Índice de Esbozos de una moral sin sanción ni obligación de Jean-Marie GuyauCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I

Moral de la fe

Después del dogmatisnio moral de Kant, para quien la forma de la leyes apodícticamente cierta y práctica por sí misma, hallamos un kantismo alterado que hace del deber mIsmo un objeto de la fe moral, no ya de certidumbre. Kant recién hacía comenzar la fe con los postulados que siguen a la afirmación cierta del deber; hoy se la ha hecho remontar hasta el deber mismo.

Si, en nuestros días, la fe religiosa propiamente dicha tiende a desaparecer, está reemplazada en gran cantidad de espíritus por una fe moral. Lo absoluto se ha desplazado, ha pasado del dominio de la religión al de la ética; pero no ha perdido allí todavía nada del poder que ejerce sobre el espíritu humano. Sigue siendo capaz de sublevar a las masas, un ejemplo de ello se ha visto en la revolución francesa; puede provocar el más generoso entusiasmo; puede producir también cierta especie de fanatismo, mucho menos peligroso que el fanatismo religioso, pero que, sin embargo, tiene sus inconvenientes. En el fondo, no hay diferencia esencial entre la fe moral y la religiosa; se contienen mutuamente; pero, no obstante el prejuicio contrario, demasiado generalizado aún en nuestros días, la fe moral tiene un carácter más primitivo y universal que la otra. Si la idea de dios ha tenido siempre un valor metafísico y una utilidad práctica, ha sido porque aparecía como uniendo la fuerza y la justicia; en el fondo, la afirmación reflexiva de la divinidad contenía esta otra: la fuerza suprema es la fuerza moral. Si no adoramos ya a los dioses de nuestros antepasados, los Júpiter, los Jehová, los Jesús mismo, es, entre otras razones, porque nos encontramos moralmente, en muchos aspectos, superiores a ellos; juzgamos a nuestros dioses, y, al negarlos, no hacemos, a menudo, más que condenarlos moralmente. La irreligión que parece dominar en nuestros días es, pues, en muchos aspectos; el triunfo, al menos provisorio, de una religión más digna de ese nombre, de una fe más pura. Al convertirse en exclusivamente moral, la fe no se altera; por el contrario, se despoja de todo elemento extraño. Las antiguas religiones, no hacían sólo un llamado a la creencia interior, invocaban el temor, la engañosa evidencia del milagro y la revelación; pretendían apoyarse sobre algo positivo, sensible, grosero. Todos esos medios de ganar, de estafar la confianza, como diría Montaigne, han llegado a ser ahora inútiles. Todo se simplifica. Esta fórmula que ha tenído tanta influencia en el mundo: es un deber creer en un dios, viene a convertirse en esta otra que presuponía: es un deber creer en el deber. Así ha sido hallada la expresión simple y definitiva de la ley, y, al mismo tiempo, se ha fundado una nueva religión. Al perder sus ídolos los templos, la fe se refugia en el santuario de la conciencia. El Gran Pan, Dios-naturaleza, ha muerto; Jesús, Dios-humanidad ha muerto; queda el dios interior e ideal, el Deber, que, quizás, está también destinado a morir un día.

Si tratamos de analizar esta fe en el deber, tal como se manifiesta en los discípulos de Kant y aún en los Jouffroy, notamos muchas observaciones diferentes, aunque ligadas entre sí, que por otra parte se encuentran en toda clase de fe y constituyen los caracteres distintivos de la religión con respecto a la ciencia: 1) Afirmación plena y completa de una cosa que no puede ser objeto de una prueba positiva (el deber, con la libertad moral como principio y con todas sus consecuencias); 2) Otra afirmación que corrobora a la primera, a saber: que es moralmente mejor creer en esta cosa que creer en otra o en nada; 3) Nueva afirmación por la que se coloca la creencia por sobre la discusión, porque sería inmoral dudar un instante entre lo mejor y lo menos bueno. Al mismo tiempo, se declara inmutable la creencia porque está por encima de toda discusión. La fe moral así definida reposa en este postulado: hay principios que es preciso afirmar no porque estén lógicamente demostrados o sean materialmente evidentes, sino porque son moralmente buenos; en otros términos, el bien es un criterio de verdad objetiva. Tal es, en el fondo, el postulado que contiene la moral de los neo-kantianos como Renouvier y Secretan.

Para justificar ese postulado, se hace notar que lo característico del bien es aparecer como inviolable, no solamente para ta acción, sino para el pensamiento mismo: ¿No es una injusticia, no sólo ejecutar el mal, sino hasta pensarlo? Ahora bien, se piensa en el mal a partir del momento en que se duda del bien. Es preciso, pues, creer en el bien más que en ninguna otra cosa, no porque sea más evidente que el resto, sino porque no creer en él sería cometer una mala acción. Entre una proposición simplemente lógica y su contraria se plantea siempre una alternativa: el espíritu permanece libre entre las dos, y elige; aquí la alternativa está suprimida; la elección sería una falta. Lo verdadero no puede ser buscado indiferentemente en ambos lados. Todo problema desaparece, porque un problema implicaría múltiples soluciones que exigen comprobación; ahora bien, el deber no se verifica; hay preguntas que uno no debe dirigirse a sí mismo; hay cuestiones que no es preciso plantear. ¿En qué se convertirían, por ejemplo, las doctrinas de los moralistas utilitarios, de los evolucionistas, de los partidarios de Darwin, frente a la fe en el deber absoluto? Son rechazadas con toda la energía posible, a veces, sin ser siquiera seriamente examinadas. La conciencia moral se pone siempre de una parte; representa en el alma humana el partido ciegamente conservador. Un creyente verdaderamente convencido no querrá jamás plantearse a sí mismo esta cuestión. ¿Es el deber sólo una generalización empírica? Le parecerá que eso sería poner en duda su conciencia de hombre honrado; dirá de antemano que la ciencia es impotente para tratar ese problema. El espíritu científico, que está siempre dispuesto a examinar el pro y el contra, que ve por todos lados un doble camino, una doble salida para el pensamiento, debe, pues, hacer lugar para el creyente a un espíritu completamente distinto: para él, el deber es en sí sagrado y ordena con tal fuerza que el mismo pensador no puede hacer otra cosa que obedecer. La fe en el deber se coloca, pues, una vez más, sobre la región en que se mueven la ciencia y la naturaleza misma; aquel que cree en el deber es siempre tal como lo cantaba Horacio: Impavidum ferient ruinae. La fe moral se hallaría así salvaguardada por su esencia misma, que consiste en obligar al individuo a inclinarse ante ella.

La fe moral, cuando se la ataca, trata, sin embargo, de apoyarse en diversos motivos: los motivos más superficiales, invocan una especie de evidencia interior, otros un deber moral, otros una necesidad social. 1) Existe, desde luego la evidencia interior, el oráculo de la conciencia, que no admite réplica ni duda; sentimos al deber hablar en nosotros como si fuese una voz; creemos en el deber como en algo que vive y palpita en nosotros, como una parte de nosotros, mucho más: como en lo mejor de nosotros. Hace pocos años todavía, los escoceses y los eclécticos habían tratado de fundar una filosofía en el sentido común, es decir, en el fondo, en el prejuicio. Esta filosofía de apariencia, ha sido enérgicamente combatida por los neo-kantianos; sin embargo, todo su sistema reposa también en un simple hecho de sentido común, en la simple creencia de que el impulso llamado deber es otro orden distinto al de los impulsos naturales. Esas frases que aparecen con tanta frecuencia en Cousin y sus discípulos y que hoy día nos hacen sonreír un poco: la conciencia proclama, la evidencia demuestra, el buen sentido quiere prueban mucho menos por sí mismas y en su generalidad que estas otras: el deber manda, la ley moral exige, etc. Esta evidencia interior del deber no prueba nada. La evidencia es un estado subjetivo, del que, a menudo, se puede dar cuenta mediante razones subjetivas también. La verdad, no es solamente lo que se siente o lo que se ve, es lo que se explica, lo que se relaciona. La verdad es una síntesis: es eso lo que la distingue de la sensación, del hecho tosco; es un manojo de hechos. No extrae su evidencia y su prueba de un simple estado de conciencia, sino del conjunto de los fenómenos que se juntan y se sostienen recíprocamente. Una piedra no puede formar una bóveda, ni dos; son necesarias muchas; es preciso que se apoyen unas sobre las otras; y cuando arranquéis algunas piedras de la bóveda construída, todo se hundirá: la verdad es así; consiste en una solidaridad de todas las cosas. No basta que una cosa sea evidente, es preciso que pueda ser explicada para adquirir un carácter verdaderamente cientifico.

2) En cuanto al deber de creer en el deber es una pura .tautología o un círculo vicioso. Se podría decir también: es religioso creer en la religión, moral creer en la moral, etc.; sea, pero ¿qué se entiende por deber, por moral, por religión? ¿Es verdadero todo esto, es decir, corresponde a una realidad ? He aquí la cuestión, y es preciso examinarla bajo pena de girar eternamente en el mismo círculo. ¿En qué se convertiría el pretendido deber cuando yo creo que es mi libertad soberana y autónoma la que me ordena tal o cual acción, fuese el instinto hereditario, el hábito, la educación? ¿No soy, según la observación de Darwin, más que un perro corredor que ahuyenta la caza en lugar de detenerla? ¿No tiene mi deber más importancia, pese a que yo le acuerdo tanta, que la del deber del perro, guardando la proporción, de dar o retirar la pata? ¿Podéis permanecer indiferente a los análisis que la ciencia hace del objeto al cual se refiere vuestra fe?

Quizás es penoso para la ciencia fundar por su cuenta una ética en el sentido estricto de la palabra, pero puede destruir toda fe moral que se crea cierta y absoluta. Insuficiente a veces para edificar, posee una fuerza disolvente incalculable. Los partidarios de la fe moral ni siquiera hubieran probado todavía su tesis, si llegasen a demostrar que su ética es la más completa, la que mejor responde a todos los interrogantes del agente moral, la que menos tiene que temer a las excepciones, a las sutilezas de la casuística, la que puede llevar al agente moral. con la cabeza baja a los sacrificios más absolutos. Cuando los partidarios de la fe moral hubiesen demostrado todo eso, no tendrían aún nada hecho, no más que los partidarios de tal o cual religión, si pudiesen demostrar que la suya es la mejor; los apologistas que defienden un sistema particular de moral o religión no han probado jamás nada, porque existe siempre una cuestión que olvidan, y es la de saber si hay una religión cualquiera que sea verdadera, alguna moral que sea cierta.

Toda fe históricamente -cualquiera que sea el objeto al que se aplica- ha parecido siempre obligatoria al que la poseía. Es porque la fe marca cierta dirección habitual del espíritu, y se experimenta una resistencia cuando se quiere cambiar bruscamente esta dirección. La fe es un hábito adquirido y una especie de instinto intelectual que pesa sobre nosotros, nos sujeta y, en cierto sentido, produce un sentimiento de obligación.

Pero la fe no puede ejercer ninguna acción obligatoria sobre el que no la posee todavía: no se puede ser obligado a afirmar lo que, a la vez, no se sabe y no se cree. El deber de creer no existe, pues, más que para aquellos que ya creen: en otros términos, la fe, cuando se ha originado, produce como todo hábito potente y arraigado, el sentimiento de obligación que parece ser ajeno a ella; pero la obligación no precede a la fe, no la ordena, por lo menos cuando se habla racionalmente. Nunca se puede mandar a la razón más que en nombre de una ciencia o una creencia ya formada; creer fuera de lo que se sabe, no puede tener, por consiguiente, nada de obligatorio.

Por otra parte, una simple duda bastaría para desligar de una obligación que solo proviniese de la fe. Y esa duda, al tomar conciencia de sí misma, crearía un deber, el de la conciencia con ella, el de no truncar ciegamente un problema incierto, de no cerrar una cuestión abierta, de tal manera que al deber de creer en el deber que supone el que tiene la fe, se le puede oponer el deber de dudar del deber, que se impone al que niega. Si se puede decir que le fe obliga, digamos también que la duda obliga.

3) Se ha tratado aun de motivar la fe mediante la necesidad social, motivo bien exterior; yo creo en el deber, porque sin el deber la sociedad no podría subsistir. Es el mismo argumento de que se valen los que van a misa porque una religión es necesaria para el pueblo y hay que predicar con el ejemplo.

Hay en el fondo de la fe así entendida un cierto escepticismo. Tal marido, al tener sospechas, estima mejor no profundizarlas, prefiere la tranquilidad de la costumbre a la posible angustia de la verdad. De esta forma obramos a veces con la naturaleza: preferimos dejar engañarnos por ella y seguirla; le exigimos la paz moral antes que la verdad. Pero la verdad se abre siempre un camino en nosotros; se le puede aplicar lo que Cristo decía de sí mismo: He venido a traer la guerra a las almas.

Ese semiescepticismo de la fe, requiere y justifica las objeciones de un escepticismo más completo y más lógico. Necesidad, en general, no es verdad, dirán los escépticos; una necesidad interior puede ser una ilusión necesaria, con mayor razón una necesidad social. La moral práctica puede estar fundada en un sistema de errores útiles, que la moral teórica explica y corrige. Así, la óptica explica matemáticamente las ilusiones que explotan cada día la pintura, la arquitectura y todas las artes. El arte se halla en parte fundado en el error, lo emplea como un elemento indispensable: arte y artificio son la misma cosa. El arte constituye un término medio entre lo subjetivo y lo real; trabaja con métodos científicos para producir la ilusión, se sirve de la verdad para engañar y agradar al mismo tiempo; el espíritu despliega todas sus habilidades para seducir a los ojos. ¿Quién nos dice que la moralidad no es, de la misma forma, un arte bello y útil a la vez? Quizás nos encanta engañándonos también. El deber puede ser sólo un juego de colores interiores. Hay en los cuadros de Claude Lorraín perspectivas lejanas, puntos de vista que se pierden entre los árboles, que dan la idea de un infinito real -un infinito de algunos centímetros cuadrados.. Hay en nosotros mismos, perspectivas análogas que pueden ser sólo aparentes. En cuanto a la vida social, reposa en gran parte en el artificio; y por artificio no entendemos nada opuesto a la naturaleza. De ningún modo: nada nos engaña mejor que la naturaleza. En ella está el gran arte, es decir, el gran engaño, la conspiración inocente de todos contra uno. Las relaciones recíprocas de los seres son una serie de ilusiones: los ojos nos engañan, los oídos nos engañan, ¿por qué ha de ser el corazón el único que no lo haga? La moral que trata de formar las relaciones más numerosas y más complejas que existen entre los seres de la naturaleza, está, quizás, furidada también sobre el número mayor de errores. Muchas creencias que la historia nos cita, y que han inspirado sacrificios, son comparables a esos mausoleos magníficos elevados en honor a un hombre: cuando se abren esas tumbras, no se encuentra nada; están vacías; pero su belleza sola basta para justificarlas, y, al pasar uno se inclina ante ellas. No se pregunta si el muerto desconocido merecía esos honores; se piensa que era amado, y este amor es el verdadero objeto de nuestro respeto. De esta forma, hay héroes a quienes la fe hace a menudo realizar grandes acciones por pequeñas causas. Son pródigos sublimes; esas prodigalidades han sido, sin duda, uno de los elementos indispensables del progreso.

La necesidad social de la moral y de la fe, agregarán los escépticos, puede ser sólo provisoria. Hubo un tiempo en que la religión era absolutamente necesaria: ya no lo es más, al menos, para un gran número de hombres. Dios se ha convertido, y se convertirá cada vez más, en inútil. ¿Quién sabe si no ocurrirá lo mismo con el imperativo categórico? Las primeras religiones fueron imperativas, despóticas, duras, inflexibles; eran disciplinas de hierro: Dios era un jefe violento y cruel, que mataba a sus súbditos a sangre y fuego: se doblaba la rodilla, se temblaba ante él. Ahora las religiones se dulcifican. En nuestros días; ¿quién cree en el infierno? Es un espantajo gastado. Parejamente se dulcifican las diversas morales. El mismo desinterés quizás no tenga siempre el mismo carácter de necesidad social que parece tener hoy día. Hace mucho tiempo que se ha notado la existencia de ilusiones provisoriamente útiles, supersticiones liberadoras. Si Decio no hubiera sido tan supersticioso como sus soldados, Si Codro hubiera sido librepensador, Atenas y Roma, hubiesen sido probablemente vencidas. Las religiones, que para el filósofo no son más que un conjunto de supersticiones organizadas y sistematizadas, están hechas también para un tiempo, para una época: sus dioses no son más que las diversas formas de una divinidad griega, la utilidad de un momento. La humanidad necesita adorar alguna cosa, y después quemar lo que ha adorado. Los espíritus más elevados, ahora, entre nosotros, adoran el deber. ¿No desaparecerá como los otros, este último culto, esta última superstición? El ídolo de bronce al cual sacrificaban sus hijos los cartagineses, es para nosotros un objeto de horror; quizás tenemos guardado en nuestro corazón algún ídolo de bronce a cuya dominación escaparán nuestros descendientes. En nuestro siglo se sospechó ya fuertemente del derecho, los socialistas han sostenido que no existía derecho contra la piedad, y en nuestros días es muy poco posible mantener el derecho, si no es a condición de darle una nueva extensión y confundirlo casi con el principio de fraternidad. Quizás, por una evolución contraria, el derecho deba transformarse y confundirse cada vez más con el desarrollo normal y regular del yo. ¿No hacemos todavía el deber a imagen de nuestra imperfecta sociedad? Nos lo imaginamos bañado en sangre y lágrimas. Esta noción aun bárbara, necesaria para nuestra época, está quizás destinada a desaparecer. El deber responderá entonces a una época de transición.

Tales son las dudas que un escéptico absoluto puede oponer a ese semiescepticismo oculto bajo la fe que invoca las necesidades sociales. La cuestión queda pendiente y la fe no puede surgir más que por una especie de apuesta. En efecto, la doctrina de la fe moral -del deber libremente aceptado por la voluntad, de la incertidumbre despejada mediante un golpe de energía interior- recuerda, como se ha dicho, la apuesta de Pascal. Unicamente que esa apuesta no puede tener ya móviles como los de Pascal. En nuestra época estamos seguros de que, si Dios existe, no es en absoluto el ser negativo y cruel que se imaginaba Port-Royal; su existencia sería necesariamente para mi una ventaja, y la deseo de todo corazón, aun apostando en contra; aunque a mis ojos es improbable, sigue siendo infinitamente deseable: lo que no es una razón para sacrificarle toda mi vida.

Durante largo tiempo se ha acusado a la duda de inmoralidad de la fe dogmática. Creer, es afirmar como real para mí, lo que concibo simplemente como posible en sí, a veces, hasta como imposible; es, pues, querer fundar una verdad artificial, una verdad de apariencia, es, al mismo tiempo, cerrarse a la verdad objetiva que se rechaza de antemano, sin conocerla. El más grande enemigo del progreso humano es la cuestión previa. Rechazar, no las soluciones más o menos dudosas que cada uno puede proponer, sino los problemas mismos, es detener absolutamente el movimiento de avance; la fe, desde ese punto de vista, se convierte en pereza espiritual. La indiferencia misma es, a menudo, superior a la fe dogmática. El indiferente dice: no me empeño en saber, pero agrega: no quiero creer, el creyente quiere creer sin saber. El primero sigue siendo, al menos, perfectamente sincero consigo mismo, mientras que el otro trata de dejarse engañar. Con respecto a cualquier cuestión que sea, la duda es, pues, siempre mejor que la afirmación categórica, que el renunciamiento a toda iniciativa personal que se llama fe. Esta especie de suicidio intelectual es inexcusable, y lo que es todavía más extraño es pretender justificarlo, como se hace habitualmente, invocando razones morales. La moral debe ordenar al espíritu investigar sin reposo, es decir, precisamente, precaverse de la fe. Dignidad de creer, repetid vosotros. En todo el curso de la historia, el hombre ha puesto demasiado a menudo su dignidad en los errores, y la verdad le ha parecido ante todo una disminución de sí mismo. La :verdad no vale siempre, lo que el sueño, pero tiene la ventaja de ser verdadera; en el dominio del pensamiento no hay nada más moral que la verdad, y cuando no se la posee a ciencia cierta, lo más moral es la duda. La duda es la dignidad del pensamiento. Es preciso, pues, expulsar, de nosotros el respeto ciego para ciertos principios, para ciertas creencias, es preciso poder discutirlo todo, escrutar, penetrar todo: la inteligencia no debe cerrar los ojos, ni aún ante lo que adora. Sobre una tumba de Ginebra se lee esta inscripción: La verdad tiene la faz imperturbable y los que la hayan amado la tendrán como ella.

Pero es irracional, se dirá, afirmar en el pensamiento como verdadero lo que es dudoso, sin embargo, en la acción es muy necesario afirmarlo. Sea, pero es siempre una situación provisoria y una afirmación condicional: yo hago esto, suponiendo que eso sea mi deber, y hasta que tengo un deber absoluto. Mil acciones de ese género no pueden establecer una verdad. La multitud de mártires ha hecho triunfar el cristianismo, un pequeño razonamiento puede bastar para derribarlo. ¡Cómo ganaría la humanidad si todos los sacrificios fueran hechos por la ciencia y no por la fe, si se muriese, no por defender una creencia, sino por descubrir una verdad, por mínima que ella fuese! Así hicieron Empédocles y Pilinio, y en nuestros días, tantos sabios, médicos, exploradores: ¡cuántas existencias perdidas antaño para afirmar objetos de una falsa fe, hubieran podido ser utilizadas por la humanidad y la ciencia!


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