Índice de Esbozos de una moral sin sanción ni obligación de Jean-Marie GuyauCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

La hipótesis de la indiferencia de la naturaleza

Si la moral del dogmatismo busca la hipótesis más probable en el estado actual de las ciencias, se encontrará con que ella no es ni el optimismo ni el pesimismo: es la indiferencia de la naturaleza. Esta naturaleza, a cuyos fines quiere el dogmatismo que nos adecuemos, muestra de hecho una indiferencia absoluta: 1) Respecto a la sensibilidad. 2) Respecto a las direcciones posibles de la voluntad humana.

El optimismo y el pesimismo, en lugar de tratar simplemente de comprender, sienten como los poetas, se emocionan, se incomodan, se alegran, adjudican a la naturaleza cualídades de bíen o del mal, de lo bello o de lo feo; por el contrarío, escuchan al sabío; no hay para él, más que cantídades síempre equívalentes. La naturaleza, desde su punto de vísta, resulta una cosa neutra, ínconscíente para el placer como para el sufrímíento, para el bíen como para el mal.

La índíferencía de la naturaleza con respecto a nuestros dolores o placeres es una hípótesís desprecíable para el moralísta porque carece de efectos práctícos: la falta de una provídencía que alívie nuestros males, no cambiará para nada nuestra conducta moral, una vez admitido que, término medio, los males de la vida no exceden a los goces, y que la existencia sigue siendo por si misma deseable para todo ser viviente. Pero es la índíferencia de la naturaleza para el bien o para el mal lo que interesa a la moral; ahora bien, de esta indiferencia pueden ser dadas innumerables razones. La primera es la impotencia de la voluntad humana con relación al todo, cuya dirección no puede modificar de una manera apreciable. ¿Qué resultará para el universo de tal acción humana? Lo ignoramos. El bien y el mal parecen ser para la naturaleza de la misma esencia que el frío y el calor para el físico: son grados de temperatura moral, y, quizás, es necesario que, como el frío y el calor, se equilibren en el universo. Quízás el bien y el mal, al cabo de cíerto tíempo, se neutralicen en el mundo, como lo hacen en el Océano los diversos movímientos de las olas. Cada uno de nosotros traza su estela, pero la dirección de esa estela importa poco a la naturaleza; está destinada a borrarse rápidamente, a desaparecer en la gran agitación sin fin del universo. ¿Es realmente cierto que aún se agita en los mares la estela del navío de Pompeyo? ¿Tiene hoy el Océano mismo, una ola más que en otros tiempos, a pesar de los millones de navíos que surcan ahora sus aguas? ¿Es seguro que las consecuencias de una buena acción o un crimen cometidos hace cien mil años por un hombre de la edad terciaria, hayan modificado algo en el mundo? ¿Obrarán sobre la naturaleza Confucio, Buda o Jesucristo en un millar de años? Imaginad una buena acción de un efímero: muere como él en un rayo de sol. ¿Puede esta acción retardar una millonésima de segundo la caída de la noche que matará al insecto?

Había una mujer cuya inocente locura consistía en creerse novia y en la víspera de su bodas. Por la mañana, al despertar, pedía un traje blanco, una corona de azahares y, sonriente, se engalanaba. Hoy es cuando va a venir, decía. Llegada la noche, la tristeza se apoderaba de ella; entonces se quitaba su traje blanco. Pero, a la mañana siguiente, con el alba, su confianza renacía: Es para hoy, decía. Y pasaba su vida con esta incertidumbre, siempre engañada y siempre viva, sin quitarse su traje de esperanza más que para volvérselo a poner. La Humanidad es como esta mujer, olvidadiza para toda decepción; aguarda cada día la llegada de su ideal; hace probablemente cien siglos que dice: Es para mañana. Cada generación viste, a su tiempo, el traje blanco. La fe es eterna como la primavera y las flores. Quizás existe en toda la naturaleza, al menos en la naturaleza consciente e inteligente: acaso hace una infinidad de siglos, en alguna estrella convertida ahora en polvo, esperaban ya al místico prometido. La eternidad, de cualquier forma que se la conciba, aparece como una decepción infinita. No importa; la fe cierra este infinito desesperante entre los dos abismos del pasado y del porvenir, no deja de sonreír a su sueño; canta siempre el mismo canto de alegría y de llamada, que cree nuevo y que tantas veces se ha perdido ya, sin hallar nadie que lo escuchase; tiende siempre sus brazos hacía el ideal, tanto más dulce cuanto más vago, y vuelve a ceñir sobre la frente su corona de flores, sin advertir que, con el correr de cien mil años, se han marchitado.

Renán ha dicho: En la pirámide del bien, elevada por los esfuerzos sucesivos de los seres, todas las piedras tienen valor. El egipcio del tiempo de Kefrem existe aún por la piedra que ha colocado. ¿Dónde existe? En un desierto, en medio del cual su obra se alza sin objeto, tan vana en su enormidad como el menor de los granos de arena de su base. ¿No correrá la pirámide del bien exactamente la misma suerte? Nuestra Tierra está perdida en el desierto de los cielos, la Humanidad misma está perdida sobre la Tierra, nuestra acción individual está perdida en la Humanidad. ¿Cómo unificar el esfuerzo universal, cómo concentrar hacia un mismo objeto el irradiar infinito de la vida? Cada obra es aislada; hay una infinidad de pequeñas pirámides microscópicas, de cristalizaciones solitarias, de monumentos liliputienses que no pueden superponerse para formar un todo. El hombre justo y el injusto pesan probablemente igual sobre el globo terrestre que sigue su camino por el éter. Los movimientos particulares de su voluntad pueden repercutir sobre el conjunto de la naturaleza, tanto como es capaz de refrescar mi frente el aleteo de un pájaro que vuela por encima de una nube. La célebre fórmula: ignorabimus, puede transformarse en esta: illudemur; la Humanidad marcha envuelta en el velo inviolable de sus ilusiones.

Una segunda razón que el indiferentismo puede oponer al optimismo, es que el gran todo, cuya dirección no podemos cambiar, no tiene por sí mismo ninguna dirección moral. Ausencia de fin, amoralidad completa de la naturaleza, neutralidad del mecanismo infinito. Y, en efecto, el esfuerzo universal no se parece en nada a un trabajo regular, que tiene su objeto; hace ya mucho tiempo que Heráclito lo ha comparado a un juego; este juego es el de la báscula, que tantas explosiones de risa provoca entre los niños. Cada ser hace contrapeso a otro. Mi papel en el universo es el de paralizar no sé a quién, impedirle subir o descender desde el lugar donde se halla. Ninguno de nosotros arrastrará al mundo, cuya tranquilidad está hecha de nuestra agitación.

En el fondo del mecanismo universal se puede suponer una especie de atomismo moral, el combate de una infinidad de egoismos. Podría haber entonces en la naturaleza, tantos centros como átomos, tantos fines como individuos hay, o, al menos, como agrupaciones conscientes, sociedades, y esos fines podrían ser opuestos: el egoísmo sería entonces, la ley esencial y universal de la naturaleza. En otros términos: coincidiría lo que en el hombre llamamos voluntad inmoral, con la voluntad normal de todos los seres. Esto sería, quizás, el escepticismo moral más profundo. Todo individuo sería entonces una pompa de jabón, y no tendría más valor que ésta. Toda la diferencia entre el y el yo, consistiría en que en el primer caso estamos fuera de la pompa de jabón, y en el segundo dentro; el interés personal sería sólo un punto de vista: el derecho otro, pero es natural dar preferencia al punto de vista propio sobre el ajeno. Mi pompa de jabón es mi patria. ¿Por qué la destruiré?

El amor de todo ser determinado, en esta doctrina, sería tan ilusorio como puede serIo el amor a sí mismo. El amor, racionalmente, no tiene más valor que el egoísmo. El egoísta, en efecto, exagera su propia importancia y se equivoca acerca de ella; el amante o el amigo acerca de la del ser amado. Desde este punto de vista, el bien y el mal todavía siguen siendo para el indiferentismo, cosas completamente humanas, completamente subjetivas, sin relación fija con el conjunto del universo.

Acaso no hay nada que ofrezca a la vista y al pensamiento una representación más completa y entristecedora del mundo como el océano. Es, ante todo, la imagen de la fuerza en lo que ésta tiene de más cruel e indómita; es un alarde, un lujo de poderío del cual ninguna otra cosa puede dar idea; y esto vive, se agita, se atormenta eternamente sin objeto. Se diría a veces, que el mar está animado, que palpita y respira, que es un corazón inmenso cuya agitación potente y tumultuosa vemos: pero lo que en él desespera, es que todo este esfuerzo, toda esta vida ardiente, se gasta inútilmente; ese corazón de la Tierra late sin esperanza; de todo ese choque, de todo ese revoltijo de las olas, surge un poco de espuma deshecha por el viento.

Recuerdo que un día, sentado sobre la arena, veía venir hacia mí la masa movediza de las olas; llegaban sin interrupción del fondo del mar, mugientes y blancas; sobre la que moría a mis pies, percibía otra, y más lejos, atrás de ésta, otra, y más lejos, todavía, una multitud de ellas; en fin, veía todo el horizonte, hasta lo más lejos donde podía extenderse mi mirada, levantarse y moverse hacia mí. ¡Con qué intensidad sentía la impotencia del hombre para contener el esfuerzo de todo este océano puesto en movimiento! Un dique podía romper una de estas olas, podía romper centenares y millares, pero, ¿quién diría la última palabra sino el inmenso e infatigable océano? Y creía ver en esta marea creciente la imagen de la naturaleza entera, asaltando a la Humanidad que en vano pretende dirigir su marcha, ponerle diques, domarla. El hombre lucha con coraje, multiplica sus esfuerzos, por momentos se cree vencedor; es que no mira bastante lejos y no ve venir desde el fondo del horizonte las grandes olas que, tarde o temprano, deben destruir sus obras y llevárselo a él mismo. ¿Acaso, en este universo donde los mundos ondulan como las olas del mar, no estamos rodeados, asaltados incesantemente por la multitud de los seres? La vida se arremolina alrededor nuestro, nos envuelve, nos sumerge: hablamos de inmortalidad, de eternidad; pero nada hay de eterno más que aquello que es inagotable, lo que es suficientemente ciego y rico para dar siempre sin medida. Y la muerte, al trabar conocimiento con esto, aprende por primera vez que sus fuerzas tienen un límite, experimenta la necesidad de reposar, deja caer sus brazos después del trabajo. Únicamente la naturaleza es lo bastante infatigable para ser eterna. Hablamos también de un ideal; creemos que la naturaleza tiene un objeto, que va a alguna parte; es que no la comprendemos: la tomamos por un río que corre hacia su desembocadura donde llegará un día, pero la naturaleza es un océano. Dar un fin a la naturaleza, sería reducirla, porque un fin es un término. Lo que es inmenso no tiene fin.

Se ha repetido con frecuencia que nada existe en vano. Esto es verdadero en el detalle. Un grano de trigo existe para producir otros granos de trigo. No concebimos un campo que fuese estéril. Pero, la naturaleza en su totalidad no está obligada a ser fecunda: constituye el gran equilibrio entre la vida y la muerte. Su más alta poesía proviene, quizás, de su soberbia esterilidao. Un campo de trigo no vale lo que un océano. El océano no trabaja, no produce, se agita, no da la vida, la contiene en sí; o, mejor aún, la da y la retira con la misma indiferencia; es el gran balance eterno que mece a los seres. Cuando se mira a sus profundidades se ve el hormigueo de la vida; no hay una de sus gotas de agua que no tenga sus habitantes, y todos se hacen recíprocamente la guerra, se persiguen, se evitan, se devoran. ¿Qué importan al todo, qué importan al océano esos pueblos que conducen al azar sus olas amargas? Él mismo nos da el espectáculo de una guerra, de una lucha sin tregua; sus olas que se deshacen y la más fuerte que recubre y se lleva a la más débil, nos presentan en resumen la historia de los mundos, la historia de la Tierrra y de la Humanidad. Es, por así decirlo, el universo hecho transparente a la vista. Esta tempestad de las aguas no es más que la continuación, la consecuencia de la tempestad de los aires: ¿no es acaso la agitación de los vientos la que se transmite al mar? A su vez las ondas aéreas hallan la explicación de sus movimientos en las ondulaciones de la luz y del calor. SI nuestros ojos pudIeran abarcar la inmensidad del éter, sólo veríamos por todas partes el choque aturdidor de las olas, una lucha sin fin porque no tiene objeto, una guerra de todos contra todos. Nada hay que no sea arrastrado por ese torbellino; la Tierra misma, el hombre, la inteligencia huinana, nada de eso puede ofrecernos algo fijo a lo que sea posible asirnos; todo eso es llevado por ondulaciones más lentas, pero no menos irresistibles; allí también reina la guerra eterna y el derecho del más fuerte. A medida que reflexiono, me parece ver al Océano elevarse en torno mío, invadir todo, llevarse todo; me parece que yo mismo no soy más que una de sus olas, una de las gotas de agua de sus olas; que la Tierra ha desaparecido; que el hombre ha desaparecido y que no queda más que la naturaleza con sus ondulaciones sin fin, sus flujos, sus reflujos, los cambios perpetuos de su superficie que ocultan su profunda y monótona uniformidad.

¿Cómo elegir y decidir entre las tres hipótesis de una naturaleza buena, una naturaleza mala, y una naturaleza indiferente? Es una quimera dar por ley al hombre el confórmate a la naturaleza. No sabemos en qué consiste esta naturaleza. Kant ha tenido, pues, razón, al decir que no hay que pedir a la metafísica dogmática una ley verdadera de conducta.


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