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VI

CALLICLES. - Me parece, Sócrates, que sales triunfante en tus discursos, como si fueras un declamador popular. Toda tu declamación se basa en que a Polo ha sucedido lo mismo que él decía que había acontecido a Gorgias contigo. Ha dicho, en efecto, que cuanto tú preguntaste a Gorgias si, en el supuesto de que alguna hubiera de ponerse bajo tu dirección para aprender la retórica, sin tener conocimiento alguno de la justicia, le enseñaría lo que era la justicia, Gorgias, sin atreverse a confesar la verdad, respondió que se lo enseñaría, diciendo esto a causa del uso recibido entre los hombres, que tendrían por malo que se respondiera lo contrario; que esta respuesta había puesto a Gorgias en contradicción consigo mismo, y que tú te habías complacido mucho de ello; en una palabra, me pareció que se burlaba de ti con razón en este punto. Pero he aquí que él se encuentra ahora en el mismo caso que Gorgias. Yo te confieso que de ninguna manera estoy satisfecho de Polo en el hecho de haberte concedido que es más feo hacer una injusticia que sufrirla; pues por haberte hecho esta confesión se ha visto embarazado en la disputa, y tú le has cerrado la boca, porque no se atreve a hablar según lo que piensa.

En efecto, Sócrates, con el pretexto de buscar la verdad, según tú dices, empeñas a aquellos con quienes hablas en cuestiones propias de un declamador, y que tienen por objeto lo bello, no según la naturaleza, sino según la ley. Pero en la mayor parte de las cosas, la naturaleza y la ley se oponen entre sí; de donde resulta que si uno se deja llevar por la vergüenza y no se atreve a decir lo que piensa, se ve obligado a contradecirse. Tú has percibido esta sutil distinción, y te vales de ella para tender lazos en la discusión. Si alguno habla de lo que pertenece a la ley, tú le interrogas sobre lo que se refiere a la naturaleza; y si habla de lo que está en el orden de la naturaleza, tú le interrogas sobre lo que está en el orden de la ley. Es lo que acabas de hacer con motivo de la injusticia sufrida y cometida. Polo hablaba de lo que es más feo en este género, consultando la naturaleza. Tú, por el contrario, te agarraste a la ley. Según la naturaleza, todo aquello que es más malo es igualmente más feo. Sufrir, por tanto, una injusticia, es más feo que hacerla; pero según las leyes es más feo cometerla. Y en efecto, sucumbir ante la injusticia de otro no es hecho propio de un hombre, sino de un vil esclavo, para quien es más ventajoso morir que vivir cuando, sufriendo injusticias y afrentas, no está en posición de defenderse a sí mismo, ni a las personas por las que tenga interés.

Respecto a las leyes, como son obra de los más débiles y de la mayoría, a lo que yo pienso, no han tenido al formarlas en cuenta más que a sí mismos y a sus intereses, y no aprueban ni condenan nada sino con esta única mira. Para atemorizar a los fuertes, que podrían hacerse más e impedir a los otros que llegaran a hacerlo, dicen que es cosa fea e injusta tener alguna ventaja sobre los demás, y que trabajar por llegar a ser más poderoso es hacerse culpable de injusticia. Porque siendo los más débiles, creo que se tienen por muy dichosos, si todos están por un rasero. Por esta razón es injusto y feo, en el orden de la ley, tratar de hacerse superior a los demás, y se ha dado a esto el nombre de injusticia. Pero la naturaleza demuestra, a mi juicio, que es justo que el que vale más tenga más que otro que vale menos, y el más fuerte más que el más débil. Ella hace ver en mil ocasiones que esto sucede, tanto a los animales como a los hombres mismos, entre los cuales vemos Repúblicas y naciones enteras, donde la regla de lo justo es que el más fuerte mande al más débil, y que posea más. ¿Con qué derecho Jerjes hizo la guerra a la Hélade, y su padre a los escitas? Y lo mismo sucede con muchísimos ejemplos que podrían citarse. En esta clase de empresas se obra, yo creo, conforme a la naturaleza, y se sigue la ley de la naturaleza; aunque quizá no se consulte la ley que los hombres han establecido. Nosotros escogemos, cuando son jóvenes, los mejores y más fuertes; los formamos y los domesticamos como a leoncillos, valiéndonos de discursos llenos de encanto y fascinación, para hacerles entender que es preciso atenerse a la igualdad, y que en esto consiste lo bello y lo justo. Pero me imagino que si apareciera un hombre, dotado de grandes cualidades que sacudiendo y rompiendo todas estas trabas, encontrara la manera de deshacerse de ellas; que echando por tierra sus escritos, sus fascinaciones, sus encantamientos y sus leyes, contrarios todos a la naturaleza, aspirara a elevarse por encima de todos, convirtiéndose de su esclavo en su dueño; entonces se vería brillar la justicia, tal como la ha instituido la naturaleza. Me parece que Píndaro apoya esta opinión en la oda que dice: que la ley es la reina de los mortales y de los inmortales. Ella lleva consigo la fuerza, y con su mano poderosa la hace legítima. Juzgo de esto por las acciones de Heracles que sin haberlas comprado ... Éstas son poco más o menos las palabras de Píndaro, porque no sé de memoria la oda. Pero el sentido es que Heracles se llevó los bueyes de Gerión, sin haberlos comprado y sin que nadie se los diera; dando a entender que esta acción era justa según la naturaleza, y que los bueyes y los demás bienes de los débiles y de los pequeños pertenecen por derecho al más fuerte y al mejor. La verdad es como yo la digo; la reconocerás si dejando aparte la filosofía, te aplicas a asuntos de mayor entidad. Confieso, Sócrates, que la filosofía es entretenida cuando se le estudia con moderación en la juventud. Pero si se fija uno en ella más de lo que conviene, es el azote de los hombres. Por mucho genio que uno tenga, si continúa filosofando hasta una edad avanzada, se le hacen nuevas todas las cosas que uno no puede dispensarse de saber si quiere hacerse hombre de bien y crearse una reputación. En efecto, los filósofos no tienen conocimiento alguno de las leyes que se observan en una ciudad; ignoran cómo debe tratarse a los hombres en las relaciones públicas o privadas, que con ellos se mantiene; no tienen ninguna experiencia con los placeres y pasiones humanos, en una palabra, de lo que se llama la vida. Así es que cuando se les encomienda algún negocio doméstico o civil, se ponen en ridículo poco más o menos como los hombres políticos cuando asisten a las controversias y disputas de ustedes. Porque nada más cierto que este dicho de Eurípides: Cada cual se aplica con gusto a las cosas para las que ha descubierto tener más talento; a ellas consagra la mayor parte del día, con el fin de hacerse superior a sí mismo. Por el contrario, se aleja de aquéllas en las que su trabajo le ofrece malos resultados, y habla de ellas con desprecio; mientras que por amor propio alaba las primeras, creyendo que así se alaba a sí mismo. Pero el mejor partido es, a mi entender, tener algún conocimiento de las unas y de las otras. Es bueno tener una pintura de la filosofía, sobre todo porque la reclama el cultivo del espíritu, y no es vergonzoso para un joven el filosofar. Pero cuando uno ha entrado en la declinación de la vida y continúa filosofando, se pone en ridículo, Sócrates. Yo, a los que se aplican a la filosofía, los considero del mismo modo que a los que balbucean y juguetean. Cuando lo veo en un niño, en quien es muy natural tartamudear y divertirse, lo encuentro bien y me hace gracia, porque me parece muy en su lugar en aquella edad; así como si oigo que un niño articula con precisión, me choca, me lastima el oído, y me parece ver en esto cierto servilismo. Pero si es un hombre el que balbucea y enreda, esto se juzga por todos ridículo, impropio de la edad y digno de castigo. Tal es mi manera de pensar respecto a los que se consagran a la filosofía. Cuando veo a un joven consagrarse a ella, me encanta, me pongo en su lugar, y juzgo que este joven tiene nobleza de sentimientos. Si, por el contrario, la desprecia, le considero dotado de un alma pequeña, que nunca será capaz de una acción bella y generosa. Mas cuando veo a un viejo que filosofa aún y que no ha renunciado a su estudio, le considero acreedor a un castigo, Sócrates. Como dije antes, por mucho genio que tenga, este hombre no puede menos de degradarse al huir los sitios frecuentados de la ciudad y las plazas públicas, donde los hombres adquieren, según el poeta, celebridad; y al ocultarse, como suele hacer, para pasar el resto de sus días charlando en un rincón con tres o cuatro jóvenes, sin que nunca salga de su boca ningún discurso noble, grande y que valga la pena. Sócrates, yo pienso en tu bien y soy uno de tus amigos. En este momento se me figura estar en la misma situación respecto de ti, que Zetos estaba respecto a Anfión de Eurípides, de quien ya hice mención; porque estoy casi tentado a dirigirte un discurso semejante al que Zetos dirigía a su hermano. Desprecias, Sócrates, lo que debería ser tu principal ocupación, y haciendo el papel de niño, rebajas un alma de tanto valor como la tuya. Tú no podrías dar un dictamen en las deliberaciones sobre la justicia, ni penetrar lo que un negocio puede tener de más probable y plausible, ni procurar a los demás un consejo generoso. Sin embargo, mi querido Sócrates, (no te ofendas por lo que voy a decirte, pues no tiene otro origen que mi cariño para contigo) ¿no adviertes cuán vergonzoso es para ti verte en la situación en la que estoy seguro estás, lo mismo que los demás que pasan todo el tiempo en el estudio de la filosofía? Si alguno en este momento te echara mano, o a los que siguen el mismo rumbo, y te condujera a una prisión, diciendo que le has ocasionado un daño, aunque fuera falso, bien sabes cuán embarazado te verías; que se te iría la cabeza y abrirías la boca todo lo grande que es sin saber qué decir. Cuando te presentaras ante los jueces, por despreciable y villano que fuera tu acusador, serías condenado a muerte, si se empeñaba en conseguirlo. ¿Qué estimación, Sócrates, puede merecer un arte que reduce a la nulidad a los que a él se dedican con las mejores cualidades, que les pone en estado de no poder socorrerse a sí mismos, de no poder salvar de los mayores peligros ni a su persona, ni a la de ningún otro; que están expuestos a verse despojados de sus bienes por sus enemigos, y a arrastrar en su patria una existencia sin honor? Es duro decirlo, pero a un hombre de estas condiciones puede cualquiera abofetearle impunemente. Así que créeme, querido mío, deja tus argumentos; cultiva los asuntos bellos; ejercítate en lo que te dará la reputación de hombre hábil, abandonando a otros estas vanas sutilezas, que suelen considerarse extravagancias o puerilidades, y que concluirían por reducirte a la miseria; y ponte como modelos, no a los que disputan sobre esas frivolidades, sino las personas que tienen bienes, que tienen crédito y que gozan de todas las ventajas de la vida.

SÓCRATES. - Si mi alma fuera de oro, Callicles, ¿no crees que sería un objeto de gran goce para mí haber encontrado una de esas piedras excelentes que contrastan con el oro; de manera que aproximando mi alma a esta piedra, si el toque era favorable, reconociese sin dudar que estoy en buen estado, y que no tengo necesidad de ninguna prueba?

CALLICLES. - ¿A qué viene esa pregunta, Sócrates?

SÓCRATES. - Voy a decírtelo, creo haber encontrado en tu persona este dichoso hallazgo.

CALLICLES. - ¿Por qué?

SÓCRATES. - Estoy seguro de que si te pones de acuerdo conmigo acerca de las opiniones que tengo en el alma, estas opiniones son verdaderas. Observo, en efecto, que para examinar si un alma se encuentra bien o mal, es preciso tener tres cualidades, que precisamente tú reúnes, y que son: ciencia, benevolencia y franqueza. Encuentro a muchos que no son capaces de sondearme, porque no son sabios como tú. Hay otros que son sabios, pero como no se interesan por mí como tú, no quieren decirme la verdad. En cuanto a estos dos extranjeros, Gorgias y Polo, son hábiles ambos, y ambos amigos míos; pero les falta decisión para hablar, y son más circunspectos de lo que conviene. ¿Cómo no ha de serIo si, por una indebida vergüenza, han llevado la timidez hasta el extremo de contradecirse el uno al otro en presencia de tantas personas, y sobre temas que son de los más importantes? Tú, por el contrario, tienes por de pronto todo lo que los demás tienen. Eres grandemente hábil, y en ello convendrán la mayor parte de los atenienses; y además, eres benévolo para conmigo. He aquí por qué creo esto que digo. Sé, Callicles, que son cuatro los que estudiaron filosofía juntos: tú, Tisandro de Afidne, Andrón, hijo de Androtión, y Nausicides de Colargo. Un día los oí discutir hasta qué punto convenía cultivar la sabiduría, y tengo presente que el dictamen que prevaleció fue que nadie debía proponerse llegar a ser un filósofo consumado, y que mutuamente se encargarían de que cada cual procurara no hacerse demasiado filósofo, no fuera que sin saberlo me perjudicaran. Hoy que al oírme me das el mismo consejo que el que diste a tus más íntimos amigos, lo considero como una prueba decisiva del interés que tienes por mí. Que por otra parte tienes lo que se necesita para hablar con toda libertad y no ocultarme nada por encogimiento de genio, además de confesarlo tú mismo, el discurso que acabas de dirigirme lo prueba perfectamente. Sentados estos preliminares, es evidente que lo que me concedas en esta discusión sobre el objeto en que no estamos acordes, habrá pasado por prueba suficiente de tu parte y de la mía, y que no será necesario someterlo a nuevo examen; porque nada dejarás pasar, ni por falta de luces, ni por exceso de encogimiento; ni tampoco harás ninguna concesión con intención de engañarme, siendo mi amigo como dices. Así, pues, el resultado de tus concesiones y de las mías, será la verdad plena y concreta. Ahora bien, de todas tus consideraciones, Callicles, la más preciosa es, sin duda, la que concierne a los objetos sobre los que me has dado una lección, qué se debe ser, a qué es preciso dedicarse, y hasta qué punto, en la ancianidad o en la juventud. En cuanto a mí, si el género de vida que llevo es digno de reprensión en ciertos conceptos, vive persuadido de que la falta no es voluntaria de mi parte, y que no reconoce otra causa que la ignorancia. No renuncies, pues, a darme consejos, ya que con tan buen éxito has comenzado; pero explícame a fondo cuál es la profesión que yo debo abrazar, y cómo tengo de gobernarme para ejercerla; y si después que nos hayamos puesto de acuerdo, descubres con el tiempo que no soy fiel a mis compromisos, tenme por un hombre sin palabra, y en lo sucesivo no me des más consejos, considerándome indigno de ellos. Expónme de nuevo, te lo suplico, lo que Píndaro y tú entienden por justo. Según dices, si se consulta a la naturaleza, consiste en que el más poderoso tiene derecho a apoderarse de lo que pertenece al más débil, el mejor para mandar al menos bueno, y el que vale más para tener más que el que vale menos. ¿Tienes otra idea de lo justo? ¿O ha sido infiel mi memoria?

CALLICLES. - Eso dije, y ahora lo sostengo.

SÓCRATES. - ¿Es el mismo hombre al que llamas mejor y más poderoso? Porque te confieso que no he comprendido lo que querías decir, ni si por los más poderosos entendías los más fuertes, y si es preciso que los más débiles estén sometidos a los más fuertes como, a mi parecer lo insinuaste al decir que los grandes Estados atacan a los más pequeños en virtud del derecho de la naturaleza; porque son más poderosos y más fuertes; todo lo que parece suponer, que más poderoso, más fuerte y mejor son una misma cosa; ¿o puede suceder que uno sea mejor y al mismo tiempo más pequeño y más débil; más poderoso e igualmente más malo? ¿O acaso el mejor y el más poderoso están comprendidos en la misma definición? Dime claramente si más poderoso, mejor y más fuerte expresan la misma idea o ideas diferentes.

CALLICLES. - Declaro terminantemente que estas tres palabras expresan la misma idea.

SÓCRATES. - En el orden de la naturaleza, ¿la multitud no es más poderosa que uno solo? Esta misma multitud que, como decías antes, hace las leyes contra el individuo.

CALLICLES. - Sin contradicción.

SÓCRATES. - Las leyes del mayor número son, por consiguiente, las de los más poderosos.

CALLICLES. - Seguramente.

SÓCRATES. - Y por consiguiente de los mejores; puesto que según tú, los más poderosos son igualmente los mejores.

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES.- Sus leyes son entonces bellas, conformes con la naturaleza, puesto que son las de los más poderosos.

CALLICLES.- Convengo en ello.

SÓCRATES.- Ahora bien, la generalidad, ¿no cree que la justicia consiste, como tú decías hace un momento, en la igualdad, y que es más feo cometer una injusticia que sufrirla? ¿Es cierto esto o no? Y líbrate de mostrar aquí encogimiento. ¿No piensan los más, que es justo tener tanto y no más que los otros, y que es más feo hacer una injusticia que sufrirla? No rehuses responder a esta pregunta, Callicles, con el fin de que si convienes en ello, me afirme yo en mi opinión, viéndola apoyada con el voto de un hombre competente.

CALLICLES. - Pues bien, sí; la generalidad está convencida de ello.

SÓCRATES. - Por lo tanto, no es sólo conforme a la ley, sino también conforme a la naturaleza, que es más feo hacer una injusticia que sufrirla, y la justicia consiste en la igualdad. De manera que resulta que tú no decías la verdad antes, y que me acusabas sin razón al sostener que la naturaleza y la ley se oponían la una a la otra, que yo lo sabía muy bien, y que me servía de este conocimiento para tender lazos en mis discursos, haciendo que recayera la disputa sobre la ley, cuando se hablaba de la naturaleza, y sobre la naturaleza cuando se hablaba de la ley.

CALLICLES. - Este hombre no cesará nunca de decir nimiedades. Sócrates, respóndeme: ¿No te da rubor, a tu edad, andar a caza de palabras, y creer que has triunfado en la disputa por torcer el sentido de una expresión? ¿Piensas que por los más poderosos entiendo otra cosa que los mejores? ¿No te he dicho repetidamente, que tomo estos términos, mejor y más poderoso, en la misma acepción? ¿Te imaginas que pueda pensar que se deba tener por ley lo que se haya resuelto en una asamblea compuesta de un montón de esclavos y de gente de toda especie, que no tienen otro mérito quizá que la fuerza de sus cuerpos?

SÓCRATES. - En buena hora, muy sabio Callicles. ¿Es así como lo entiendes?

CALLICLES. - Sin duda.

SÓCRATES. - Sospechaba efectivamente desde luego, querido mío, que tomabas el término más poderoso, en ese sentido, y yo no te interrogué sino por el deseo de conocer claramente tu pensamiento; porque probablemente no crees que dos sean mejores que uno, ni tus esclavos mejores que tú, porque son más fuertes. Dime de nuevo a quienes llamas mejores, puesto que no son los más fuertes; y por favor procura instruirme de una manera más suave, para que no me vaya de tu escuela.

CALLICLES. - Te burlas, Sócrates.

SÓCRATES. - No, Callicles, no por Zeto, bajo cuyo nombre te burlaste antes de mí anchamente. Pero adelante, dime a quienes llamas tú mejores.

CALLICLES. - Los que valen más.

SÓCRATES. - Observa que no dices más que palabras, y que no explicas nada. ¿No me dirás si por los mejores y los más poderosos entiendes los más sabios u otros semejantes?

CALLICLES. - Sí, ¡por Zeus! Eso es, precisamente.

SÓCRATES. - De esa manera, muchas veces un sabio es mejor a tu juicio que diez mil que no lo son; a él es a quien corresponde mandar y a los otros obedecer; y en calidad de jefe debe saber más que sus súbditos. He aquí, a mi parecer, lo que quieres decir, si es cierto que uno solo es mejor que diez mil, y yo no estrujo las palabras.

CALLICLES. - Es justamente lo que digo; y en mi opinión es justo, según la naturaleza, que el mejor y más sabio mande, y que posea más que los que no tienen mérito.

SÓCRATES. - Manténte firme en eso. ¿Qué respondes ahora a lo siguiente? Si estuviéramos muchos en un mismo sitio, cómo estamos aquí, y tuviéramos en común diferentes viandas y diferentes bebidas; y nuestra reunión se compusiera de toda clase de individuos, unos fuertes, los otros débiles; y que uno entre nosotros, en su calidad de médico, tuviese más conocimiento que los demás, tocante al uso de estos alimentos; y que por otra parte fuera, como es probable, más fuerte que unos y más débil que otros; ¿no es cierto que este hombre, siendo más sabio que los demás, será igualmente el mejor y más poderoso con relación a estas cosas?

CALLICLES. - Sin duda.

SÓCRATES. - Porque es mejor, ¿deberá tener mayor cantidad de alimentos que los demás? ¿O más bien por su cualidad de jefe debe encargarse de la distribución de todo? Y en cuanto al consumo de alimentos y de su uso para el sostenimiento de su propio cuerpo, ¿no es preciso que se abstenga de tomar más que los demás, so pena de sentir alguna incomodidad? ¿No debe tomar más que unos y menos que otros, o menos que todos, si es el más débil, aunque sea el mejor, Callicles? ¿No es así, querido mío?

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