Índice de Amor y matrimonio de Pierre Joseph ProudhonCAPÍTULO SEGUNDOCAPÍTULO CUARTOBiblioteca Virtual Antorcha

AMOR Y MATRIMONIO

PIERRE JOSEPH PROUDHON

CAPITULO TERCERO

CORRUPCIÓN DEL MATRIMONIO Y DEL AMOR POR EL IDEALISMO
CONFUSIÓN DE LOS SEXOS


Se ha visto en el capítulo precedente cómo la experiencia del amor, tal cual lo dan los sentidos y la imaginación, había debido hacer nacer la idea del matrimonio.

Esta idea, no es posible equivocarse, es nada menos que el proyecto de domar el amor, de hacerlo constante, fiel, indefectible, superior a sí mismo inundándolo a altas dosis de ese sentimiento de dignidad que acompaña al hombre en todos sus actos, uniendo al hombre y la mujer en una comunidad de conciencia, de lo que la comunidad de fortuna sólo es la consecuencia y la prenda. La consagración matrimonial por ministerio del sacerdote, con sacrificio, auspicio, invocación a los dioses, banquete eucarístico, palabras secretas, bendición, exorcismo no tiene otro sentido. Para el vulgo era como un filtro misterioso que debía conferir al amor la cualidad divina, la incorruptibilidad. Para el filósofo es la afirmación de la conciencia que repudia el amor en su naturaleza doblemente fatal, y tiende a trocarlo en un instrumento de justicia, a su imagen. Y como nada se produce en virtud de nada, nada tiende a nada, y nada, no puede ser la expresión de nada, el matrimonio no es, pues, una vana concepción de la conciencia, es una realidad.

No puede decirse que sea nada, en efecto, esa aspiración sublime a la que la carne repugna, que la misma belleza no satisface, y que bajo ese ideal busca un ideal superior, el ideal del ideal. Hay ahí un fenómeno de psicología que asombra al espíritu por su altura, que se apodera de la voluntad por su exquisita delicadeza y que muestra la certeza por su universalidad. Esperanza de lo alto, a que el éxito no ha faltado siempre; testigos, los seis siglos de fidelidad conyugal de la antigua Roma.

Que si ahora consideramos el matrimonio en su relación con el destino de las naciones, habremos de reconocer que entre la sociedad y la familia existe una solidaridad íntima; que como la generación es una función del organismo, el matrimonio es una función de la humanidad, fuera del cual el amor se convierte en una plaga, la diferencia de los sexos no tiene sentido, la perpetuación de la especie constituye para los vivos un perjuicio real, la Justicia resulta contra natura y el plan de la creación absurdo.

El matrimonio no es sólo una idea, no es sólo una realidad; el matrimonio es necesario, de necesidad social.

Es lo que vamos a demostrar por el examen de lo que ocurre con el amor, y por consecuencia con la familia, con la sociedad y la especie, cuando las relaciones entre el hombre y la mujer no se rigen por el principio conservador del matrimonio.

Ya hemos dicho que todo se conserva y se desarrolla en la humanidad por la Justicia; todo degenera por el ideal. Ocurrirá eso con la familia, con el Estado, con la filosofía, las letras y las artes. Fundada sobre el derecho y por el derecho, perecerá por la idolatría del amor. Y como en la sociedad todo se encadena, la decadencia de las costumbres domésticas por el idealismo erótico, será tan rápida como la corrupción de las costumbres públicas por el idealismo político, metafísico o ético y viceversa.

Dibujemos a grandes rasgos los momentos de esa disolución.

El espíritu, después de haber fundado el matrimonio por un acto de su espontaneidad religiosa, obedeciendo a la ley del desenvolvimiento intelectual, estudia ese símbolo y busca su causa filosófica. Problema difícil cuya solución exige numerosos conocimientos, y no puede, por consiguiente, ser hallada en seguida. Como sólo muestra una ceremonia completamente exterior, un rito supersticioso sin realidad aparente, el espíritu niega el matrimonio, es decir que sólo reconoce del matrimonio la parte puramente civil, relativa a la posición de los casados vis a vis de los demás, y al derecho de los hijos: lo que asimila el matrimonio a un contrato con el cual el amor y la conciencia de los esposos nada tienen que ver.

He aquí por qué en Roma, la forma religiosa del matrimonio, la confarreatio, por la cual el esposo engendraba espiritualmente a su esposa, antes de engendrar sus hijos con ésta, cayó en desuso. La camptio, y luego el usucapio, al producir los mismos efectos en cuanto al fuero externo hizo deducir con Ulpiano que el contrato era todo y la ceremonia insignificante; que lo que constituía el matrimonio era la voluntad de unirse, consensus facit nuptias, más ciertas estipulaciones relativas a aportaciones y adquisiciones.

La familia establecida así sobre una base dudosa, ya que no se comprendía el aspecto religioso, y no siendo comprendido, se desdeñaba, la legitimidad de los hijos se hacía equívoca, y se concibe cómo se hizo imposible distinguir el matrimonio del concubinato, y cómo el emperador Augusto, en interés de la población y de las costumbres, fue conducido a dar al concubinato un título legal.

Nos hallamos en el caso de aplicar la regla: la forma arrastra el fondo. Desdeñado el sacramento, el sentimiento religioso del matrimonio no tardó en apagarse; la institución desaparece del hogar, y sólo existe para la plaza pública. A partir de este momento toman vuelos la incompatibilidad en caracteres, de ideas, y de sentimientos; entran en la familia la división y luego el escándalo; la autoridad paternal, que no está templada por el afecto, toma un carácter de tiranía, al cual el legislador se cree obligado a poner freno; la mujer protegida por los suyos, consciente de su fuerza, exagera sus derechos, se hace insolente, aspira a la igualdad; los hijos, apenas adultos, obtienen la emancipación; la familia se convierte en un vivero de discordia, y el juramento conyugal, sancionado por el divorcio, en una promesa tácita de anulación.

Entonces, no obstante las pomposas frases de los juristas, que seguían definiendo el matrimonio como una participación del derecho divino y humano, se hizo claro para todo el mundo que esa pretendida participación, se reducía a una pura asociaciQn de bienes y provechos, a una comunidad de ganancias y pérdidas, de la cual los hijos formaban el artículo más importante. En un contrato de esa especie al que bastaba el ministerio del escribano y del cual ocupaban todo el espacio las estipulaciones de intereses, abandonado el amor a sus propios riesgos, la palabra matrimonio conservada por costumbre y para las conveniencias, la unión de los esposos en cuanto al lecho no se distinguía en nada del de los concubinarios, ¿qué digo?, de los simples fornicadores; de suerte que entre el matrimonio, el concubinato y la prostitución legal, no había diferencia esencial.

Nada es tan implacable como la lógica. El velo nupcial, flammeum, rasgado; el amor celeste prometido a los esposos, trocado ipso facto en caricia lasciva, la fidelidad conyugal lanzada a los vientos, el pudor femenino caído en gazmoñería, el matrimonio debió ser y fue tomado por lo que era, un engaño.

¡Cuántos motivos tenían los dos sexos para abstenerse!

La vieja Roma había presentado el milagro, de quinientos veinte años transcurridos sin un divorcio; podemos deducir de ello que los adulterios, cuidadosamente ocultos, fueron raros. ¡Qué maravilloso amor, qué respeto, qué caridad, qué fuerza de continencia ese solo hecho, citado por todos los historiadores como de dominio público, oficial en los Quírites y sus matronas! Una raza así estaba hecha para conquistar el mundo.

Pero he aquí que con la religión nupcial se desvaneció el pudor; y los mismos hombres, las mismas mujeres que admiraron al mundo por su castidad, le admiraron por su lujuria.

En una época de disolución general, en un medio febril por el lujo y los placeres, desprovisto de vida pública, sin comunión social, todo creaba a los esposos antipatías sin fin, todo se les hacían motivos de divorcio, todo militaba por consiguiente contra el matrimonio.

Por de pronto, la avaricia, punto flaco del alma romana; los gastos de casa son harto pesados; la manutención de los hijos y su educación obligan a acortar el bienestar personal. Por encima de la máxima cada uno en su casa, cada uno para sí, cuyo triunfo motivo la deserción del forum y aseguró la fortuna de César, reina, triunfa el feroz primo mihi. ¡Todo para mí! Ante ese indomable egoísmo, ¿qué es del amor? Un objeto de consumo como el pan, el vino, el baño, el espectáculo que hay que obtener al precio más bajo. En consecuencia, nada de matrimonio.

Se aborrece el trabajo: el noble y el caballero lo dejan para la plebe, que lo pasa a los esclavos. Sin trabajo, aunque sólo fuese el de la vigilancia y la administración, no hay fortuna que se pueda sostener. Por otra parte, nada de Justicia. Si el rico, indolente y sin ocupación se encuentra pobre, ¿qué será del ciudadano sin patrimonio, a quien vastas posesiones no producen renta? Casarse es condenarse a trabajar; pues nada de trabajo.

El horror a la progenitura: la mujer, velando por su belleza, ya no la quiere; el hombre, que considera su vida desprovista de interés, para quien la'República se reduce a la persona del príncipe, se preocupa menos todavía. Paternidad, patria, patriciado, otras tantas fábulas: pues nada de matrimonio.

La sobreexcitación del idealismo, que bajo diversas formas, filosofía, literatura, artes, invadió la sociedad; el imperio y sus pompas; la superstición y sus investigaciones. Un sólo pensamiento gobierna el mundo, aparece al fondo de todas las doctrinas, alumbra en todas las obras del espíritu, sirve de móvil a todas las acciones, la voluptuosidad. El concubinato ya no basta; sin duda es preferible al matrimonio, es más económico, más cómodo. Promete más licencia al hombre, a la mujer más igualdad, pero también fatiga por su monotonía: es indispensable variedad, ostentación, una excitación orgiástica; para devolver al amor sus placeres, queda todavía un recurso: el libertinaje.

Llegadas las cosas a ese punto, se desvanece toda dignidad, toda Justicia. No más respeto, ni para la edad, ni para la sangre, ni para el parentesco: del concubinato legal a la tolerancia del lupanar, o, lo que es lo mismo, de la variedad amorosa se entra francamente en la región del crimen, adulterio, estupro, incesto, violación. Todo lo cual puede resumirse así:

1. Reducción del matrimonio religioso a una convención puramente civil.

2. Asimilación del amor conyugal al amor concubinario.

3. Deserción del matrimonio por el concubinato.

4. El concubinato abandonado a su vez por la prostitución.

5. Promiscuidad general, libertinaje y crimen.

¿Nos hallamos al fin? Todavía no: la lógica es inexorable y nos falta una conclusión:

En ese movimiento retrógrado ¿qué significa la mujer? ¿A qué responde? ¿A qué idea sirve? ¿Cuál es su destino ante la sociedad y la naturaleza?

La mujer, esposa, concubina o prostituída, medio de fortuna para algunos, utensilio casero o artículo de moda para la masa, objeto de consumo para todos, la mujer, fuera de la lujuria universal, no tiene destino ni razón de existencia, ni política económica, ni filosófica o estética, ni familiar; ni siquiera tiene una razón puerperal, porque el motivo principal que hace huir del matrimonio, buscar el concubinato y el amor libre, es el temor al embarazo, el horror a la progenitura.

Lleguemos hasta el fin.

La generación declarada incompatible con la felicidad doméstica; la mujer por otra parte y por razón de su debilidad, convertida más en una causa que en un provecho, sin razón de existencia. la sexualidad está de más. ¿Para qué ese dualismo, tan enojoso por su fecundidad intempestiva? La naturaleza se ha equivocado. ¿No podía atender a la conservación de la especie de otro modo, separar el trabajo de la generación de los goces del amor? La mujer en esa hipótesis conservando sólo de su constitución actual lo indispensable para la voluptuosidad, haciéndose igual al hombre, hubiera podido, sin estar a su cargo, conservar su independencia, llenar también las funciones políticas y económicas; o mejor, suprimida toda diferencia de familia, de propiedad y de sexo, la humanidad hubiera vivido en una comunidad de bienes y de amor, en que la Justicia, objeto de tantas disputas, hubiese sido tan desconocida como la misma desigualdad.

La unisexualidad, tal es la última palabra de esa degradación del amor. Y como nada se puede concebir por el entendimiento, que no tienda a realizarse por el hecho, la unisexualidad tiene por expresión práctica en todos los pueblos, la pederastia.

Yo quisiera que ocurriese con nuestra lengua, lo que en el latín, del cual Boileau ha dicho: El latín en las palabras desafía la honestidad.

Hay cosas cuyo horror no puede pintarse sino hablando como el pueblo, con las palabras más enérgicas, ya que toda expresión ambigua puede parecer una atenuación del crimen mejor que respeto a las conveniencias. Ya que no me es posible imitar a Juvenal, ruego al lector tener en cuenta la moderación a que me reduce la costumbre, y suplir como pueda la modestia de mis palabras.

El cristianismo ha colocado el pecado de sodomía entre los que claman la venganza del cielo; a ejemplo del judaísmo (Levit, XX, 13), lo ha juzgado digno de muerte. Sin ir hasta la muerte, lamento que esa infamia que empieza a propagarse entre nosotros, sea tratada con tanta indulgencia. Quisiera que fuese en todo caso, asimilada a la violación y castigada con veinte años de reclusión. Pero lo mejor sería hallarle un antídoto y tal vez las páginas que van a leerse, y que abreviaré lo más posible, darán alguna luz sobre ese triste asunto.

La pederastia parece haber sido casi desconocida por los antiguos romanos, lo propio que por los bárbaros del Norte, galos, germanos y escandinavos: me basta la prueba de la revolución ocurrida en Roma el año. 326 antes de Jesucristo, a consecuencia del crimen de Papirio. Fue de los griegos, sus maestros en arte y bellas maneras, que los romanos de los últimos tiempos de la República copiaron esa variedad del arte de amar, contra su propia inclinación y por pura emulaciÓn de refinamiento. En cuanto a los búlgaros, cuyo nombre en la Edad Media se convirtió en sinónimo de sodomita o pederasta, yo atribuyo su infección al mismo origen: no es de hoy que los civilizados inoculan a las naciones en la infancia sus depravaciones y sus enfermedades.

¿Pero los mismos griegos se dieron a ello por inclinación propia o tomaron de otra parte la costumbre? Me inclino hacia esta última opinión. Los griegos pertenecen al grupo de razas célticas o druídicas, belicosas y castas. Sus primeros iniciadores, Olin, Lino, el viejo Orfeo, originarios de Tracia, se parecen mucho más a los bardos de Ossian que a los mistagogos frigios, asirios y a otros. El genio estético de los griegos, incomparable por la pureza, la sobriedad y la dignidad, me parece, además, un argumento de su castidad natural. Grecia fue infectada de ese mal, al propio tiempo que de sus innumerables liviandades y misterios, por Jonia, contigua al Oriente. Fue en Jónia donde el amor unisexual, como le llama Fourier, fue primero cantado y divinizado; luego, formado el mito, le siguió una filosofía, y lo que los poetas habían celebrado fue fácil hallar pensadores que lo pusieron en máximas. Así lo que se trata de explicar es esa poética de pederastas, tanto para inteligencia de la antigua corrupción como para cauterización de la nuestra.

Hace treinta años la sola idea de ese frenesí me daba náuseas; me hubiese sido imposible concederle ni un minuto de atención; ¡cuánto menos se me hubiese ocurrido intentar, si así puede decirse, su psicología! Pero el poder del hombre de cincuenta años no puede ser el de veinte, y nosotros, amigos de la Revolución y padres de familia, tenemos harto interés en que sean al fin revelados todos los misterios del corazón humano, reconocidas todas las fuentes de inmoralidad, para no retroceder ante ninguna investigación por más repugnante que sea para la naturaleza y lamentable para la razón.

Yo hallo en la pederastia, como en todas las afecciones del cuerpo y del alma, diversos grados de malignidad que importa apreciar.

Por de pronto puede resultar de la privación prolongada unida a la incontinencia de los sentidos. Bajo ese aspecto no me parece diferir mucho de la masturbación entre dos, tan corriente en los pensionados y que todos se explican. ¿En esas condiciones puede decirse que existe la pederastia? Es una torpeza que sería mejor castigar a palos que con prisiÓn, que a menos de reincidencia no tiene consecuencias.

Con más frecuencia es efecto de una voluptuosidad furiosa que nada puede saciar. En tal caso, que actÚe el juez: el acto sodomítico es signo de una depravaciÓn sin remedio.

Que algunos miserables, no disponiendo de mujeres, se procuren entre ellos tales goces; que otros más perversos para quienes el crimen tiene encantos, se alaben de ello, todo eso se concibe. Pero nunca el filósofo se servirá del robo y del asesinato, para hacerlos objeto de sus teorías; nunca la poesía se sirvió de tales monstruos para tema de sus cantos: aún en materia de amor, el adulterio, la violaciÓn y el incesto repugnan al poeta. Como la sodomía, último grado de la depravación erótica, ¿fue antaño objeto de excepción? ¿Cómo grandes poetas llegan a celebrar ese monstruoso ardor, privilegio, según ellos, de dioses y de héroes? ¿Habrá en esos aparejamientos contra natura, en ese frictus de dos varones o de dos hembras, un goce acre, que despierta los sentidos perezosos, como la carne humana que, según se dice, aparta al caníbal de cualquier otro festín? ¿La pederastia será un sucedáneo de la antropofagía?

Sería preciso oír a los que hacen su pasatiempo de tales horrores; pero los tales se ocultan, su aspecto repugna, imposible de sacarles, de sostener una explicación. En defecto de declaraciones orales, he consultado los testigos escritos; he interrogado a esos antiguos que supieron poner poesía y filosofía en todo, y que, hablando a una sociedad acostumbrada a los usos socráticos, no disimulaban mucho. He aquí a qué conclusiones he llegado: Confirman de todo punto la teoría expuesta antes acerca del amor y del matrimonio y de su degradación.

Es consolador para la moralidad humana reconocer que todos los vicios, incluso los más infectos, tomen por punto de partida un error de juicio producido por una ilusión del ideal, y que es persiguiendo lo bello y el bien, pero por un camino equivocado, que el corazón se mancha y la conciencia se deprava. Lo que voy a decir, sin excusar en lo más mínimo una pasión siempre odiosa, tendrá por lo menos la ventaja de aligerar singularmente el crimen de los primeros que se hicieron los panegiristas de ella, al mismo tiempo que nos advertirá a nosotros que ya nos inclinamos del lado en que se echó a perder el amor antiguo, a ponernos en guardia.

Paso por alto la explicación de San Pablo, que creyó haberlo dicho todo cuando atribuyó el fenómeno que nos ocupa al culto de los falsos dioses.

Era natural que el cristianismo, atacando la antigua religión y la sociedad fundada por ella, imputase al politeísmo las abominaciones de que quería purgar la tierra. Pero sin contar con que el cristianismo no logró sus propósitos, está claro que la explicación de San Pablo no explica nada. ¿Qué relación hay entre la idolatría y el pecado de sodomía? Es lo que yo quisiera saber y que el apóstol no dice.

El desdén recíproco de los sexos y la degradación del amor, que fue su consecuencia, tuvo su causa, primero en la excesiva facilidad de relaciones que había creado el paganismo, y que estaba en su naturaleza el crear, desde el mismo punto de vista del interés y de la dignidad de la mujer; luego en el idealismo universal, que una Justicia demasiado débil no frenaba.

He hablado en otra parte del idealismo político, del idealismo artístico y literario, del idealismo metafísico y religioso. El idealismo erótico cierra la serie, y nos da la última palabra acerca de todas las retrogradaciones sociales.

Ante todo, pensaban los antiguos, el hombre no puede vivir sin amor; sin amor, la vida es una anticipación de la muerte. La antigüedad está llena de esa idea, ha cantado y preconizado el amor, y ha teorizado sin límites acerca de esa idea, como ha preconizado el Bien soberano que más de una vez ha confundido. Con la misma potencia con que sus artistas idealizaban la forma humana, sus filósofos y sus poetas idealizaron el amor, alma de la naturaleza, soberano de los dioses y de los hombres, y cómo se esforzaban en llegar por diversos métodos, unos a la sabiduría, otros a la felicidad, también entre ellos había de haber quien descubriera y realizase el perfecto amor.

La busca de lo absoluto es el carácter del genio humano; es a ello que debe sus aberraciones y sus obras maestras.

Mas esa idealidad del amor, ¿dónde hallarla, cómo gozarla y en qué medida?

¿Es el matrimonio, es esa unión rodeada de todos los honores de la religión, de todas las prerrogativas de la ciudad que colmará nuestra imaginación y nuestro error?

El matrimonio es la tumba del amor, dice un proverbio; y eso era cierto para los griegos hace veinticuatro siglos, mucho más que lo es para nosotros. Cierto, la virtud como el vicio es contemporáneo de la humanidad, y el amor conyugal ha tenido en todo tiempo sus héroes y sus heroínas; pero hay que razonar acerca de lo general, no de casos particulares, que, con frecuencia, sólo son excepciones. Así la primera barbarie, favorable a una ruda continencia y habiendo cedido pronto ante los primeros triunfos de la civilización, habiéndose desarrollado la desigualdad de las condiciones, la religión, sintiéndose menos de día en día, el matrimonio perdió pronto su débil prestigio, y el corazón, mal defendido por la conciencia, se vió libre de todos los entusiasmos del amor. La dignidad de la esposa, aristocrática en su principio y en su forma, sólo daba a la mujer antigua exageradas pretensiones que la hacían poco amable; en cuanto a la castidad, puede uno hacerse una idea releyendo la escena burlesca entre Sosías y su mujer en el Anfitrión de Moliere.

De hecho la castidad fue mediocremente comprendida por los antiguos. Todos los epitalamios, desde el cantar de los cantares, hasta los versos fesceninos dan fe de ello. ¿Qué esperar, pues, para ei amor de tales conceptos? Fene1ón lo ha dicho en algún sitio con ese sentimiento profundo que suple a la experiencia: El que en el matrimonio busque la satisfacción de los sentidos se verá engañado y se arrepentirá. La esposa tal cual hubo de hacerla la civilización al salir de la edad heroica, no teniendo en sí más que el orgullo, la trivialidad de sus ocupaciones y su importuna lascivia, que apenas podrán reprimir los embarazos y las repulsas maritales, el amor se esfumaba el día de la boda y el corazón quedaba desierto. - No hay la menor porción de amor en el gineceo, dice enérgicamente Plutarco, y la comedia Lysistrata de Aristófanes lo prueba. Nada de amor en la obra de la carne; he aquí lo que la ética tan espiritual de los antiguos les habían enseñado bastantes siglos antes del cristianismo; lo que Plutarco y Luciano expresan con una crudeza de lenguaje que me es imposible imitar.

El matrimonio, como explicó formalmente el grave censor Metelo Numídico ante el pueblo romano, sólo servía a la conservación de la raza libre:

Si pudiésemos sostenernos sin mujeres, ciudadanos, arrojaríamos lejos de nosotros esa incomodidad; pero puesto que la naturaleza ha querido que no podamos pasar sin ellas, es nuestro deber sacrificarnos a la perpetuidad de la República, más bien que al placer de un instante.

Es con estos términos que el honesto magistrado recomendaba al pueblo la práctica del matrimonio.

Si la unión conyugal se halla así desprovista de ideal, y de amor, ¿lo pediremos a la hetaira, a la concubina? O descendiendo más todavía, ¿a la cortesana?

Contradicciones: el amor morganático, tan buscado fuera de las cargas y obligaciones del matrimonio, amor sentimentalmente egoísta, provisorio, con reservas, lo mismo que el amor con garantía, es siempre el amor a distancia, el amor reducido a una satisfacción de la vanidad y de los sentidos, una secreción de los sentidos, una sentina. - Beber, comer, dormir y lo demás, observa Plutarco, ¿es eso el amor? - Yo poseo Lais, dice Aristipo, pero ella no me posee a mí. Yo la amo, decís; sí, como yo amo el vino, la carne, el pescado y todo lo que me gusta. En cuanto a su persona, no siento nada.

Así la hetaira y la cortesana no ofrecían nada más en cuanto al deleite amoroso, ofreciendo incluso menos que la mujer legítima, el amQr idealizado se hace imposible entre los dos sexos, bien que resulte de su diferencia que no tenga otro objeto que su unión. Es preciso o renunciar al amor o salir de la sexualidad.

Los antiguos habían seguido harto bien ese análisis. Comprendían maravillosamente que la belleza, en lo físico como en lo moral, es inmaterial, que el amor que inspira se halla enteramente en el alma, que, por consiguiente la voluptuosidad que procura la posesión, no tiene nada asimismo de la carne y que todo el placer que percibimos por esa parte es pasión e ilusión. El acto genésico es ridículo, repugnante para quien es testigo de él, penoso, triste para el actor, que pierde en él su sentimiento y su libertad. El alma aprecia en el mismo algo de vergonzoso. Aborrezco, dice Hipólito en Eurípides, una diosa que necesita de las tinieblas. El cristianismo ha visto en él un signo de nuestra decadencia, y es seguro que los cínicos no lograron rehabilitarto. La misma naturaleza parece de acuerdo con la teología. Post coitum omne animal triste.

Dónde, pues, se preguntaba el hombre de la antigüedad, ¿dónde encontrar el amor sin el cual yo no puedo vivir y que no puedo alcanzar ni con mi mujer, ni con mi querida, ni con mi esclava? ¿Dónde está ese amor, fuego fatuo que sólo se muestra para engañar a los hombres? He hallado a la mujer, más amarga que la muerte, exclama Salomón; evidentemente se refiere no a la persona, sino al sexo. Nada por todas partes, amor en ninguna: ¿Qué queda, concluye el rey devoto, sino servir a Dios y adormecerse en el egoísmo?

Es ahí que es preciso seguir el camino de esa seducción idealista, que, falta de una inteligencia suficiente de la Justicia, después de haber hecho rechazar el matrimonio como extraño por su naturaleza al amor, acabó en la más execrable alucinación.

Hay, según Plutarco, dos suertes de amor: el amor vulgar, que como acaba de verse no es el amor y el amor celeste, que es universal y no tiene sexo. Es absurdo hacer consistir el amor únicamente en el instinto que empuja un sexo hacia el otro: toda potencia que llena los sexos a unirse, es amor; todo le que reúne en su grado superior las condiciones de la fuerza, de la belleza, de la inteligencia y de la virtud, es propio a inspirarlo.

Esa idea de la no sexualidad del amor es exactamente la misma que expresa Jesucristo cuando enseña a los saduceos, adversarios de la resurrección que en el cielo, morada del amor perfecto, no existe la unión conyugal, neque nubent, neque nubentur, sino que todos son como ángeles, seres neutros ante la faz de Dios.

El verdadero amor, continúa Plutarco, no tiene, pues, ninguno de los defectos de la materia y de la grosería de los sentidos, nada de muelle, de cobarde, de afeminado. Encendido en un alma generosa se resuelve a fuerza de purificarse por su propia llama.

Y cita en ejemplo, la célebre cortesana Lais que, al enamorarse, dejó su profesión y sacrificó todos sus amantes, su fortuna y su gloria al hombre que había elegido. Luciano cuenta hechos bastante más raros: hombres que asqueados de todo trato carnal, y poseídos de verdadero amor, pasaban la vida en los santuarios de las diosas, obtenían de los guardias, a precio de oro, el permiso de contemplar las estatuas de aquéllas sin velos, hablaban con ellas como si hubiesen tenido vida, las besaban amorosamente y se creían más felices con tales favores que con la posesión de las más bellas mujeres.

Es, pues, por un refinamiento de delicadeza, al mismo tiempo que por una rebusca quintaesenciada de lo bello y de lo honesto que los antiguos llegaron a despreciar el amor conyugal, y con él toda relación física con la mujer. Petrarca, el amante idealista de Laura, ¿hizo toda su vida otra cosa? ¿Y las mujeres de su siglo, no tuvieron ocasión de quejarse de él tanto como las mujeres de Tracia creyeron deber quejarse de Orfeo? Ahí estaba en efecto el escollo en que debía perecer la moralidad griega. Descartada la unión de los sexos por la lógica del ideal, el amor no tiene base, hemos llegado a la contradicción, la catástrofe no se hará esperar.

El amor sólo existe con la condición de una dualidad, de una polaridad dirían hoy los filósofos. Esa necesaria condición ¿cómo llenarla? Reuniendo la pareja amorosa de dos personas del mismo sexo, desde luego sin idea alguna de unión carnal. La filiación de la idea y de los términos llevaba a ello. El amor, dice Plutarco, es la virtud, y la virtud en griego como en latín lleva un nombre que recuerda la masculinidad. Virtus.

Tal es la serie de ideas mediante la cual los griegos, a fuerza de especular sobre el amor y de librarlo de las indignidades de la carne, llegaron a los últimos excesos. Ello puede parecer prodigioso, pero es así, y la historia entera lo atestigua. Lo que buscaban en el amor universal no fue en el principio, sépase bien, un horrible goce: a ese respecto los partidarios del verdadero amor que Plutarco y Luciano hacen hablar en sus diálogos, protestan con indignación contra la infamia que se les supone; los que lo practican, afirman, violan y deshonran el amor, que conocen menos todavía que los que frecuentan las cortesanas.

Anacreonte, según Eliano, hallándose en la corte de Polícrates, tirano de Sarnas, concibió un vivo afecto por un joven llamado Smerdias. Lo quería, dice el historiador por su alma, no por su cuerpo. Por su parte el adolescente tenía un respetuoso afecto por el poeta.

Y Plutarco tiene cuidado de hacer observar a ese propósito, que hay en ese amor aspectos semejantes al que el hombre tiene por la mujer: el goce es su tumba; se apaga tan pronto que ha habido aproximación y mancilla del cuerpo. Tiene ese resultado como fatal, y cita ejemplos del odio atroz que la víctima desdichada de su amor así profanado, conciba en seguida por el monstruo que ha abusado de su persona.

Preciso es creer que esa teoría extraordinaria había entrado hasta cierto punto en las costumbres, cuando se ve profesarla a los hombres más virtuosos de la antigüedad y los menos suspectos. Sócrates, que dió su nombre al amor perfecto, antes que Platón le hubiese dado el suyo, hacía a la vista de toda la ciudad el amor a Alcibíades. Le enseñaba la filosofía, le reprochaba el orgullo, lo arrancaba a las seducciones de las cortesanas, lo forzaba a la continencia, y, con su ejemplo y sus discursos, inclinaba a los atenienses a amar la juventud y a respetarla. Hay una hermosa lección suya en el diálogo de Platón llamado el Théétete. Éste era un joven sin gracia ninguna, de nariz chata, de ojos pequeños y hundidos, verdadero retrato de Sócrates, y que fue presentado y recomendado al filósofo por un ciudadano de Atenas, a quien sus amigos acusaban irónicamente, con gran disgusto suyo, de hacer el amor a ese feo muchacho. Sócrates interroga a Théétete, le obliga con sus preguntas a mostrar su inteligencia, hace resaltar su buen natural, y, al fin, le dice delante de todo el mundo: Tú eres bello, Théétete, pues posees la belleza del alma, mil veces más preciosa que la del cuerpo. Palabras dignas del Evangelio, que debieron de impresionar vivamente a los atenienses, y que Platón no hubiese dejado perder.

Cornelio Nepote, cuenta en la vida de Epaminondas, que el rey de Persia tuvo la idea de comprar a Epaminondas. Diomeda de Czzique, que estaba encargada de ello, comenzó por interesar en el asunto a un adolescente llamado Micyto, a quien Epaminondas amaba de todo corazón quem túm plurimum diligebat. ¿Qué hizo el héroe de Thebas? Después de haber amonestado severamente al comisionado del gran rey, dijo a su joven amigo: En cuanto a ti, Micyto, ¡devuélvele pronto su dinero, o te denuncio al magistrado! ... ¡Extraña ocupación para pederastas la de predicar a sus amiguitos con la palabra y el ejemplo, la modestia, el estudio, el desinterés, la castidad, toda suerte de virtudes y de amenazarles con el castigo si se apartaban de ellos! ...

En una guerra que los de Chalcis sostenían contra sus vecinos, debieron la victoria al valor de Cleomaco, uno de los suyos, que se portó a la manera de Arnaldo de Winkelried, con la sola condición de recibir antes en presencia del ejército, un beso de su amigo, y de morir ante sus ojos. Es Plutarco quien narra ese hecho. Quisiera saber si la caballería ha producido nada más bello y mis casto que ese rasgo.

Todo el mundo sabe que el batallón sagrado de Thebas, que pereció por completo en Cheronona, estaba formado por 300 jóvenes, 150 pares, cuyo amor tanto como el patriotismo formaba la disciplina. Declaro que me repugna soberanamente ver en esa heroica juventud, formada en la escuela de Pelópidas y de Epaminondas, asquerosos iniciados en el mito de Sodoma.

Una ley de Solón, permitía a los esclavos el trato con mujeres; pero les prohibía el amor de los jóvenes. ¿Qué significa esa prohibición del legislador? El esclavo no merece confianza porque no es puro. No puedo ver en ello otra cosa.

Por lo demás, disponemos de un testigo decisivo. Virgilio, cantando el mesianismo romano y la regeneración universal; Virgilio, discípulo de Platón, no olvida esa depuración del amor pederástico. Su episodio de Niso y Euriale es una imitación de la amistad griega. Unidos por el amor y por el ardor guerrero, dice de los jóvenes héroes; Euriale, tipo de juventud espléndida y de gracia virtuosa, que todo el ejército amaba tanto como admiraba. Leed en la Eneida, libros 5° y 9°, la tierna historia de ese amor. Se diría un episodio del batallón sagrado en Thebas. Y es después de haber narrado su muerte, que el poeta exclama: ¡Feliz pareja! Si mis versos tienen algún poder, vuestra memoria durará tanto como el Capitolio, tanto como Roma tendrá el imperio del mundo. ¿Por qué admiramos tanto, después de todo, de una adhesión que tiene raíces en la misma naturaleza? ¿No sabemos acaso que existe entre el adolescente y el hombre una inclinación recíproca que se compone de mil sentimientos diversos y cuyos afectos van mucho más allá de la simple amistad? ¿Qué era el afecto de Fenelón hacia �l duque de Borgoña, ese hijo de su corazón y de su genio, que había creado, formado (la Biblia diría engendrado), como había creado su Telémaco? Amor en el sentido más puro y más elevado que le daban los griegos. Fenelón, instruyendo al duque de Borgoña, es Sócrates revelando a su auditorio la belleza de Théétete, es Epaminondas censurando a Micyto. ¡No hubiese vacilado en morir por ese fruto de sus entrañas, el tierno Fenelón!

La diversidad de los amores, y la diferencia de su carácter, estaba tan bien establecida por los griegos, que los vemos vivir juntos sin combatirse ni fundirse: lo cual no ocurre, aseguran, con los sodomitas. Aquiles tiene por compañera a Briseida, la bella cautiva; por amigo del corazón Patroclo, su hetairus. Así, que diferencia entre el trato que les da en sus lamentos. Por Briseida llora, jura no combatir más y volver a Tesalia; por Patroclo, viola su juramento, mata a Héctor, destruye sus cautivos y decide la toma de Troya.

Todos los poetas griegos que han cantado el amor bajo su doble aspecto han seguido el ejemplo de Homero. Acepto que el Batilo de Anacreonte sea sospechoso. La indiscreción del poeta en el retrato que ha trazado de su amigo, ha dejado caer sobre la pureza del original una sombra obscena, pero ¡de qué modo el sentimiento que Batilo le inspira, supera todas sus fantasías con las amigas! ¿Qué más encantador que esa canción de la paloma mensajera? Y qué fantasía en esas dos estrofas que los traductores separan como si fuesen dos odas:

Refrescad, ¡oh, mujeres! con vino dulce mi seca garganta; refrescad con rosas tempranas mi calenturienta cabeza. ¿Pero quién refrescará mi corazón, encendido por los amores?

Me sentaré a la sombra de Batilo, el joven árbol de la verdosa cabellera; cerca de él brota y murmura la fuente de la persuasión. Allí, yo, viajero agotado, tomaré nuevas fuerzas.

¿Es preciso que para dar un sentido a esos versos, tan tiernos y límpidos, me ingenie a encontrar en ellos horribles metáforas? La comparación de Batilo a un árbol joven y verdoso es familiar a los orientales: esos versos de Anacreonte, parecen traducidos palabra por palabra del salmo 1° v. 3-4:

El hombre virtuoso, dice el salmista, será como un árbol plantado al borde del agua corriente, que da su fruto en la estación; sus hojas no secarán jamás, y todas sus obras serán prósperas.

Todo lo que nos queda de Safo se reduce casi a dos odas. En la primera, A Venús, Safo ruega a la diosa que combata con ella, y que haga volver a sus pies a su infiel amante. Tal vez esa oda nos parecería el nec plus ultra del sentimiento, si el azar no nos hubiese conservado la siguiente. A una mujer. No intentaré traducirIa, creería violar la poesía. Pero niego por lo que toca a Safo y a Anacreonte el sentido que la opinión más general da a esos versos. Lo que me admira en toda esa poesía socrática, platónica, anacreántica o sáfica, como se quiera llamar, es la extraordinaria castidad del pensamiento, tanto como del lenguaje, castidad que sólo iguala el ardor de la pasión. Explíqueme quién pueda, en la hipótesis de un amor impío, esa inconcebible mezcla de todo lo que la ternura más exaltada, el pensamiento más severo, la poesía más divina, puede ofrecer de rasgos penetrantes de imágenes graciosas y de inefable armonía, con lo que el ardor de los sentidos habría podido inventar de más atroz; en cuanto a mí, semejante alianza del cielo y del infierno en un mismo corazón, me parece inadmisible, y estoy convencido de que si hay debajo algún horror, es enteramente nuestro.

Declaro no obstante, y con ello no hago más que seguir mi pensamiento, declaro que ese erotismo homoiousiano, por más espiritualista que sea su principio, no resulta menos un delito contra el derecho mutuo de los sexos, y que esa traición al destino, después de tan bellos principios, merecía tener un fin espantoso.

Uno de los interlocutores de Plutarco, el que defiende la causa del amor andrógino o bisexual hace a su adversario, que protestaba en nombre de los sectores del perfecto amor, contra las acusaciones de que se les hacía objeto, la objeción siguiente: Vosotros pretendéis que vuestro amor es puro de toda aproximación de los cuerpos, y que la unión sólo existe entre las almas; ¿pero cómo puede haber amor donde no hay posesión? Es como si hablaseis de emborracharos con una libación a los dioses o de saciar vuestra hambre con el olor de las víctimas.

A esa objeción no hay respuesta. Sea cual sea la opinión que se tenga de la diferencia de los cuerpos y las almas, siempre resultará que éstas sólo se unen por la aproximación de aquéllos: a partir de ese punto la honestidad está en peligro.

Tal es, pues, la antinomia a la cual el amor, como toda pasión, está sometido; así como no puede pasar sin ideal, tampoco puede pasar sin posesión. El primero lo empuja invenciblemente a la segunda, pero obtenida ésta, el ideal es mancillado y el amor expira, a menos que una gracia superior no lo reanime y le devuelva el equilibrio.

De ahí que, en la antigüedad, la mujer se viese excluída poco a poco del amor puro, y el matrimonio, a pesar de sus honores de institución, tácitamente reputado innoble. Creado por los sentidos y la imaginación, el amor que no estaba sostenido por una conciencia vigorosa, se apagaba como un meteoro caído del cielo en el mar muerto del matrimonio. A partir del día siguiente de la boda la mujer había perdido su prestigio, el lecho conyugal había tragado en una noche su doncellez y su virginidad. Ninguna poesía del alma, ninguna ternura del corazón, ningún dominio sobre los sentidos no podía rehabilitar esa desdichada, engendrada en la lujuria por su propia madre, a los ojos de un esposo saciado. Destruída irreparablemente la ilusión, el asco se hacía invencible. Existe un dístico de Safo en el que se exterioriza ese pensamiento con una melancolía profunda: Virginidad, Virginidad, ¿dónde vas que me abandonas? Y la Virginidad responde: Jamás volveré hacia ti, jamás volveré.

Además, el amor vive de sacrificios: sacrificio a la patria por el cumplimiento de deberes cívicos, sacrificio a la familia por el trabajo; sacrificio a la mujer, por continencia. Anacreonte finge en una oda que el Amor, queriendo ponerlo a prueba, le ha obligado a seguirle, que lo ha hecho correr a través de bosques, torrentes, montañas, y que el dios, viéndole agotado y sin alientos, lo golpea con un ala, dejándole por adiós este reproche: ¡Tú no puedes amar! Quien no sabe sufrir, en efecto, no sabe amar: tal es el pensamiento que no hace más que insinuarse en el cerebro del poeta. ¿Cómo podía existir el sacrificio en esa sociedad basada en la esclavitud, donde toda libertad degenera en tiranía, donde se tiene horror al trabajo, donde la voluptuosidad se da por tan poco?

Otra idea, un relámpago brilla a los ojos de Anacreonte. Volaba a través del espacio llevado por dos alas, cuando el Amor, con zapatos de plomo, se pone a perseguirlo y lo alcanza en tres pasos. ¿Qué quiere decir ese sueño? Los muchachos le huyen, las mujeres se burlan de su frente desnuda, los jóvenes le reprochan que ya no sabe beber, ¿si terminase su carrera amorosa con un amor constante? ... Pero eso sólo es un sueño: ¿cómo será constante, él, para quien el amor se multiplica y pulula como las cabezas de la hidra?

Sin castidad, sin sacrificio, sin constancia, nada de amor entre el hombre y la mujer. El Himeneo, ese guardián de la vida, sólo es un dios penoso, el hermano lamentable y detestado del Amor.

Entonces el corazón, cada vez más vacío, pide a la fantasía lo que la naturaleza le rehusa. De ahí, el amor celeste de los antiguos filósofos. Pero en amor, como en todo, el idealismo es absoluto, y lo absoluto, no tiene límite. Del idealismo, propiamente dicho, la imaginación pasa a un panteísmo erótico, a lo que Fourier con su estilo mestizo llamaba omnigamia. Todo el mundo conoce esa oda delirante, tantas veces imitada, donde Anacreonte dice a su querida: ¡Que no sea yo tu espejo! ¡Te vería: todos los días! ¡Que no sea yo tu túnica! ¡Tü me llevarías siempre! ¡Que no sea tu cinturón! ¡Yo te ceñiría cada día!

Es comprender muy mal a Anacreonte no ver en esta poesía más que una fantasía galante. El panerotismo que le inspira estalla aquí con toda su fuerza. Ese amor supremo que aclara el caos y que anima todos los seres, no necesita tener la forma humana para gozar. Para él, los reinos, los géneros, las especies, los sexos, todo se confunde. Es el cisne de Leda, el toro de Europa, el laurel de Dafné, el aro de Syrinx, el tornasol de Clytias, la rosa de Adonis. Es Cenis, trocada de muchacha en muchacho; hermafrodita a la vez macho y hembra; Proteo con sus mil metamorfosis. En un plato de plata cincelada, Anacreonte representa a Venus, bogando en el mar, y, a su alrededor, los peces enamorados que van a besar el cuerpo de la diosa y le hacen cosquillas para que se ría. Teócrito va más lejos; en una composición acerca de la muerte de Adonis, pretende que el jabalí que lo mató de un mordisco, sólo fue culpable de una inadvertencia. El pobre animal quería dar un beso a ese bello joven: en el transporte de su pasión lo destrozó.

¿Qué más? La sodomía, más horrible que un sepulcro abierto, dice Plutarco, la asquerosa sodomía, caso particular del amor idealista y panteístico, desolaba a Grecia, mucho tiempo antes de Sócrates. La lógica del crimen entre los asirios, los babilonios y otros orientales no había tenido necesidad de esa deducción filosófica para llegar de un salto, de la visión del ideal a la perpetración de la mayor fechoría. Muy pronto, la religión, comenzando por donde la teoría debía acabar, había hecho de la pederastia uno de sus misterios. Tan cierto es que lo absoluto, en todos sus aspectos, por la idolatría que inspira, es la causa de toda disolución y de toda decadencia. ¿Y de qué capa de la sociedad salen, pues, los infames que cada día una policía poco severa lleva a los tribunales? ¿Los labradores, obreros, hombres de oficio y de trabajo? No, esas gentes no han avanzado bastante en el culto del ideal. Son refnados, artistas, literatos, magistrados ... ¡Oh! Jóvenes y muchachos que soñáis con un amor perfecto, sabedlo bien, vuestro platonismo es el camino recto que conduce a Sodoma.

Ya he revelado el sofisma que perdió a los griegos. Ahora vienen los romanos, con su titánico libertinaje y la sociedad va a ser sepultada.

El romano, espíritu positivo y severo, implacable como su espada, parece no darse cuenta de lo que le pasa. El Alexis de Virgilio, imitación de Teócrito, es un ejercicio de poeta filhelénico, para diversión de los elegantes de Roma. Todos los rasgos de esa égloga son lugares comunes: es un nombre de joven colocado en lugar de un nombre de mujer. Virgilio sigue la moda; esto es todo. Peor es todavía Ligurno de Horacio; se diría una copia de Batilo. Cicerón se permite en algún escrito una broma sobre ese vergonzoso asunto, lo que sólo prueba que no está iniciado en la cosa. No busquemos otras citas. No puedo decir si Trajano, que hizo hacer el apoteosis de su Antinoes, había llevado hasta el último extremo la delicadeza de Sócrates y Epaminondas: Lo desearía para gloria suya. Lo que es seguro es que los Césares, a excepción tal vez del imbécil Claudio, fueron todos infames, según Suetonio.

Siguiendo el ejemplo de los emperadores, todo el mundo, senadores, caballeros, plebeyos, hizo sodomitismo. Pues en esa Roma imperial era preciso que todos, ricos y pobres, gozasen como César: subsistía el orden social a ese precio. Ya sabemos que la mujer, como el baño y el espectáculo, cosa de primera necesidad, se cedía casi por nada. Pero no bastaba con la mujer. Se hacía un inmenso comercio de varones por todo el imperio para regocijo del pueblo rey, una verdadera conscripción de la que Séneca se lamenta ni más ni menos que si se tratase de banquetes a cien mil francos por cabeza y vomitorio. Es ese crimen de lesa humanidad el que denuncia el Apocalipsis cuando muestra la nueva Babilonia, bajo la figura de una cortesana que lleva escrito sobre la frente: Madre de todas las fornicaciones y abominaciones de la tierra y es al propio tiempo su suplicio, como lo atestigua Juvenal.

... Saevior armis.
Luxuria incubuit, victumque ulciscitur orbem
.

Así la inducción es confirmada por la experiencia; la negación del matrimonio conduce a la confusión de los sexos, es la afirmación de la sodomía.

Y como el desuso del matrimonio tiene por causas:

La ininteligencia del sacramento cristalizado en el estado de símbolo.

Una sobreexcitación del idealismo erótico favorecida por el desarrollo de las letras y las artes.

Las dificultades de la existencia en una sociedad entregada al lujo y al agiotaje, desprovista de balanza en su economía, de equilibrio en sus poderes y de sinceridad en su razón: se deduce de ello que toda nación en que la Justicia ha desfallecido en tantos aspectos es una nación devorada por la gangrena sodomítica, una congregación de pederastas.

El comunismo, ese supuesto antídoto de la desigualdad que Platón opone a la tiranía y a la licencia, como la verdadera fórmula de República; el comunismo, puedo decirlo sin pasar por calumniador, contiene en su principio las mismas infamias. Por su negación de la personalidad, de la propiedad y de la familia, por su espíritu de secta y su desdén de la Justicia, tiende a la confusión de sexos; como sus contrarios, es desde el punto de vista de las relaciones amorosas, fatalmente pederasta. Los hechos prueban la verdad de esas aserciones. El fin lamentable de los romanos, de los griegos, de los antiguos orientales, dice bastante acerca de ello; en cuanto a los fabricantes de utopías, la promiscuidad platónica, la omnigamia de Fourier, el androgismo sacerdotal de los sansimonianos, las prácticas secretas que en todo tiempo hubo en las prisiones y los presidios, no necesitan comentario.

Índice de Amor y matrimonio de Pierre Joseph ProudhonCAPÍTULO SEGUNDOCAPÍTULO CUARTOBiblioteca Virtual Antorcha