Índice del libro Incitación al socialismo de Gustav Landauer MillCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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El socialismo es la tendencia de la voluntad de hombres unidos para crear algo nuevo en pro de un ideal.

Ya hemos visto por qué ha de crearse lo nuevo. Hemos visto lo viejo; hemos puesto lo existente ante nuestra mirada horrorizada. Ahora no diré, como alguien podría esperar, cómo habría que crear lo nuevo a que aspiramos; no doy una descripción de un ideal, no doy la descripción de una utopía. Lo que hay que decir de ello ahora lo he hecho ver y lo he llamado justicia. Se ha trazado un cuadro de nuestras condiciones, de nuestros seres humanos; lo cree todo el mundo; se necesita sólo predicar razón y decencia o amor, ¿y se tendrían?

El socialismo es un movimiento de cultura, es una lucha por la belleza, por la grandeza, por la plenitud de los pueblos. Nadie puede entenderlo, nadie puede guiarlo, nadie a quien el socialismo no llegue desde hace centurias y milenios. El que no concibe el socialismo como un amplio camino de la larga y pesada historia, no sabe nada de él; y con eso se ha dicho -oiremos más de ello- que ninguna especie de políticos cotidianos pueden ser socialistas. El socialista abarca el conjunto de la sociedad y del pasado; lo tiene en el sentimiento y en el conocimiento, sabe de dónde venimos y determina en consecuencia a dónde vamos.

Esa es la característica de los socialistas en oposición a los políticos: que aquéllos van al conjunto; que abarcan nuestras condiciones en su totalidad, en su transformación; que piensan lo general. De ahí que nada les descansa en el sentido, que no se deciden a realizar sino el todo, lo general, lo fundamental.

No sólo lo que rechaza, no sólo lo que se propone alcanzar es para el socialista algo general y abarcativo; tampoco sus medios pueden aferrarse al individuo; los caminos por los que avanza no son caminos laterales, sino caminos principales.

El socialista, pues, debe ser en el pensamiento, en el sentimiento y en la voluntad uno que ve el todo, uno que recoge lo múltiple.

Puede sobresalir en él el gran amor o la fantasía o la simple contemplación o el asco o el salvaje placer ofensivo o el fuerte pensamiento de lo racional o cualquiera que sea su procedencia; sea un pensador, un poeta, un combatiente o un profeta; tendrá el verdadero socialista algo de la especie, vida de lo general; nunca podrá ser un profesor (se habla aquí de esencia, no de oficio externo), un abogado, un matemático, un detallista, un perrillo de todas las bodas, uno de la docena.

Este es el lugar donde hay que decir (porque se ha acabado de decir) que los que se llaman actualmente socialistas no son socialistas; lo que entre nosotros se califica como socialismo, no es en absoluto socialismo. También aquí, en este llamado movimiento socialista, como en todas las organizaciones e instituciones de estos tiempos, tenemos en lugar del espíritu un substituto mísero y vulgar. Pero aquí el artículo equivalente falsificado es particularmente malo, se distingue por algo especial, singularmente ridículo para aquello tras lo cual ha venido, singularmente peligroso para los engañados. Ese suplemento es una caricatura, una imitación, una desfiguración del espíritu. Espíritu es comprensión del todo en lo general viviente, espíritu es asociación de lo separado, de las cosas, de los conceptos y de los hombres; espíritu es, en los tiempos de traslación, entusiasmo, fuego, valentía, lucha; espíritu es una acción y una construcción. Lo que hoy hace de socialismo, porque también abarca un conjunto, quisiera recibir los detalles en colecciones generales. Pero como en él no mora ningún espíritu viviente, como lo que él contempla no adquiere vida alguna y como para él lo general no se convierte en forma, pues no tiene intuición ni impulso, su carácter general no será ninguna sabiduría verdadera ni legítima volición. En lugar del espíritu nos presenta una superstición científica en extremo particular y cómica. No hay que maravillarse de que esa curiosa doctrina sea una desfiguración del espíritu efectivo, es decir de la filosofía de Hegel. El que ha manipulado esa droga en su laboratorio se llama Karl Marx. Karl Marx, el profesor. Superstición científica en lugar de conocimiento espiritual; política y partido en lugar de voluntad es lo que nos ha traído. Pero como, según hemos visto, su ciencia está en contradicción con su política y con las actividades partidarias, está además en contradicción cada día más notoriamente con la realidad; dado que una generalidad ilegítima e ilimitada desde la base, como esa ciencia, no puede sostenerse nunca a la larga contra las realidades físicas del sentido y de cada día de los fenómenos particulares, se ha desarrollado en la socialdemocracia desde el comienzo, no primeramente, desde que existe el llamado revisionismo, la rebelión de los combatientes cotidianos inanimados, de los mercachifles del detalle y de los perrillos de todas las bodas. Pero aquí se mostrará que hay otra cosa y que ni unos ni otros son socialistas. Aquí se mostrará que el marxismo no es socialismo y el ropaje zurcido de los revisionistas tampoco lo es. Aquí se mostrará lo que no es y lo que es el socialismo. Veamos.


El marxismo


Entre los dos elementos integrantes del marxismo, la ciencia y el partido político, Karl Marx ha tendido un puente artificial, de modo que luego se tuvo la apariencia de que había llegado algo nuevo al mundo que antes no se había visto, es decir la política científica y el partido sobre base científica, el partido con el programa científico. Eso era realmente algo nuevo y ademas algo particularmente apropiado a la época y moderno, y por otra parte adulaba a los trabajadores diciéndoles que ellos representaban la ciencia, la ciencia novísima; si quieres conquistar las masas, adúlalas; si quieres que se tornen incapaces para el pensamiento y la acción serios, si quieres hacer de sus representantes figuras primitivas de la presunción vacía, que se pavonean con palabras semicomprendidas o no comprendidas de modo alguno, persuádeles de que son representantes de un partido científico; si quieres llenarlas con la malignidad de la tontería, edúcalas en las escuelas del partido. El partido científico, pues; ¡esa ha sido la exigencia de los más avanzados de todos los tiempos! Los que hasta aquí habían hecho política, por instinto o genialidad, eran simples dilettanti, que obran en política como se camina, se piensa, se hace poesía o se pinta, para lo cual, sin embargo, se requieren junto a la naturaleza y a las cualidades muchos conocimientos, mucho aprendizaje, mucha técnica, pero ninguna ciencia. Y aquellos representantes de la política como una especie de ciencia han sido gentes humildes, desde Platón pasando por Machiavelo hasta el autor del magnífico manual del demagogo, que en verdad habían ordenado y reunido con gran arte y fuerte visión simplificadora y unificadora los acontecimientos e instituciones particulares, pero a quienes no se les había ocurrido cultivar la acción y el obrar científicamente. Lo que sería de la ciencia artística si se imaginase que era el fundamento programático para la creación de los artistas, eso es el marxismo para los socialistas científicos.

En verdad la ilusión científica del marxismo concuerda muy mal con la práctica del partido; concuerda sólo para tales hombres como Marx y Engels, o como Kautsky, que reunen en la misma persona al profesor y al que tira de los hilos. Sin duda se puede querer sólo exacta y precisamente cuando se sabe lo que se quiere; pero eso -aparte de que tal conocimiento es algo distinto de la llamada ciencia- concuerda malamente con la afirmación, por un lado, de que se sabe exactamente cómo tienen que producirse necesaria e ineludiblemente las cosas en base a las llamadas leyes históricas de la evolución, que tendrían su fuerza por virtud de leyes naturales, sin que en esa predeterminación puedan en lo más mínimo modificar nada la voluntad o la acción de los hombres; y con la afirmación, por otro, de que es un partido político que no puede hacer otra cosa que querer, estimular, adquirir influencia, hacer, transformar individuos. El puente entre esas dos inconciliabilidades es la presunción más descabellada que se haya sacado a la visión pÚblica en la historia humana; todo lo que los marxistas hacen o estimulan a hacer (pues ellos estimulan a hacer más bien que hacen) es justamente en el momento un miembro necesario de la evolución, es determinado por la providencia, es sólo la exteriorización de la ley natural; todo lo que hacen los demás, es inútil contención de lo que ha de venir obligadamente, las tendencias de la historia descubiertas y aseguradas por Karl Marx. O pasa esto: los marxistas son, con lo que quieren, los órganos ejecutivos de la ley de la evolución; son los descubridores y al mismo tiempo los vehículos de esa ley, algo como la legislatura y el poder ejecutivo del gobierno de la naturaleza y de la sociedad en una persona: los otros contribuyen ciertamente a la realización de esa ley, pero contra su voluntad; los pobres quieren siempre lo contrario, pero tienen que ayudar con toda su aspiración y acción a la necesidad establecida por la ciencia del marxismo. Toda la presunción, todo el encaprichamiento, toda la intolerancia y la necia injusticia y la maligna naturaleza que se manifiestan continuamente en el corazón científico y partidista de los marxistas, están cimentados ya en su amalgama singularmente absurda de la teoría y de la práctica, de la ciencia y del partido. El marxismo es el profesor que quiere dominar; es pues el hijo legítimo de Karl Marx. El marxismo es una criatura que se parece al padre; y los marxistas se parecen a su doctrina. Sólo que la agudeza de espíritu, el saber fundamental y el don de combinación con frecuencia digno de fama y la destreza asociativa del legítimo profesor Marx, han sido suplantados a menudo por la instrucción de trataditos, por la sabiduría de las escuelas del partido y por la charlatanería plebeya. Karl Marx se dirigió por lo menos a los hechos de la vida económica, al material probatorio de las fuentes y -a menudo hasta muy despreocupadamente- a las manifestaciones de los grandes intuitivos; sus sucesores se contentan comúnmente con compendios y manuales confeccionados gracias a la aprobación del consejo de altos estudios de Berlín. Y como nosotros no tenemos que contribuir aquí a la adulación villana y artera del proletariado; como el socialismo quiere suprimir al proletariado y, por. tanto, no necesita encontrar que es una institución singularmente benéfica para el espíritu y el corazón de todos los afectados (para las naturalezas grandes y dotadas aportará ciertamente, como toda penuria y todo obstáculo, un cargamento pleno de beneficios; y es de esperar siempre que la privación y el vacío interior, que son una especie de disposición y de colmabilidad, de receptividad de carga, llegado el gran momento conducirán a masas enteras al salto cerrado, a la genialidad de la acción), por eso debe decirse aquí una vez más: puede venir sobre el proletariado como sobre cualquier pueblo el milagro, es decir el espíritu, pero con el marxismo no ha llegado el milagro pascual ni el fenómeno de las lenguas, sino la confusión babilónica y la flatulencia, y el profesor proletario, el abogado proletario y el jefe de partido; esa es la verdadera caricatura de la caricatura que se llama marxismo, la especie de socialismo que se tiene por científico.

¿Qué nos enseña esa ciencia del marxismo? ¿Qué afirma? Afirma que no conoce el futuro; presume tener una visión tan honda de la ley eterna de la evolución y de los factores condicionantes de la historia humana, que sabe cómo vendrá y cómo marchará en lo sucesivo la historia, lo que surgirá de nuestras condiciones, de nuestras formas de producción y de organización.

Nunca han sido desconocidos más ridiculamente el valor y la significación de la ciencia; nunca ha sido burlada la humanidad más arteramente, y, ante todo, la parte de la humanidad desheredada, espiritualmente expoliada y atrasada, con un espejo cóncavo desfigurado.

Aquí no se habla todavía del contenido de esa ciencia, de la marcha supuesta de la humanidad que los marxistas quieren haber descubierto; aquí importa sólo descubrir, vejar y rechazar la arrogancia desmedidamente torpe, según la cual hay una ciencia para adivinar, calcular, determinar el futuro con seguridad por los datos y noticias del pasado y los hechos de las condiciones del presente.

He hecho aquí también el intento de hablar de allí de donde, según mi creencia, venimos, y podría decir tranquilamente: según mis conocimientos venimos -pues no lo temo, espero ser malentendido por asnos-, a donde, según mi convicción y persuasión interior, vamos, tenemos que ir, debemos querer ir. Pero una obligación es, ciertamente, lo que no nos ha sido dado en la forma de ley natural, sino del deber, del tener que hacer esto o lo otro. Pues digo con eso: ¿sé algo en el sentido cómo en las matemáticas se calcula por un tamaño conocido uno desconocido? ¿Cómo se puede resolver un problema en geometría? ¿Cómo se sabe que la ley de gravitación, la ley de la oscilación del péndulo, la ley de la conservación de la energía vale en todas partes; cómo puedo calcular el movimiento de un cuerpo que cae o es arrojado, cuando me son conocidas las fórmulas de las condiciones respectivas; cómo sé que H20 da agua; cómo calculamos los movimientos de muchas estrellas; cómo podemos predecir los eclipses del Sol y de la Luna? ¡No! Todas esas son actuaciones y resultados científicos. Son leyes naturales porque son leyes de nuestro espíritu. Pero hay también una ley natural, una ley de nuestro espíritu, una ley parcial de la gran ley de la conservación de la energía, que dice: lo que haremos de nuestro cuerpo y de nuestra vida, lo que es continuación de lo habido hasta aquí, el camino que tenemos por delante, la descarga de la comprensión, el rescate de la disposición -todo eso se llama porvenir-, no puede sernos dado en la forma de ciencia, es decir, de hechos acabados y ya capaces de orden, sino sólo en la forma del sentimiento que acompaña a la disposición, de la presión interior y del deseo adecuados exactamente a la situación de equilibrio externo; y eso se llama querer, deber, presentimiento, incluso profecía, visión o creación arística. El momento del camino en que estamos no corresponde a un ejemplo aritmético o a una relación de hechos o a una ley de evolución; eso sería un escarnio a la ley de la conservación de la energía; el camino corresponde a una osadía. Saber es haber vivido, tener lo que ha sido; la vida es vivir, crear y sufrir lo venidero.

Con eso no sólo se ha dicho que no hay ciencia alguna del futuro; en eso consiste también que sólo haya conocimiento de la vida del pasado viviente todavía, pero no una ciencia muerta de algo muerto y yacente. Los marxistas y también los éticos de la evolución, los políticos de la evolución, lo mismo si participan de la teoría de la evolución catastrófica y transmutativa, como los marxistas predarwinistas, o si quieren estatuir un progreso que se verifique con regularidad a causa de la acumulación gradual y lenta de las nimiedades, según los revisionistas darwinianos; éstos y todos los representantes de la ciencia de la evolución deberían ejercitarse científicamente, investigar una vez científicamente la significación real que tienen esas magníficas palabras, solidarias como grupo, y cuál es la verdad de la naturaleza y del espíritu que se expresa en ellas, en esas palabras: yo sé, yo debo, quiero, me es preciso. Se volverían de inmediato científicamente más modestos, humanamente más digeribles y virilmente más emprendedores.

La historia, pues, y la economía política no son ciencias; las fuerzas actuales en la historia no pueden ser formuladas científicamente; su juicio será siempre una apreciación, que se puede denominar con un nombre más alto o más bajo, según la naturaleza humana que tiene en sí o da de sí -profecía o palabrerío profesoral-; siempre será una valorización que depende de nuestra naturaleza, de nuestros intereses; y además los hechos para la aplicación de esos principios, aun cuando las fuerzas nos fuesen seguramente conocidas, y se nos presentan sin forma, vacilantes, indefinidas, cambiables, nos son indescriptiblemente mal conocidos. ¿Qué se nos ha dado en hechos externos, para tratar científicamente, del pasado infinito de los hombres y del mundo? Mucho ciertamente, mucho ha sido cargado en los carros de esa llamada ciencia y ha sido descargado; sólo que son ruinas desgraciadamente confusas y salvajes y fragmentariamente entremezcladas de un segundo de la llamada historia del mundo y de los hombres. Ningún ejemplo es bastante fuerte para poner de relieve lo poco que sabemos. Un caso es, ciertamente, como dice el magnífico Goethe, a menudo del valor de mil y los contiene; pero para el genio y la intuición; sólo que para ese dominio entero del devenir biológico y de la historia humana no hay casos que sean ejemplos de fuerzas o leyes, sino, para hablar una vez más con Goethe, sólo el estiércol de la experiencia de los coleccionistas de materia, darwinistas y revisionistas, y el estiércol dialéctico de los marxistas. Y por eso el genio, para quien, en las cosas de la convivencia de los seres humanos, un caso representa a menudo mil, no es un genio de la ciencia, sino un genio de la creación y de la acción; hay en ello conocimiento de la vida, pero no ciencia, por mucho que se apoye en toda suerte de legítima y gran ciencia.

¡Y gracias a Dios, gracias al mundo que es así! ¡Y naturalmente que es así! ¿Para qué vivir, habría una posibilidad de vivir, si supiésemos efectivamente, si supiésemos todo lo que viene? ¿Vivir no es renovarse? ¿Vivir no es avanzar como lo viejo, lo seguro, lo consciente de sí mismo y sostenido en sí mismo, como un mundo cerrado en sí, como lo eterno hacia lo nuevo, hacia lo incierto, a aquel otro mundo, que no somos nosotros, nuevamente a lo eterno, de puerta en puerta? ¿Somos lectores o expectadores o arrojados por poderes bien conocidos en lo nuevamente conocido, de lo viejo en lo viejo cuando nos decimos vivientes? ¿ O no somos más bien el paso que avanza y la mano que empuña, el que actúa y no lo actuado? ¿Y no es el mundo como algo blando, desconocido y sin forma cada mañana que despertamos del sueño, algo nuevo y regalado que formamos y hacemos propio con la herramienta de nuestro yo? ¡Oh marxistas, si tuvieseis, si quisieseis y pudieseis tener sólo para vuestra vida privada plenitud y alegría vital, no querríais hacer de la vida ciencia! ¿Y cómo lo haríais si supieseis que vuestra tarea como socialistas sería contribuir a hacer de los hombres formas y comunidades del trabajo alegre, de la alegre convivencia?

El que aquí dice, no resignado o escéptico o lamentándose, sino de acuerdo y alegre: no sabemos nada de las multiplicidades e indecibilidades de la vida pasada y venidera del hombre y de los pueblos, es orgulloso y tiene bastante valor para saber en sí, sentir en sí y vivir en sí más que muchos el destino de los milenios. Tengo una imagen de lo que ha ocurrido, de lo que, por tanto, está en camino de ocurrir; tengo mi sentimiento de nuestro destino y de nuestra ruta y sé a donde quiero ir, a donde quiero señalar, a donde quiero conducir. Tengo el deseo de traspasar mi comprensión, mi sentimiento ardiente, mi fuerte voluntad a los muchos, a los individuos, a las masas. ¿Pero hablo en fórmulas? ¿Soy un periodista que se disfraza de matemático? ¿Soy un cazador de ratas que lleva los niños con la flauta de la ciencia al monte del absurdo y de la mentira? ¿Soy un marxista?

No. Pero digo lo que soy. No necesito esperar hasta que me lo digan los otros, los marxistas. He aprendido, investigado, coleccionado tan bien como cualquier otro, y si hubiese una ciencia de la historia y de la economía política, habría tenido yo bastante cabeza para haberla aprendido. Pues verdaderamente sois gentes cómicas, los marxistas, y es asombroso que no os maravilléis de vosotros mismos; ¿no es una cosa vieja y segura que también las cabezas modestas pueden aprender los resultados de la ciencia si existen? ¿ Qué es lo que queréis con vuestra disputa, polémica y agitación, con todas vuestras exigencias y parlamentos, con todos vuestros discursos y argumentos? ¡Si tenéis una ciencia, dejad lo superfluo, tomad el báculo en la mano y enseñadnos, instruidnos, dejadnos conocer los métodos y hacednos ejercitar en las operaciones, en las construcciones y haced, por fin, como experimentados, como sabios y seguros lo que ha intentado vuestro Bebel como honesto dilettante: decidnos al fin las fechas exactas de la historia ulterior, del fututro!

He estudiado también, no como ellos, sino mejor que ellos, y digo: No es ciencja lo que enseño. Examine quienquiera que sea si su naturaleza, su verdadera vida lo lleva por el mismo camino, y sólo entonces debe venir conmigo. sólo entonces vendrá conmigo. He aprendido mejor que ellos, porque tengo algo que les falta a ellos. Altivez ciertamente, lo que se llama comúnmente así, no tengo más que ellos; y me guardaría para mí la opinión modesta, es decir conveniente de mí mismo, como cuando se está entre gentes de igual condición, si no fuese indispensable decir aquí quién es un socialista y quién no lo es. Pues es preciso que sean escarnecidos y eliminados los insensibles de Nifelheim que han usurpado el socialismo, que guardan el Capital como aquellos enanos del hogar de los Nibelungos; el socialismo debe llegar a su verdadera herencia para que se convierta en lo que es: una alegría y un júbilo, una edificación y una creación, un sueño hermoso soñado hasta el fin que debe ser ahora, en la acción y para todos los sentidos y toda la vida plena, una realización. Y como los herederos dormitan aún y habitan en lejanos países del ensueño y de la forma, y como al fin uno ha de comenzar por poner la mano en la herencia, debo ser yo el que llame a los herederos y el que se legitime como uno de ellos.

¿De qué procede toda la superstición científica de los marxistas? Ellos deben constituir sobre una línea, en un orden, en una unidad los múltiples, dispersos y confusos detalles de la tradición y de las circunstancias. También ellos tienen necesidad de simplificación, de unidad, de generalidad.

¿Hemos llegado otra vez a ti, magnífico redentor general y uno, tan necesario al verdadero pensar como a la verdadera vida, que crea convivencia y comunidad y unidad e interioridad, que en la cabeza de los que piensan es la idea y en la vida de todos los que viven a través de toda la riqueza de la naturaleza es la asociación de asociaciones? ¿Que te llamas por nombre: espíritu?

Pero a ti no te tienen ellos, y por eso te suplantan. De ahí les viene la falsificación engañadora, la mercancía suplantada de su refacción de la historia y de sus leyes científicas: no conocen más que una cosa fascinante, sólo una cosa formadora, sólo una cosa aproximadora, ordenadora de los detalles, unificadora de lo disperso, sólo un principio, sólo una cosa general: la ciencia. Y sin embargo, la ciencia es espíritu, orden, unidad y asociación: donde es ciencia. Pero donde es mixtificación y engaño vulgar, donde el supuesto hombre de ciencia no es más que un periodista disfrazado y un autor difícilmente simulado de artículos de fondo, donde las acumulaciones de hechos estadísticamente formulados y las opiniones filisteas dialécticamente enmascaradas quieren pasar por una especie de altas matemáticas de la historia y por indicación infalible para la vida futura; allí esa llamada ciencia es lo contrario del espíritu, paralización del espíritu; un obstáculo que debe ser destruído al fin, que debe ser extirpado con razones y risas, con fuego y rabia.

No conocéis las otras formas del espíritu y habéis por tanto pasado ante vuestros rostros abogadescos la larva profesoral, donde no sois realmente profesores que quieren hacer de profetas, como aquel otro profesor, vuestro protector, que quería tocar laúdes pero no sabía.

Nosotros lo sabemos y aquí hemos dicho ya a menudo todo lo que es espíritu: tenemos una generalidad, una coincidencia de la marcha de la humanidad de otra especie, de otra procedencia que ellos, tenemos nuestra sabiduría junto con nuestro gran sentimiento básico y nuestra fuerte voluntad; somos -pero antes, pobres marxistas, tomad una silla y sentaos y teneos firmes, pues viene algo terrible; viene algo insolente, y, al mismo tiempo, se os quitará algo a vosotros, lo que me habríais contrapuesto con tanto gusto en tono despreciativo-, somos poetas; y queremos barrer a los mixtificadores científicos, a los marxistas, a los fríos, a los vacíos, a los sin espíritu, a fin de que la contemplación poética, la figura artísticamente concentrada, el entusiasmo y la profecía encuentren el lugar desde donde han de continuar haciendo, creando, construyendo; en la vida, con cuerpos humanos, para la convivencia, el trabajo y la coexistencia de los grupos, de las comunas, de los pueblos.

Sí, pues, realmente, debe llegar como completa objetividad y realizarse lo que ha sido bastante tiempo sueño de poetas y melodías y líneas fascinadoras y magnificencia luminosa de colorido; los poetas queremos crear en lo viviente, y queremos ver quién es el más grande y fuerte práctico: vosotros, que afirmáis saber y no hacéis nada; o nosotros, que tenemos en nosotros el cuadro viviente y el sentimiento seguro y la voluntad aferradora, y que queremos hacer lo que puede ser hecho ahora; queremos hacer ahora, queremos hacer ahora mismo y siempre e incesantemente; que queremos reagrupar a los hombres que están con nosotros en una cuña que penetre hacia adelante, cada vez más en la acción, en la construcción, en el desencombramiento; siempre, sobre vosotros, con risas y razones y cóleras; sobre los zoquetes más pesados, con ataques y luchas. No traemos ninguna ciencia y ningún partido; traemos menos aún: una alianza espiritual como vosotros la comprendéis, pues cuando nosotros hablamos de algo así, vosotros pensáis en lo que llamáis ilustración, y nosotros semiinstrucción y alimento de manualillos. El espíritu que nos anima es una quinta esencia de la vida y crea realidad y eficiencia. Ese espíritu tiene otros nombres: asociación; y lo que poetizamos, lo que queremos embellecer, es la práctica, el socialismo, es la asociación de los hombres que trabajan.

Aquí tenemos abiertamente ante los ojos y podemos tocarlo con las manos, porque los marxistas en su famosa interpretación de la historia que denominan materialista, han excluído el espíritu. Podemos dar en este pasaje la explicación mejor de lo que podrían hacer otros excelentes contrincantes de los marxistas. Los marxistas han excluído de sus explicaciones e interpretaciones el espíritu por motivos materiales muy naturales: porque no tienen espíritu.

¡Pero si al menos fuera verdad que su manera de exponer la historia puede llamarse materialista! Esa sería una empresa gloriosa, incluso poderosa; ciertamente una empresa cuyo organizador no habría podido salir adelante sin espíritu propio; el ensayo de exponer el conjunto de la historia humana sólo en una forma de acontecimientos físicos, de procesos corporales, de un infinito intercambio entre los acontecimientos materiales del resto del mundo y los procesos fisiológicos del cuerpo del hombre. Por los motivos que he dicho podría eso no ser una ciencia cimentada en leyes, podría llegar a ser sólo un esbozo ingenioso y casi fantástico de ella; pero sería algo en que uno podría poner casi su vida.; y tal vez llegue alguna vez alguien que emprenda eso, y será alguien que hará eso a fin de encontrar el derecho, el fundamento y la posibilidad lingüística para transformar, flexible y plenamente, en figura, esa construcción rígida y proceder a la gran mudanza: a representar toda la historia humana con exclusión de toda corporeidad como acontecimiento psíquico de la totalidad, como el intercambio de corrientes espirituales. Pues el que así puede pensar el materialismo, hasta en la más extrema consecuencia, sabe que sólo es la otra parte del idealismo; el que es así realmente materialista, no puede venir más que de la escuela de Spinoza. Pero bastante con esto. ¿Qué entienden de esto los marxistas? Los marxistas que, si se dice Spinoza, piensan en la muñeca transversal que han hecho sus autores de manuales y los autores de manuales darwinistas monistas de Spinoza.

Bastante con esto; aquí sólo es necesario decir que lo que los marxistas llaman interpretación materialista de la historia, no tiene lo más mínimo que hacer con un materialismo cualquiera racionalmente concebido: al fin consideraron una contradicción concebir racionalmente el materialismo, y no estarían equivocados. En todo caso la interpretación materialista que ellos enseñan, la llaman económica; su verdadero nombre, como se ha dicho, es interpretación de la historia sin espíritu.

Afirman realmente haber descubierto que las condiciones políticas, las religiones, las corrientes espirituales en conjunto, sin exceptuar, claro está, su propia doctrina y toda su agitación y politiquería, son sólo la superestructura ideológica, como una especie de fenómeno paralelo ulterior de las condiciones económicas y de las instituciones y procesos sociales. Lo que de espiritual, de psicológico se confunde ineludiblemente con lo que llaman económico y social; pues ante todo la vida económica no es más que una parte de la vida social y ésta no es separable de las grandes y pequeñas formaciones y movimientos de la convivencia; inquieta muy poco a esos superficiales, para quienes es significativo en todas sus manifestaciones que son oradores rápidos y charlatanes machacantes, que no han entrevisto nunca la necesidad de ir al fondo de sus propias palabras. Si lo hubieran hecho alguna vez, se habrían quedado hondamente taciturnos, pues se habrían ahogado en sus contradicciones e incompatibilidades.

Ese abuso contradictorio de la palabra ha perturbado a los marxistas, pero sólo como se irritan los que no van al fondo de las cosas: los unos se acomodan con la contradicción por un trastrueque y una falta de carácter y los otros por otra oblicuidad y torcedura, y así surgieron diversas corrientes entre ellos y hubo toda suerte de tiranteces y escisiones; los unos concluyen de la doctrina que el marxismo proclama una actitud apolítica y casi antipolítica, pues la política casi es sólo el reflejo irrelevante de la economía; lo que importa no es la política, la legislación, las formas del Estado, sino las formas económicas y las luchas económicas (pero también esas luchas han sido introducidas de contrabando, naturalmente, en la doctrina pura; pues una lucha, aun cuando sea económica, es una cosa perfectamente espiritual y se confunde fuertemente con la vida del espíritu; pero basta de esto, pues, como se ha dicho, el que va en un punto cualquiera del marxismo al fondo, choca siempre con la imposibilidad y con el compromiso y el contrabando); los otros quieren, a pesar de todo, con ayuda de la política, actuar sobre las cosas económicas y añaden los compromisos, las escapatorias y los laboriosos remiendos a la realidad, que es totalmente diversa de la expresión profesoral en el papel; agregan a esos revestimientos, que deben hacer todos, un par de ellos más. No importa nada y nosotros no nos detenemos más tiempo en esas disputas ¡ que las ventilen los marxistas políticos con sus hermanos, los sindicalistas, o con los llamados anarcosocialistas por el abuso miserable de dos nobles nombres.

Pues toda la doctrina es falsa y no resiste puntada ni hilo, y como verdadero y precioso queda sólo el hecho que se ha agudizado en Inglaterra y en otras partes mucho antes de Karl Marx: no hay que desconocer en la consideración de los acontecimientos humanos la eminente importancia de las condiciones y transformaciones económicas y sociales. Esa indicación tuvo lugar en el gran movimiento que se debería llamar descubrimiento de la sociedad en oposición al Estado, un descubrimiento que es uno de los primeros y más importantes pasos hacia la libertad, hacia la cultura, hacia la asociación, hacia el pueblo, hacia el socialismo. Algo singularmente benéfico y promisor se encierra en esos grandes escritos de los economistas políticos, de los brillantes publicistas del siglo XVIII, de los primeros socialistas del siglo XIX. Pero el marxismo ha hecho de eso sólo una caricatura, una falsificación, una corrupción. La llamada ciencia que han hecho con eso los marxistas, es en su efecto objetivo un ensayo deplorable y funesto (pues ninguna supuesta ciencia es tan torpe que, cuando es adornada demagógica o sólo popularmente, no atrape masas instruídas e ignorantes y no en último lugar a profesores universitarios); el marxismo, pues, trata de volver hacia el Estado y hacia la incultura de todas nuestras instituciones de la convivencia, la corriente que aparta del Estado y con ello de la incultura y va en dirección a las asociaciones de la voluntariedad y del espíritu de comunidad, la corriente que lleva a sus espaldas la sociedad de las sociedades, y procura también el marxismo que esa corriente vaya a los molinos de los politiqueros ambiciosos.

Eso debemos observarlo desde más cerca. Pues sólo hemos pelado dos envoltorios de la cebolla lacrimógena marxista; hemos de penetrar más en su interior, aun cuando al hacerlo hubiéramos de llorar. Tenemos que continuar cortando la disformidad, y prometo: un poco de estornudos y alguna risa habrá siempre. Hemos visto lo que hay en la ciencia y lo que hay en el materialismo de los marxistas. ¿ Qué clase de curso histórico del pasado, del presente y del futuro es el que han descubierto, el que les ha crecido probablemente en su glándula pineal cartesiana, de la realidad material en la superestructura espiritual?

Hemos llegado al momento en que el profesor, que transforma la vida en ciencia aparente, los cuerpos humanos en papel, se transmuta en un profesor de otra especie, con otras artes de prestidigitación. Profesores se llaman ya ordinariamente los prestidigitadores, los encantadores, que producen en los mercados anuales su habilidad manual y su versatilidad. Los capítulos más famosos, los más decisivos de Karl Marx han recordado siempre a los profesores de encantamiento de esa especie. Uno, dos, tres: sin brujería alguna.

En consecuencia, según Karl Marx, la carrera progresiva de nuestros pueblos desde la Edad Media sobre el presente hacia el futuro, un curso que debe realizarse con la necesidad de un proceso natural (según el texto inglés, que es más claro, con la necesidad de una ley natural), por lo demás con mayor velocidad: en la primera etapa, la ínfima, la del trueque, donde sólo hay seres del término medio, medianos, pequeñoburgueses y demás gente mezquina, tienen muchos cada cual una pequeña propiedad. Viene el segundo estadio, el salto hacia el progreso, el primer proceso de desenvolvimiento, el camino hacia el socialismo, llamado capitalismo. Ahora el mundo es otra cosa: entre pocos tienen cada cual una gran propiedad, la masa no tiene nada. La transición a esa estapa era difícil y no aconteció sin violencia y sin deformidad. Pero en esa etapa se aproxima cada vez más y cada vez más fácilmente la tierra prometida sobre los rieles engrasados de la evolución: gracias a Dios se proletarizan cada vez más masas, gracias a Dios hay cada vez menos capitalistas, ellos se expropian recíprocamente, hasta que no habrá más que masas de proletarios como arena en el mar frente a gigantescos empresarios aislados, y entonces se da el salto a la tercera etapa, entonces el segundo proceso de evolución, el último paso al socialismo es un juego de niños. La hora del capitalismo privado suena. Dentro del capitalismo se ha llegado, dice Karl Marx, a la centralización de los medios de producción y a la socialización del trabajo. Llama a eso un modo de producción que ha florecido bajo el monopolio del capital, ¡cómo llega siempre fácilmente a la inspiración poética, cuando canta las últimas bellezas del capitalismo, inmediatamente antes de transmutarse en socialismo! También se llega a esto: La producción capitalista engendra con la necesidad de un proceso natural su propia negación: el socialismo. Pues la cooperación y la propiedad común de la tierra es, dice Karl Marx, una conquista ya de la era capitalista. Las grandes, enormes, casi infinitas masas humanas, las proletarizadas, no tienen realmente casi nada que hacer por el socialismo. Sólo deben esperar hasta que llegue.

¿No es verdad? No hemos llegado hasta el punto, señores de la ciencia, en que el capitalismo nos trae la cooperación y la propiedad común de la tierra y de los medios de producción. Lo que se llama propiedad común, al menos esto es claro, por diversas formas de la propiedad común que pueden existir, tiene que ser algo distinto de la usurpación, del privilegio, de la propiedad privada. ¿Se advierte ya algo de esa propiedad común, que debe venir ya en la era del capitalismo y que tendría la mayor analogía con el socialismo? ¿ Sí o no? Quisiéramos saber con gusto cuánto más o menos puede durar el proceso natural. ¡Vamos a ver lo que dice vuestra ciencia!

¡Pero quién sabe, quién sabe! Tal vez ha visto Karl Marx ya a mediados del siglo XIX los rastros o los comienzos visibles de la propiedad común de la tierra. y de los medios de producción desarrollarse del monopolio capitalista. Pues por lo que a la cooperación respecta, la cosa es inequívoca en una observación más detallada. Para mí, realmente cooperación significa obrar juntos y trabajo en común al tiro en común de una vaca y de un caballo ante un arado, o, según la localidad o la división del trabajo, a la labor común de los esclavos negros en una plantación algodonera o en un campo de caña de azúcar. ¿Pero qué es lo que me pasa? Justamente ese loco es Karl Marx. ¡Qué porvenir! ¡Qué desenvolvimiento ulterior del capitalismo! El inteligente sabio se aferra al presente. A la forma de trabajo, que ha visto en el establecimiento capitalista de su tiempo, el sistema fabril, al trabajo de millares en estrecho espacio, a la adaptación de los trabajadores a las máquinas-herramientas y a la división del trabajo que resulta de ello en la elaboración de los productos para el mercado mundial capitalista -a eso es a lo que Karl Marx ha llamado cooperación, que debe ser un elemento del socialismo-. Él habla sin disputa de que el capitalismo se basa ya efectivamente en la función social de la producción.

Es verdad, se resiste uno a un absurdo tan ejemplar, pero es indudablemente la verdadera opinión de Karl Marx: el capitalismo desarrolla enteramente de sí el socialismo; el modo socialista de producción florece en el capitalismo; ya tenemos la cooperación, ya estamos por lo menos en el camino de la propiedad común de la tierra y de los medios de producción; finalmente no hace falta más que expulsar al par de propietarios que queden. Todo el resto ha florecido del capitalismo. Pues el capitalismo, que es el progreso, que es la sociedad, es propiamente ya el socialismo. El verdadero enemigo son las clases medias, los pequeños industriales, el pequeño comerciante, el artesano, el campesino. Pues esos trabajan por sí mismos y a lo sumo tienen un par de auxiliares y de aprendices; este es el establecimiento enano; pero el capitalismo es la uniformidad, el trabajo de millares en un solo lugar, el trabajo para el mercado mundial, y eso es la producción social y el socialismo.

Esa es la verdadera doctrina de Marx: el capitalismo ha vencido enteramente sobre los restos de la Edad Media, el progreso es sellado y el socialismo está, puede decirse, ahí.

¿No es de importancia simbólica que la obra básica del marxismo, la biblia de esa especie de socialismo, se llame El Capital? A ese socialismo capitalista oponemos nuestro socialismo y decimos: el socialismo, la cultura y la asociación, el cambio justo y el trabajo alegre, la sociedad de las sociedades tan sólo puede venir cuando despierta un espíritu, un espíritu como el que ha conocido el período cristiano y el período precristiano de los pueblos germánicos, y cuando ese espíritu termina con la incultura, la disolución y la ruina, que, hablando económicamente, se llama capitalismo.

Así se encuentran el uno frente al otro con toda crudeza.

¡A un lado el marxismo, a otro lado el socialismo!

El marxismo: la insulsez maquinal, la florescencia de papel en el ramo favorito de espinas del capitalismo. El socialismo: lo nuevo que se eleva contra la corrupción; la cultura que se eleva contra la alianza de falta de espíritu, de penuria y de violencia, contra el Estado moderno y el capitalismo moderno.

Y ahora se podría comprender lo que quiero decir a eso no menos moderno, lo que quiero decir en la cara al marxismo: que es la peste de nuestro tiempo y la maldición del movimiento socialista. Ahora hay que decir más claramente aún que es así, porque el socialismo sólo puede surgir en hostilidad mortal al marxismo.

Pues el marxismo es, ante todo, de los filisteos. El filisteo mira despectivamente todo el pasado, apela al presente o al comienzo de futuro, donde se siente en casa, cree en el progreso, le gusta 1908 más que 1907, espera de 1909 algo extraordinario, y de una fecha lejana, oir más claramente aún que es así por que es así, porque el socialismo sólo puede surgir en hostilidad mortal al marxismo.

El marxismo es del filisteo, y por eso es el amigo de lo macizo y de lo ancho. Algo así como una República de ciudades de la Edad Media o un mercado aldeano o un mir ruso o un allmend suizo o una colonia comunista no puede tener para él la más ínfima analogía con el socialismo; pero un vasto Estado centralizado se parece ya en cierto modo a su Estado futuro. Se le muestra un país en un tiempo en que florece un artesanado artístico, en que hay poca miseria, y tuerce despreciativamente la nariz; y ninguna injuria peor creían inferir Karl Marx y sus sucesores al más grande de todos los socialistas, a Proudhon, que la de llamarle socialista pequeñoburgués y pequeñocampesino, lo cual no era una falsa apreciación, pero tampoco una injuria, pues justamente Proudhon ha mostrado soberbiamente a los hombres de su pueblo y de su tiempo, predominantemente pequeños campesinos y artesanos, cómo de inmediato, sin esperar el progreso del gran capitalismo, habrían podido llegar al socialismo. Eso no pueden oirlo los creyentes de la evolución, no pueden oir que se hable de una posibilidad que existió una vez y sin embargo no se convirtió en realidad; y los marxistas y los infestados por ellos no pueden, por tanto, oir que se hable de un socialismo que habría sido posible antes del movimiento de declinación que ellos llaman movimiento de avance del santo capitalismo. Pero nosotros no separamos una evolución fabulosa y un proceso social de lo que los hombres quieren, hacen, habrían querido hacer y habrían podido hacer. Sabemos que la determinación y la necesidad de todo lo que acontece y también de la voluntad y de la acción valen ciertamente de un modo espontáneo y valen sin excepción: pero se puede establecer sólo posteriormente cuándo existe una realidad que es también una necesidad; si no aconteció algo es porque no era posible, porque, por ejemplo, los hombres a los que se apeló con gran derecho y a los que se predicó con gran necesidad la razón, no quisieron y no pudieron ser razonables. ¡Ah! Los marxistas dirán triunfalmente, Karl Marx ha previsto que no había para eso ninguna posibilidad. Sí, respondemos, y ha tomado sobre sí una parte segura de la culpa, y si no se llegó a eso ha sido entonces y más aún después, porque él fue uno de los obstaculizadores y de los cupables. Pues para nosotros la historia humana no se compone de procesos anónimos ni tampoco sólo de acumulación de muchos pequeños acontecimientos e inacciones colectivos; para nosotros, los inspiradores de la historia son personas, y para nosotros hay también culpables. ¿Se cree, pues, que Proudhon, como todo profeta, como todo Juan, más fuertemente que ninguno de los fríos observadores científicos, no ha tenido con frecuencia en las grandes horas el sentimiento de la imposibilidad de llevar a los hombres de su época a lo que él veía como la más hermosa y la más natural de las posibilidades? Conoce mal al apóstol y guía de la humanidad el que sostiene que la fe en la realización pertenece a su gran acción, a su comportamiento visionario y a sus formas impulsoras. ¡La fe en su sagrada verdad pertenece a ello, como la desesperación ante los hombres y el sentimiento de la imposibilidad! Allí donde ha llegado sobre la humanidad algo grande y sometedor, la transformación y la innovación, ha sido lo imposible y lo increíble, justamente lo natural lo que ha producido el cambio.

Pero el marxismo es filisteo y señala siempre con escarnio y triunfo las derrotas y los ensayos vanos y tiene un miedo infantil a los fracasos. Contra nada expresa más desprecio que contra lo que llama experimentos o fundaciones frustradas. Vergüenza y signo de decadencia infamante, especialmente del pueblo alemán, que esté contiguo a tal miedo ante el idealismo, la pasión y el heroísmo y que tales calamidades deban ser sus jefes esclavizados. Pero los marxistas son para las pobres masas exactamente lo mismo que los nacionalistas desde 1870 para las capas del pueblo satisfechas: cortesanos del éxito. Llegamos aquí a otro sentido, más acertado, de la calificación concepción material de la historia. Sí, materialistas en el sentido ordinario, vulgar, popular de la palabra lo son los marxistas y se han esforzado exactamente como los nacionalistas por rebajar y extirpar el idealismo. Lo que ha hecho el burgués nacionalista de los estudiantes alemanes, lo han hecho los marxistas de amplios círculos del proletariado: gentecitas cobardes sin juventud, sin salvajismo, sin osadía, sin placer de ensayar, sin sectarismo, sin herejía, sin originalidad y sin singularización. Pero nosotros necesitamos todo eso, necesitamos ensayos, necesitamos el gesto de los mil de Sicilia, necesitamos esas maravillosas naturalezas garibaldinas, y necesitamos fracasos tras fracasos y la naturaleza tenaz que no se deja asustar por nada, que se sostiene y se pone siempre a la obra hasta que sale triunfante, hasta que se impone, hasta que somos invencibles. El que no tiene presente el peligro de la derrota, del aislamiento, del fracaso, no llegará a la victoria. ¡Oh, marxistas! Yo sé cuán malamente os suena en los oídos todo esto y que nada teméis más que lo que llamáis azotes; la palabra corresponde a vuestro tesoro lingüístico especial y tal vez con alguna razón, pues mostráis al enemigo más el trasero que la frente. Yo sé cuán hondamente odiosas, cuán repulsivas y desagradables os son esas naturalezas de fuego como Proudhon en el dominio de la construcción, como Bakunín o Garibaldi en el dominio de la destrucción y de la lucha, cuán penoso es para vosotros todo lo románico, todo lo celta, todo lo que parece aspirar al aire, al salvajismo y a la iniciativa. Os habéis esforzado bastante por emancipar al partido, al movimiento, a las masas de toda libertad, de todo lo personal, de toda juventud, de todo lo que llamáis locuras. Ciertamente habría sido mejor para el socialismo y para nuestro pueblo si tuviésemos, en lugar de la estupidez sistemática que llamáis vuestra ciencia, las locuras fogosas de los ardientes, los rugientes y los espumantes que no podéis tolerar. Sí, queremos hacer lo que llamáis experimentos, queremos ensayar, queremos crear y hacer del contenido de los corazones, y queremos, si ha de ser así, naufragar y sufrir derrotas hasta tener la victoria y ver la tierra de promisión. Cenicientos, bobalicones, filisteos viven sobre tí, pueblo, ¿dónde están los hombres como Colón, que prefieren salir en frágiles barquichuelos a alta mar y hacia lo incierto antes que esperar los frutos de la evolución? ¿Dónde están los jóvenes, los despiertos, los triunfantes, los rojos que comiencen a reir de esos ancianos? Los marxistas no oyen con gusto tales palabras, tales ataques, tales apasionamientos y cosas anticientíficas, lo sé, y por eso me complazco tanto en decírselo todavía. Buenos y consistentes son los motivos que empleo contra ellos, pero tendría razón si en lugar de refutarles con argumentos, les hiciese rabiar con burlas y risas.

El filisteo marxista es demasiado inteligente, demasiado avisado, demasiado precavido como para caer en la ocurrencia de hacer el ensayo, cuando el capitalista está ya en pleno quebranto, como en tiempos de la revolución de febrero en Francia, para oponérsele por la organización socialista, lo mismo que frente a las formas de comunidad viviente de la Edad Media, que se han salvado en Alemania, Francia, Suiza, Rusia, ante todo a través de siglos de derrota, preferiría sucumbir y ahogarse en el capitalismo antes que reconocer que hay en ellas los gérmenes y los cristales vitales también de la cultura socialista futura; pero si se les muestra las condiciones económicas, digamos de Alemania, en la mitad del siglo XIX, con su sistema fabril, con la devastación de la tierra, con la uniformación de las masas y de la miseria, con las economías destinadas al mercado mundial en lugar de ser destinadas a las necesidades efectivas, encuentra allí producción social, cooperación, comienzos de propiedad común: se siente a gusto.

El legítimo marxista, cuando no se ha vuelto vacilante y no ha comenzado a hacer concesiones (esos individuos en bancarrota hacen actualmente todas las concesiones hace ya tiempo), no quiere saber nada de cooperativas campesinas, de cooperativas de crédito, de cooperativas obreras, aun cuando prosperen y lleguen a tener grandes proporciones; le entusiasman más las casas capitalistas de comercio, en las que se ha aplicado tanto espíritu de organización para lo improductivo, para el robo y la usurpación, para la venta de inutilidades. ¿Pero se ha ocupado alguna vez un marxista de este problema grande y decisivo: qué se produce para el mercado mundial, qué se guarda para los consumidores? Siempre fija su mirada en las formas externas, superficiales, inesenciales de la producción capitalista, que llama producción social, de lo que hablaremos ahora.

El marxismo es filisteo, y el filisteo no conoce nada más importante, nada más grandioso, nada que le sea más sagrado que la técnica y sus progresos. Colocad a un filisteo ante Jesús, que en su riqueza, en la generosidad de su figura inagotable junto a lo que además significa para el espíritu y para la vida, también es un gran socialista; colocad a un filisteo ante el Jesús viviente en la cruz y ante una nueva máquina para impulsar el movimiento de hombres o cosas: si es honesto y no es un hipócrita de la instrucción, encontrará que el Ser crucificado es un fenómeno totalmente inútil y superfluo y correrá tras la máquina.

¡Y sin embargo, cuánto más ha movido verdaderamente esa grandeza tranquila, silenciosa, doliente del corazón y del espíritu que todos los mecanismos del movimiento de estos tiempos!

y además, ¿dónde estarían todos los mecanismos del movimiento de nuestros tiempos sin esa grandeza callada, tranquila, doliente en la cruz de la humanidad?

También había que decir eso aquí aun cuando lo comprenden fácilmente sólo aquellos que ya lo sabían antes.

Aquí, donde vemos la veneración sin límites del compadre progresista ante la técnica, conocemos la procedencia de ese marxismo. El padre del marxismo no es el estudio de la historia, no es tampoco Hegel, no es Smith, ni Ricardo, ni ninguno de los socialistas antes de Marx; tampoco es una situación temporal democráticorevolucionaria; es menos todavía la voluntad y la demanda de cultura y de belleza entre los hombres. El padre del marxismo es el vapor.

Hay viejas que hacen profecías con la borra del café. Karl Marx profetizó con el vapor.

Lo que Marx ha considerado como analogía del socialismo, como la etapa preparatoria inmediata del socialismo, no era otra cosa que la organización del establecimiento productivo suscitado por las exigencias técnicas de la máquina de vapor dentro del capitalismo.

Allí se encontraron, pues, dos formas enteramente diversas de centralización: la centralización económica del capitalismo: el rico, que absorbe hacia sí como centro todo el dinero, todo el trabajo posible; y la centralización técnica del establecimiento: la máquina de vapor, que tiene que tener próximas las máquinas de trabajo y los hombres que trabajan, próximo el centro de fuerza, y por eso ha creado el gran establecimiento fabril y la división refinada del trabajo. La centralización económica del capitalismo no necesita en sí -salvo algunas excepciones aisladas- ninguna centralización de establecimiento técnico; en todas partes donde la fuerza humana de trabajo o las máquinas sencillas movidas con la mano o con el pie son más baratas que la utilización de las máquinas de vapor, prefiere el capitalista la industria doméstica, dispersa por el campo, por las aldeas y alquerías, a la fábrica. Las necesidades técnicas de la máquina de vapor, pues, fueron las que han producido los grandes cuarteles fabriles y las grandes ciudades llenas de cuarteles fabriles y de cuarteles de inquilinato.

Esas dos formas de centralización al principio separadas y completamente distintas se han reunido luego, naturalmente, y han ejercido la más fuerte influencia una sobre otra; el capitalismo ha hecho, gracias a la máquina de vapor, progresos enormemente rápidos; y, por otra parte, impide el capitalismo -que ahora tiene sus instalaciones técnicamente centralizadas y sus costumbres, que ante todo ha sacado a los obreros del campo y los saca cada vez más completamente- la transmisión eléctrica de la fuerza del vapor y del agua, que según su naturaleza tendría que ser descentralizadora; impide que esa acción se ejerza en la medida que se tendría en caso contrario; aunque no hay que negar que esa transmisión eléctrica de la fuerza ha producido la explotación capitalista en pequeños talleres, separados entre sí, por ejemplo la industria de la cuchilIería en Solingen, y también ha fortificado ahora la pequeña industria y el artesanado, y los fortificará y despertará más en el futuro; aquí hay un amplio campo para la producción cooperativa de fuerza y motores.

Esa asociación de la centralización técnica y capitalista ha tenido luego como consecuencia otras centralizaciones capitalistas o las ha fortificado mucho. Las centralizaciones del comercio, de la banca, de los negocios al por mayor y al por menor, de las instituciones de transporte, etcétera.

Y todavía hay una tercera centralización, en todo independiente de las otras dos, que ha prosperado en nuestros tiempos: la centralización del Estado, del burocratismo, del ejército. Y así, junto a los cuarteles fabriles y a los cuarteles de inquilinato, se han levantado en las grandes ciudades otros cuarteles: los cuarteles de los burócratas, donde, en cada uno de esos edificios públicos, hay cien pequeñas habitaciones, y en cada habitación una, dos o tres mesas, y tras cada mesa uno, dos o tres empleados subalternos bostezando con la pluma tras la oreja y el desayuno en la mano; y los cuarteles de los soldados, donde millares de jóvenes vigorosos tienen que dedicarse al deporte inútil -el deporte debería existir sólo como entretenimiento después del trabajo útil- y con ello al aburrimiento y a toda suerte de locuras sexuales y de suciedades.

Y con tanta incultura, amontonamiento de seres humanos, distanciamiento de la tierra y de la cultura, con tanto derroche de trabajo, sobrecargo de trabajo improductivo y de haraganería, con tanta insensatez y miseria como aportan todas esas formas de centralismo, los nuevos cuarteles de nuestro tiempo se vuelven más numerosos y vastos: las casas de trabajo, las prisiones y los presidios y las casas de placer en donde se acuartela a las prostitutas.

Es verdad, y los marxistas, cuando se defienden contra la afirmación de que su doctrina es simplemente un producto de la centralización técnica de las fábricas, confiesan que todas esas formas del centralismo vacuo, afeador, uniformador, restrictor y opresor han sido para el marxismo hasta cierto punto ejemplares, han tenido influencia en su desenvolvimiento, en su formación y en su difusión. No en vano se resisten los ingleses, los pueblos románicos o latinos, los suizos y alemanes del sur cada vez más contra el marxismo como contra una cosa que tiene la más maldita analogía con la esencia burocrática y militar; no en vano se encuentran legítimos, verdaderos marxistas hoy casi sólo en los países del mariscal de campo, de los funcionarios subalternos y de los tchinownik: en Prusia y en Rusia. No en vano no se advierte la disciplina, ni se oye hablar de disciplina, y de la brutalidad y el autoritarismo inseparables de ella, en ninguna parte tanto como en el ejército prusiano y en la socialdemocracia prusoalemana. Pero a pesar de todo, ninguna de esas centralizaciones es constituída de tal forma que pueda seguirle un engendro que se pueda llamar verdadera y realmente socialismo, fuera de la centralización del vapor.

Nunca florecerá el socialismo del capitalismo, como los glosadores de Marx han cantado tan líricamente. Pero su doctrina y su partido, el marxismo y la socialdemocracia han brotado de la fuerza del vapor.

¡He ahí cómo los obreros y artesanos y los hijos de campesinos y las hijas del campo emigran, cómo van en lugar de ellos ejércitos de obreros ocasionales y cosechadores! ¡He ahí cómo por la mañana entran en las fábricas millares y millares y son arrojados nuevamente por la noche!

La misma coacción de trabajo para todos, instauración de ejércitos industriales, especialmente para la agrio cultura, han dicho ya Marx y Engels en su Manifiesto comunista; pero no como descripción y previsión de las próximas magnificencias del capitalismo, sino como una de las medidas que propusieron en los países más avanzados para el comienzo de su socialismo. ¡Es verdad: esa especie de socialismo brota de la evolución ininterrumpida del capitalismo!

Si se agrega a ello la concentración capitalista, que aparentó como si el número de las personas capitalistas y de los capitales fuese en decrecimiento; si se añade aún el ejemplo de la omnipotencia estatal en el Estado centralizado de nuestros tiempos; si se añade finalmente todavía el perfeccionamiento cada vez mayor de las máquinas-herramientas, la división progresiva del trabajo, la suplantación de los obreros de oficio por no importa qué servidor de la máquina -pero todo esto completamente exagerado y caricaturizado; pues todo eso tiene otro aspecto, y nunca se encuentra en una evolución que toma una línea, sino en la lucha y la nivelación de diversas tendencias; es simplificado y caricaturizado hasta lo grotesco todo lo que el marxismo encara-; si se toma por fin aún la perspectiva de que el trabajo humano sea cada vez más corto, de que el trabajo de la máquina se vuelva cada vez más productivo: entonces tenemos listo el Estado futuro. El Estado futuro de los marxistas: la flor en el árbol de la centralización estatal, capitalista y técnica.

Todavía hay que añadir que el marxista, cuando sueña con particular valentia -pues nunca se ha soñado más vacía, más secamente, y si hay fantásticos sin fantasía, son los marxistas-, extiende luego su centralismo y su burocracia económica sobre los Estados actuales y habla de una autoridad mundial para la ordenación y el comando de la producción y de la distribución de los productos. Ese es el internacionalismo de los marxistas. Como antes en la Internacional era regulado y determinado todo por el Consejo general de Londres, como hoy en la socialdemocracia se regula y determina todo desde Berlín, así esa autoridad de la producción mundial tendrá que meter las narices en toda cazuela y anotará en su libro mayor la cantidad de aceite refrigerante para cada máquina.

Y otra cáscara afuera aún; pues estamos listos con nuestra descripción del marxismo.

Así florecen, pues, las formas de organización de lo que esas gentes llaman socialismo, en pleno capitalismo. Sólo que esas organizaciones, esos establecimientos que se vuelven -con el vapor- cada vez más gigantescos, están aún en manos de empresarios particulares, de eXplotadores. Hemos visto ya que éstos deben reducirse más y más por la concurrencia. Hay que comprender eso, según se desea: primero cientos de miles -luego un par de millares-, luego un par de cientos -luego unos setenta o cincuenta-, luego un par de monstruosos empresarios gigantescos.

Y frente a ellos están los trabajadores, los proletarios. En ellos desaparecerán cada vez más los estratos medios, y con el número de los obreros crece el número y la intensidad de las máquinas, de manera que no sólo se acrecienta el número de obreros, sino también la cifra de los desocupados, del llamado ejército industrial de reserva. Según esa descripción, pues, no está muy lejos el fin del capitalismo, y fuera de esto la lucha contra él, es decir contra el par de capitalistas que habrán quedado, será cada día más fácil para las masas incontables de los desheredados bajo su dominio y por tanto interesadas en el cambio. Pues también debemos tener presente esto de la doctrina del marxismo: en él, como dice la expresión, que es buscada en otro terreno y empleada falsamente, es todo inmanente. Eso equivale a decir: no se requiere ningún esfuerzo especial ni entendimientos ideales; marcha todo por sí mismo por el hilo del proceso social. Las llamadas formas de organización socialista están ya inmanentes en el capitalismo; inmanente es también en los proletarios la falta de interés ante las condiciones actuales, es decir: la tendencia al socialismo, la ideología revolucionaria es un elemento integrante del proletario. Los proletarios no tienen nada que perder; tienen un mundo que ganar. ¡Qué hermosa, qué realmente poética es esa palabra (que no procede de Marx ni de Engels) y cuánto de verdad está contenido en ella! Y sin embargo, más verdadera que la afirmación de que los proletarios son revolucionarios natos, es aquella otra, que aquí se expone: que los proletarios son los filisteos natos. El marxista habla despectivamente del pequeñoburgués; pero todo lo que de, rasgos de carácter y de hábitos de vida se puede llamar pequeñoburgués, pertenece a las cualidades del proletario medio, y hasta en las prisiones y los presidios se encuentran ocupadas por filisteos la mayor cantidad de celdas. Con esto, desgraciadamente, que se me ha escapado aquí no deploro que estén en libertad los no filisteos; pero es afligente que a esos pobres diablos, víctimas de las condiciones del ambiente, que tuvieron que romper las convenciones legalmente establecidas, como tiene que ocurrir todo lo que ocurre en el mundo, esa necesidad al menos no es impuesta por el hecho que ese convencionalismo no vivía en su interior, sino que habría sido suplantada por la intención delictiva. La convención que tuvieron que romper vive, sin embargo, en su corazón, en sus opiniones, en el modo como rompen a veces el cayado sobre sus compañeros de dolor y a veces hasta sobre sí mismos, casi siempre tan firmemente como en la mayoría restante de los hombres.

Hablamos aquí del filisteísmo del proletario como de una de las razones por las cuales el marxismo, ese sentido filisteo elevado a sistema, ha encontrado tanta acogida en el proletariado. Sólo hace falta un barniz superficial con instrucción en la lengua, que ahora se verifica del modo más rápido y barato en las policlínicas que se llaman escuelas de partido, para hacer de un proletario del término medio sin ninguna cualidad excepcional un jefe de partido utilizable.

Esos y los otros jefes de partido consideran natural la doctrina marxista, según la cual el proletariado es revolucionario por necesidad social, al menos aquel poco que es necesario para superar el capitalismo, que se compone de un número cada día menor de personas y se enmohece cada vez más. Pues a lo ya mencionado se agrega todavía algo para forzar el capitalismo a la bancarrota; hay en él algo inmanente: las crisis. Como dice tan hermosa y marxísticamente el programa de la socialdemocracia alemana (por lo demás se ha agregado ya a él algo impuro, lo que los fabricantes de ese programa llaman revisionismo en sus adversarios): las fuerzas productivas sobrepasan la actual sociedad. Ahí está la legítima doctrina marxista, que en la sociedad actual las formas de producción se han vuelto cada vez más socialistas, y que a esas formas sólo les falta la forma de propiedad justa, es decir la propiedad estatal; ellos la llaman, es verdad, propiedad social; pero cuando ellos llaman al sistema fabril del capitalismo una producción social (no sólo lo hace Marx en el Capital, también los actuales socialdemócratas en su programa llaman trabajo social al trabajo en las formas del actual capitalismo), sabemos lo que significa su propiedad social: ¡como tienen las formas de producción de la técnica del vapor en el capitalismo por formas de trabajo socialistas, así consideran el Estado central para la organizaCión socialista de la sociedad y la propiedad de Estado burocráticamente administrada como propiedad social! Esas gentes no tienen instinto alguno de lo que es la sociedad. No sospechan en lo más mínimo que la sociedad sólo puede ser una sociedad de sociedades, sólo una asociación, sólo libertad. Por eso no saben que el socialismo es anarquía y federación. Creen que el socialismo es Estado, mientras que los sedientos de cultura quieren crear el socialismo porque quieren elevarse hacia la sociedad de las sociedades y de la voluntariedad desde la descomposición y la miseria, desde el Estado y la pobreza correspondiente, desde la brutalidad y la violencia que sólo es el reverso del individualismo económico, es decir porque quieren salir del Estado.

Dicen los marxistas: como el socialismo está ya en la posesión privada de los capitalistas, que producen salvajemente; como ellos están en posesión ya de las fuerzas socialistas productivas (léase: la fuerza de vapor, de las máquinas-herramientas perfeccionadas y de las masas proletarias que se ofrecen en número excesivo), porque pasa con esto como con una escoba embrujada en la mano del aprendiz de encantador, tiene que llegarse a la superabundancia de productos, a la superproducción, a la confusión, en una palabra, a las crisis que, según se explicará en detalle, se producen en todo caso, según la opinión de los marxistas, porque es necesaria al modo social de producción, como existe ya, según su torpe punto de vista, la regulación por la autoridad estatal mundial estadísticamente controladora y directora. Mientras ella falte, el socialismo no es completo, debe andar todo de cualquier manera. Las formas de organización del capitalismo son buenas; pero falta el orden, el régimen, la férrea centralización. El capitalismo y el Estado deben marchar de acuerdo, luego existe -al fin, diríamos nosotros-, luego existe el capitalismo de Estado; aquellos marxistas opinan: el socialismo existe entonces. Pero como en ese socialismo suyo se vuelven a encontrar todas las formas del capitalismo y de la regimentación, y como ellas hacen progresar hasta la última perfección la tendencia que hoy existe a la uniformidad y a la nivelación, así han procedido los proletarios también en su socialismo: del proletario del establecimiento capitalista ha surgido el proletario de Estado, y la proletarización es, cuando ese Estado comienza su socialismo, realmente como se ha previsto: ha prosperado gigantescamente; todos los seres humanos sin excepción son pequeños funcionarios económicos del Estado.

El capitalismo y el Estado deben coincidir -ese es en verdad el ideal del marxismo-; y si no quieren oir hablar de ideal, decimos: esa es la tendencia de la evolución que han descubierto, y que ellos quieren proteger. No ven que la enorme violencia y la vacuidad burocrática del Estado sólo son necesarias porque nuestra convivencia ha perdido el espíritu, porque la justicia y el amor, las asociaciones económicas y la multiplicidad retoñante de los pequeños organismos sociales han desaparecido. De toda la honda ruina de estos tiempos nuestros, no ven nada; les alucina el progreso; la técnica avanza; lo hace naturalmente en la acción; lo hace en algunos tiempos de la cultura, no siempre -hay también culturas sin progreso técnico- y lo hace en particular en los tiempos de la decadencia, de la individualización del espíritu y de la atomización de las masas; y por eso decimos: el verdadero progreso de la técnica junto con la bajeza efectiva del tiempo es -para hablar otra vez marxísticamente con los marxistas- el fundamento material, efectivo de la superestructura ideológica, es decir de la utopía del socialismo evolutivo de los marxistas. Pero como no sólo se desarrolla la técnica progresiva en su pequeño espíritu, sino igualmente también las demás tendencias de la época, por eso es para ellos progreso el capitalismo, por eso es para ellos progreso el Estado central. No es mera ironía cuando aplicamos aquí el idioma de la llamada interpretación materialista de la historia a los marxistas mismos. Ellos han tomado en alguna parte también esa consideración histórica, y nosotros estamos - en situación, una vez que la hemos conocido, de decir más claramente que antes dónde la encontraron: es decir enteramente en ellos mismos. Sí, lo que los marxistas dicen de las relaciones de la estructura espiritual y del pensamiento con las circunstancias de la época, vale en realidad para todos los contemporáneos, entre los cuales se entiende aquí que sólo el niño y la expresión de su tiempo no tienen nada en sí de creador, nada de resistente, nada de propio y de espiritualmente personal. Estamos otra vez con el filisteo, estamos otra vez con el marxista, y para él es completamente seguro que su ideología es sólo la superestructura de la vileza de nuestro tiempo. En los tiempos de decadencia domina en realidad lo contrario del espíritu, que es la expresión de la época. Y así dominan hoy todavía los marxistas. Y no pueden saber que los tiempos de la cultura y de la realizabilidad no se desarrollan de los tiempos de decadencia -que ellos llaman progreso-, sino que brotan del espíritu de aquellos que por su constitución no han pertenecido nunca a su época. No pueden saber y no comprenden que lo que se llama historia, en los altos tiempos de transformación, no es vivificado por los filisteos y los contemporáneos y tampoco, lo que quiere decir lo mismo, por los procesos sociales, sino por los solitarios, los singularizados, que están singularizados precisamente porque en ellos se han refugiado, como en su casa, el pueblo y la comunidad.

No hay duda que los marxistas creen que si el anverso y el reverso de nuestro empequeñecimiento, las condiciones de producción del capitalismo y del Estado estuvieran a un mismo y solo lado y se hubieran entrecruzado estrechamente, entonces se tendría al fin su evolución progresiva y se habría establecido la justicia y la igualdad; se tiene su vasto Estado económico, lo mismo si al principio es heredero de los Estados habidos hasta aquí o si es su Estado mundial, una formación republicanodemocrática, y creen realmente que las prescripciones de tal Estado cuidarían de la salvación de todas las gentes humildes que compondrían el Estado. Sólo que se nos debe permitir estallar en una interminable carcajada sobre esa fantasía de filisteo, la más pobre de todas. Así, por completo, la contrafigura de la utopía del cuidadano pedantesco puede ser en realidad sólo un producto surgido del desarrollo ininterrumpido en las retortas del capitalismo. No nos detenemos más tampoco en ese ideal completo del período de decadencia y de la incultura vacía de personalidad, en ese Estado homuncular; veremos pronto que la verdadera cultura no es algo vacío, sino algo repleto; que la verdadera sociedad es una multiplicidad de pequeñas solidaridades reales, brotadas de las cualidades unificadoras de los individuos, del espíritu, una edificación de comunidades y una unificación. Ese socialismo de los marxistas es una escrófula gigante que debe desarrollarse; no temamos, veremos pronto que no se desarrollará. Pero nuestro socialismo debe crecer en los corazones y en el espíritu de los pertenecientes a la misma comunidad. No hay alternativa: socialismo de homúnculo o socialismo de espíritu; pues vemos pronto que si las masas siguen al marxismo o también al revisionismo, queda todo en el capitalismo, que no tiene en absoluto ninguna tendencia a transformarse en el socialismo de los marxistas ni a desarrollarse tampoco en el socialismo de los revisionistas, llamado así todavía sólo con voz tímida. La decadencia, en nuestro caso del capitalismo, tiene en nuestros tiempos tantas fuerzas vitales como en otros tiempos la cultura y la prosperidad. Decadencia no quiere decir caducidad e inclinación a estrellarse y a transformarse. La decadencia, las épocas de hundimiento, de la ausencia de pueblo, de la ausencia de espíritu pueden durar centurias y milenios. La decadencia, en nuestro caso del capitalismo, tiene en nuestros tiempos más fuerzas vitales que la cultura y el crecimiento. Tiene tanta energía y fuerza como nos falta a nosotros en fuerza y énergía para el socialismo. Una forma del socialismo o la otra no es la elección ante la cual estamos, sino simplemente: capitalismo o socialismo; Estado o sociedad; espíritu o lo contrario del espíritu. La doctrina del marxismo no nos saca del capitalismo. Y también la doctrina del marxismo es falsa, porque dice que el capitalismo sería capaz de superar al caballero de Münchhausen, que pudo salir de extraño pantano asido a la propia trenza, mientras que, según esa profecía del capitalismo, se debe salir del propio pantano de la mano de la propia evolución.

En lo sucesivo mostraremos más detenidamente que esa doctrina es falsa. Que no es inmanente al capitalismo la tendencia a desarrollarse hacia un socialismo cualquiera -llamémosle socialismo- para librarnos del engendro, a lo que los marxistas con una palabra fea para una cosa fea llaman su objetivo final. Ni hacia ese socialismo ni hacia ningún otro socialismo se desarrolla el capitalismo. Y para mostrar eso, tenemos que responder a algunas interrogaciones.

Preguntamos por tanto: ¿es verdad que la sociedad se parece a como la presentan los marxistas? ¿ que continúa? ¿que debe continuar así o que sólo probablemente marcha así? ¿Es verdad que los capitalistas se devoran recíprocamente, como los treinta patos del corral, donde primero se dió a los veintinueve patos un pato pequeño, y al día próximo veintiocho patos devoraron a una compañera, y así, según ese raro informe, que comienza tan absolutamente creíble como una legítima doctrina de la evolución y, aún cuando aparentemente sigue del mismo modo y siempre gradualmente, lleva sin embargo a lo increíble y a lo maravilloso, así, repetimos, debía continuarse siempre, hasta que finalmente un pato gigante bien cebado concentró y acumuló en sí los treinta patos? ¿Es verdad? ¿o sólo habría de ser un pato? ¿Es verdad que las clases medias desaparecen, que la proletarización sin excepción aumenta con velocidad y que hay que desistir de un fin? ¿Que la desocupación se vuelve cada vez peor y que gracias a la evolución se produce una imposibilidad de persistencia de tales condiciones? ¿Y una acción espiritual sobre los desheredados, de manera que tengan que despertar, levantarse, revolucionarse con ineludible necesidad natural? ¿Es finalmente verdad que las crisis se vuelven cada vez más vastas y devastadoras? ¿que las fuerzas productivas tienen que sobreponerse al capitalismo y llegar, por encima de él, al llamado socialismo?

¿Es todo eso verdad? ¿Qué es lo que hay en verdad en todo ese complejo de observaciones, de advertencias, de amenazas y de profecías?

Estos son problemas que debemos presentar ahora, que hemos presentado siempre los anarquistas, desde el comienzo, desde que hay un marxismo, pues mucho antes de que hubiera marxismo, hubo verdadero socialismo, hubo ante todo el socialismo del más grende de los socialistas, Pierre Joseph Proudhon, que luego fue sofocado por el marxismo; pero nosotros lo volvemos a sacar a la luz. Estos son nuestros problemas; y son también los problemas que presentan, desde otro punto de vista -veremos desde cuál- los revisionistas.

Tan sólo cuando les hemos dado respuesta, pues en nuestra descripción del marxismo los hemos tocado de paso aquí y allí, cuando hayamos opuesto el cuadro real de nuestras condiciones y la marcha que ha tomado aquí el capitalismo, ante todo desde la aparición del Manifiesto comunista y del Capital, a la simplificación ideológico-temporal y a la caricatura dialéctica del marxismo, podemos ir más allá, podemos decir lo que es nuestro socialismo y nuestro camino hacia el socialismo. Pues el socialismo -digámoslo aquí de inmediato, los marxistas deben oirlo, mientras esté aún en el aire el tufo nebuloso de su propio vaho de filisteísmo progresivo- no depende, según su posibilidad, de alguna forma de la técnica y de la satisfacción de las necesidades. El socialismo es en todos los tiempos posible, cuando lo quiere un número suficiente de hombres. Sólo que, según el estado de la técnica y según la técnica disponible, es decir según la cifra de hombres que quieren iniciarlo y también según los medios que aportan o pueden tomar de la herencia del pasado -nada comienza de la nada- tendrá siempre otro aspecto, otro comienzo, marchará diversamente. Por eso se ha dicho antes: no se dará aquí una descripción de un ideal, no se dará la descripción de una utopía. Primero tenemos que ver más claramente cómo son nuestras condiciones y estados espirituales; tan sólo luego podemos decir a qué socialismo incitamos, a qué clase de seres nos dirigimos. El socialismo, ¡oh marxistas! es posible en todos los tiempos y con toda técnica, y es imposible con toda técnica y en todos los tiempos. Es posible en todos los tiempos, aun con técnica muy primitiva, para los seres justos; y es en todos los tiempos, aun con la técnica mecánica preciosamente desarrollada, imposible para los seres injustos. No sabemos de ninguna evolución que haya de traerlo; no sabemos de ninguna especie de necesidades, de ley natural. Ahora mostraremos que estos tiempos nuestros, que nuestro capitalismo florecido hasta la categoría de marxismo, no tienen en manera alguna el aspecto que se nos ha dicho. El capitalismo no tiene que transmutarse en socialismo, y no tiene forzosamente que sucumbir, ni el socialismo tiene forzosamente que venir; tampoco tiene que venir el socialismo proletario-estatal-capitalista de los marxistas, y eso no hay que deplorado. Pero ningún socialismo tiene forzosamente que venir -esto hay que decirlo desde ahora.

El socialismo puede y debe venir -si lo queremos, si lo creamos-, esto debe ser dicho también.

Índice del libro Incitación al socialismo de Gustav Landauer MillCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha