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Democracia política y organización económica

Los teóricos de la democracia social no se contentan con confundir nociones tan diferentes como las de democracia y socialismo. El razonamiento, por analogía verbal, les ha conducido a reducir el socialismo a una simple extensión de las reglas de la democracia política a la organización económica. El socialismo no sería, según eso, más que la aplicación al mundo del trabajo de los modos de acción de los gobiernos populares. Sobre la fe de un término común, la democracia política y la democracia obrera se hallan así confundidas.

Semejante confusión no se explica sólo por una ausencia sistemática de todo espíritu de análisis, por una tendencia arraigadísima a juzgar con las palabras, por una pasión del verbalismo, que no considera más que las apariencias y que permite asimilar formas de organización fundamentalmente disemejantes; hay que ver siempre en ello la voluntad de establecer un puente teórico entre dos órdenes de consideraciones radicalmente divergentes, que hiciese posible en el terreno de los principios la fusión de los simples demócratas y los socialistas.

De hecho, no existe la menor semejanza entre la democracia política y la democracia obrera. Sin duda, una y otra se inspiran en el ideal democrático de un gobierno fiscalizado por la masa. Pero esto es todo. El lenguaje vulgar, para hacer más accesible la propaganda cotidiana, declara que el socialismo proclamará la República en el taller. Esto no puede querer decir que las leyes del gobierno republicano, tal como funciona en nuestros regímenes democráticos modernos, serán simplemente transportadas a la organización socialista de la producción y del trabajo; esto significará, a lo sumo, que la clase obrera hallará en lo sucesivo en sí misma la fuente de toda administración y de todo Gobierno económicos.

Más aún. No sólo no existe analogía real entre la democracia política y la organización obrera, sino que hay entre ellas oposición de principios. La democracia política, con todas sus variantes, desde el régimen representativo hasta el gobierno directo, supone formas de vida social, cuya destrucción persigue el socialismo. Sostener la lucha política en el sentido riguroso de la palabra -y la clase obrera no puede sustraerse a ella un segundo- es colocarse en el terreno mismo de la sociedad burguesa, es servirse del instrumento de acción común a todas las clases. La acción política del proletariado, por necesaria que sea, no tiene nada de propiamente obrero, y no es la conquista del poder la que puede realizar la transformación social.

El movimiento obrero, en cambio, organizando a los obreros sobre el terreno económico, fuera de todos los modos anteriores y tradicionales, crea nuevas formas de vida sobre principios proletarios, que pueden ser más o menos los de una sociedad socialista. El triunfo del socialismo está así subordinado al desarrollo del movimiento obrero, y sólo será posible el día en que éste, sin haber tomado nada del mundo burgués, haya llegado a despojar, en parte al menos, de sus funciones propias a la democracia política y pueda, sin temor, reemplazarla. Si es verdad, como Marx dice, que el proletariado educa a la sociedad, no ha de ser reproduciendo las formas de organización que combate, sino creando modelos de agrupación, normas de vida, tipos de instituciones, cuya novedad contraste totalmente con el antiguo orden de cosas. La obra exclusiva -como la carne de su carne- que el proletariado impondrá al mundo, es un conjunto de ideas nuevas: un canon inédito, con arreglo al cual, transformará a la sociedad. ¿Cómo concebir de otro modo la acción revolucionaria y creadora de la clase obrera?

Indiscutiblemente, para constituirse y desarrollarse, la democracia obrera necesita, una vez más, de la democracia política. El proletariado no se organiza en un mundo extra-capitalista, en una especie de espacio neutro. Se agrupa en el seno mismo de la sociedad burguesa, con la cual está en contacto por todas partes. Para luchar contra ella, necesita emplear los medios que ella pone a su alcance. Se sirve de la lucha política, ejerce su presión sobre el Estado, para apartar, como dice Marx en el prefacio del Capital, todos los obstáculos legales que pueden impedir el desenvolvimiento de la clase trabajadora. De suerte que el proletariado, en la elaboración de la obra de transformación social que persigue, se ve obligado a utilizar las formas del pasado para preparar las del porvenir. Se mueve, así, en dos esferas de acción contradictorias, pero una de las cuales se desarrolla en detrimento de la otra. La democracia obrera no utiliza la democracia política, sino para destruirla mejor.

Este dualismo es el que turba la visión de los teóricos de la democracia social. No llegan a distinguir las dos formas de actividad de la clase obrera. Y como comprenden sobre todo el alcance de los modos tradicionales de acción, concentran en la lucha puramente política, en desprecio de la organización social en vía de lenta elaboración, todos sus esfuerzos. No ven más allá del horizonte limitado de la acción política, en lo que tiene de más estrecho. La alianza orgánica de los socialistas con los elementos democráticos de la burguesía, la atenuación progresiva -hasta la extinción- de la conciencia de clase, la negación de la lucha de clases que domina nuestra historia social, el estancamiento en el peor de los cretinismos parlamentarios, he aquí a lo que quieren rebajar los demócratas sociales la intensa acción revolucionaria del proletariado. Todo el secreto de su oposición a los principios dominantes del socialismo está ahí; conciben la lucha socialista conforme a los modos que les ofrece la sociedad burguesa; se niegan a comprender las formaciones nuevas que el socialismo lleva en su seno para generalizarlas en la sociedad transformada: el mundo de los trabajadores. Permanecen invenciblemente ligados a la sociedad actual; son, sin saberlo, el pasado. El proletariado socialista quiere ser el porvenIr.

Pero estas diferencias entre la democracia política y la democracia obrera no son más que diferencias de orden externo, por decirlo así. La oposición reside sobre todo en el funcionamiento interior de una y otra.

La democracia política no considera sino al hombre abstracto, al ciudadano. Parte de una ficción necesaria: que todos los hombres, todos los ciudadanos tienen el mismo valor y, por lo tanto, idénticos derechos. La ley es la expresión del número, la obra de la mayoría de estas voluntades iguales, el resultado de la voluntad general. Todo el problema que se plantea la democracia política consiste en llegar a discernir claramente esta voluntad general. Y esto sólo puede conseguirlo consultando a la masa, que debe decir, en todas las cuestiones, la primera y la última palabra. Así, pues, el régimen parlamentario -adopte el sistema representativo o el referendum- es el régimen de toda democracia política.

La inestabilidad es su base. El Gobierno de todos los ciudadanos no es posible más que si éstos están ilustrados previamente. Lo propio de la democracia es permitir que se ejerza la crítica sobre todas las cosas con plena independencia, que proyecte por todas partes una luz viva. Es preciso que la opinión, que va a decidir, pueda formarse sin trabas ni coacciones. El pueblo, para ejercer su soberanía, debe ser libre.

Para dar los resultados que de ella pudieran esperarse, la democracia política necesitaría asegurar la educación de la masa y hacer que la ficción de la identidad de valor de todos los ciudadanos fuese una realidad viva. Pero, naturalmente, es impotente para conseguir esto. El terreno político es de una extensión demasiado grande, y las cuestiones que se agitan en él de una complejidad demasiado excesiva para que la masa pueda estar lo bastante educada para desempeñar eficazmente su papel. La masa no gobierna: es gobernada por sus propios representantes.

Todas las críticas que se han formulado justamente contra el parlamentarismo, insisten en esta falta de educación y organización de la masa, que se halla en la imposibilidad absoluta de ejercer una fiscalización útil. A lo sumo, se llega a señalar sobre cuestiones de gran importancia general, las grandes corrientes de opinión.

La organización económica, en cambio, no conoce más que a hombres reales, a obreros que se agrupan para la defensa de sus intereses materiales y morales. No estamos ya en presencia de ideas abstractas, sino de relaciones concretas claramente determinadas.

Desde el momento en que hay ante nosotros hombres reales, obreros que no tienen idénticas cualidades, ni desarrollan la misma acción, una diferenciación necesaria se produce entre ellos. Los más conscientes, los más aptos para la defensa personal y la lucha social, son los primeros que se agrupan, indicando a los restantes el camino que deben seguir. Es decir, se produce una selección, y las formaciones así creadas adquieren, desde el punto de vista de la evolución del proletariado, una importancia capital.

Sorel ha indicado con gran precisión el papel orgánico de los grupos profesionales en el Porvenir socialista de los Sindicatos. Estos toman, naturalmente, en sus manos el gobierno de la clase obrera. Son los representantes de todo el proletariado. A medida que se desarrollan, aumentan el número de sus funciones y extienden el campo de su influencia. Lo que se ha llamado la tiranía de los Sindicatos, no es más que la facultad de dirección, regularmente transferida a los grupos seleccionados, es decir, al cuerpo constituído por los obreros más capaces de salvaguardar los intereses de la clase entera.

La democracia obrera se apoya, pues, esencialmente en los grupos organizados del proletariado. Este es el principio de su política. La concepción de una igualdad abstracta es sustituída por la noción de una diferenciación real. No están todos sobre el mismo plano porque no todos tienen las mismas aptitudes, mas la defensa de los intereses precisos y limitados del proletariado exige una competencia segura. Se trata de la vida de los trabajadores, en lo que tiene de más inmediato y grave.

El desarrollo de la organización económica de la clase obrera se mide por el crecimiento progresivo de sus grupos sindicales. Cuanto más actúan y deliberan en nombre de todos los trabajadores, más se afirma su papel de órganos directores y representativos de la masa proletaria.

Estamos muy lejos de la democracia política, que sólo conoce individuos. No tenemos ante nosotros sino grupos. Toda inestabilidad es reducida al mínimo. Los trabajadores no organizados todavía, no pueden aspirar, en virtud de un derecho individual superior al derecho de todos, a romper el principio del gobierno obrero por los grupos profesionales. Mientras la democracia política es necesariamente incierta y caótica, el movimiento obrero tiende a ser fijo y orgánico.

Y es que el mundo del trabajo es un mundo aparte. La obra de la producción es difícil y sólo puede ser dirigida por los procedimientos del gobierno político. Supone una suma determinada de competencias y hace necesaria una fuerte jerarquía. Esta jerarquía se forma naturalmente según la ley de la selección en la organización de la clase obrera, y es esta creación por vía de selección la que le da una base profundamente democrática. Pudiera decirse en cierto sentido que es ahí donde se constituye el ideal de democracia que debe tener al frente a los mejores, es decir, a los más capaces, bajo el control permanente de las masas.

Si los teóricos del democratismo social llegasen a conseguir que triunfara su concepción, pronto desaparecería la organización proletaria. Los grupos profesionales, que son formaciones seleccionadas, serían ahogados en la masa amorfa de los trabajadores no organizados. Los destinos de la clase obrera estarían entregados a las incertidumbres y oscilaciones de los movimientos de opinión que se producen en la democracia política. El gobierno avisado y prudente de los Sindicatos, sería reemplazado por la dirección ciega de los grupos improvisados o de políticos charlatanes. Las costumbres electorales no pueden ser introducidas en la organización económica de la clase obrera. Los proyectos de ley, como el de Millerand sobre el arbitraje obligatorio, que no consideran a los obreros sino como electores, sin tener en cuenta los Sindicatos profesionales, no dejarían, si aquéllos triunfasen, de destruir las nuevas formas de vida que lleva en su seno la organización proletaria.

Es falso, por consiguiente, que el socialismo sea la dilatación de la democracia política en democracia social. Y la experiencia misma del movimiento obrero confirma esta interpretación.

La preponderancia exclusiva de los grupos profesionales, órganos de un gobierno permanente, competente y estable, se afirma cada vez más en la evolución de la clase obrera. A medida que el trabajador colectivo adquiere conciencia de sí mismo, sustituye la acción desarreglada y caótica de los trabajadores no organizados por la acción metódica y concertada de sus grupos. Dejan de establecerse las relaciones entre el proletariado aislado y el capitalista aislado y son reemplazadas por relaciones nuevas entre grupos obreros y grupos patronales. El contrato de trabajo individual se hace colectivo, al mismo tiempo que el trabajador colectivo sustituye al trabajador individual.

En la solución de los conflictos, como en el ejercicio de todas las funciones que les son propias, los Sindicatos profesionales no reproducen, en nada, las prácticas electorales de la democracia política. La reglamentación de intereses tan precisos de los trabajadores, no es confiada al azar o a la ignorancia de votos más o menos ciegos. No estamos en presencia de un polvo de hombres, levantado alternativamente por los vientos opuestos de la política. Tenemos delante a una nueva organización del trabajo, encargada de regular fuera de las agitaciones electorales los menores detalles de la vida obrera.

Como puede verse, nada hay que se parezca menos a la táctica parlamentaria que la acción del proletariado organizado. El parlamentarismo reune, sobre el terreno de las deliberaciones comunes, a partidos políticos que representan intereses divergentes. La organización obrera desencadena la lucha de grupos económicos, entre los cuales la oposición de los intereses engendra una lucha irreductible. En el parlamento, los partidos actúan en colaboración contínua: se amalgaman conforme a combinaciones políticas o alianzas parlamentarias. El contacto regular y permanente de los partidos adversos reduce a la fuerza sus caracteres específicos: en ese régimen de pactos no constituyen nunca más que una disminución de sí mismos. En el terreno económico, los conflictos de clase se desarrollan libremente y sin confusión; los grupos obreros no tienen nada común con los grupos patronales. Si en la vida parlamentaria los partidos colaboran, en la vida económica las clases se combaten. Y la pretensión de los demócratas sociales a extender la realidad parlamentaria de la colaboración de los partidos a la realidad económica de la lucha de clases, será vana e irrealizable. Son dos mundos diferentes que se conducen según sus necesidades respectivas.

Hay un parlamentarismo político; no puede haber parlamentarismo económico. Todas las tentativas que se hagan para agrupar, en organismos comunes, a patronos y obreros, fracasarán lamentablemente. La lucha de clases es irreductible. Los Consejos de trabajo y demás expedientes de la paz social, no la modificarán en lo más mínimo. Los proletarios y los capitalistas no tienen que deliberar en común; los intereses económicos no se defienden por procedimientos de discusión académica. Las relaciones entre las clases son relaciones de fuerza, y por la fuerza deben estar reguladas. La forma que la lucha entre proletarios y capitalistas ha de adquirir cada vez con más precisión, permitirá, sin duda, que los grupos obreros entren en negociaciones con los grupos patronales. Pero lo que la evolución del movimiento obrero no parece que vaya a admitir es que en los mismos grupos se confundan patronos y trabajadores, o que los representantes de unos y otros se mezclen de un modo permanente, como en los parlamentos políticos.

Los grupos mixtos son un sueño de la democracia burguesa, llámese democracia cristiana o democracia social.

El parlamentarismo industrial tampoco se establecerá por la colaboración íntima -en forma de acciones poseídas tanto por unos como por otros- de los proletarios y los capitalistas, en la dirección de las empresas y las fábricas. Este es el aspecto más divertido bajo el cual los demócratas presentan su invención. En efecto, no se concibe esta copropiedad, semipatronal, semiobrera, que atenuará el sistema capitalista, incorporando a él al mismo tiempo a la clase proletaria. No parece que este procedimiento de elevar hasta la propiedad capitalista a aquellos cuyo destino social consiste en ser los desheredados en el régimen actual de producción, sea capaz, mientras este orden subsista, de adquirir la extensión que esperan los demócratas. ¿Qué industria, qué empresa, sometida a semejante régimen de parlamentarismo económico podría subsistir mucho tiempo, o, por lo menos desenvolverse?

De Rousiers, en su libro sobre La cuestión obrera en Inglaterra, recuerda el caso de las fábricas de hilados de Oldham, que se han constituído emitiendo acciones de muy poco valor, fácilmente accesibles a los trabajadores, y que han permitido la participación de los obreros, dueños de estas acciones, en la administración de la explotación. No parece que esta introducción del elemento obrero en la dirección de esas empresas, haya sido muy fructuosa. La industria capitalista no se presta a los procedimientos parlamentarios. No es tomando una parte más o menos activa en la organización de la producción en la sociedad capitalista, como la clase trabajadora transformará las bases de ésta; sólo apoderándose de los instrumentos de trabajo, haciéndose dueña exclusiva de las fábricas, de los talleres, etc., asegurará su emancipación.

Mientras tanto, realiza su educación económica en sus organizaciones propias. Los sindicatos profesionales, por las luchas que sostienen todos los días contra los patronos, sobre el terreno mismo de la producción, son un poderoso medio de educación, como las cooperativas en el dominio del consumo. La clase obrera aumenta por sí misma, por su esfuerzo persistente y su voluntad personal, su capacidad técnica. Se prepara naturalmente para la función que le está encomendada. No tiene ninguna necesidad -aunque esto no fuese una ilusión grosera y una esperanza infantil- de instalarse en el corazón del régimen capitalista. Fuera de él y contra él, es plenamente capaz de alcanzar su total perfeccionamiento.

El error de los demócratas sociales consiste en dar a un hecho indiscutible, la constitucionalización de la fábrica, una importancia que no puede tener. Es evidente que la autoridad despótica que la clase patronal ejercía, sin contrapeso, en el taller, disminuye progresivamente, con los progresos de la organización obrera. Cierto también que la constitución interna del taller tiende a dimanar exclusivamente de los trabajadores que lo forman. Pero esto es un simple resultado de la organización metódica de la lucha de clases. La clase obrera, agrupándose sobre el terreno de sus intereses generales, reduce la opresión de la clase patronal. ¿Qué relación puede haber entre esta consecuencia normal del crecimiento del proletariado organizado y la aplicación de los métodos parlamentarios al mundo de la industria? Es éste un momento de la ascensión del proletariado, que será superado por el momento siguiente, hasta que la clase obrera disponga de la fuerza necesaria para realizar la transformación social. La fábrica constitucional no es un modo de parlamentarismo económico, sino un grado de la lucha de clases.

La experiencia obrera es más concluyente aún. La democracia económica no se constituye sólo por la creación de un gobierno técnico de trabajadores seleccionados, sino que además, en el interior de los grupos así constituídos, sigue reglas opuestas a las de la democracia política. Tiende a asegurar la permanencia de sus administradores. Los sustrae del bamboleo que la democracia impone a sus representantes, delega en ellos, elegidos a conciencia y fuertemente fiscalizados, poderes duraderos y efectivos.

La democracia económica no ha llegado de un golpe a esta convicción y a esta practica de la estabilidad administrativa. Al principio desconfió de sus representantes lo mismo que la democracia política. Temía los excesos de poder, las traiciones; era víctima de las exageraciones inquietas del espíritu falsamente democrático. Pero todo esto, ya ha desaparecido.

Las instituciones obreras tienen una tendencia cada día mayor, a dar a sus secretarios, a sus funcionarios, los poderes más amplios, a la vez que más fiscalizados; los mandatos más prolongados, al mismo tiempo que más llenos de responsabilidad. Así se ha formado una élite de administradores perfectos, que aseguran la prosperidad de las organizaciones obreras.

¿Qué serían las grandes tradeuniones inglesas sin sus directores especializados, sin sus cuerpos de funcionarios? ¿Y las cooperativas inglesas y belgas, sin sus administradores y directores? Y nuestros mismos Sindicatos franceses -por atrasados que estén- ¿no valen en la medida en que sus bureaux y sus secretarios tienen funciones precisas y duraderas?

Cierto que la democracia obrera, por el hecho mismo de ejercerse en un campo más limitado y concreto que la democracia política, puede realizar más fácilmente ese tipo de organización superior que une al control constante de la masa la constitución de una necesaria jerarquía. Mientras en la democracia media un abismo entre la masa y sus representantes -lo que da a los líderes una importancia tan exagerada- en el movimiento obrero, por el contrario, hay un contacto firme y además, en cierto sentido, igualdad de competencias. Los Sindicatos pueden fiscalizar la acción de un secretario de Sindicato; las cuestiones profesionales son de su incumbencia. En cambio, ¿pueden los electores imponer su voluntad a los diputados que eligen?

Hagan lo que hagan y digan lo que digan los teóricos de la democracia social, existe una oposición entre la organización política y la organización económica del proletariado. La idea de asimilar estos dos órdenes de hechos tan distintos, puede tentar a los demócratas burgueses, para quienes debe permanecer inexorablemente incógnito el sentido del movimiento obrero y de la lucha de clases. Se comprende que los demócratas suizos, con Javon, hayan sido los primeros en concebir y enunciar la fórmula. Pero los socialistas deben saber a qué atenerse sobre la democracia política. No pueden olvidar que el éxito de sus luchas depende, no de la extensión de los principios del mundo político al mundo del trabajo, sino de la organización autónoma del proletariado.

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