Índice de Esbozos de una moral sin sanción ni obligación de Jean-Marie GuyauCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo primero

La intensidad de la vida es el móvil de la acción

No rechazamos en absoluto la parte de la especulación matemática en la moral, con tal que se presente para lo que está destinada, como una especulación, y nosotros mismos demostraremos más tarde su importancia. Pero un método riguroso nos exige investigar, ante todo, lo que podría ser una moral exclusivamente fundada en hechos y que, en consecuencia, no parta de una tesis a priori, ni de una ley a priori, que sería en sí misma una tesis metafísica. ¿Cuál es el punto de partida y el alcance, cuál es el dominio exacto de la ciencia en la moral? He aquí lo que debemos examinar.

Una moral que sólo invoque los hechos no puede presentar en primer término al individuo como móvil de acción o la felicidad de la sociedad, porque la felicidad de la sociedad está, a menudo, en oposición con la del individuo. En esos casos de oposición, la felicidad social, como tal, sólo podría llegar a ser para el individuo un fin premeditado, en virtud de un puro desinterés: pero ese puro desinterés no se puede comprobar como hecho, y su existencia ha sido en todo tiempo discutida. De esta forma, la moral positiva, para no contener desde el principio un postulado inverificable, debe ser, ante todo, individualista; sólo se debe preocupar por los destinos de la sociedad, en tanto que éstos comprendan más o menos a los del individuo. El primer error de los utilitarios, como Stuart MilI, y aun de los evolucionistas, ha sido confundir el aspecto social y el aspecto individualista del problema moral.

Importa agregar que una moral individualista, fundada en hechos, no es la negación de una moral metafísica o religiosa, fundada, por ejemplo, en algún ideal impersonal; de ninguna forma lo excluye, simplemente está construída en otra esfera. Es una casita construída al pie de la torre de Babel; no impide de ningún modo a ésta que llegue al cielo, si puede; mucho más: ¿quién sabe si la casita no tendrá finalmente necesidad de resguardarse a la sombra de la torre? No trataremos, pues, de negar ni de excluir ninguno de los fines propuestos como deseables por los metafísicos; pero dejaremos ahora de lado la noción de lo deseable y nos limitaremos a averiguar lo que es deseado de hecho (1).

Antes de introducir en la moral la especulación metafísica, es esencial, en efecto, determinar, ante todo, hasta donde puede llegar la moral exclusivamente científica. Esto es lo que nos proponemos hacer.

Los fines perseguidos de hecho por los hombres y por todos los seres vivientes son extremadamente múltiples; sin embargo, así como la vida ofrece por todas partes caracteres comunes de un mismo tipo de organización, es probable que los fines buscados por los diversos individuos se reduzcan, más o menos, a la unidad. Este fin único y profundo de la acción no podría ser el bien, concepto vago que, cuando se lo quiere determinar, se resuelve en hipótesis metafísicas, ni el deber que tampoco resulta para la ciencia un principio primitivo e irreductible, ni quizá la felicidad, en la plena acepción de la palabra, que Volney ha podido llamar un objeto de lujo, y cuya concepción, por otra parte, presupone un desarrollo muy avanzado del ser inteligente.

¿Cuál será, pues, el objeto natural de las acciones humanas? Cuando un tirador se ha ejercitado largo tiempo sobre un blanco y se examinan los innumerables agujeros con que ha traspasado el pedazo de cartón, se los ve repartirse bastante uniformemente alrededor del centro del blanco. Ninguna de las balas, quizá, habrá alcanzado el centro geométrico del círculo del blanco, y algunas estarán muy alejadas de él; sin embargo, estarán agrupadas en torno a ese centro siguiendo una ley muy regular que Quetelet ha determinado: la ley del binomio. Aun sin conocer esta ley, uno no se engañará ante el simple aspecto de los agujeros de bala; pondrá el dedo en el centro del lugar donde esos agujeros son más frecuentes y dirá: He aquí el punto del blanco que ha sido apuntado. Esta búsqueda a posteriori, del objeto enfocado por el tirador, puede ser comparada a la que emprende el moralista cuando se esfuerza por determinar el objeto ordinario de la conducta humana. ¿Cuál es el blanco constantemente enfocado por la humanidad y que debe haberlo sido también para todos los seres vivientes -porque el hombre ya no es hoy día para la ciencia un ser aparte del mundo, y las leyes de la vida son las mismas de arriba a abajo en la escala animal-; cuál es el centro del esfuerzo universal de los seres, hacia el cual han sido dirigidos los golpes del gran azar de las cosas, sin que ninguno de esos golpes, quizá, haya sido jamás enteramente certero, sin que el objeto haya sido jamás plenamente tocado?

Según los hedonistas, la dirección natural de todo acto es el mínimo de dolor y el máximo de placer; en su evolución, la vida consciente sigue siempre la línea del menor sufrimiento. Esta dirección del deseo no puede ser negada casi por nadie, y por nuestra parte la admitimos; pero se puede encontrar la definición precedente demasiado estrecha todavía, porque no se aplica más que a los actos conscientes y más o menos voluntarios, no a los actos inconscientes y automáticos, que se cumplen simplemente siguiendo la linea de la menor resistencia. Ahora bien, creer que la mayoría de los movimientos parten de la conciencia y que un análisis científico de los resortes de la conducta debe tener en cuenta solamente móviles conscientes, equivaldría, sin duda, a ser víctima de una ilusión. Para Maudsley y Huxley, la conciencia no es en la vida más que un epifenómeno, y si se hiciera abstracción del mismo todo sucedería de la misma forma. Sin querer resolver, ni aún provocar esta cuestión, muy discutida tanto en Inglaterra como en Francia, debemos reconocer que la conciencia abarca una porción bastante restringida de la vida y de la acción. Hasta los actos consumados con plena conciencia de sí tienen, en general, su principio y primer origen en instintos sordos y movimientos reflejos. La conciencia no es, pues, más que un punto luminoso en la gran esfera obscura de la vida; es un pequeño lente que refleja algunos rayos de sol y que se imagina demasiado que su foco es el foco mismo de donde parten los rayos. El resorte natural de la acción, antes de aparecer en la conciencia debía ya obrar bajo ella, en la región obscura de los instintos; el fin constante de la acción debe haber sido pues, al principio, un instinto. La esfera de la finalidad coincide, por lo menos en su centro, con la esfera de la causalidad (también si, con los metafísicos, se considera la finalidad como primitiva). Este problema: ¿cuál es el fin, el blanco constante de la acción? se convierte, por consiguiente, desde otro punto de vista, en éste: ¿cuál es la causa constante de la acción? En el círculo de la vida, el punto que se tiene en vista se confunde con el punto mismo de donde parte el disparo.

Creemos que una moral verdaderamente científica, para ser completa, debe admitir que la búsqueda del placer es la consecuencia misma del esfuerzo instintivo para mantener y acrecentar la vida: el objeto que de hecho determina toda acción consciente es también la causa que produce toda acción inconsciente: es, pues, la vida misma, la vida a la vez más intensa y más variada en su forma. Desde el primer estremecimiento del embrión en el seno maternal, hasta la última convulsión del anciano, todo movimiento del ser ha tenido por causa a la vida en su evolución; esta causa universal de nuestros actos, desde otro punto de vista, es el efecto constante y el fin.

El análisis que precede concuerda por su resultado con los análisis de la escuela evolucionista, que no reproduciremos aquí (2). El motivo subyacente de todas nuestras acciones, la vida, es admitido también por los místicos, porque éstos suponen generalmente una prolongación de la existencia más allá de este mundo; y la existencia intemporal misma no es más que vida concentrada en un punctum stans. La tendencia a perseverar en la vida es la ley misma de la vida, no solamente en el hombre, sino en todos los seres vivientes, quizá hasta en el último átomo del éter; porque la fuerza sólo es, probablemente, una abstracción de la vida. Esta tendencia es, sin duda, como el residuo de la conciencia universal, tanto más cuanto excede y encierra a la conciencia misma. Es pues, a la vez, la más radical de las realidades y el inevitable ideal.

La parte de la moral fundada única y sistemáticamente en hechos positivos puede definirse como la ciencia que tiene por objeto todos los medios de conservar y acrecentar la vida material e intelectual. Las leyes supremas de esta moral serán idénticas a las más profundas de la vida misma y, en algunos de sus teoremas más generales, valdrá para todos los seres vivientes.

Si se nos dice que los medios para conservar la vida física entran en la higiene más que en la moral, responderemos que la templanza, desde hace mucho tiempo colocada entre las virtudes es prácticamente una aplicación de la higiene, y que, además, una moral positiva, desde el punto de vista físico, casi no puede diferir de una higiene ensanchada.

Si se nos pregunta ¿qué es acrecentar la intensidad de la vida?, responderemos que es aumentar el dominio de la actividad bajo sus formas (en la medida compatible con la reparación de las fuerzas).

Los seres inferiores no obran más que en una cierta dirección; después reposan, se hunden en una inercia absoluta, por ejemplo, el perro de caza, que duerme hasta el momento en que comenzará de nuevo a cazar. El ser superior, al .contrario, descansa en la variedad de la acción, como un campo en la variedad de las producciones; el objeto perseguido en el cultivo de la actividad humana es, pues, la reducción a lo estrictamente necesario de lo que se podría llamar períodos de barbecho. Obrar es vivir; obrar más, es aumentar el fuego de la vida interior. El peor de los vicios será, desde este punto de vista, la pereza, la inercia. El ideal moral será la actividad en toda la variedad de sus manifestaciones, al menos de aquellas que no se contradicen o que no producen una pérdida durable de fuerzas. Para tomar un ejemplo, el pensamiento es una de las formas principales de la actividad humana; no, como lo había creído Aristóteles, porque el pensamiento fuese el acto puro y desembarazado de toda materia (hipótesis inverificable), sino porque el pensamiento es, por decirlo así, acción condensada y vida en su máximo desarrollo. Lo mismo para el amor.

Después de haber planteado, en términos muy generales, las bases de una moral de la vida, veamos que lugar corresponde hacer en su seno al hedonismo o a la moral del placer.

El placer es un estado de conciencia que, según los psicólogos y los fisiólogos, está ligado a un aumento de vida (física e intelectual); resulta que este precepto: aumenta de una manera constante la intensidad de tu vida se confundirá finalmente con este otro: aumenta de una manera constante la intensidad de tu placer. El hedonismo puede, pues, substituir, pero en segundo rango y más como consecuencia que como principio. Todos los moralistas ingleses dicen: el placer es la única palanca con que se puede mover al ser. Entendámonos. Hay dos clases de placer. Ya corresponde a una forma particular y superficial de la actividad (placer de comer, de beber, etc.) , ya está ligada al fondo mismo de esa actividad (placer de vivir, de querer, de pensar, etcétera): en el primer caso, es puramente sensitivo; en el otro es más profundamente vital, más independiente de los objetos exteriores: se identifica con la conciencia misma de la vida. Los utilitarios y los hedonistas se han satisfecho demasiado en la consideración de la primera especie de placer; el otro tiene una importancia superior: No siempre se obra tratando de perseguir un placer particular, determinado y exterior a la acción misma; a veces se obra por el placer de obrar, se vive por vivir, se piensa por pensar. Hay en nosotros fuerza acumulada que pugna por ser gastada; cuando su gasto se halla entorpecido por algún obstáculo, esta fuerza se convierte en deseo o aversión; cuando el deseo es satisfecho, hay placer, cuando es contrariado, hay dolor; pero de ahí no resulta que la actividad acumulada se desarrolle en vista de un placer, con un placer por motivo; la vida se desarrolla y se ejerce porque es vida. El placer acompaña en los seres a la búsqueda de la vida, mucho más de lo que la provoca: es necesario vivir ante todo, después gozar.

Se ha creído durante largo tiempo que el órgano creaba la función, se ha creído también que el placer creaba la función: el ser va, decía Epicuro, adonde lo llama su placer; éstas son, de acuerdo con la ciencia moderna, dos verdades incompletas y mezcladas con errores; originariamente el ser no poseía en absoluto un órgano completamente hecho; de la misma manera, no tenía, en cierto modo, un placer completo; él mismo al obrar ha hecho su órgano y hace su placer. El placer, como órgano, procede de la función. Más tarde, además, como el órgano mismo, ejerce su acción sobre fa función: se acaba por obrar en cierta forma, porque se tiene un órgano desarrollado en tal sentido y porque se experimenta un placer yendo en tal dirección. Pero el placer no es lo primero, lo que es primero y último, es la función, .es la vida. Si no se tiene necesidad, para dirigir a la naturaleza, de apelar a un impulso extraño o superior a ella, si la naturaleza es, por decirlo así, automotriz y autómata, no se tiene necesidad tampoco de apelar a una determinación inferior y particular, como tal placer.

Lo que se puede conceder a los hedonistas, es que no podría haber conciencia sin un placer o un dolor vago; el placer y la pena podrían ser considerados como el principio mismo de la conciencia; por otra parte la conciencia es la palanca necesaria para producir toda acción diferente del puro acto reflejo; la teoría inglesa es, pues, verdadera en el sentido de que toda acción voluntaria, teniendo siempre necesidad, por decirlo así, de pasar por la conciencia, se impregna necesariamente de un carácter agradable o desagradable. Obrar y reaccionar es siempre gozar o sufrir; es siempre, .también, desear o temer. Pero, este carácter agradable o desagradable de la acción, no basta para explicarla por entero. El goce, en lugar de ser un fin premeditado de la acción, no es para ella, a menudo, como la conciencia misma, más que un atributo. La acción surge naturalmente del funcionamiento de la vida, en gran parte inconsciente; entra luego en el dominio de la conciencia y del goce, pero no procede de él. La tendencia del ser a perseverar en el ser, es el fondo de todo deseo, sin constituir esa misma tendencia un deseo determinado. El móvil arrojado hacia el espacio ignora la dirección en que va, y, sin embargo, posee una velocidad adquirida dispuesta a transformarse en calor y hasta en luz, de acuerdo con el medio resistente a que pasará; es así que la vida se convierte en deseo o temor, pena o placer en virtud misma de su fuerza adquirida y de las primitivas direcciones en que la evolución la ha lanzado. Una vez conocida la intensidad vital de un ser, con las diferentes salidas abiertas a su actividad, se puede pronosticar la dirección que este ser se sentirá interiormente dispuesto a tomar. Es como si un astrónomo pudiese predecir la marcha de un astro nada más que por el conocimiento de su masa, de su velocidad y de la acción de los otros astros.

Se ve ahora qué posición puede tomar una ciencia de las costumbres sin metafísica, en la cuestión del fin moral, independientemente de todas las hipótesis que la metafísica podrá más tarde agregarle. Estando dadas, por una parte, la esfera inconsciente de los instintos, de los hábitos, de las precepciones sordas, y, por otra, la esfera consciente del razonamiento y de la voluntad reflexiva, la moral se encuentra en el límite entre esas dos esferas; es, por consiguiente, la única ciencia que no tiene por objeto hechos puramente inconscientes ni puramente conscientes. Debe, pues, buscar una tendencia que sea común a esos dos órdenes de hechos y que pueda unir a las dos esferas.

La psicología clásica se había restringido siempre a los fenómenos conscientes, dejando de lado el estudio del mecanismo puro; de igual manera la moral clásica. Pero ellas suponían demostrado que el mecanismo no obra sobre la región consciente del espíritu, ni provoca allí perturbaciones, a veces, más o menos inexplicables; suponer así demostrada la independencia de lo consciente con respecto a lo inconsciente, era comenzar por un postulado que nada autoriza. Nosotros creemos que, para evitar ese postulado, la moral debe buscar un resorte de acción que pueda funcionar a la vez en las dos esferas y que pueda mover simultáneamente en nosotros al autómata y al ser sensible. El objeto de la moral es comprobar cómo la acción, producida por el solo esfuerzo de la vida, surge sin cesar del fondo inconsciente del ser para entrar en el dominio de la conciencia; cómo la acción puede encontrarse refractada en ese nuevo medio, a menudo, hasta suspendida; por ejemplo, cuando hay lucha entre el instinto de la vida y tal o cual creencia de orden racional. En este caso, la esfera de la conciencia puede producir una nueva fuente de acciones que, a su alrededor, llegan a ser principios de hábito o de instinto y vuelven así al fondo inconsciente del ser, para sufrir allí alteraciones sin número. El instinto se desvía convirtiéndose en conciencia y pensamiento, el pensamiento se desvía convirtiéndose en acción y germen de instinto. La moral debe tener en cuenta todas esas desviaciones. Ella es un lugar de encuentro donde van a tocarse y donde se transforman, sin cesar, una en otra, las dos grandes fuerzas del ser, instinto y razón; debe estudiar la acción de cada una de esas fuerzas sobre la otra, y tratar de medir la doble influencia del instinto sobre el pensamiento, y del pensamiento y el cerebro sobre los actos instintivos o reflejos.

Veremos cómo la vida puede dar lugar, al tomar conciencia de sí misma y sin contradecirse racionalmente, a una variedad indefinida de móviles derivados. El instinto universal de la vida, ya inconsciente, ya consciente, con los diversos aspectos que le veremos revestir, proporciona a la ciencia moral el único fin seguro; lo que no quiere decir, por otra parte, que no existe algún otro posible, y que nuestra experiencia sea adecuada a toda la realidad imaginable. Una moral fundada en hechos sólo puede, una vez más, comprobar una cosa, que la vida tiende a mantenerse y a acrecentarse en todos los seres, al principio inconscientemente, después con la ayuda de la conciencia espontánea o reflexiva; que ella es así de hecho la forma primitiva y universal de todo bien deseado: no se desprende de aquí que el deseo de la vida agote absolutamente la idea de lo deseado, con todas las nociones metafísicas y místicas que se le pueden vincular: es ésta una cuestión reservada, que será con más propiedad objeto de hipótesis metafísicas, que de afirmaciones positivas.. La certidumbre no ha dañado jamás a la especulación, ni siquiera al ensueño, ni el conocimiento de los hechos reales al impulso hacia el ideal; el segador que acumula con cuidado en su granero las gavillas que ha recogido y contado él mismo, no ha impedido jamás al sembrador que marchara con la mano abierta, la vista puesta en las cosechas lejanas, a arrojar al viento lo presente, lo conocido, para ver germinar un porvenir que ignora y que espera.




Notas

(1) Sobre la distinción de deseado y deseable, ver nuestra Moral Inglesa Contemporánea ; 2a. edición (parte II: Del método moral) .

(2) Ver nuestra Moral Inglesa Contemporánea, 2a. edición.


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