto, verdugo de sus hijos, al matar a su madre no hubiese hecho más que cumplir un acto propio e inevitable de la autoridad paternal.

Esa severidad de las costumbres latinas nos parece excesiva; no ha llegado hasta nosotros ninguna novela íntima de los siete primeros siglos de Roma, y nosotros, leyendo en los jurisconsultos los detalles de las ceremonias matrimoniales y los deberes de la esposa, nos preguntamos si, verdaderamente, los romanos amaban a sus mujeres.

El matrimonio romano por confarreatio es la obra maestra de la conciencia humana: ¿hace falta más para demostrar que las mujeres romanas fueron las más amadas de todas las mujeres? Durante cerca de seis siglos, ni una separación ni un divorcio vinieron a escandalizar la ciudad: el primero que dió ejemplo de ello, Sp. Carvilius Ruga, citado por los historiadores por la rareza del hecho, al separarse de una esposa adorada, pero estéril, no hizo más que obedecer a los censores que le habían hecho prometer dar hijos a la República. La constitución del Estado sólo fue una extensión de la familia: quien tocaba a ésta, estremecía en seguida a aquélla. Todas las revoluciones romanas tienen por causa un atentado al honor doméstico; la muerte de Lucrecia trae la expulsión de los reyes, y el establecimiento de la República; la de Virginia, determina la caída del decemvirato; el crimen de Papirio produce la libertad civil; poco más tarde, el insulto hecho a otra Virginia, trae la divulgación de las fórmulas; entonces el matrimonio plebeyo, caemptio, se convierte en igual al matrimonio patricio, confarreatio. Pero también data de esa época la alteración de la casta doméstica; la constitución de la familia influyendo en la del Estado, cambia el derecho público, mutatum autem jus, según la observación de Tito Livio, y la República que sostiene cada vez menos el respeto a los padres, patres conscripti, se inclina a su pérdida.

La cuestión es ahora saber si el principio de conciencia que en la unión del hombre y la mujer, se suma al amor para purificarlo, serenarlo, transformarlo y trocarlo en un amor espiritual y a toda prueba, lo que indicaba la fraternidad mitológica del amor y del himeneo; si ese principio tiene verdaderamente la eficacia requerida; en qué condiciones puede adquirir esa eficacia; lo que vale a ese objeto el acto o sacramento del matrimonio; qué destino hace a la mujer y de qué importancia es para la Justicia y la sociedad.

Sigamos la historia.

Índice de Amor y matrimonio de Pierre Joseph ProudhonCAPÍTULO PRIMEROCAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha