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II. El antiestatismo

La organización de la sociedad económica debe conducir, según Marx, a la destrucción del Estado. Se trata, pues, no de utilizar el Estado, sino de deshacerlo. El Manifiesto Comunista define al Estado como el encargado de los negocios de la burguesía, y la Cuestión Judía ha revelado el secreto de la existencia de este órgano parasitario y externo a la sociedad. La lucha de clases se reduce, de este modo, conforme al pensamiento marxista, a deshacer progresivamente, en espera de su desaparición final, el poder político y a eliminar las funciones del Estado.

Los pasajes en que Marx ha expresado su antiestatismo, son numerosos. De sus primeras obras, La Miseria de la Filosofía es la que nos ofrece el fragmento más característico sobre el fin del poder político:

... ¿Quiere decir esto que después de la caída del antiguo régimen habrá una nueva dominacion de clase, que se resuma en un nuevo poder político? No.

La condición indispensable para la emancipación de la clase trabajadora es la abolición de toda clase, así como la condición precisa para la liberación del tercer estado del orden burgués fue la abolición de todos los estados y todos los órdenes.

La clase laboriosa reemplazará en el curso de su desenvolvimiento la antigua sociedad civil por una Asociación que excluya las clases y su antagonismo; y no habrá poder político propiamente dicho, porque el poder político es precisamente el resumen oficial del antagonismo en la sociedad civil.

En el Dieciocho Brumario, el carácter opresivo y artificial del Estado está claramente puesto al descubierto:

Se comprende en seguida que en un país como Francia, donde este poder dispone de un ejército de funcionarios de más de un millón de individuos y tiene, por consiguiente, bajo su dependencia más inmediata una enorme cantidad de intereses y existencias; donde el Estado domina, inspecciona, reglamenta, vigila, mantiene bajo su tutela a la sociedad civil a las manifestaciones más características de su vida como a sus movimientos más débiles, a sus modos de existencia más generales como a la vida privada de los individuos; donde este cuerpo parásito adquiere, gracias a una centralización extraordinaria, una omnipresencia, una ciencia universal, un aumento de movilidad y de esfuerzo que no tienen analogía sino con la dependencia incurable, con la deformidad incoherente del cuerpo social real; se comprende, digo, que en semejante país la Asamblea nacional tuviera que desesperar de ejercer una influencia verdadera, puesto que no disponía de los ministerios si no se decidía simultáneamente a simplificar la administración del Estado, a reducir el ejército de funcionarios todo lo posible y, en fin, a no permitir que la sociedad civil y la opinión pública se creasen sus propios órganos independientes del poder central.

Pero donde Marx nos ofrece su más violenta requisitoria contra el Estado, es en su apología teórica de La Commune de París:

La unidad de la nación -dice- no debía romperse, sino al contrario, organizarse con arreglo a la constitución comunal y convertirse en una realidad mediante la destrucción del poder central, que pretendía formar el cuerpo mismo de esta unidad independiente de la nación -de la que no era más que una excrecencia parásita- y ser superior a ella. Al mIsmo tiempo que se le amputan al viejo poder gubernamental sus órganos puramente represivos, se arrancaban a una autoridad que usurpaba la preeminencia, colocándose encima de la sociedad, sus funciones útiles para entregárselas a los agentes responsables de la sociedad misma.

Y después:

En realidad, la Constitución comunal hubiese restituído al cuerpo social las fuerzas absorbidas hasta entonces por el Estado, parásito que se nutre de la sustancia de Ia sociedad y paraliza el libre movimiento de ésta.

¿Qué es, en fin, toda la célebre carta sobre el proyecto de programa de Gotha, sino una dura diatriba contra el estatismo democrático de Lasalle y sus amigos?

Es fruto de la imaginación de Lasalle -clama Marx- Ia idea de que se puede, con los adelantos del Estado, construir una sociedad tan fácilmente como un ferrocarril nuevo.

A esto hay que añadir lo que Marx dice antes de las cooperativas:

Debe rechazarse por completo una educación del pueblo por el Estado ... Es necesario proscribir de la escuela toda influencia de la Iglesia y del Gobierno.

Y este antiestatismo suyo es tan evidente, que en su discusión con Bakunin, tocante a todas las cuestiones de organización interior de la Internacional, Marx podía proclamar que era anarquista en el sentido antiestatista de la palabra:

Todos los socialistas -escribe en las Supuestas escisiones en la Internacional-, entienden por anarquía lo siguiente: el fin del movimiento proletario; es decir, que una vez conseguida la abolición de las clases, el poder del Estado que hoy sirve para mantener a la gran mayoría productora bajo el yugo de una pequeña minoría de explotadores, desaparece, y las funciones gubernamentales se transforman en simples funciones administrativas.

Un antiestatismo tan radical tiene como consecuencia un antipatriotismo no menos absoluto. ¿No es la idea de patria el soporte principal de la idea de Estado? Por eso, Marx denuncia el patriotismo como el símbolo de la unión de las clases y la antítesis de la lucha de clases.

El grito de alarma lo da el Manifiesto Comunista.

Los obreros no tienen patria. No se les puede quitar lo que no tienen.

Grito repetido en La Commune de París, con respecto a la guerra:

El más alto esfuerzo de heroismo de que la vieja sociedad aún es capaz, es la guerra nacional. Pero hoy esta demostrado que esta guerra es una pura mistificacion de los gobernantes, que tiene por objeto retardar la lucha de clases y que hay que renunciar a ella lo más pronto posible cuando esta lucha de clases estalla y se convierte en guerra civil. El régimen de clases no puede ya cubrirse con el disfraz del uniforme nacional. Los gobiernos nacionales forman un bloque contra el proletariado.

Para Marx, como para los obreros revolucionarios, las fronteras están entre las clases, no entre los pueblos.

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