Índice del libro Incitación al socialismo de Gustav Landauer MillCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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Fue un momento memorable en la historia de este tiempo, aquel en que Pierre Joseph Proudhon dijo a su pueblo, frente a la revolución francesa de febrero de 1848, lo que tenía que hacer para fundar la sociedad de la justicia y de la libertad. Vivía, como todos sus contemporáneos revolucionarios, enteramente en la tradición de la revolución que se exteriorizó en 1789, y para el sentimiento de ese tiempo todavía, en el primer comienzo había sido obstaculizada por la contrarrevolución y los gobiernos que les sucedieron y que no pudieron establecerse. Dijo: La revolución ha puesto fin al feudalismo. Ella tiene que poner algo nuevo en su lugar. El feudalismo era un orden en el dominio de la economía y del Estado: era un sistema orgánico, militar, de la subyugación. Ya desde hace siglos había sido quebrantado por libertades; la libertad burguesa se ha impuesto cada vez más. Pero ha destruído también el viejo orden y la vieja seguridad, las viejas uniones y asociaciones; algunos se han enriquecido en la libertad de movimiento, las masas han sido entregadas a la penuria y a la incertidumbre. ¿Cómo hacer para conservar la libertad, para edificarla, para crearla para todos, pero al mismo tiempo para que llegue el nuevo orden, la seguridad, la gran nivelación de la posesión y de las condiciones de vida?

Los revolucionarios, dice, no saben todavía que la revolución tiene que poner fin al militarismo, es decir al gobierno; que su tarea consiste en poner en lugar de lo político lo social, en lugar del centralismo político la asociación directa de los intereses económicos, la central económica, que no es dominación sobre personas, sino regulación de los asuntos.

Vosotros, franceses, dice, sois pequeños y medianos campesinos, pequeños y medianos artesanos; trabajáis en la agricultura, en la industria, en el transporte y en la mediación. Hasta aquí habéis necesitado reyes y sus funcionarios para agruparos y guardaros unos de otros; habéis suprimido en 1793 el rey del Estado; pero el rey de la economía, el oro, lo habéis conservado; y porque habéis dejado en el país la desgracia, el desorden y la inseguridad, tuvisteis que volver a permitir reyes, funcionarios y ejércitos. Barre a los mediadores autoritarios; suprime a los parásitos; procura la asociación inmediata de tus intereses; así crearás la sociedad, la heredera del feudalismo, la heredera del Estado.

¿Qué es el oro? ¿Qué es el capital? No es una cosa como un zapato, o una mesa, o una casa. No es una cosa, no es nada real. El oro es un signo de una relación; el capital es algo que va como referencia, entre los hombres, de aquí para allí, es algo entre los hombres. El capital es crédito; crédito es reciprocidad de intereses. Estáis ahora en revolución; la revolución, es decir el entusiasmo, el espíritu de confianza, el vuelo de la nivelación, el placer de ir al conjunto, ha llegado a vosotros, ha surgido entre vosotros; creaos ahora la reciprocidad inmediata, procurad la institución que os permita permutar con los productos de vuestro trabajo sin intermediarios parasitarios y absorbentes; entonces no necesitaréis ninguna autoridad tutelar ni tampoco el traspaso de la omnipotencia política gubernativa a la vida económica, de que hablan los novísimos chapuceros, los comunistas. La tarea consiste en afirmar la libertad en la economía y en la vida pública y en crear seriamente y procurar la nivelación, la supresión de la miseria y la inseguridad, aboliendo la propiedad, que no es posesión de cosas, sino dominación de hombres o esclavización, y el interés, que es usura. ¡Cread el Banco de cambio!

¿Qué es el Banco de cambio? No es sino la forma externa, la institución objetiva de la libertad y la igualdad. El que trabaja siempre en cosas útiles, el campesino, el artesano, la asociación obrera, todos deben continuar trabajando. El trabajo no necesita ser organizado, es decir tutelado gubernativamente o estatizado. El ebanista hace muebles; el zapatero, zapatos; el panadero, amasa el pan, y así sucesivamente en la producción de todo lo que el pueblo necesita. Carpintero. ¿tienes pan? Ciertamente, no puedes ir al panadero y ofrecerle sillas y armarios que no precisa. Vete al Banco de cambio y haz transformar tus trabajos, tus facturas en cheques de valor general. ¿Proletarios, no queréis volver al patrón ni trabajar por un salario? ¿Quisierais ser independientes? ¿Pero no tenéis taller, ni herramientas, ni alimentos? ¿No podéis esperar, debéis alquilaros de inmediato? ¿Pero no tenéis quien adquiera vuestros productos? ¿No reciben los otros proletarios, no recibís vosotros, proletarios, mutuamente mejor vuestros productos, sin intervención de intermediarios explotadores? ¡Procurad, pues, los pedidos, locos! La clientela vale, la clientela es dinero, como se dice hoy. ¿Tiene que ser siempre la sucesión: penuria, esclavitud, trabajo, producto, salario, consumo? ¿No podéis comenzar con lo que es comienzo natural: crédito, confianza, mutualidad? ¿De manera que la sucesión sea: demanda-crédito o dinero-consumo, trabajo-producto? La reciprocidad cambia el curso de las cosas; la reciprocidad restablece el orden de la naturaleza; la reciprocidad es lo primero: el espíritu entre los hombres, que admite a todos los que quieren trabajar en la satisfacción de las necesidades y en el trabajo.

No busquéis culpables, dice, todos son culpables; unos esclavizan y quitan a los otros lo más necesario o les dejan sólo lo más necesario, y los otros se dejan esclavizar o prestan a los amos dominantes servicios de cómitres y de vigilantes. No se creará lo nuevo por el espíritu de la venganza, de la rabia y del placer de destrucción. Hay que destruir con espíritu constructivo: no se excluye la revolución y la conservación. Cesad de pensar con las cabezas de los viejos romanos; la política jacobina dictatorial ha jugado su papel; el gran teatro de la tribuna y de los bellos gestos no os crea la sociedad. Lo que importa es la realización; trabajáis cosas útiles en cantidad suficiente; quisierais consumir cosas útiles en justa remuneración; así, pues, tenéis que intercambiar justamente.

No hay valor, dice, que no lo cree el trabajo; la supremacía de los capitalistas la han creado los trabajadores y no la pudieron conservar para sí mismos y valorizarla, porque son desposeídos aislados, que aumentan la propiedad de los propietarios y hacen propiedad de su fuerza de esclavos. ¡Pero qué infantil es, podría decir, aferrarse a la magnitud existente de propiedad acuñada en manos de los privilegiados y pensar sólo en quitársela por métodos políticos o violentos! La propiedad está siempre en marcha, siempre en circulación; hoy fluye del capitalista, pasa por el obrero que consume, vuelve al capitalismo; haced, mediante nuevas instituciones, por la enmienda de vuestro comportamiento recíproco, dice, que fluya de los capitalistas a los obreros consumidores, pero que de éstos no vuelva a los capitalistas, sino a manos de los trabajadores, de los obreros productores.

Con un poder sin igual, con una gran reunión de sobriedad y de calor, de pasión y de sentido de los hechos ha dicho eso Proudhon a su pueblo; y ha propuesto para cada momento de la revolución, de la disolución, de la transición, de la posibilidad de amplias y fundamentales medidas los pasos especiales, los decretos que habrían creado lo nuevo, que habrían sido el último acto del gobierno; que habrían hecho realmente de ese gobierno lo que se denominaba a sí mismo: un gobierno provisional.

La voz se tuvo; han faltado los oídos. Existió el momento y ha transcurrido, ha transcurrido para siempre.

Proudhon, que sabía lo que sabemos otra vez hoy los socialistas: que el socialismo es posible en todos los tiempos y que en todos los tiempos es imposible; que es posible cuando existen los hombres que le hacen falta, que lo quieren, es decir que lo hacen; y que es imposible cuando los hombres no lo quieren o sólo lo quieren, pero no lo realizan, Proudhon no ha sido escuchado. En lugar de oírle a él, se ha escuchado hacia otra parte, que ha enseñado la falsa ciencia que hemos examinado y rechazado: la que dice que el socialismo es la coronación del gran establecimiento capitalista: viene tan sólo cuando unos pocos capitalistas están en posesión de instituciones que ya casi se habrían vuelto socialistas, de manera que sería una cosa muy fácil para las masas proletarias reunidas traspasarlo de la propiedad privada a la propiedad social.

En lugar de escuchar a Pierre Joseph Proudhon, el hombre de la síntesis, se ha escuchado a Karl Marx, el hombre del análisis y así se ha dejado en pie la disolución, la descomposición, la ruina.

Marx, el hombre del análisis, ha trabajado con conceptos firmes, rígidos, aprisionados en su concha de palabras; con esos conceptos quería expresar y casi comandar las leyes de la evolución.

Proudhon, el hombre de la síntesis, nos ha enseñado que los conceptos cerrados sólo son símbolos del movimiento incontenible; ha disuelto los conceptos en la continuidad fluyente.

Marx, el hombre de la ciencia aparente y pretensiosa, era el legislador y el dictador de la evolución; expresó su palabra sobre ella; y así como él determinaba, tenía que ser de una vez por todas. El devenir debía comportarse como un ser acabado, terminado, muerto. Por eso hay un marxismo, que es una doctrina y ya casi un dogma.

Proudhon, que no quería resolver ningún problema con palabras, que en lugar de las cosas acabadas ha puesto movimientos, relaciones; en lugar del ser aparente el devenir, en lugar de las toscas visibilidades el vaivén invisible, transformó finalmente -en sus escritos más maduros- la economía social en psicología, pero la psicología de la rígida psicología individual, que hace del hombre una cosa aislada, en psicologa social, que abarca al hombre como miembro de una corriente evolutiva infinita, inseparable e indecible. Por eso no hay proudhonismo, sino sólo un Proudhon. Así lo que Proudhon ha dicho para un determinado momento, hoy no puede aplicarse, pues las cosas se han dejado ir durante decenios. Valor tiene sólo lo que es eterno en la comprensión de Proudhon; no puede hacerse servilmente el ensayo de volver a él, a un momento histórico pasado.

Lo que han dicho los marxistas de Phoudhon, que su socialismo es un socialismo pequeñoburgués y pequeñocampesino, repitámoslo una vez más, es completamente verídico y es su más alto título de gloria. Su socialismo, dicho de otro modo, de los años 1848 a 1851, era el socialismo del pueblo francés de 1848 a 1851. Era el socialismo que en ese momento era posible y necesario. Proudhon no era un utopista ni un augur; no era un Fourier ni un Marx; era el hombre de la acción y de la realización.

Pero hablamos aquí expresamente de Proudhon, el hombre de 1848 a 1851. Ese hombre dijo, y para ello era apropiada la época, lo que tenía que decir: Revolucionarios, si hacéis esto, realizáis la gran transformación.

El hombre de los años ulteriores, del que tenemos tanto que aprender como del de 1848, no ha querido repetir después de la revolución las palabras de la revolución en una autocopia vanamente comediante y fonográfica. Todo tiene su tiempo; y todo tiempo después de la revolución es un período antes de la revolución para aquellos cuya vida no ha quedado en un gran momento del pasado. Proudhon ha continuado viviendo, aunque sangrando por más de una herida; se ha preguntado entonces: si hacéis esto, he dicho; pero, ¿por qué no lo han hecho? Ha encontrado la respuesta y la expuso en todas sus obras ulteriores, la respuesta que dice en nuestra lengua: porque ha faltado el espíritu.

Ha faltado entonces y ha faltado desde hace sesenta años y todavía está hondamente desmoralizado y hundido. Todo lo que hasta aquí se ha mostrado se puede resumir en una frase: la esperanza en el justo momento presuntamente previsto en la historia, ha postergado cada vez más ese objetivo, lo ha hecho retroceder cada vez más en las tinieblas y en lo nebuloso; la confianza en la evolución progresiva era el nombre y el título del retroceso y esa evolución ha adaptado más y más las condiciones externas e internas a la humillación, las ha alejado cada vez más del vuelo a las alturas. Con su no ha llegado el momento tendrán razón los marxistas, mientras los hombres les crean, y no tendrán nunca menos, sino más razón. ¿No es la locura más horrorosa que ha vivido y ha tenido efecto, que una frase tenga valor porque es pronunciada y es oída crédulamente? ¿Y no debe advertir cada uno que el ensayo de expresar así el devenir, como si fuese un ser acabado, si adquiere poder sobre el ánimo de los hombres, tiene forzosamente que castrar las potencias de formación y de la fuerza creadora?

De ahí ese nuestro ataque incesante al marxismo, por eso apenas nos libramos de él, por eso lo odiamos de todo corazón: porque no es una descripción y una ciencia tal como se pretende, sino un llamado negador, corruptor, castrador, a la impotencia, a la falta de voluntad, al rendimiento y a la negligencia. El pequeño trabajo de abejas de la socialdemocracia -que por lo demás no es marxismo- es sólo el reverso de esa impotencia y sólo expresa que el socialismo no existe; pues el socialismo va, en lo pequeño y en lo grande, al todo, al conjunto. No es que haya que repudiar el trabajo menudo como tal; sino sólo ese trabajo existente, que va empujado de un lado al otro como una hoja seca en el torbellino.

Los llamados revisionistas, que en el trabajo menudo son tan celosos como hábiles, y que en su crítica al marxismo tienen con nosotros muchos puntos de contacto -no es de extrañar, pues, en gran parte la han tomado del anarquismo, de Eugen Dühring y de otros socialistas independientes-, se han enamorado gradualmente de algo que se podría llamar táctica de principios que han barrido en ellos con el marxismo también el socialismo hasta el último rastro. Están en vías de fundar un partido para la defensa de la clase obrera en la sociedad capitalista por vías parlamentarias y económicas. Los marxistas son creyentes en la evolución a la Hegel, los revisionistas son partidarios de la evolución a la Darwin. No creen ya en la catástrofe y en la repentinidad; el capitalismo no se transmutará revolucionariamente en el socialismo, sostienen, sino que se establecerá gradualmente, de modo que será cada vez más soportable.

Algunos de ellos preferirían ya confesar gustosos que no son socialistas y van asombrosamente lejos en su adaptación al parlamentarismo, a la astucia de fracción y del partido, a la caza de votos y al monarquismo. Otros se consideran aún completamente socialistas; creen ver un mejoramiento continuo, lento pero incontenible de la situación privada de los trabajadores, de la parte de los trabajadores en la producción por el llamado constitucionalismo industrial, de las condiciones públicas jurídicas por la edificación de instituciones democráticas en todos los países, y sacan la conclusión de la bancarrota de la doctrina marxista reconocida claramente por ellos y en parte lograda por ellos: que el capitalismo está ya en el mejor camino hacia el socialismo, y el enérgico estímulo de esa evolución es la misión de los socialistas. Con esa concepción no se han alejado mucho de lo que ya al comienzo había en el marxismo, y los llamados rádicales estuvieron siempre en los mismos caminos y sólo tienen el deseo de que no se diga esa opinión a las masas electorales incitadas al revolucionarismo y retenidas de ese modo.

La verdadera relación de los marxistas con los revisionistas es la siguiente: Marx y los mejores de sus discípulos habían tenido siempre presente el conjunto de nuestras condiciones en su conexión histórica y han intentado ordenar los detalles de nuestra vida social bajo conceptos generales. Los revisionistas son epígonos escépticos que ven ciertamente que las generalidades expuestas no se cubren con las nuevas realidades que surgieron, pero que no tienen ya en modo alguno la necesidad de una concepción nueva y diversa de nuestro tiempo.

El marxismo había llevado pasajeramente grandes partes de los desheredados al menos a la sensación de su miseria, al descontento y a un estado de ánimo idealista dirigido a la transformación del conjunto. Eso no podía ser de duración, porque las masas, bajo la influencia de esa estupidez científica, se dispusieron a la espera y fueron incapaces de toda actuación socialista. Así habría vuelto a las masas hace mucho otra vez el embotamiento y la tranquilidad, si no hubiesen sido espoleadas continuamente por los métodos político-demagógicos. Los revisionistas ven que las peores barbaries del capitalismo inicial han pasado, que los obreros se han habituado más a las condiciones proletarias y que el capitalismo no se ha aproximado de ningún modo a la bancarrota. En todo percibimos nosotros ciertamente el enorme peligro de la afirmación del capitalismo. En verdad -tomada en su conjunto- la situación de la clase obrera no ha mejorado; la vida más bien se ha vuelto más difícil y menos alegre. Se ha vuelto tan poco alegre que los obreros sin alegría, sin esperanza, se han empobrecido en espíritu y en carácter. Pero ante todo la lucha del socialismo, la verdadera lucha, no brota de los movimientos de compasión y no gira exclusivamente o en primera línea en torno a la suerte de una determinada capa humana. Se trata de una completa transformación de los fundamentos de la sociedad; se trata de una nueva creación.

Ese sentimiento (pues más que sentimiento no fue nunca en ellos) se ha perdido cada vez más para nuestros obreros, porque en el marxismo los elementos de la descomposición y de la impotencia eran desde el comienzo más fuertes que las fuerzas de la rebelión, a quienes faltaba aquel contenido positivo. El fenómeno del revisionismo y su escepticismo contentadizo es sólo la superestructura ideológica de la falta de tacto, de la falta de consejo y de la frugalidad de las masas, y muestra a todos los que no lo sabían ya que el proletariado no es, en base a la necesidad histórica, el pueblo elegido de Dios, de la evolución, sino más bien la parte del pueblo que más sufre y a consecuencia de las modificaciones psicológicas que la miseria implica, la que más difícilmente se lleva al conocimiento. Lo mejor será guardarse de todas las generalizaciones en este dominio; el proletariado es más de una cosa, y el dolor ha producido por doquiera sobre personas muy distintas muy distintos efectos. Pero al dolor corresponde ante todo el sentimiento de la propia situación; ¡y cuántos proletarios no sufren por eso lo más mínimo!

Sabemos ahora cómo se han conformado en verdad las condiciones en estos tiempos después de la frustrada revolución, en estos sesenta años antes de la revolución que hemos vivido. Fueron décadas de adaptación al capitalismo, de adaptación a la proletarización, y es verdaderamente una adaptación que en algunos fragmentos se ha vuelto ya herencia, es un empeoramiento de las relaciones entre los hombres, que se han vuelto la palpable en una ruina de muchísimos cuerpos de individuos.

Es un enorme peligro el que aquí se expresa. Hemos dicho: el socialismo no debe venir, como sostienen los marxistas; decimos ahora: puede llegar el momento, si los pueblos vacilan mucho tiempo, en que se dirá: el socialismo no puede venir ya a esos pueblos. Los hombres pueden comportarse entre sí locamente, vilmente, pueden entregarse todo lo que quieran a la servidumbre o acomodarse a la propia brutalidad; todo esto es algo entre los hombres, algo funcional y puede modificarse en la próxima generación, puede cambiar a los hombres tal como ahora son si llega a ellos una conmoción decisiva. Mientras se trate de esas relaciones sociales, de lo que se llama ordinariamente lo psicológico, el caso no es tan malo. Y así es la gran miseria colectiva, la penuria, el hambre, la falta de techo, el abandono espiritual y la corrupción; y lo mismo en la parte superior la codicia del disfrute, el mero lujo, el militarismo y la falta de espíritu; todo eso, por malo que sea, se puede curar si llega el médico que corresponde: el espíritu creador de la gran revolución y de la regeneración. Pero si toda la penuria y la presión y la falta de espíritu no es sólo, en procedencia y efecto, algo entre los hombres, una perturbación de las relaciones, que asienta en el alma, o mejor dicho: si no sólo es una perturbación en el complejo de relaciones entre los hombres, que llamamos alma, sino que más bien, a consecuencia de la desnutrición crónica, del alcoholismo, del embrutecimiento largamente continuado, de la constante insatisfacción, de fuerte falta de espíritu en todos los dominios, se ha llegado a modificaciones del cuerpo individual, que se comportan en significación para el alma y la estructura social como la araña ante su red, entonces semejante curación no puede ayudar ya, y puede ocurrir que grandes partes del pueblo, que pueblos enteros sean condenados a la ruina. Sucumben como han sucumbido siempre los pueblos; otros pueblos sanos los dominan y se produce una mezcla de razas, a veces hasta una extirpación parcial. Es decir, cuando existen otros pueblos más sanos. Pero no se deben presentar fáciles ejemplos con analogías de anteriores períodos de la historia de los pueblos. Si a eso se llega, no tiene que repetirse del mismo modo, como ha pasado en los tiempos de las llamadas emigraciones de pueblos. Vivimos en períodos de humanidad naciente, y excluído, enteramente excluído no está el que esa humanidad naciente pueda ser el comienzo del fin de la humanidad. Tal vez no hubo nunca un tiempo de decadencia de mundos tan peligroso como el nuestro.

Es decir, una humanidad en el sentido de un verdadero complejo de relaciones, una sociedad terrestre agrupada por hilos externos y rasgos e impulsos internos, que supere las barreras populares, no la hay ciertamente hasta aquí. Hay sucedáneos de ella, pero que esta vez podrían ser más que medios supletorios, podrían ser el comienzo: el mercado mundial, las asociaciones y los congresos internacionales de la naturaleza más diversa, los tratados internacionales en la política de los Estados, el tráfico y las informaciones alrededor de la superficie terrestre, todo eso crea cada vez más, cuando no la igualdad, sin embargo la semejanza de los intereses, de las costumbres, del arte, o de su medio de substituirlo, el espíritu lingüístico, la técnica, las formas de la política. También entre los obreros de unos y otros pueblos hay intercambio de influencias. Todo, en fin, lo que es realidad espiritual: religión, arte, idioma, espíritu común existe doble o se nos aparece doble con fuerza natural; una vez en el alma individual como característica o caudal, otra vez fuera como algo que se agita entre los hombres y crea organizaciones y asociaciones. Todo esto es inexactamente expresado; lo que aquí se puede mejorar al pasar, debe hacerse de inmediato; pero no podemos bajar ahora hasta el fondo en ese abismo de la crítica lingüística y de la doctrina de las ideas (las dos se corresponden); todo esto se ha señalado aquí otra vez para decir: humanitas, humanité, humanity, humanidad y Menschheit -por lo que ahora decimos humanismo con una expresión debilitada y privada de su hondura-, todas esas palabras se han referido originariamente sólo a la humanidad viviente y activa en el individuo; ella existía un tiempo muy fuertemente, era muy corporalmente sentida, sobre todo en los mejores tiempos de la cristiandad. Y hacia una humanidad efectiva en el sentido exterior llegaremos sólo cuando el efecto recíproco, o mejor dicho la intensidad -pues todo efecto recíproco aparente es comunidad idéntica- haya llegado para la humanidad concentrada en el individuo y para la humanidad crecida entre los individuos. En la semilla está la planta, como la semilla sólo es la quintaesencia de la cadena infinita de los crecimientos; del humanismo del individuo recibe la humanidad su legítima existencia, como ese humanismo del individuo sólo es el heredero de las infinitas generaciones del pasado, y de todas sus relaciones recíprocas. Lo que ha sido es lo que ha de ser, el microcosmos es el macrocosmos; el individuo es el pueblo, el espíritu es la comunidad, la idea es la asociación.

Pero por primera vez en la historia del par de milenios que conocemos, la humanidad quiere exteriorizarse en sentido y proporción completos. La tierra ha sido, puede decirse, completamente explorada; pronto estará, puede decirse, completamente poblada y poseída; hace falta ahora una renovación como no la hubo todavía en el mundo humano conocido por nosotros. Ese es el rasgo decisivo de nuestro tiempo, eso nuevo que más bien debería ser para nosotros algo terriblemente aplastador; la humanidad alrededor de la superficie terrestre quiere crearse y quiere crearse en un momento en que tiene que venir una poderosa renovación sobre la especie humana, si el comienzo de la humanidad no ha de ser su fin. Antes esa renovación era idéntica a menudo a los nuevos pueblos que surgían de la quietud y la mezcla de la cultura, o de la mezcla con nuevos países a que se emigró. Cuanto más avanza la analogía entre los pueblos, cuanto más densamente son ocupados los países, tanto menos vendrá de fuera o hacia fuera la esperanza de tal renovación. Aquellos que quieren desesperar de nuestros pueblos o al menos creen que el impulso externo para la renovación radical de los corazones y de la fuerza vital debe venir de fuera, de los viejos pueblos despertados de nuevo del sueño salvador, pueden edificar algunas esperanzas sobre los pueblos chinos, los hindúes, quizá también los rusos; todavía pueden algunos aferrarse a la idea que tras la barbarie norteamericana trapisondera dormita un idealismo oculto aún y exceso de energía, de fuego y de espíritu que podría estallar maravillosamente; pero hay que pensar que viviremos todavía cuarenta y cincuenta años, que esa espera romántica se convertirá en afrenta, que los chinos seguirán el camino simiesco de los japoneses, que los hindúes sólo se levantarán para deslizarse rápidamente por los carriles de la decadencia, y así por el estilo. Rápidamente avanza la analogía, la civilización y en relación con ella la decadencia verdadera, física y fisiológica.

En este abismo debemos sumergirnos para recibir el valor y la ferviente compulsión que necesitamos. ¡Más grande y distinta de lo que ha sido en los tiempos que conocemos, tiene que ser esta vez la renovación! No sólo buscamos cultura y belleza humana en la convivencia; ¡buscamos salvación! El ámbito más grande que hubo en la tierra tiene que ser creado y se abre camino ya en las capas privilegiadas; pero no puede venir por los lazos externos, por los acuerdos o las disposiciones del Estado o del Estado mundial de horrorosa invención, sino sólo por el camino del individualismo más individual y del resurgimiento de las más pequeñas corporaciones: ante todo de las comunas. Hay que construir lo más vasto y debe ser comenzada la construcción en lo pequeño; hemos de extendemos en toda amplitud, y sólo podremos hacerlo si cavamos en todas las profundidades; pues ninguna salvación puede venimos esta vez de fuera, y ningún país sin ocupar invita a los pueblos densos a la colonización; tenemos que fundar la humanidad y sólo podemos encontrarla en la especie humana, sólo podemos hacerla brotar de las asociaciones voluntarias de los individuos y de la comuna de los individuos independientes y naturalmente ligados unos a otros.

Tan sólo entonces podemos respirar libremente y aceptar la necesidad ineludible de nuestra tarea como trozo de nuestra existencia de socialistas; donde sentimos la certidumbre y la llevamos viva en nosotros de que nuestras ideas no son una opinión a la que nos adherimos, sino una coacción violenta que nos pone ante este dilema: experimentar de antemano la verdadera decadencia de la humanidad y ver devorar sus comienzos en torno nuestro, o dar la iniciativa del ascenso con nuestra propia acción.

La decadencia del mundo con que amenazamos aquí como con un espectro de posible realidad, no significa naturalmente una muerte repentina. Prevenimos contra la analogía, contra la inclinación, dado que sabemos de un par de períodos de decadencia, a los que siguieron luego períodos de florecimiento, a querer encontrar en eso una regla infalible. Si nos imaginamos con qué inaudita celeridad en nuestros tiempos de civilización capitalista se vuelven análogos los pueblos y sus clases: cómo los proletarios son alcoholizados torpe, humilde, brutal, exteriormente y en medida creciente, cómo gracias a la religión comienzan a perder toda especie de interioridad y de responsabilidad; cómo ha comenzado todo eso a materializarse; cómo en las capas superiores se pierde la fuerza para la política, para la visión amplia de la acción; cómo en lugar del arte aparece la fatuidad, la baratija de moda y la imitación arqueológica e histórica; cómo con la religión y la moral, grandes sectores han perdido toda consistencia, toda santidad, toda firmeza del carácter; cómo las mujeres son arrastradas en el torbellino de la sensualidad superficial, de la codicia decorativa, coloreada de disfrute; cómo el aumento naturalmente inconsciente de la población en todos los sectores comienza a decrecer y en su lugar aparece la sexualidad sin hijos bajo la dirección de la ciencia y de la técnica; cómo entre los proletarios y los burgueses la gitanería afecta precisamente a los mejores, a los que no pueden resistir más la labor regular, sin alegría en las condiciones actuales; cuando vemos cómo todo eso en todos los estratos de la sociedad comienza a tornarse neurastenia e histeria: entonces es permitida y necesaria la pregunta: ¿dónde está el pueblo que se levante para el saneamiento, para la creación de nuevas instituciones? ¿Existe seguramente, hay signos inconfundibles de ello, de que volvemos a remontarnos, como en otro tiempo de una civilización decadente, refinada ha brotado la sangre fresca del nuevo comienzo? ¿Es seguro que la humanidad no es una palabra provisoria, insuficiente para algo que más tarde se llamará: el fin de los pueblos? Ya resuenan voces de mujercillas degeneradas, desencadenadas y desarraigadas y de su tronco de hombres que anuncian la promiscuidad, en lugar de la familia el placer del cambio, en lugar de la unión voluntaria el desenfreno, en lugar de la paternidad el seguro estatal de la maternidad. El espíritu necesita libertad y entraña libertad; donde el espíritu crea uniones como familia, cooperativa, grupo profesional, comuna y nación, existe la libertad y puede aparecer también la humanidad: ¿pero sabemos, sabemos seguramente si lo que ahora comienza a agitarse en lugar del espíritu, ausente dentro de las instituciones de dominio y de coacción que lo representan: la libertad sin espíritu, la libertad de los sentidos, la libertad del placer irresponsable, lo soportamos ya? ¿O no debe resultar de todo eso la más horrible tortura, la más caduca debilidad y la obtusa chatura? ¿Si nos vendrá a los seres humanos un momento de ardiente sacudimiento, de renacimiento, de alta época de la asociación de las comunidades de cultura? ¿Los tiempos en que el canto vive en los pueblos, en que las torres llevan la unidad y la elevación al cielo y en que se crean grandes obras, en las cuales está concentrado el espíritu del pueblo?

No lo sabemos, y sabemos por eso que el ensayo es nuestra tarea. Toda supuesta ciencia del futuro ha sido eliminada por completo, no sólo no conocemos ninguna ley de la evolución conocemos incluso el enorme peligro de habernos retardado ya demasiado, de que noblemente no valgan ya para nada todos nuestros ensayos y acciones. Y así hemos borrado de nosotros la última ligazón: en todo nuestro saber no sabemos nada más. Estamos como hombres primitivos ante lo descrito y lo indescriptible; no tenemos nada ante nosotros y lo tenemos todo solamente en nosotros: en nosotros la realidad o eficiencia, no de la humanidad futura, sino de la pasada y por tanto la esencial; en nosotros la obra; en nosotros el deber infalible que nos envía por nuestro camino; en nosotros la necesidad de despedirse del lamento y de la vileza; en nosotros la justicia que es indudable y certera; en nosotros la decencia que quiere la reciprocidad; en nosotros la razón que reconoce el interés de todos.

Los que sienten como hemos descrito así; aquellos a quienes nace la mayor valentía de la mayor necesidad; los que quieren a pesar de todo intentar la revonación, esos deben reunirse, a esos incitamos aquí; ellos deben decir a los pueblos lo que hay que hacer, deben mostrar a los pueblos cómo se comienza.

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