Índice de Esbozos de una moral sin sanción ni obligación de Jean-Marie GuyauCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Moral de la duda

Hemos visto a la certidumbre del deber, tal como la admitía Kant, resolverse en fe, aún entre los discípulos del mismo Kant, y a la fe misma, convertirse en duda que no quiere ser confesada. Pues bien, queda una tercera posición del espíritu, esta vez absolutamente sincera consigo y con los demás: consiste en reemplazar la moral de la certidumbre y la moral de la fe por la moral de la duda, en fundar, en parte, la moralidad en la conciencia misma de nuestra ignorancia metafísica, unida a todo eso que sabemos por otra parte de ciencia positiva.

Este estado de espíritu ha sido recientemente analizado y propuesto como el mejor (1). El autor de La idea moderna del derecho y de la Crítica de los sistemas de moral contemporáneos, ha tratado de reunir en una síntesis los resultados legítimos de la filosofía evolucionista y de la filosofía crítica. Su punto de partida experimental, que ninguna doctrina puede negar, es el hecho de que tenemos conciencia. Ese hecho, bien interpretado, es, según él, el primer fundamento del derecho y del deber de justicia. ¿Cuál es, en efecto, el objeto de la conciencia en el sentido más extenso de esa palabra, y cuál su límite? La conciencia se piensa a sí misma, piensa a las otras conciencias, piensa al mundo entero, por consiguiente, tiene a la vez un carácter individual y un alcance universal; no se constituye en conciencia más que al colocarse delante suyo otras conciencias parecidas a ella, no se alcanza más que en sociedad con otras. Por esto mismo la conciencia comprende su propia limitación, su propia relatividad como medio de conocimiento, porque no pudo explicarse de una manera completa su propia naturaleza como sujeto pensante, ni la naturaleza del objeto que piensa, ni el pasaje de lo subjetivo a lo objetivo. De ahí el principio de la relatividdd de los conocimientos que tiene un alcance moral hasta aquí desconocido. Un verdadero positivista, como un verdadero criticista y un verdadero escéptico, debe guardar en el fondo de su pensamiento un ¿qué se yo? y un quizás ... No debe afirmar la adecuación del cerebro a la realidad, ni la adecuación de la ciencia a la realidad, sino solamente a la realidad que nosotros podemos conocer. La experiencia misma nos enseña, que nuestro cerebro no está hecho de manera que pueda siempre representar todas las cosas tal como ellas son, independientemente de él ... Por una parte, pues, el objeto sentido o pensado no es concebido como si pudiese ser completamente conocido por la ciencia. Por otra, el sujeto, a su vez, no puede ser, quizás, completamente conocido por sí mismo ... Este principio de la relatividad de todos los conocimientos adquiridos con los medios de nuestra conciencia, es la condición previa, tanto del derecho, como del deber de justicia. En efecto, un principio tal es, ante todo, limitativo y restrictivo del egoísmo teorico, que es el dogmatismo intolerante; además, es restrictivo del egoísmo práctico que es la injusticia. Hacer de su egoísmo y de su yo un absoluto, es dogmatizar, tanto en acción como en pensamiento, es obrar como si se poseyese la fórmula absoluta del ser; es decir: el mundo mecánicamente conocible es todo, la fuerza es todo, el interés es todo. La injusticia es, pues, absolutismo en acción y perjudicial a los demás ... Ahora bien, quedará siempre algo mecánicamente inexplicable, aunque no sea más que el movimiento mismo y la sensación, elemento de la conciencia. Unida a todas las otras consideraciones, la idea de ese algo irreductible que constituye nuestra conciencia. al restringir nuestro conocimiento sensible, nos impone también racionalmente la restricción de nuestros móviles sensibles, y esto respecto a lo demás, respecto a todo. El solipsismo, como dicen los ingleses, es tan inadmisibJe en moral como en metafísica, por más que sea, quizás, lógicamente irrefutable en ambas esferas.

Se reconocerá que esta doctrina encierra una gran parte de verdad. Es preciso solamente darse cuenta del punto exacto a que esta moral nos lleva, y en que también nos deja. Es un esfuerzo para fundar un primer equivalente de la obligación en la duda misma, o, por lo menos, en la relatividad de los conocimientos humanos, y para hacer surgir de cierto escepticismo metafísico la afirmación de la justicia moral. En primer lugar, se puede acordar que la forma práctica de la duda es, efectivamente, la abstención ; pero no es solamente de la injusticia que debería abstenerse la duda completa, sino de la acción en general. Toda acción es una afirmación, es también una especie de preferencia, de elección; al obrar, siempre tomo algo en medio de la niebla metafísica, de la gran nube que envuelve al mundo y a mí mismo. El perfecto equilibrio de la duda es, pues, un estado más ideal que real, un momento de transición casi inaprehensible. Si la verdadera moralidad no existe más que allí donde hay acción, y si abstenerse es también obrar, es, por lo mismo, romper el equilibrio. De esta forma, en la mayoría de los casos concretos, la duda metafísica, no es una duda completa y verdadera, una equivalencia perfecta creada en el espíritu por diferentes posibilidades que se contrabalancean: encierra muy a menudo una vaga creencia que se ignora a sí misma, o, por lo menos, como lo reconoce Fouillée, una o varias hipótesis; por ello ocurre que puede tener una influencia práctica. El hombre colocado en el mundo entre las diversas hipótesis, tiene siempre una preferencia instintiva para alguna de ellas, no permanece detenido en la (2) ... pirroniana; elige de acuerdo a sus tendencias espirituales, que varían de un individuo a otro, de acuerdo a sus creencias y sus esperanzas y no a sus dudas.

Pero, se dirá, en toda duda sincera hay un elemento preciso y estable: es la conciencia de nuestra ignorancia respecto al fondo de las cosas, es la concepción de una realidad simplemente posible que superaría a nuestro pensamiento, concepción absolutamente limitativa y negativa, que tiene una importancia no menos soberana para contener nuestro orgullo intelectual. Sí, pero la cuestión consiste en saber si esta concepción tiene la misma importancia para dirigir nuestra conducta. Señalemos, ante todo, que no sería capaz de producir un imperativo, y esto es lo que ha demostrado el autor mismo de la teoría que examinamos. Lo que es en sí indeterminable, no puede determinar y regir la conducta mediante una ley que ordene: una orden y una regla son una determinación. Lo inconocible no puede tampoco limitar la conducta de una manera categórica; un principio limitativo, no puede tener un carácter obsoluto como tal a menos que se presuponga que hay un absoluto tras el límite.

Pero vayamos más lejos. ¿Podría la duda sobre lo inconocible, solamente respecto a esto y como simple suspensión del juicio, limitar de alguna forma la conducta? Un límite parece no poder ejercer acción práctica sobre nosotros, en tanto que nos movemos en su interior; ahora bien, nosotros no podemos movernos fuera de los fenómenos. El cristal de una pecera no ejerce efectos directos sobre la conducta del pez, mientras éste no choca contra sus paredes. El porvenir mismo no ejerce sus influjos sobre mí más que de dos maneras: I) en tanto que, en mi pensamiento, me lo represento mediante puras suposiciones; 2) en tanto que, mediante mis actos, lo produzco, contribuyo a producirIo, o yo creo producirlo. Mientras el porvenir no se halla representado de una u otra manera en mi imaginación, permanece ajeno a mí y no puede modificar en nada mi conducta. Creemos -y Fouillée lo admite también sin duda- que para que lo inconocible ejerza un efecto positivo y determinado sobre la conducta, es preciso, del mismo modo, que no sólo sea concebido como posible, sino que sea representado, en una forma o en otra, en su relación con mi acto, y bajo formas que no se contradigan ni se destruyan recíprocamente. Además, es preciso que imagine poder ejercer una acción cualquiera sobre él o sobre su realización, en una palabra, es preciso que llegue a ser, como dice Fouillée, un ideal más o menos determinable para mí, y más o menos realizable por mí, un porvenir. La idea de una regla moral, aún la restrictiva, presupone, pues, como principio positivo, no la simple concepción de la posibilidad de lo inconocible, sino una reprcsentación de su naturaleza, una determinación imaginaria de esta naturaleza, y finalmente la creencia en una acción posible de la voluntad sobre él, o sobre su futura realización (3). Y, una vez que sea perfectamente establecido, y hay respecto a eso tantas hipótesis, la moralidad, comprendiendo en ella la misma justicia y el derecho, aparecerá como hipotética metafísicamente, haciendo abstracción de las consideraciones extraídas de la ciencia positiva, de la evoluqió!n, de la felicidad, de la utilidad, etc.

La teoría de la duda como limitadora del egoísmo, corresponde a un punto en cierto modo sutil, que el pensamiento y la acción atraviesan sin detenerse. Importaba seguramente determinar ese punto, hacer en la moral un lugar a nuestra ignorancia cierta, a nuestra duda cierta, y, por decirlo así, a la certidumbre de nuestra incertidumbre; es lo que ha hecho Fouillée.

Teniendo en cuenta que haya desarrollado la parte positiva de su doctrina, se le puede conceder que ha reducido lógicamente la idea del imperativo a su verdadero valor. Hemos dicho que Kant veía en él una certidumbre, sus discípulos ven un objeto de fe; helo ahora aquí. reducido a una fórmula de nuestra duda, a una limitación de nuestra conducta por una limitación de nuestro pensamiento. Después de haber sido una orden imperativa, lo inconocible no es más que una interrogación. Esta interrogación se plantea para uno de nosotros, pero la respuesta que cada uno de nosotros puede darle es variable de acuerdo a los individuos y se deja a su iniciativa.

Se recuerda la plancha de salvamento de que habla Cicerón, sobre la que pasa un hombre en vías de salvarse. La duda metafísica, por sí sola, sería muy poca cosa para impedirme tomar, si puedo, el puesto de ese hombre. Lo inconocible, en medio del que vivimos y respiramos, y que nos envuelve, por así decirlo, intelectualmente, se parece bastante al espacio vacío que nos contiene físicamente; ahora bien, el espacio vacío es para nosotros la libertad absoluta de dirección. Sólo puede obrar sobre nosotros y regular nuestros movimientos, mediante los cuerpos que contiene y que los sentidos nos revelan. Para quien cree el fondo de las cosas inaccesible a nuestro pensamiento, será siempre dudoso que sea accesible para la acción. Lo inconocible supremo puede, pues, seguir siendo para con nuestra voluntad el supremo indiferente, tanto tiempo como siga siendo para nuestra inteligencia un simple objeto de duda y de suspensión del juicio.

La teoría esbozada en la Crítica de los sistemas de moral contemporáneos, solo resultará suficientemente clara y fecunda cuando su autor haya logrado obtener, como es su intención, una regla restrictiva y sobre todo un ideal persuasivo no de dudas acerca de la inconocible. simple condición previa de la moralidad, sino de nuestro conocimiento mismo y del fondo conocido de la conciencia humana. Será preciso poder, de acuerdo a sus propios términos, convertir al ideal moral en inmanente y demostrar que deriva de la experiencia misma. Por otra parte, es lo que ya ha intentado hacer en una de las páginas importantes de su obra (4) .Según él, existe en la constitución misma de la inteligencia, una espécie de altruísmo que explica y justifica el altruísmo en la conducta. Hay, dice, un altruísmo intelectual, un desinterés intelectual, que hace que podamos pensar a los otros, ponernos en su lugar, ponernos en ellos mediante el pensamiento. La conciencia. al proyectarse así en los otros seres y en el todo, se relaciona con los otros y con el todo por una idea que es, al mismo tiempo, una fuerza. Creemos, en efecto, que existe una especie de altruísmo intelectual ; solamente que, según nosotros, ese desinterés de la inteligencia, no es más que uno de los aspectos del altruísmo moral, en lugar de ser el principio. Para percibir perfectamente las otras conciencias, para colocarse en su lugar y, por así decirlo, entrar en ellas, es preciso, ante todo, simpatizar con ellas: la simpatía de las sensibilidades es el germen de extensión de las conciencias. Comprender, es, en el fondo, sentir; comprender al prójimo es sentirse en armonía con él. Esta comunicabilidad de las emociones y los pensamientos, que en su aspecto fisiológico es un fenómeno de contagio nervioso, se explica en gran parte, como lo veremos, por la fecundidad de la vida, cuya expansión está aproximadamente en razón directa con la intensidad misma. Es a la vida a quien nosotros pediremos el principio de la moralidad.




Notas

(1) Véase la Crítica de los sistemas de moral, por H. Fouillée, conclusión y prefacio.

(2) Palabra griega que se nos imposibilita colocar en este texto puesto que para ello requeriríamos configurar especialmente el teclado y, la verdad sea dicha, no contamos con el tiempo para hacerlo. Chantal López y Omar Cortés.

(3) En último término, el mismo autor de la Crítica de los sistemas de moral contemporáneos, hace del ideal una fórmula hipotética de lo inconocible; ideal que no puede ejercer sobre nosotros más que una acción en si misma condicional.

(4) Prefacio, IX.


Índice de Esbozos de una moral sin sanción ni obligación de Jean-Marie GuyauCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha