Índice de Esbozos de una moral sin sanción ni obligación de Jean-Marie GuyauCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 2

Moral de la certidumbre práctica

La moral de la certidumbre práctica es aquella que admite que nos hallamos en posesión de una ley moral verdadera, absoluta, apodíctica e imperativa. Unos se representan esta ley como encerrando una materia, un bien en sí que aprendemos mediante la intuición y cuyo valor es, para nuestra razón, superior a todo. Otros, con Kant, la suponen puramente formal, y sin que contenga en sí misma ninguna materia, ningún bien en sí, ningún fin determinado, sino solamente un carácter de universalidad que permite distinguir los fines conformes o no conformes a la ley. Así, de acuerdo a los intuicionistas, aprendemos mediante una intuición inmediata el valor y la dignidad de las acciones, de las facultades, de las virtudes, como la templanza, el pudor, etc. Según los kantianos, por el contrario, el carácter moral de una acción, sólo está probado, cuando se puede generalizar la máxIma de esta acción y mostrar así su naturaleza desinteresada.

El viejo argumento escéptico acerca de las contradicciones de los juicios morales, su relatividad, su incertidumbre, vale, más que nada, contra la primera concepción de la certidumbre moral. Este argumento ejerce una infuencia disolvente sobre la concepción misma de la ley, en lo referente a las imposiciones absolutas de realizar tal o cual acto, tal o cual virtud. Es difícil permanecer fiel a los ritos de una religión absolutista, cuando esos ritos comienzan a parecer soberanamente indiferentes y cuando ya no se cree en el dios particular que ella adora.

El problema planteado por Darwin acerca de la variabilidad del deber, no deja, pues, de ser inquietante para todo el que admite un bien absoluto, imperativo, cierto, universal. ¿Cambiaría absolutamente para nosotros la fórmula del deber si fuésemos descendientes de las abejas?

Hay en toda sociedad trabajos de diversas clases y que, en general, suponen una división de la tarea común, gremios de trabajadores; ahora bien, de un gremio a otro, los deberes pueden cambiar mucho, y llegar a ser tan extraños como lo sería la moral de los hombres abejas. Existen, aun en nuestra sociedad actual, seres neutros como entre las abejas y las hormigas; tales son los sacerdotes, cuya moral no estaba en la edad media, ni quizás lo está absolutamente aún ahora, de acuerdo con la del resto de la sociedad. Bajo el reinado de Carlos VII, se realizó un acto similar al exterminio de los machos después de la fecundación: exterminaron las compañías mercenarias que se habían vuelto inútiles; se creía hacer bien. En el planeta Marte, podrían existir gremios de trabajadores completamente diferentes de los nuestros, que tuviesen deberes recíprocos muy contrarios a los nuestros, pero impuestos por una obligación igualmente categórica en la forma. En nuestra Tierra misma, vemos a menudo producirse un cambio en la dirección de la conciencia. Hay casos en que el individuo experimenta contrariamente un sentimiento de obligación. sintiéndose obligado hacia lo que ordinariamente se considera como actos inmorales. Entre gran cantidad de ejemplos, citemos la observación de Darwin respecto a la concepción de ciertos deberes en Australia. Los australianos atribuyen la muerte de uno de los suyos a un malefício lanzado por alguna tribu vecina; de la misma forma consideran una obligación sagrada, vengar la muerte de todo pariente yendo a matar a un miembro de las tribus vecinas.

El doctor Laudor, magistrado en Australia occidental, cuenta que un indígena empleado en su granja perdió una de sus mujeres a consecuencia de una enfermedad; anunció al doctor su intención de partir de viaje con el objeto de ir a matar una mujer en una tribu alejada. Le respondí que, si cometía ese acto, lo metería en la cárcel para toda su vida. Entonces no partió, y se quedó en la granja. Pero, de mes en mes, decaía: el remordimiento lo atormentaba; no podía comer ni dormir; el espíritu de su mujer se le aparecía, le reprochaba su negligencia. Un día desapareció; al cabo de un año volvió en perfecto estado de salud: había cumplido su deber. Se ve, por consiguiente, extenderse hasta los actos malos o simplemente instintivos un sentimiento que es, más o menos, análogo al de la obligación moral. Los ladrones y los asesinos pueden tener el sentimiento del deber profesional, los animales pueden experimentarlo vagamente. El sentimiento de que debe hacer una cosa, penetra tan profundamente en toda la creación como lo hacen la conciencia y el movimiento voluntario.

Se sabe lo que ocurrió a A. de Musset en su juventud (se cuenta el mismo caso de Merimée). Un día en que, después de haber sido severamente reprendido por una travesura infantil, se marchaba llorando, muy arrepentido, oyó a sus padres, a través de la puerta, que decían: El pobre niño se cree muy criminal. El pensamiento de que su falta no tenía nada de serio y que sus remordimientos eran una chiquillada, lo hirió vivamente. Ese pequeño hecho se grabó en su memoria para no borrarse jamás. Lo mismo le ocurre hoy a la Humanidad; si llega a imaginarse que su ideal moral es infantil, variable según el capricho de las costumbres, que el fin y la materia de gran cantidad de deberes son pueriles, supersticiosos, se verá obligada a reírse de sí misma, a no poner más en la acción esa seriedad sin la cual desaparece el deber absoluto. Es una de las razones por las que el sentimiento de obligación pierde, en nuestros días, su carácter sagrado. Lo vemos aplicarse a demasiados objetos, hablar a demasiados seres indignos -quizás a los mismos animales. Esta variabilidad de los objetos del deber, prueba el error de toda moral intuicionista, que pretende poseer absolutamente una materia inmutable del bien. Esta moral, que fue adoptada en otro tiempo por V. Cousin, los escoceses y los eclécticos, se puede considerar como insostenible en el estado actual de la ciencia.

Queda la moral normal y subjetiva de los kantianos, que no admite otro absoluto que el imperativo y mira como secundaria a la idea que resulta de su objeto y de su aplicación. Contra una moral de ese género, toda objeción deducida de los hechos parece perder su valor. ¿No se puede responder siempre distinguiendo la intención del acto? Si el acto es prácticamente perjudicial, la intención ha podido ser moralmente desinteresada, y eso es todo lo que exige la moral de Kant. Se plantea solamente un nuevo problema: ¿Va unido a la buena intención, como lo quiere Kant, un sentimiento de obligación verdaderamente suprasensible y supraintelectual?

Si se considera el sentimiento de obligación exclusivamente desde el punto de vista de la dinámica mental, se liga al sentimiento de una resistencia que experimenta el ser siempre que quiera tomar tal o cual dirección. Esta resistencia, que es de naturaleza sensible, no puede provenir de nuestra relación con una ley moral que, por hipótesis, sería absolutamente inteligible e intemporal; procede de nuestra relación con las leyes naturales y empíricas. El sentimiento de obligación no es, entonces, propiamente moral, es sensible. El mismo Kant se ve obligado a convenir que el sentimiento moral es, como cualquier otro, patológico; solamente que cree que ese sentimiento es excitado por la sola forma de la ley moral, haciendo abstracción de su materia; de ahí resulta a sus ojos ese misterio que él confiesa: una ley inteligible y sobrenatural que sin embargo, produce un sentimiento patológico y natural, el respeto. Es absolutamente imposible comprender a priori como una idea pura, que no contiene en sí misma nada sensible, produce un sentimiento de placer o de pena ...; es absolutamente imposible para nosotros los hombres, explicar por qué y cómo la universalidad de una máxima como tal, y por consecuencia la moralidad, nos interesa. Habría, pues, aquí mucho misterio; la proyección de la moralidad en el dominio de la sensibilidad bajo la forma de sentimiento moral, se produciría sin causa (por qué) posible, y Kant, sin embargo, afirma que es evidente a priori. Estamos obligados, dice, a conformarnos con poder todavía ver a priori que ese sentimiento (producido por una idea pura), está inseparablemente ligado a la representación de la ley moral en todo ser racional finito (1). La verdad, creemos nosotros, es que a priori no percibimos realmente ninguna razón, para unir un placer o una pena sensibles a una ley que, por hipótesis, sería suprasensible y heterogénea con la naturaleza. El sentimiento moral no se puede explicar racionalmente y a priori. Además es imposible tomar del acto, la conciencia humana, el respeto para una forma pura. Ante todo, un deber indeterminado y puramente formal no existe: evidentemente, no podemos ver aparecer el sentimiento de la obligación más que cuando hay una materia para el deber, y los kantianos mismos se ven obligados a reconocerlo. El deber, pues, no está nunca asegurado en la conciencia, más que en cuanto se aplica a un contenido, del cual no se lo puede separar; no hay deber independientemente de la cosa debida, de la representación de la acción. Mucho más: no hay deber sino hacia alguien; los teólogos sólo se equivocaban a medias al representar al deber como dirigiéndose a la voluntad divina: al menos se sentía a alguien atrás. El sentimiento de obligación, ahora, en esta síntesis realmente indisoluble de la materia y la forma, ¿no se liga, sin embargo, más que a la forma? -Creemos, de acuerdo a la experiencia, que el sentimiento de obligación no está ligado a la representación de la ley como ley formal, sino en razón de su materia sensible y de su fin. La ley como tal no tiene nada de aprehensible para el pensamiento, más que su universalidad; pero a este precepto: obra de tal forma que tu máxima pueda convertirse en ley universal, no se agregará ningún sentimiento de obligación, en tanto no se trate de alguna cuestión de la vida social y de las obligaciones profundas que despierta en nosotros, en tanto no concebimos la universalidad de alguna cosa, de algún fin, de algún bien que sea el objeto de un sentimiento. Lo universal para lo universal sólo puede producir una satisfacción lógica, que es todavía una satisfacción del instinto lógico en el hombre, y este instinto lógico es una tendencia natural, una expresión de la vida en su forma superior, o sea la inteligencia, amiga del orden, de la simetría, de la similitud, de la unidad en la variedad, de la ley, y, consecuentemente, de la universalidad-. ¿Se dirá que la forma universal, tiene en sí misma, como último contenido, la voluntad, el querer puro? -La reducción del deber a una voluntad de la ley que fuese aún por sí misma una voluntad puramente formal, lejos de fundar la moralidad, nos parece producir un efecto disolvente sobre esta misma voluntad. No se puede querer una acción en vista de una ley, cuando esta ley no se funda en valor práctico y lógico de la acción misma. La antigua doctrina da Ariston, por ejemplo, no admitía ninguna diferencia de valor, ninguna gradación de las cosas; pero un ser humano no se resignará jamás a perseguir un fin diciéndose que ese fin es, en el fondo, indiferente, y que sólo su voluntad de perseguirlo tiene un valor moral: esta voluntad se desvanecerá de inmediato y la indiferencia pasará de los objetos a ella misma. El hombre tiene siempre necesidad de creer que hay algo bueno, no solamente en la intención, sino también en la acción. Es cosa desmoralizadora la concepción de una moralidad exclusivamente formal, separada de todo; es análogo a ese trabajo que se hace realizar a los prisioneros en las cárceles inglesás, y que no tiene objeto. ¡Hacer girar una manivela por hacerla girar! No hay quien se resigne a ello. Es preciso que la inteligencia apruebe el imperativo y que un sentimiento se una a su objeto,

Recientemente, una niña a quien su madre babía confiado una moneda de cinco céntimos para hacer una compra, fue aplastada en la calle. No dejó su moneda; al reaccionar de un desvanecimiento, moribunda, abrió su mano muy apretada y tendió a su madre la humilde moneda cuyo escaso valor no se imaginaba, diciéndole: No la be perdido. Es una puerilidad sublime: para esta criatura, la vida tenía menos importancia que esa moneda que le babía sido confiada. Y bien, cualquiera que sea el mérito moral que un estoico o un kantiano puede descubrir con razón en este rasgo, será absolutamente incapaz de imitarlo, filósofo y conocedor del valor de un óbolo, le faltará la fe -quizás no la fe en su mérito posible, pero sí en la moneda de cinco centImos.

En el mérito moral, es preciso, pues, transformar absolutamente ante los propios ojos la materia de la acción meritoria, atribuirle a menudo un valor superior a su valor real. Es necesario una comparación no solamente entre la voluntad y la ley, sino también entre el esfuerzo moral y el precio del fin que persigue. Si el mismo mérito nos parece aún bueno, cualquiera que sea el objeto, es porque vemos allí una fuerza capaz de aplicarse a un objeto superior; vemos una reserva de fuerza viva que es siempre preciosa, basta cuando esta fuerza, en la especie, puede ser mal empleada. Lo que aprobamos en el empleo actual, es, pues, el empleo posible; pero es siempre el empleo, y no la fuerza por la fuerza, la voluntad por la voluntad. El águila, al elevarse hasta el sol, acaba por ver nivelarse todas las cosas sobre la Tierra; supongamos que, desde un punto de vista suficientemente alto, viéramos nivelarse en el universo todas nuestras acciones: gran número de intereses y desintereses bumanos nos parecerían entonces igualmente cándidos; su objeto no nos resultaría superior a la moneda de la niña. A pesar de Zenón y Kant, no tendríamos ya más el coraje de querer y de merecer: no se quiere por querer y en balde.

Es, pues, muy difícil admitir que el deber, variable e incierto en todas sus aplicaciones, permanezca cierto y apodíctico en su forma, en la universalidad para la universalidad o, si se prefiere, en la voluntad para la voluntad, en la voluntad como fin en sí. El sentimiento que, según Kant, se agrega ya sea a la razón pura o a la voluntad pura, es el interés completamente natural que ponemos en nuestras facultades o funciones superiores, en nuestra vida intelectual: no podemos ser indiferentes al racional ejercicio de nuestra razón, que, después de todo, es un instinto más complejo, ni al ejercicio de la voluntad, que es finalmente una fuerza más rica y una virtualidad de efectos presentidos en su causa. El árbol, es precioso para nosotros porque pensamos en sus variados frutos; a menos que no nos parezca ya el árbol precioso por sí mismo, pero entonces aparece ya él como una producción, una obra, un fruto viviente; satisface ciertas tendencias nuestras, nuestro amor a la unidad en la variedad, nuestro instinto estético. Todos esos elementos, lo agradable, lo bello, lo útil, se vuelven a hallar en la impresión producida por la razón pura o la voluntad pura. Si la pureza fuese llevada hasta el extremo, resultaría de ello la diferencia sensible e intelectual, de ninguna forma ese estado determinado de la inteligencia y la sensibilidad que se llama afirmación de una ley y el respeto a una ley: no habría nada a que pudiera asirse nuestro juicio y nuestro sentimiento.




Notas

(1) Crítica de la Razón Práctica.


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