Índice del libro Incitación al socialismo de Gustav Landauer MillCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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Las afirmaciones de los marxistas rezan así:

1) La concentración capitalista en la industria, en el comercio, en el dinero y en el crédito es una etapa previa, es el comienzo del socialismo.

2) El número de los empresarios capitalistas -o al menos de las empresas capitalistas- se reduce cada vez más; la magnitud de los establecimientos se extiende; la clase media se restringe y es condenada a la desaparición; el número de los proletarios crece hasta lo inconmensurable.

3) La cantidad de esos proletarizados es tan grande que tiene que haber siempre entre ellos desocupados; ese ejército industrial de reserva pesa sobre las condiciones de vida; aparece la superproducción por el hecho que se produce más de lo que se puede consumir. Así las crisis periódicas son inevitables.

4) La desproporción entre la enorme riqueza en manos de los pocos y la penuria y la inseguridad en las masas será al fin tan grande, se producirá una crisis tan terrible y crecerá tanto el descontento en las masas obreras que tiene que llegar la catástrofe, la revolución, en cuyo curso la propiedad capitalista tiene que ser y puede ser traspasada a propiedad social.

Estos principios del marxismo han sido criticados diversamente por investigadores anarquistas, por burgueses y en último lugar especialmente por investigadores revisionistas. Sea grato o ingrato para uno -no importa quién de ellos es honesto-, no se puede negar que quedan en pie los siguientes resultados de esa crítica.

No se debe de ningún modo hablar de los empresarios capitalistas y suponer con ello que la existencia de la sociedad capitalista depende singularmente del número de esos empresarios. Se debe hablar más bien de aquellos que están interesados en el capitalismo, de aquellos que en relación con el nivel externo de vida dentro del capitalismo lo pasan proporcionalmente bien y con seguridad -de aquellos que, en tanto que no son excepciones sino personas del montón, son dependientes de su interés por el capitalismo en sus opiniones, aspiraciones y convicciones, lo mismo si son empresarios independientes, agentes bien situados, altos empleados y funcionarios, accionistas, rentistas o lo que sean. Y al respecto se puede decir sólo, en base a la estadística de los impuestos y a otras observaciones que no tienen vuelta de hoja, que la cifra de esas personas no ha disminuído, sino que ha aumentado algo relativa y absolutamente.

Hay que cuidarse en ese dominio particularmente de dejarse llevar por sentimientos y querer deducir conclusiones generalizadoras de pequeñas experiencias personales y de observaciones parciales. Esto ciertamente lo puede ver quien quiera: los grandes almacenes, en algunos lugares también las sociedades de consumo, liquidan prontamente a comerciantes pequeños y medianos. Tampoco importan sólo los comerciantes vencidos y que tienen que cerrar las tiendas, sino más bien aquellos que nunca encuentran el valor y los medios para independizarse. El problema es sólo hacia dónde hay que contar una gran parte de esos dependientes, si son o no proletarios. De ellos hablaremos después, cuando investiguemos qué es lo que ha de entenderse por proletario. A pesar de todas las experiencias personales y de las percepciones individuales de especie dilettante, no hay que negar que la cifra de los interesados en el capitalismo no decrece, sino que incluso aumenta.

Por lo que se refiere a la cifra de los establecimientos capitalistas, de las fábricas, se puede conceder que decrece; hay que añadir que ese decrecimiento en conjunto es tan insignificante -y no muestra en modo alguno la tendencia a la progresión rápida- que el fin del capitalismo, si hubiera de depender realmente de ese decrecimiento, no se tendría en milenios.

El problema de la nueva clase media ha sido muy discutido. Pero no hay que negar que existe. No se ha escrito en ninguna parte que por clase media sólo hay que entender artesanos independientes, comerciantes, pequeños campesinos y rentistas.

Conocemos el problema: ¿Quién pertenece a la clase media? ligado a aquel otro: ¿quién es un proletario? Los marxistas quisieran gustosos quedar ahí, aferrarse a eso con toda violencia, como a la última tabla de salvación, diciendo: un miembro de la clase propietaria es independiente y está en posesión de sus medios de trabajo y dispone de su propia clientela; proletario es el que es dependiente, el que no está en posesión de sus medios de trabajo y no es independiente frente a los que reciben sus productos. Esa explicación no se puede sostener más; lleva a resultados enteramente grotescos. Hace años he discutido sobre este aspecto del problema en un mitin público, que tenía lugar en una de las más grandes salas de Berlín, con Clara Zetkin, y le he preguntado: el propietario de esta sala es probablemente, como la mayoría de los propietarios de tales establecimientos, por completo dependiente de la cervecería que le entrega la cerveza; esa cervecería tiene hipotecas sobre su finca; por años enteros está comprometido a despachar sólo su cerveza: las mesas, las sillas, los vasos son propiedad de la cervecería; sus ingresos ascienden anualmente a 30.000, a 40.000, a 50.000 marcos; han surgido en esta era capitalista funciones para las cuales no bastan las denominaciones usuales; no es un empleado, no es un agente; es un autónomo, pero no es independiente; no es propietario de sus medios de trabajo: ¿es un proletario? No todos lo querrán creer de inmediato, pero en verdad he recibido esta respuesta: sí, efectivamente, es un proletario; lo que importa no es el nivel de vida y tampoco la posición social, sino sólo la propiedad de los medios de trabajo y la seguridad; pero la existencia de ese individuo privado de sus medios de trabajo es absolutamente insegura. Yo me había permitido entonces decir, llanamente y no propiamente en un lenguaje científico, que un proletario es el que vive en un nivel de vida proletaria. Hay naturalmente todas las graduaciones posibles; desde la más grande miseria, pasando por una existencia que siempre alcanza el mínimo indispensable, hasta el obrero que puede vivir bien o mal con su familia, que afronta períodos de desocupación, en general, sin saber reducida su vida o al menos las intensidades de vida suyas y de sus sucesores por la desnutrición, y no llega nunca a un modesto sobrante, sin lo cual no es posible una participación en el arte, en la belleza, en la libre diversión. Así toma todo el mundo la palabra proletario y así la tomamos también nosotros. Pero más todavía: así y no de otro modo la toman también los marxistas y no pueden hacerlo de otra manera. Sólo esos proletarios no están interesados en el capitalismo, sino en una transformación de las condiciones (si conciben su interés desde el punto de vista de la totalidad), sólo de esos proletarios se puede decir que no tendrían nada que perder más que sus cadenas, y que tendrían un mundo que ganar.

Ya en las capas superiores del proletariado hay oficios que no corresponden completamente al proletariado. A algunas categorías entre los obreros de las artes gráficas, algunos obreros de la construcción, no obstante sus salarios proporcionalmente elevados y las jornadas favorables de trabajo, a causa de la inseguridad de su posición y la desocupación siempre amenazante, tendríamos que incluirlos todavía entre los proletarios, si no hubiesen procurado por sus propias instituciones en los sindicatos, nunca bastante estimados para sus fines de defensa dentro del capitalismo, que atraviesen también simplemente esos períodos. Pero hay que confesar que esa es una especie fronteriza; y en caso de peligro, en los casos de accidentes, de invalidez y de vejez no están bastante asegurados ante las privaciones; se les puede contar todavía con los proletarios.

En cambio es preciso decir que hay en otros estratos personas que son mucho más pobres, pero que no, deberían ser llamadas proletarias. A esa categoría pertenecen los escritores y artistas pobres, los médicos, los oficiales y otros por el estilo. Gracias a duras privaciones se aseguraron por ellos o por sus padres una forma de cultura, que a menudo no les protege contra el hambre o el pan duro y la comida de la cocina popular; pero por sus hábitos externos de vida y su riqueza interior se distinguen de los proletarios y constituyen, ya sean aislados, ya estén organizados o sean como los gitanos, una pequeña clase en sí, que por lo demás parece aumentar más rápidamente que el grueso del proletariado. Algunos de ellos se hunden a veces, cuando han perdido su sostén interior, en las capas más bajas del proletariado, se convierten en vagabundos, en rufianes, en estafadores o en delincuentes habituales.

Entre las vastas capas de aquellos, sin embargo, que son dependientes en alguna forma, se encuentran muchos que no son en modo alguno proletarios. No cabe duda que entre los empleados comerciales, por ejemplo, se encuentran muchos que no se distinguen exterior ni interiormente del proletariado. Eso se refiere sobre todo a muchos dibujantes, técnicos y demás. Los empleados subalternos constituyen una especie aparte; interiormente se les puede llamar más bien esclavos que proletarios. No sabríamos decir a qué categoría pertenecen los empleados de los sindicatos del partido; se les tiene en cuenta más por su influencia que por su número.

Pero tenemos un gran número, creciente, de gentes que constituyen sin duda una nueva clase media, en tanto que no corresponden a los acomodados. Empleados comerciales, directores de sección y de sucursal, directores directores generales, ingenieros e ingenieros jefes, agentes, representantes, todos pertenecen a esa categoría. Participan de tal manera en el capitalismo que no hay que contar con su proletarización ni con su revolucionamiento en base a su situación material y a las convicciones determinadas por ella. Pero sólo de tales proletarios se puede tratar para el marxismo; él hecho que haya personas de excepción o masas de seres en una condición excepcional, donde no se trata luego absolutamente de una relación tan directa, mecánica, de idea y voluntad con la situación externa, lo desatiende precisamente el marxismo y debe ser acentuado nuevamente por nosotros.

¡Pero la inseguridad! Aquí hay que decir que la inseguridad existe para todos los que pertenecen a la sociedad capitalista. Debemos separar el grado. Pero hablamos también de determinados estratos, interesados particularmente en el capitalismo y en lenguaje abreviado llamados capitalistas, mientras que en realidad todos nosotros, sin la menor excepción, en tanto que exista el capitalismo, participamos en él, somos encadenados a él y actuamos en verdad capitalísticamente, sin excluir a los proletarios. Así tenemos que distinguir relativamente a la seguridad y no trazar fronteras firmes, sino sólo oscilantes, pues no se trata de creaciones abstractas, sino de realidades históricamente dadas. Para los muchos que incluimos, a pesar de su independencia, a pesar de que no disponen de medios propios de trabajo y de clientela propia, en la nueva clase media o en los estratos de los acomodados, existe normalmente la inseguridad sólo teóricamente, la posibilidad que no hay que negar, pero que sólo excepcionalmente se convierte en hecho práctico. Pero como los marxistas en verdad no se dedican a partir los cabellos en cuatro y a exponer conceptos, sino que quieren dar a sus previsiones sobre el destino y la conducta de determinados estratos sociales una expresión general ornada con lenguaje científico, no podrían, si no quieren engañarse y engañar sus propios deseos y defender hasta lo último falsas teorías, después de las declaraciones que se les han atribuído, no podrían, repetimos, negar que hay un número considerable, lentamente creciente, de dependientes y de subordinados que, sumado todo, en su conjunto nunca llegarán al peligro de convertirse en proletarios.

Parece ya, pues, que va mal con las profecías de los marxistas. Y sin embargo puede concederse que un tiempo eran tan verdaderas como pueden serlo las palabras de un profeta. Karl Marx fue un legítimo profeta, aun cuando ha empleado sólo en raros momentos de elevación el verdadero idioma de los poetas y los profetas, utilizando en general el lenguaje de la ciencia y no raramente el malabarismo científico, entonces, cuando concibió, en base a su consideración del joven capitalismo, sus pensamientos y los expuso. Pero eso quiere decir: era un monitor. Anunciaba el futuro que habría llegado si se hubiera uno estancado en lo que él vió ante sí. Y también fue profeta legítimo, uno de aquellos que no sólo son monitores, sino realizadores, pues él mismo contribuyó considerablemente a que no quedasen las cosas donde las vieron sus ojos, y sus advertencias tuvieron consecuencias y ha llegado algo distinto. Sus palabras decían, sin que él lo supiera: ¡Vosotros, capitalistas, si continuáis así con la explotación rabiosa, con la rápida proletarización, con la salvaje concurrencia entre vosotros mismos, si continuáis devorándoos unos a otros así, si chocáis con el proletariado y reducís el número de fábricas, aumentando la magnitud de las que quedan, entonces la cosa tendrá pronto fin!

Pero no ha ocurrido eso. El capitalismo ha creado una multiplicidad tan ramificada de las necesidades; ha tenido que satisfacer lujos estériles tan caros, medianos y baratos; las grandes industrias han suscitado una necesidad tal de industrias auxiliares que ninguna forma de la técnica se ha hecho superflua; han surgido nuevas especies, por ejemplo, de industrias aldeanas y domésticas, de fábricas pequeñas y medianas, e incluso no se ha reducido la cifra de los buhoneros y de los detallistas, y si los negocios especiales, los locales de venta pequeños y medianos han sido desbancados ciertamente en algunas comarcas, en cambio encuentran nuevas posibilidades en otras partes.

Con la lucha de concurrencia no se ha ido cada vez peor según el esquema abstracto o la desesperación poéticamente elevada; estamos en medio del gran movimiento de trustificación y de sindicalización, que sin duda quita a algunos pequeños establecimientos la clientela y la existencia, pero que en cambio procura que muchos otros medianos, grandes y monstruosos hayan reconocido su solidaridad y se alíen contra los consumidores, en lugar de esforzarse locamente por correr en competencia en busca de los consumidores. Y vemos también cómo los pequeños aprenden de ellos y forman sus asociaciones y cooperativas para poder sostenerse. Las asociaciones de los carpinteros independientes tienen sus grandes locales de exposición y hacen concurrencia a los grandes empresarios; los pequeños comerciantes se agrupan en ligas de compra o para la fijación de precios unitarios. El capitalismo conserva en todas partes su vivacidad; y en lugar de traspasar sus formas al socialismo, utiliza al contrario la forma legítimamente socialista de la cooperativa, de la reciprocidad para sus fines de explotación de los consumidores y del monopolio del mercado.

También por estos caminos ha procurado la legislación estatal que el capitalismo quede pujante en vida en los diversos países. Como los sindicatos capitalistas se preocupan en cada país de que no se produzca la oferta a bajo precio y la concurrencia desleal, se preocupa la política aduanera de que el capitalismo de un país no pueda abatir al de otro; cada vez más se expresa la tendencia de las legislaciones aduaneras nacionales y de los acuerdos internacionales a procurar la igualdad de las condiciones en el mercado mundial. Esa igualdad de las condiciones sólo existió en el sistema del libre-cambio aparentemente, porque las poblaciones, el nivel de los salarios, las civilizaciones, las técnicas, las condiciones naturales y los precios y cantidades de las materias primas disponibles en cada país no son idénticas; la política aduanera tiene la tendencia a nivelar designaldades efectivas por medio de regulaciones artificiales. Esto está ahora en sus comienzos; por el momento se procede bárbaramente en ese dominio; cada Estado trata de aprovechar su poder momentáneo; pero se advierte ya claramente hacia dónde va la tendencia.

El Estado por lo demás se ha preocupado en todas partes más o menos de que fuesen limados los peores salientes del capitalismo. Se llama a eso política social. Sin disputa las leyes de protección obrera han creado ciertas seguridades contra los ataques más furiosos del capitalismo, la explotación de los niños y de los jóvenes; y también ha sido mejorada por la intervención estatal, por la reglamentación y la previsión la situación de los proletarios en el capitalismo y con ella la situación del capitalismo. Justamente ese efecto han tenido también las leyes del seguro, sobre todo para el caso de enfermedad.

Pero más importante todavía que esos efectos reales para el capitalismo fueron los resultados morales de esa legislación. Ha borrado para la masa, no sólo de los proletarios, sino también de los políticos, la diferencia entre su Estado futuro y el Estado presente. El Estado y su policía se conquistaron una nueva esfera de poder: la inspección de las fábricas, la mediación entre obreros y patronos; la atención de los proletarios enfermos, viejos, inválidos; la defensa contra los peligros de la fábrica, y no sólo eso, sino contra los peligros de la situación dependiente e insegura. La actitud patriarcal del Estado, la confianza infantil en el Estado y su legislación han sido fortificadas y aumentadas. El sentimiento revolucionario en las masas y en los partidos políticos ha sido esencialmente debilitado.

Lo que hicieron los patronos mismos, lo que hizo el Estado, lo fomentaron también los proletarios mismos, no sólo por su cooperación política en la legislación estatal, sino también por las instituciones que se crearon en su propia solidaridad. No en vano Marx y Engels no querían al principio saber nada de los sindicatos. Consideraban las asociaciones profesionales como restos inútiles, dañosos, del período de la pequeña burguesía. Presintieron también el papel que podía desempeñar, en beneficio de la seguridad de la existencia capitalista, la solidaridad de los trabajadores como productores. Pero no pudieron hacer de ningún modo que los trabajadores se comportasen como redentores y realizadores del socialismo elegidos por la providencia, sino como tales que tienen sólo una vida y quieren que esa vida, que están forzados a llevar dentro del capitalismo, se organice lo mejor posible. Así se protegen pues los trabajadores contra la penuria con sus cajas para el caso de desocupación, de peregrinación, de enfermedad, algunas veces también de vejez y de muerte repentina. Procuran, donde pueden prosperar contra las oficinas de trabajo de los patronos o de las comunas o de los intermediarios de empleos, la colocación rápida y correspondiente a sus intereses. Han comenzado a crear relaciones seguras entre patronos y obreros por los contratos que ligan a ambas partes durante largos plazos. Se han dejado llevar por la realidad y por las exigencias del presente y no consintieron en apartarse de ello por ninguna suerte de teorías y de programas partidistas. Los programas partidistas y las teorías tienen más bien que seguir lo que la realidad de las condiciones capitalistas de trabajo ha creado en expedientes. Toda especie de doctrinarios y de idealistas, de diversos campos, quieren impedir a los trabajadores que atiendan mediante el auxilio conveniente a su presente mísero y vacío; pero eso naturalmente no puede tener ningún éxito. Los trabajadores se dejan adular con gusto en masa, cuando se les designa con palabras halagadoras y de adoración como la clase revolucionaria; pero no se les hace con eso revolucionarios. Revolucionarios los hay sólo en masa cuando hay una revolución; uno de los peores errores de los marxistas, llámese socialdemócratas o anarquistas, es la opinión que por el camino de los revolucionarios se puede llegar a la revolución, mientras que al contrario, sólo por el camino de la revolución se llega a los revolucionarios. Querer crear en un par de decenios cultivos puros de revolucionarios, aumentarlos y mantenerlos unidos para tener en número suficiente y con seguridad en caso de revolución, es una ocurrencia puramente alemana, infantilmente pedantesca y de maestro de escuela. No hay que temer que falten los revolucionarios; surgen realmente -en una especie de creación primitiva- cuando viene la revolución. Pero para que la revolución venga, es decir una innovación reformadora, hay que crear las nuevas condiciones. Son creadas del mejor modo por ingenuos, por aquellos a quienes se llama optimistas (aun cuando no necesitan serio), por aquellos que no tienen todavía de ningún modo por extinguido el que haya de irse a la revolución, por los que están tan llenos de la necesidad y la justicia de su nueva causa que no ven como insuperables e ineludibles los obstáculos y los peligros. Por aquellos que no quieren la revolución, en el mejor caso un medio, sino una determinada realidad que es su objetivo. Los recuerdos históricos pueden producir algo malo, cuando los hombres se disfrazan como viejos romanos o jacobinos, mientras tienen tareas muy distintas que resolver; pero peor aún es esa especie de ciencia histórica que ha traído el marxismo hegelianizado. ¡Quién sabe cuánto tiempo hace que tendríamos tras nosotros la revolución si no hubiésemos pensado en una revolución precedente! El marxismo nos ha traído una especie de marcha que no recuerda a ninguna de las maneras de andar existentes, ni siquiera a la procesión en saltos de los echternachenses, en los cuales se dan dos pasos adelante y uno hacia atrás, con lo que, sin embargo, siempre hay un movimiento de avance. Pero en el marxismo se hacen conscientemente movimientos aparentes hacia el objetivo de la revolución y se aleja uno cada vez más de ella. Se establece que la percepción de la revolución en su resultado equivale siempre al temor a ella. Es de aconsejar que no se piense, durante la acción propia, en lo que debe ser fatal, sino en lo que hay que hacer. Hay que cumplir la demanda del día; justamente por aquellos que quieren construir bien amplia, bien cimentada la obra de su corazón, de su anhelo, de su justicia y de su fantasía.

Deben construir otra cosa muy distinta a los remiendos del capitalismo, como hemos observado en las últimas décadas, en empresas de los patronos, del Estado y de los obreros mismos, y como hemos presentado rápidamente en su conexión.

En esta oportunidad corresponde hablar también de la lucha de los obreros en sus organizaciones de productores, en los sindicatos, para el mejoramiento de su situación y de sus condiciones de trabajo. Hemos visto cómo los obreros en tanto que productores, mediante sus cajas, intervienen reguladoramente en lo que los marxistas califican de fatal e ineludible. Pero en cambio es siempre una tarea principal de los sindicatos la lucha por mayores salarios y reducción de la jornada por el camino de la negociación y de la huelga.

En la lucha por el aumento de salarios se trata en verdad de la lucha de algunos productores, aunque sean muchos y aparezcan en filas cerradas, contra la totalidad de los consumidores; y cada cual interviene alguna vez en esa lucha de productores: en la lucha de los trabajadores contra ellos mismos. Los trabajadores y sus organizaciones están inclinados de modo absolutamente dilettante a tomar como una magnitud constante, absoluta, el dinero, el salario que reciben. No cabe duda que cinco marcos son más que tres marcos; y hay que comprender y sentir ciertamente que los trabajadores se alegren si ayer recibían diariamente tres marcos y desde hoy reciben cinco marcos de salario. El problema es sólo si tendrán dentro de un año, de tres, de cinco, de diez años el mismo motivo para sentirse satisfechos. El dinero es sólo la expresión de las relaciones de los precios y los salarios entre sí: lo que importa es la fuerza adquisitiva del dinero.

Pero naturalmente también los aumentos de salario, lo mismo que los otros impuestos y tarifas, aumentan los precios de los artículos. Naturalmente el obrero confeccionador de pianos está inclinado a argumentar así: "¡Qué me importa a mí que los pianos encarezcan! Yo recibo un salario mayor y no me compro piano, sino pan, carne, ropa, vivienda, etc. Y también el tejedor, por ejemplo, puede decir: Aun cuando la ropa que debo comprarme encarezca, habré encarecido sólo una parte pequeña de lo que necesito, pero he aumentado mi salario, con el que cubro todas mis necesidades.

La respuesta a esas y a todas las objeciones del egoísmo privado está dada pronto en la forma básica, amplia, que debemos a P. J. Proudhon: Lo que vale en las cosas económicas para el simple individuo privado, se vuelve falso en el momento en que se quiere extender a toda la sociedad.

Los trabajadores se comportan en sus luchas por el salario completamente como tienen que comportarse en tanto que participantes de la sociedad capitalista: como egoístas que luchan a codazos, y, como no pueden solos hacer nada, como egoístas organizados, reunidos. Organizados y reunidos están como compañeros de oficio. Todas esas asociaciones de oficio juntas constituyen la totalidad de los trabajadores en su papel de productores para el mercado capitalista. En ese papel llevan una lucha, pero en realidad contra ellos mismos en su realidad como consumidores.

El llamado capitalista no es una figura sólida, palpable; es un intermediario, en el que queda ciertamente mucho, pero los golpes que el obrero militante quiere asestarle como productor no le alcanzan. El trabajador arremete, arremete como contra una figura transparente y se da a sí mismo.

En las luchas dentro del capitalismo sólo pueden obtener victorias reales, es decir beneficios durables, los que luchan como capitalistas. Si un ingeniero, un director, un empleado comercial logra hacerse indispensable a su jefe o a su sociedad anónima por su capacidad personal o su saber en torno a los secretos del negocio, puede decir un día: Hasta aquí he tenido 20.000 marcos de sueldo, dame 100.000 o paso a la concurrencia. Si impone esa condición, ha obtenido tal vez para toda su vida una victoria definitiva; ha procedido como capitalista; el egoísmo ha luchado contra el egoísmo. Así puede hacerse indispensable también un obrero, mejorar su nivel de vida o penetrar en el distrito de la riqueza. Pero cuando luchan los trabajadores en sus sindicatos, se convierten en números, cada uno de los cuales carece personalmente de importancia. Aceptan con ello su papel de fracciones de máquina, obran sólo como partes y la totalidad reacciona contra ellos.

Los obreros llevan a cabo por su lucha como productores un encarecimiento de la elaboración de todos los artículos. Ese encarecimiento, aun cuando en parte se trate de artículos de lujo, condiciona sin embargo un aumento de los precios, ante todo en los artículos de consumo general. Y no un aumento proporcional, sino desproporcional. Con el aumento de los salarios aumentan los precios desproporcionalmente; con la reducción de los salarios se reducen en cambio los precios desproporcionalmente, con lentitud y poco.

Resulta de ahí que a la larga y en conjunto la lucha de los obreros en su papel como productores tiene que perjudicar a los trabajadores en su realidad como consumidores.

Aquí no se dice en lo más mínimo que el extraordinario encarecimiento de la vida, las dificultades de la vida para muchos hay que cargarlas totalmente o en lo principal a cuenta de los trabajadores mismos. Han contribuído muchos factores a ello, y siempre fue culpable el egoísmo, que no conoce ninguna economía total y por consiguiente ninguna cultura. Uno de esos factores fue la lucha de los productores, que con esa lucha se han encontrado expresamente ser miembros del capitalismo, pero en su categoría más baja. Todo lo que los capitalistas hacen como capitalistas es ruin; lo que hacen los obreros como capitalistas es proletariamente ruin. Naturalmente, con eso sólo se ha dicho que se han hallado en un papel ruin; eso no cambia nada en el hecho que fuera y dentro de ese papel puedan ser bravos, bizarros, nobles, heroicos. También los ladrones pueden ser heroicos; pero los trabajadores en su lucha por el aumento del salario y de los precios, sin saberlo, son ladrones de sí mismos.

Se querrá observar que los trabajadores no lucharon con la huelga sólo por el aumento del salario, sino también por la reducción de la jornada, por solidaridad con los despedidos, por sus bolsas del trabajo, etc.

A ello hay que replicar que en esa conexión sólo podría hablarse del efecto del aumento de salario, y que nos malentendería raramente el que sostuviera que se debe llevar aquí una lucha contra los sindicatos. ¡Oh, no! Se reconoce que los sindicatos constituyen una organización absolutamente necesaria dentro del capitalismo. Compréndase al fin lo que en general se ha dicho aquí. Aquí se reconoce que los obreros no son una clase revolucionaria, sino un montón de pobrecillos que tienen que vivir y morir en el capitalismo. Aquí se confiesa que para los trabajadores son necesidades la política social del Estado, de las comunas, la política proletaria del partido obrero, la lucha proletaria de los sindicatos, las cajas de los sindicatos. Se conoce también que los pobres obreros no siempre están en situación de verificar los intereses de la comunidad, ni siquiera de la comunidad del proletariado. Los oficios deben conducir su lucha egoísta, pues cada oficio es frente a los otros una minoría y debe defender su piel en relación con el encarecimiento creciente de los artículos alimenticios.

Pero todo lo que aquí se reconoce, confiesa y concede, son verdaderos golpes para el marxismo, que quiere concebir a los obreros en su papel de productores, no como la mísera capa inferior del capitalismo, sino como los vehículos de la revolución y del socialismo elegidos por el destino.

En cambio se dice aquí: no. Todas esas cosas son necesarias en el capitalismo, mientras los trabajadores no sepan salir del capitalismo. Pero todo esto gira siempre en el círculo forzoso del capitalismo; todo lo que ocurre dentro de la producción capitalista sólo puede llevar más adentro de ella, pero nunca sacar de ella.

Queremos considerar esto mismo otra vez brevemente desde otro aspecto. Los capitalistas, como Marx y otros han mostrado en muchas exposiciones preciosas, perpetran una extorsión contra los trabajadores; vosotros, en realidad, no tenéis medios de trabajo ni talleres ni medios fabriles; estáis ahí en gran número, a menudo mayor del que nosotros necesitamos: trabajad por el salario que os ofrecemos. Mientras los capitalistas están unidos -sin necesitar para ello un acuerdo- sólo en ese comportamiento ante los obreros, estando entre ellos nacional e internacionalmente en violenta concurrencia, resultan de ahí dos series de hechos: bajos salarios y bajos precios. Los obreros se asocian para responder por la fuerza y regularmente con la extorsión: ninguno de nosotros trabaja si no pagáis más altos salarios; entonces resultan: altos salarios y altos precios. Se repoen frente a esto los capitalistas, primero para el apoyo mutuo y el aseguramiento contra la presión de los trabajadores, luego en kartels a fin de establecer los precios; entonces el aumento de los salarios se hará cada vez más difícil y el aumento de los precios cada vez más fácil. A eso se añade todavía el seguro contra la concurrencia extranjera barata por las aduanas; algunas veces también la introducción de fuerzas de trabajo más baratas y sin exigencias del extranjero o del país, o también la sustitución de los obreros por mujeres, de los oficiales por los peones, del trabajo manual por el trabajo mecánico. Se ve que el capitalismo tiene en todas partes ventaja, mientras que los obreros sólo pueden tener influencia en los salarios, pero no al mismo tiempo en los precios.

Si por consiguiente los trabajadores quedan en su papel como productores para el mercado capitalista, y a pesar de todo mejoran radicalmente su situación, es decir quitan al capital una parte de sus ingresos, no les queda otra cosa que aspirar simultáneamente a los salarios más altos posibles y a los bajos precios. En el camino de la ayuda propia pueden avanzar hasta cierto grado también dentro del capitalismo en esa dirección: si ponen una forma de organización del socialismo, la cooperativa, al servicio de su consumo, y excluyen así para una parte de sus necesidades -en el dominio de la alimentación, de la vivienda, del vestido, de la economía doméstica, etc.- una parte del comercio intermedio. Tienen los obreros sindicalmente organizados con salarios relativamente elevados, perspectivas de disfrutar realmente de una parte de sus éxitos si cubren sus necesidades en sus cooperativas de consumo (también las cooperativas de viviendas son cooperativas de consumo) a precios relativamente bajos.

Otro camino, más radical para el traspaso de una parte de los beneficios capitalistas a manos de los trabajadores, es decir para la confiscación de la riqueza, es el establecimiento simultáneo de los salarios mínimos y de los precios máximos por la legislación del Estado o de las comunas. Ese era el medio de las comunas medioevales y también, sin verdadero éxito, se ha propuesto en la revolución francesa mucho más de lo que se intentó realmente. Dejando a un lado la política comunal de la Edad Media, donde se trataba de otras condiciones de verdadera cultura y comunidad, se puede decir: tal confiscación de capital es política revolucionaria de clases, que se recomienda tal vez en violentos períodos de transición pasajeramente, pero que a lo sumo es un trocito de camino hacia el socialismo, no es socialismo, pues el socialismo no es una violenta operación, sino una salud permanente.

En ambos caminos -en el de la combinación del salario sindical y del precio de la cooperativa y la fijación de altos salarios y de bajos precios- hay una confusión dilettante y sólo transitoria de capitalismo y de socialismo. La organización del consumo es un comienzo de socialismo, la lucha de los productores es un fenómeno de la decadencia del capitalismo. Altos salarios y bajos precios en sU simultaneidad son una desarmonía que asusta, y una sociedad capitalista no podría soportar el efecto confluyente de un fuerte movimiento sindical y cooperativista de consumo lo mismo que no podría soportar la ordenación autoritaria de altos salarios y de bajos precios. Semejante curso forzoso del dinero -de nada más se trataba en ambos casos- prepararía una terrible explosión y sería el comienzo de la bancarrota estatal y social.

Eso podría ser una señal para los revolucionarios violentos; pero, naturalmente, el capitalismo defendería también esta vez su piel; vemos ya hoy cómo es considerado con ojos envidiosos el movimiento sindical y cooperativo. El uno es siempre el elemento de la intranquilidad revolucionaria y entraña la tendencia a la huelga general; el otro es un comienzo, aunque modesto y ni siquiera consciente del socialismo. Si procediesen más fuertemente y fueran conscientes de su mutua solidaridad, se tendría una paralización tan sofocante en amenazadora proximidad, que se abriría una válvula de escape y la coalición en ambos dominios económicos se restringiría o sería imposibilitada.

Con altos salarios y bajos precios se hace imposible la vida a toda sociedad; exactamente tan imposible como con bajos salarios y altos precios. En períodos de paz relativa los capitalistas y los obreros no renunciarán a procurarse en su ciego egoísmo privado los altos precios y los altos sueldos y salarios, poniendo así cada vez más en funciones la codicia de lujo y la insatisfacción, el disgusto de la vida, la dificultad para procurarse dinero, el estancamiento, la crisis crónica y la circulación perezosa; en período de revolución, la tendencia que predicó Proudhon tan grandiosamente en el 48, aunque sin éxito: ¡bajos precios, bajos descuentos, bajos salarios! penetrará probablemente. Eso tendría por consecuencia la libertad, la movilidad, el ánimo alegre, la circulación rápida, la facilidad de la vida, las modestas alegrías, la sencilla inocencia.

Por lo demás, no se debe entender la predicción de lo que el Estado y el capitalismo harían, o deberían hacer, si fuesen presionados por la asociación anormal de un fuerte movimiento de productores y de consumidores; no se debería entender, repetimos, como si fuese una advertencia dirigida a los obreros, según el modelo favorito: ¿Qué es lo que primero debemos hacer? ¡El Estado lo prohibirá! Tal advertencia no es de nuestra especie y no entra en nuestras funciones. Puede suponerse, sin embargo, que otros harán lo que corresponde a su papel; eso puede esperarse y no necesita uno preocuparse por ello. El que cree tener por misión atender a que los capitalistas reciban cada vez menos de los trabajadores y entreguen a éstos cada vez más, ha sabido ya de nosotros que para ello el arma más eficiente es una fuerte organización de consumo en unión con una lucha sindical. Pues en lo contrario, en la fijación gubernativa de los salarios y de los precios, apenas habrá alguien que quiera poner una gran esperanza, y lo mismo en un ensayo como el que aquí correspondería: confiscar por los impuestos el exceso de ingresos de los capitalistas y hacerlo llegar por medios apropiados al proletariado, a las asociaciones obreras. Este es también un medio simplemente revolucionario, dilettante y fargallón, y al que sólo se podría recurrir precariamente en momentos de transición. Análogamente se ha intentado aquí y alli, también sin éxito, en el período de la Convención, y poco después de 1848 ha sido propuesto por el señor Girardin en Francia. También la acción y la agitación de Lassalle se movían en ese sentido.

No prevenimos, pues, contra el ensayo singular de llevar a la sociedad la paralización y el atosigamiento por una combinación de revolución y de socialismo, de lucha y de edificación. Sólo debemos decir que hoy no se está tan allá y que las cooperativas de consumo, como las que hoy tenemos, que son un mísero comienzo del socialismo, sin saberlo, no están preparadas en lo más mínimo para competir seriamente de algún modo con el capitalismo en los precios o quitarle la clientela. Esta es ante todo la tarea de aquellos que incitan al socialismo: decir que el socialismo debe comenzar para venir, que sólo y únicamente en el consumo puede comenzar.

Pronto volveremos sobre eso. La misión aquí era mostrar que toda lucha unilateral y toda actuación en el terreno de la producción capitalista, todo procedimiento, pues, de los productores es un trozo de historia del capitalismo y nada más.

Pero como hemos llegado ya a criticar y a describir la actuación de los productores en los sindicatos, la autoayuda económica de los trabajadores y la presión así conseguida con objeto de producir regulaciones legales por el Estado, debemos entrar en otros dos importantes problemas de esas organizaciones y de sus luchas. Labores principales de los sindicatos son aún la consecución de la reducción de la jornada de trabajo y una modificación del salariado, que está con aquélla en íntima relación, es decir la sustitución del salario por pieza y a destajo por el salario por día. El salario por pieza y a destajo es una remuneración según la proporción del trabajo con la cantidad y la calidad del producto obtenido. Hay que decir que en una justa economía de intercambio se deberá volver a esa especie de salario; pero que en una sociedad de injusticia contra los hombres, el abandono de sus necesidades más urgentes apenas puede dar algo peor que la agudización de esa injusticia por la justicia contra las cosas. Bajo el régimen del capitalismo, el obrero no puede tolerar que otro principio cualquiera determine sus ingresos, otro principio que no sea su necesidad. Como a las necesidades de su cuerpo y de su vida no sólo les corresponde recibir un salario que le permita existir a él y a su familia, sino también conservar la salud, el sueño y el ocio -que se pierden por jornadas excesivas-, la lucha por la reducción de la jornada le ofrece un nuevo motivo para resistirse contra el salario por pieza y a destajo: pues la reducción de la jornada no debe restringir sus ingresos y no debe obligarle tampoco al aumento desmesurado de la intensidad del trabajo. Por lo demás, es también comprensible que en algunos oficios, por ejemplo en los de la industria de la construcción, se pague, no un salario diario, sino un salario por hora: los obreros son forzados por eso en toda lucha por la reducción de la jornada a combatir simultáneamente por el aumento del sueldo horario, y a menudo termina la disputa con un compromiso: obtienen lo uno y deben ceder en lo otro; reducen, por ejemplo, simultáneamente su jornada y sus ingresos efectivos. Por eso los trabajadores deberían combatir en todas partes bajo el capitalismo, no sólo el salario por pieza y a destajo, sino también el salario por hora. Salario por día, tal debe ser la demanda del obrero capitalista. En ella se expresa para cualquiera que tenga un oído para la cultura o la interioridad, con especial nitidez, que el obrero no es un hombre libre que entra en el mercado de la vida y cambia mercancías, sino que es un esclavo a quien el amo proporciona el sostenimiento de su vida y que debe ser garantizado por la sociedad. Bajo el régimen del salario por día no se establece una relación expresa del trabajo con la cantidad y la calidad de sus productos, no existe un cambio contra cambio; existe sólo la necesidad que exige subsistencia. Nuevamente vemos aquí, pues, que el obrero en el mundo capitalista tiene que pronunciarse por una institución capitalista, anticultural, a causa del sostenimiento de su existencia; la penuria y su papel de productor lo convierten en auxiliar y en siervo del capitalismo. La lucha del obrero sindicalmente organizado por su propio salario diario tiene su contraparte en la vida del Estado, es decir en la lucha de los obreros políticamente militantes por el voto secreto. Por indigno que sea recibir la subsistencia en la forma de salario diario, en lugar de cambiar producto por producto es decir recibir precio de producto o salario de producto, es tan vil ejercer su derecho y su deber ante la comunidad a escondidas, en la cámara electoral, por miedo. Ese era el motivo por el cual M. von Egidy se pronunció por el voto abierto: él quería que no pudiera tener ninguna mala consecuencia para los libres y los sinceros. Pero era una quijotada del noble hombre; actualmente el obrero tiene que querer ser asalariado por día y el ciudadano tiene que querer ser un paria pavoroso; es imposible comenzar la curación de la economía capitalista y del Estado capitalista en los fenómenos particulares, en los síntomas indisolubles. El obrero tiene que atender a su vida; y su vida estaría amenazada si no fuese a votar en cámaras cerradas; su vida estaría en peligro si no recibiese un salario por día. Todo esto de que aquí hablamos son necesidades ineludibles de la vida, mientras no salgamos del capitalismo: pero son todo menos medios y caminos del socialismo.

La reducción de la jornada tiene dos aspectos, a uno de los cuales se señala a menudo, mientras que al otro, en tanto que yo sepa, no se le presta mucha atención. La reducción de la jornada es en primer lugar necesaria para conservar las fuerzas de los trabajadores; y es aquí, donde nuestra tarea consiste, en nombre del socialismo, no en combatir los sindicatos, esa arma necesaria de la institución combativa y reguladora del capitalismo, no en combatirlos, decimos, eso sería más que loco, sería casi criminal, porque por el bien de los hombres que viven ahora no se debe combatir absolutamente todo fenómeno particular del capitalismo, sino criticar fría y objetivamente; aquí, digo, debe mantenerse un rato la atención para decir a los sindicatos las merecidas gracias por su preciosa acción. En todos los países han reducido a los trabajadores el tiempo del esfuerzo, el trabajo en cosas que a menudo no les interesan, en fábricas que les cansan y les disgustan, con técnicas que consumen todas sus fuerzas hasta el extremo y hacen mortalmente aburrida e insípida su actividad. Gracias a ellos. ¡A cuántos ha dado eso ocasión para el descanso al terminar la jornada, para una hermosa vida de familia, para las nobles alegrías fácilmente asequibles de la vida, para la lectura de libros y escritos hermosos e instructivos, para la participación en la vida pública! ¡A cuántos y a cuán pocos! Tan sólo en los últimos tiempos se ha comenzado, y eso con medios generalmente insuficientes, a menudo ridículamente vacíos y partidistas, a hacer algo para llenar debidamente las horas ganadas. Junto a la lucha contra las largas jornadas, tendrán los sindicatos que luchar contra la bebida terriblemente devastadora; tendrían que considerar como su deber la preocupación no sólo por los obreros productores, sino también por los que descansan y terminan el trabajo. Ahí se encuentra todavía mucho por hacer y hay buena oportunidad para la cooperación de los artistas, de los poetas, de los pensadores en nuestro pueblo. No sólo debemos incitar al socialismo; no sólo debemos seguir la voz de la idea y edificar en el futuro; por el espíritu, que debe convertirse para nosotros en cuerpo y figura, debemos dirigimos a los seres vivientes de nuestro pueblo, a los adultos y a los niños y hacer todo lo que nos sea posible para que su cuerpo y su espíritu sean fuertes y delicados, firmes y flexibles. Y entonces, con esos seres vivientes, ¡vayamos al socialismo! Pero no se entienda mal esto, como si hubiera de dárseles una determinada ciencia, o instrucción o arte socialistas. ¡Oh, no! ¡Se ha manipulado bastante con manualitos de partido y con escritos tendenciosos, y es más preciosa y naturalmente más libre, por ejemplo, la llamada ciencia burguesa que la socialdemócrata! Todos esos ensayos llevan a lo oficial, a lo oficioso, a lo gubernativo. Es un gran defecto, en que tienen su parte todas las tendencias marxistas, desde la socialdemócrata a la anarquista, que en los círculos de los trabajadores se desprecie todo lo apacible y eterno, y no sea conocido, mientras que en cambio lo propagandista y el griterío superficial cotidiano es sobreestimado y está allí en todo su esplendor. Yo mismo he experimentado en una gran ciudad de Alemania, donde pronuncié diez conferencias sobre la literatura alemana, organizadas por una asociación socialdemócrata y concurridas por miembros de los sindicatos, cómo después de una conferencia entraron en la sala obreros anarquistas que se habían reunido previamente para pedirme que les diera una conferencia. Entonces me he propuesto darles aquí la respuesta, que dice: He pronunciado esa conferencia cuando hablé de Goethe, de Hoelderlin, de Novalis; cuando hablé de Stifter y de Hebbel, cuando hablé de Dehnel y Liliencron y de Heinrich von Reder y Christian Wagner y de algunos otros; pero vosotros no la habéis querido oir, porque no sabéis que la voz de la belleza humana que debe venir a nosotros, que el fuerte y claro ritmo y la armonía de la vida no hay que encontrarlos en el mugido de la tormenta más que en el soplo suave de la brisa tranquila y en el sagrado silencio de la inmovilidad. El soplo del viento, el murmullo del agua, el crecimiento del trigo, las olas del mar, el verdor de la tierra, el esplendor del cielo, el brillo de las estrellas lo considero grande; la tempestad que se acerca soberbiamente, el rayo que escinde viviendas, la tormenta que lleva el incendio, el monte que escupe fuego, el terremoto que sacude los territorios no los considero más grandes que los fenómenos anteriores; al contrario, los tengo por más pequeños, porque sólo son efectos de leyes muy superiores ... Queremos tratar de percibir la suave ley por la cual es conducida la especie humana ... La ley de la justicia, la ley de la costumbre que quiere que cada cual coexista apreciado, honrado, sin peligro junto a los otros; que pueda seguir su alta carrera humana, que se conquiste el amor y la admiración de sus contemporáneos, que sea guardado como una alhaja, pues todo ser humano es una alhaja para los otros seres humanos; esa ley rige en todas partes donde habitan hombres junto a hombres. Está en el amor de los esposos, en el amor de los padres a los hijos, de los hijos a los padres, en el amor de los hermanos, de los amigos, en la dulce atracción de los dos sexos, en la laboriosidad con que nos sostenemos, en la actividad con que se obra para el propio círculo, para la lejanía, para la humanidad ... (Adalbert Stifter). Así es también el socialismo hacia el cual incitamos altamente aquí, del que hablamos aquí en calma: la suave realidad de la belleza permanente de la convivencia humana; no la salvaje, horrible destrucción transitoria del hoy disforme, que también deberá ser quizá un acontecimiento necesario; pero sería funesto, inútil y nocivo incitar a esa destrucción si no hubiese entrado antes la obra dulce de la belleza de la vida en nuestras almas y por ellas en la realidad. Toda innovación entraña, a pesar de todo el fuego y todo el entusiasmo que lleva, algo de desierto, de disformidad, de impiedad; todo lo viejo, incluso lo más infame, incluso instituciones devenidas tan anacrónicas como, por ejemplo, el militarismo y el Estado nacional, tienen, porque son viejas y tienen tradición, en toda su caducidad, eludibilidad y necesidad de disolución, un nimbo como de belleza. Dejadnos, pues, ser de aquellos innovadores en cuya fantasía precursora vive lo que quieren crear como algo ya completo, experimentado, arraigado en el pasado y en lo viviente antiguo y sagrado; dejadnos destruir ante todo con lo que construimos de benigno, de duradero, de unificador. Nuestra asociación es una asociación de la vida que aspira con las eternas potencias que nos ligan al mundo de lo existente; la idea que nos mueve es una idea que se llama asociación, que nos reune sobre la transitoriedad y la separabilidad de los fenómenos temporales superficiales con nuestro socialismo: una creación de lo futuro, como si hubiese estado allí desde la eternidad. No viene de las agitaciones y violencias del momento, que reaccionan salvajemente, sino del presente del espíritu, que es la tradición y la herencia de nuestro humanismo.

Nos habíamos interrumpido porque queríamos dar nuestras gracias a los sindicatos por su lucha en favor del ocio y del descanso de los trabajadores. Esto que se dice aquí es nuestro agradecimiento, pues como no queremos ser sólo productos, expresiones y reacciones de los horrorosos fenómenos de la decadencia de lo anticuado y caduco, sino productores, que hacemos revivir el espíritu caído, que era antes espíritu común y ahora se ha convertido en aislamiento, y llevarlo a nuevas formas, nuestro agradecimiento debe ser productivo, debe señalar lo que ha de llenar el ocio y el descanso de los trabajadores, a fin de que hombres sanos y fuertes, movidos por el espíritu, puedan preparar lo nuevo, que debe resurgir en nosotros como algo primitivo, si debe ser para nosotros un valor, si debe persistir.

La reducción de las horas de trabajo crea a los trabajadores una pausa de descanso más larga. Por mucho que eso pueda alegrar, porque realmente esa reducción es importante, tanto menos se puede dejar fuera de atención lo que esa conquista tiene frecuentemente por consecuencia. A menudo el capitalista fuerte, una gran compañía anónima, por ejemplo, tiene todos los motivos para alegrarse de la victoria de los obreros. Todos los patronos de un determinado oficio se ven en cierto modo forzados a reducir la jornada de trabajo; pero los grandes establecimientos son a menudo capaces de hacer frente a esa reducción por la introducción de nuevas máquinas que atan a los obreros más continuamente al aparato mecánico y tienen así gran ventaja ante la concurrencia mediana y pequeña. Algunas veces, ciertamente, ocurre lo contrario: el establecimiento gigante no puede transformar su monstruoso mecanismo, mientras que el patrón mediano o pequeño, si tiene mercado seguro y buen crédito, se puede adaptar más fácilmente a las nuevas condiciones.

La técnica tiene casi siempre ideas y modelos en abundancia para dar satisfacción a esa demanda de aprovechamiento más elevado de las actividades de los hombres que no son más que servidores de las máquinas.

Este es el otro aspecto, el amargo, del mayor espacio de tiempo libre: la jornada más agotadora. El hombre viviente no puede en verdad trabajar sencillamente para vivir, sino que quiere vivir su vida en el trabajo, durante el trabajo, disfrutar de su vida; no necesita sólo descanso, tranquilidad y alegría por la noche, necesita ante todo el placer en la ocupación misma, fuerte presencia de su alma en las funciones de su cuerpo. Nuestro tiempo ha hecho del deporte, actividad improductiva, juego de los músculos y los nervios, una especie de trabajo u oficio; en la verdadera cultura el trabajo volverá a ser una expansión en juego de todas nuestras fuerzas.

El industrial no podrá modificar a cada instante los aparatos mecánicos de su fábrica para recuperar lo que le quita la reducción de la jornada. En la fábrica hay además otro mecanismo que no se compone de hierro y de acero: el orden del trabajo. Algunas ordenaciones nuevas, un par de puestos de capataces o de inspectores aceleran con frecuencia la marcha de una fábrica más eficazmente que nuevas máquinas. Sólo que, ciertamente, ese mecanismo es raramente de larga duración; es siempre una contienda silenciosa entre la lasitud, es decir la lentitud natural de los obreros, y la energía de los espoleadores; y a la larga vence siempre una especie de ley de pereza. Esa lucha por el trabajo lento ha existido siempre; ha existido mucho antes de que se hubiese convertido en arma consciente de la lucha de clases y en una parte del llamado sabotaje. Ese sabotaje, que exige a los trabajadores para un determinado propósito el trabajo lento, mal hecho, descuidado o del todo echado a perder, puede prestar magníficos servicios en algún caso especial, por ejemplo en la huelga de los obreros portuarios, de correos y de ferrocarriles; pero tiene también su aspecto digno de reflexión, pues a menudo, en los medios extremos de lucha de los trabajadores en su papel de productores para el mercado capitalista, no se puede distinguir dónde cesa el combatiente de clase y dónde comienza el irresponsable, espiritualmente devorado, corrompido, rebajado por el capitalismo, para quien todo trabajo útil es repulsivo.

La ordenación agudizada del trabajo tiene efecto transitorio; pero la máquina es inflexible. Tiene su determinado número de vueltas, su función dada, y el obrero no depende de un ser más o menos humano, sino de un diablo metálico, agenciado por hombres para el aprovechamiento de las fuerzas humanas. La consideración psicológica de la alegría del trabajo del hombre juega en eso un papel subordinado; todo obrero sabe y siente con peculiar amargura que las máquinas, herramientas y animales son tratados con más cuidado que los trabajadores. Esto no es, como todo lo que aquí se dice, una exageración propagandista demagógica; es una verdad completa, sin subterfugios. Se ha llamado con frecuencia modernos esclavos a los proletarios y se ha puesto en esa palabra el tono de la extrema indignación. Pero hay que saber lo que se dice y se debe emplear también una palabra como la palabra esclavo en su sentido efectivo. Un esclavo era un protegido a quien había que cuidar bien, cuyo trabajo había que dirigir psicológicamente, pues su muerte costaba dinero: había que comprar uno nuevo. Lo terrible en la condición del obrero moderno con respecto a su amo es justamente que no es ya uno de esos esclavos, que en la mayoría de los casos más bien es enteramente indiferente para el patrón que el obrero viva o que muera. Hace vivir a los capitalistas; muere él mismo. Los suplentes están ahí. Las máquinas y los caballos deben ser comprados: en primer lugar originan gastos de adquisición; en segundo término, gastos de fábrica; y así ocurría con los esclavos: tenían que ser comprados o criados desde niños y luego mantenidos. Al obrero moderno lo recibe el capitalista moderno gratis; le es indiferente pagar al molinero o al alcalde la subsistencia, el salario.

También aquí actúan mano a mano el sistema capitalista, la técnica moderna y el centralismo estatal en esa despersonalización, en esa deshumanización de las condiciones entre patronos y obreros. El sistema capitalista convierte al obrero en un número; la técnica ligada al capitalismo lo convierte en una pieza del rodaje de la máquina; y el Estado atiende a que el patrón capitalista no sólo no tenga que deplorar la muerte del obrero, sino a que tampoco en casos de enfermedad o de accidente sufra personalmente en modo alguno. Las instituciones de seguro del Estado pueden ser consideradas ciertamente desde diversos puntos de vista; pero esto no debería ser pasado por alto: también ellas colocan el mecanismo que funciona ciegamente en lugar de la humanidad viviente.

Los límites de la técnica, tal como ésta se ha integrado hoy en el capitalismo, han sobrepasado los límites de la humanidad. No es la vida y la salud de los obreros lo que importa (aquí hay que pensar sólo en máquinas; recuérdese las peligrosas emanaciones metálicas en el aire de los talleres, de las fábricas de venenos, el envenenamiento del aire sobre ciudades enteras); nada importa, ciertamente, la alegría vital y la comodidad de los que trabajan durante el trabajo.

Los marxistas y las masas obreras que están bajo su influencia dejan enteramente fuera de atención la explicación de cómo se distinguirá, fundamentalmente, en este aspecto, la técnica de los socialistas de la técnica de los capitalistas. La técnica deberá regirse enteramente en un pueblo de cultura según la psicología de los hombres libres que quieran servirse de ella. Si los mismos que trabajan determinan en qué condiciones quieren trabajar, concertarán un compromiso entre el período de tiempo que quieren quedar fuera de la producción y la intensidad del trabajo que desean realizar dentro de la producción. Pueden los hombres ser muy distintos: los unos trabajarán muy rápida y ardorosamente, para disfrutar luego o descansar largamente; los otros no querrán rebajar ninguna hora del día sólo a medio; querrán ser en el trabajo cómodos, placenteros; querrán hacer por divisa más de prisa, más despacio y adaptarán su técnica a esa naturaleza suya.

Hoy no se trata de nada de eso. La técnica está por completo en la trayectoria del capitalismo; la máquina, la herramienta, el inanimado sirviente del hombre, se ha convertido en amo del hombre. También el capitalista es en alto grado dependiente del mecanismo que ha introducido, y este es el momento en que podemos tener presente el segundo aspecto de la reducción de la jornada de trabajo. El primero era que sirve para conservar las fuerzas al obrero; hemos visto ya en qué medida esa tendencia ha sido contrarrestada por la mayor intensidad del trabajo. La reducción de la jornada tiene además el grato efecto para los miembros vivientes de la clase obrera que disminuye la cifra de los desocupados.

El industrial tiene que aprovechar sus máquinas; sus máquinas, para ser rentables, deben funcionar un determinado tiempo. Si su establecimiento debe ser rentable, debe dirigirse a la concurrencia interior y exterior, y en muchas ramas es forzado, para que produzca beneficios su central de fuerza, a hacer marchar las máquinas día y noche. Así, pues, si la jornada es reducida, tiene que tomar más obreros; aprovechará a menudo la ocasión de una lucha con los obreros para introducir la jornada de veinticuatro horas, es decir el turno. La necesidad de rentabilidad, las exigencias del mecanismo, las demandas de los trabajadores, todo eso en acción combinada suele producir la mayor colocación de obreros y con ello la disminución del ejército industrial de reserva. El limite será determinado siempre por la rentabilidad del establecimiento, en lo cual se debe concertar una especie de compromiso entre las exigencias del mecanismo y la receptividad del mercado. A menudo el patrón es forzado por sus instalaciones mecánicas y la cifra de los obreros que ha colocado en sus máquinas, a continuar el establecimiento en una cierta proporción, y si el mercado no es ya bastante capaz de recibir los productos, tiene que rebajar los precios, pues el mercado capitalista recibe toda clase de artículos siempre que sean bastante baratos. Así ocurre que un patrón hace trabajar a menudo millares de obreros día y noche y pierde en ello dinero hora tras hora. Hace eso con la esperanza de tiempos mejores en que los precios volverán a repuntar. Si esa perspectiva fracasa tendrá que paralizar una parte de su establecimiento o todo él en determinados días.

Nuestra afirmación de que la técnica actual está en la trayectoria del capitalismo, debemos completarla con el añadido que, por otra parte, el capitalismo es esclavo de la técnica por él mismo creada. Ocurre ahí como al aprendiz de encantador: Llamé los espíritus y no me libro ya de ellos. El que en los tiempos de prosperidad, del buen mercado, ha llevado su establecimiento a una determinada altura, no tiene ya la elección de cómo quiere producir. También él ha sido integrado en el rodaje de sus máquinas; y como sus obreros, es aplastado a menudo por ellas.

Hemos tocado aquí uno de los puntos en que la producción capitalista está más estrechamente ligada a la especulación. Es sólo una nimiedad en la escala del capitalismo el que no sea impulsado a la especulación por las necesidades de su fábrica y de su mercado. Un especulador es aquel cuyo establecimiento es dependiente de estos dos factores totalmente insolidarios: las exigencias de su aparato maquinal y humano, por una parte, y las oscilaciones de los precios en el mercado mundial, por otra. A gentes en esa situación, que a menudo pagan el salario establecido meses y años a centenares y millares de obreros semana tras semana, mientras que semana tras semana experimentan pérdidas, puede escuchárseles con frecuencia el suspiro: Los obreros están mejor que yo. A menudo uno de esos pobres ricos, acosados por desmesuradas preocupaciones, sólo puede salvarse haciendo con una parte de su caudal buenas especulaciones de bolsa y nivelando así su desgracia en el dominio de la especulación comercial; como, al contrario, uno cuyo negocio prospera, puede ir a pique por las especulaciones en otro dominio. El que depende del mercado capitalista tiene que especular y tiene que especular en los más variados terrenos.

El obrero sabe demasiado poco, no obstante sufrir bajo el capitalismo, de este hecho decisivo: que todos los hombres, todos sin excepción, sufren hasta lo indecible y tienen poca alegría, mejor dicho, ninguna en estas condiciones capitalistas. Sabe demasiado poco también el trabajador qué terribles, indignas y opresivas preocupaciones tiene el capitalista; qué tormento completamente inútil, enteramente improductivo se ha echado encima, y obseryan demasiado poco los obreros esa analogía entre ellos mismos y los capitalistas: que no sólo los capitalistas, sino también muchos centenares de millares entre el proletariado mismo, reciben su beneficio o su salario por un trabajo completamente inútil, improductivo, superfluo; que justamente hoy pretende una terrible tendencia en la producción a elaborar cada vez más productos de lujo, y de lujo de oropelería para el proletariado, y demasiado poco los productos necesarios y sólidos para la necesidad efectiva. Los productos necesarios se vuelven cada vez más caros, el lujo se vuelve cada vez más banal y barato -en ese sentido va la tendencia.

Volvamos ahora a la digresión que hemos dedicado a las actuaciones de los sindicatos y recapitulemos finalmente.

Hemos visto cómo los patronos interesados en el capitalismo, los fabricantes-comerciales y lo mismo los obreros interesados en su nivel de vida, y finalmente también el Estado se han preocupado y se esfuerzan porque el sistema de la economía capitalista quede en pie. Hemos observado además cómo todos los hombres están enmarañados en la explotación recíproca, cómo todos unánimemente defienden sus intereses particulares y perjudican los de la comunidad, cómo todos, no importa en qué grado del capitalismo se encuentren, se ven amenazados por la inseguridad.

Así, habiendo visto eso, hemos visto la bancarrota del marxismo, que pretendía saber que el socialismo se prepara en las instituciones y en el proceso catastrofal de la sociedad burguesa misma y que la lucha del proletariado, siempre creciente, cada vez más decidido, cada vez más revolucionario, es un acto necesario, previsto en la historia, para la realización del socialismo. Pero en verdad esa lucha de los obreros en su papel de productores para el mercado capitalista no es más que un eterno girar en el círculo del capitalismo. No se puede decir que esa lucha produce un mejoramiento general de la situación de la clase obrera; sólo se advierte que ella y sus efectos habitúan a la clase obrera a su situación y a las condiciones generales de la sociedad.

El marxismo es uno de los factores, y no inesencial, que mantienen la situación capitalista, la fortifican y la vuelven cada vez más desconsolada en sus efectos sobre el espíritu de los pueblos. Los pueblos, la burguesía y absolutamente lo mismo la clase obrera se confunden cada vez más con las condiciones de la producción absurda, especulativa y sin cultura, sin otro objetivo que recabar dinero; se reducen cada vez más en las clases que sufren particularmente en esas condiciones, que a menudo viven en la penuria y en la privación -siempre en la pobreza-, la claridad, la rebelión y la alegría renovadora.

El capitalismo no es un período de progreso, sino de ruina.

El socialismo no viene por el camino del desarrollo del capitalismo y no viene por la lucha de los obreros productores dentro del capitalismo.

Esos son los resultados a que hemos llegado.

Las centurias a que pertenece nuestro presente son tiempos de negación. Las asociaciones y corporaciones, toda la vida común del antiguo período cultural de que procedemos, todo el trajín terreno estuvo como arrollado y circundado por la ilusión celeste. Inseparablemente unidas había allí tres cosas: primero, el espíritu de la vida unificadora; segundo, el idioma figurativo para la unidad innombrable, la trascendentalidad y la significación de los mundos verdaderamente abarcados en el alma de los individuos, y en tercer lugar la superstición.

En estos tiempos nuestros la superstición de las concepciones cristiano dogmáticas textualmente tomadas ha sido cada vez más atacada en el pueblo y desarraigada. El universo de las estrellas fue descubierto recién ahora, la tierra y el hombre sobre ella se hicieron al mismo tiempo más pequeña y más grande. La actividad terrestre se extendió; el miedo al diablo, a las potencias celestiales, a los duendes y demonios comenzó a desaparecer; se sintió uno en el espacio infinito de los mundos, sobre la estrellita circulante, más seguro que antes en el mundo fantasmal de Dios. Se conocieron las fuerzas naturales infalibles en su actividad calculable seguramente, se aprendió a servirse de ellas y se les pudo tener confianza sin temor alguno. Nuevos métodos de trabajo, de transformación de los productos de la naturaleza han sido encontrados; la tierra fue investigada en toda su redondez y colonizada de nuevo; el tráfico y la noticia van con una celeridad a que todavía no nos hemos acostumbrado, que todavía nos parece fabulosa, por la superficie terrestre; y en conexión con todo eso la cantidad de los seres humanos vivientes al mismo tiempo ha crecido extraordinariamente. Las necesidades, pero también los medios para satisfacerlas, se han acrecentado de un modo gigantesco.

No sólo ha sido sacudida en este tiempo la negación de la superstición; se ha producido en su lugar también algo positivo: el conocimiento de la condición objetiva de la naturaleza ha disuelto la fe en los amigos y enemigos demoníacos; el poder sobre la naturaleza ha seguido al miedo ante las apariciones repentinas y las malignidades del mundo de los espíritus, y esa muerte de los incontables fantasmas tiene su expresión bien real en el aumento extraordinario de las cifras de los nacimientos de seres humanos.

Con el cielo de los espíritus que hemos barrido y ocupado con mundos y más mundos, estaba hondamente reofundido todo hondo sentimiento, toda infinitud, toda unidad y toda asociación de los hombres. Los mundos estelares que hemos descubierto, las fuerzas naturales cuyos efectos conocemos, sólo están afuera, sirven a la vida externa. Su unidad con nuestra interioridad la expresamos ciertamente en toda suerte de filosofías, algunas veces profundas, otras veces chabacanas, teorías naturales e inspiraciones poéticas; pero no es un trozo de nosotros, no se ha vuelto viviente. Más bien es lo que ha sido viviente antes, el cuadro o la fe o el conocimiento indecible de que el mundo, en su verdad, como lo llevamos en nosotros mismos, es muy diverso de lo que nos dicen los sentidos útiles, y la legítima cooperación de los hombres en pequeñas asociaciones voluntarias, ligada a él, lo mismo que la superstición, ha caído, sin que el progreso de las ciencias naturales y de la técnica hayan podido aportar el menor sucedáneo.

Por eso llamamos a esos tiempos un período de ruina, porque ha caído lo esencial de la cultura, el espíritu unificador de los hombres.

Los intentos para volver a las viejas supersticiones o a lenguajes figurativos ya absurdos, esos hombres siempre renovados, apasionados, con debilidades y necesidad de estabilidad, en los que el sentimiento es más fuerte que la razón, avanzadas de la reacción, son obstáculos peligrosos y en última instancia sólo síntomas de la decadencia. Se vuelven todavía más repulsivos cuando, como ocurre fácilmente, se alían con el régimen de fuerza del Estado, que es la falta de espíritu organizada.

Cuando hablamos de ruina o de decadencia no tiene eso nada que ver con la queja sacerdotal de la pecaminosidad de nuestro mundo ni con los gritos en favor del cambio de ruta. Esta ruina es una época pasajera que lleva en sí los rudimentos para el nuevo comienzo, para el vuelo fresco, para la cultura unificada.

Por urgente que sea el que comprendamos el socialismo, la lucha por nuevas condiciones entre los hombres como movimiento espiritual, es decir que comprendamos cómo se llega a nuevas relaciones entre los hombres cuando los hombres movidos por el espíritu las crean, exactamente tan importante es que seamos los fuertes que no apuntan ni sueñan con pasados y decrepitudes imposibles: que no mintamos. ilusión celeste, verdad, filosofía, religión, concepción del mundo o como quiera que se llamen los intentos para reducir el sentido del mundo a palabras y formas, en nosotros sólo hay puesto para los individuós. Todo intento para fundar en base a tales acuerdos espirituales comunas, sectas, iglesias, asociaciones de cualquier especie que sean, lleva, si no a la falsedad y a la religión, al menos a la pura charlatanería y a la fruslería. Nos hemos vuelto, en todo lo que sobrepasa al mundo de los sentidos y de la naturaleza, hondamente solitarios, nos hemos vuelto al aislamiento silencioso. Eso quiere decir sólo que toda nuestra concepción del mundo no entraña una necesidad imperiosa, ninguna coacción ética, ninguna suerte de alianza para la economía y la sociedad. Eso tenemos que aceptarlo porque es así, y podemos, ya que vivimos en el tiempo del individualismo, aceptarlo en diversa forma: alegres o resignados, desesperados o anhelantes, con calma o insolentemente.

Pero tengamos presente que toda ilusión, todo dogma, toda filosofía o religión tiene sus raíces, no en el mundo exterior, sino en nuestra vida interna. Todos esos cuadros de los sentidos, en los que los hombres ponen en armonía la naturaleza y su yo, son apropiados para llevar la belleza y la justicia a la convivencia de los pueblos, porque son ellos mismos reflejos de los instintos sociales de nuestro interior, porque son el espíritu mismo convertido en figura. Espíritu es espíritu común, y no hay individuo en donde no exista, despierto o adormecido, el instinto hacia el todo, hacia la asociación, hacia la comuna, hacia la justicia. La coacción natural para la asociación voluntaria de los hombres, con el objetivo de su comunidad, existe inextirpable; pero ha sido alcanzada por un serio golpe y ha sido como entontecida, porque estuvo largo tiempo en conexión con la ilusión de los mundos surgida de ella misma, y que ahora ha desaparecido o está en putrefacción.

No estamos, pues, obligados a crear al pueblo primero una concepción del mundo, que sería una creación como pletamente artificiosa, efímera, débil o romántica-hipócrita y hoy estaría sometida precisamente a la moda. Tenemos que dejar más bien en nosotros la realidad del espíritu común individual viviente y tenemos que dejarle salida, expresión. El placer de crear de los pequeños grupos y comunidades de justicia, no ilusión celeste o figura simbólica, sino alegría social terrestre y preparación popular de los individuos, producirá el socialismo, producirá el comienzo de la verdadera sociedad. El espíritu se expresará directamente y creará de carne y sangre vivientes sus formas visibles: los símbolos de lo eterno serán las comunas, las encarnaciones del espíritu serán corporaciones de justicia terrestre, las imágenes sagradas de nuestra iglesia serán las instituciones de la economía racional.

La economía racional; se emplea esta palabra racional con plena intención; pero hay algo que agregar.

Hemos llamado a nuestro tiempo un período de ruina, porque lo esencial ha sido debilitado y corrompido en él; el espíritu común, la voluntariedad, la belleza de la vida del pueblo y sus formas. Pero no hay que desconocer que en este tiempo se ha hecho algún progreso. El progreso en la ciencia, en la técnica, la conquista libre y la dominación de la naturaleza que se ha vuelto objetiva, se llama, con otras palabras, ilustración. La razón se ha vuelto más móvil y más clara; y así como hemos conquistado a la naturaleza la física -en el más amplio sentido de la expresión-, que se verifica en su aplicación práctica; lo mismo que hemos aprendido en el aprovechamiento de las fuerzas naturales a servirnos del cálculo, así aprenderemos también a hacer lo justo y lo racional con el empleo del cálculo, de la división del trabajo y de los métodos científicos en la técnica de las relaciones humanas sobre un campo extraordinariamente extenso, alrededor de la superficie de la tierra. Hasta aquí la técnica estaba subordinada a la industria y la economía a las relaciones; ambas se han desarrollado ya mucho, en el sistema de la injusticia, del absurdo, de la violencia. La técnica físicoindustrial como la económico-social ayudarán a la nueva cultura, al pueblo futuro, como han servido hasta aqui a los privilegiados y potentados y especuladores de Bolsa.

En lugar, pues, de hablar de un período de ruina, en que estaríamos, se puede también, si se quiere, hablar de un progreso, en el que primero se ha barrido con la superstición, en el que luego se imponen cada vez más la consideración y dominación de la naturaleza, la técnica y la economía política racional, hasta que al fin el espíritu común, la voluntariedad, el instinto social, que fueron reprimidos durante un par de centurias, vuelven a levantarse, a inspirar a los hombres, a reagruparlos y a posesionarse de los nuevos dones.

Si la misma tendencia del espíritu en los individuos ha envuelto a éstos con su coacción natural y los ha agrupado en asociaciones; si la idea, la contemplación sinteiizadora, que cambia los fenómenos individuales y las separaciones en solidaridades y unidades, ha salido nuevamente del espíritu de los hombres y se ha convertido en asociación humana, en corporación, en forma vinculadora; si esa forma terrestrecorporal del espíritu existe, entonces es muy posible que lleguen de nuevo siglos de supremacía espiritual, de concepción asociativa del mundo o de la ilusión a los hombres. Nosotros no buscamos esa supremacía, nos resistimos contra ella y no codiciamos absolutamente la parcialidad. Sabemos, por lo demás, demasiado poco de las trayectorias de la historia humana como para poder decir con alguna probabilidad que ese anillo debe volver a cerrarse; y que nuevamente se debe aliar con la idea y la asociación y la forma artística cósmicoreligiosa de la superstición, y que tiene que ser deshecho de nuevo con la superstición el espíritu común y establecer el individualismo y el aislamiento, y así sucesivamente. No tenemos derechos alguno a tales construcciones; puede ocurrir que exista la necesidad de ellas; pero puede ocurrir también algo muy diverso. No hemos llegado hasta tal punto. Lo que ahora es nuestra misión, está claro ante nosotros: no la mentira, sino la verdad. No la artificiosidad de una imitación religiosa, sino la realidad de la creación social que salve la completa independencia espiritual y la diversidad de los individuos.

La nueva sociedad que queremos preparar, cuya piedra angular nos disponemos a echar, no será ninguna vuelta a una cualquiera de las viejas formas, será lo viejo en nueva figura, será una cultura con los medios de la civilización que ha vuelto a despertar en estos siglos.

Pero ese nuevo pueblo no viene por sí mismo; no debe venir, según toma esa palabra debe la falsa de los marxistas; tiene que venir porque nosotros, socialistas, lo queremos, porque llevamos ya en nosotros ese pueblo como forma espiritual previa.

¿Cómo comenzamos, pues? ¿Cómo viene el socialismo? ¿Qué hay que hacer? ¿Qué hay que hacer primero? ¿Inmediatamente? La respuesta a eso es nuestra tarea final.

Índice del libro Incitación al socialismo de Gustav Landauer MillCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha