Índice de Gorgias o de la retórica de PlatónAnterior apartadoSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha
V

SÓCRATES. - Luego tenía yo razón cuando decía que ni tú, ni yo, ni nadie preferiría hacer una injusticia a sufrirla porque es una cosa más mala.

POLO. - Así parece.

SÓCRATES. - Ya ves ahora, Polo, que si comparas tu manera de refutar con la mía, en nada se parecen. Todos te conceden lo que asientas, excepto yo. A mí me basta tu sola confesión, tu solo testimonio; yo no recojo otros votos que el tuyo, y me cuido poco de lo que los demás piensan. Quede, pues, sentado este punto. Pasemos al examen del otro, sobre el que no estamos de acuerdo; si el ser castigado por las injusticias que se han cometido es el mayor de los males, como tú pensabas, o si es un mayor mal gozar de la impunidad, como yo creía. Procedamos de esta manera. Sufrir la pena por una injusticia cometida y ser castigado con razón, ¿no son para ti una misma cosa?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - ¿Podrás negarme que todo lo que es justo, en tanto que es justo, es bello? Fíjate y reflexiona antes de responder.

POLO. - Me parece que así es, Sócrates.

SÓCRATES. - Atiende ahora a esto. Cuando alguno hace una cosa, ¿no es necesario que haya un paciente que corresponda a este agente?

POLO. - Lo pienso así.

SÓCRATES. - Lo que el paciente sufre, ¿no es lo mismo y de la misma naturaleza que lo que hace el agente? He aquí lo que quiero decir. Si alguno hiere, ¿no es necesario que una cosa sea herida?

POLO. - Seguramente.

SÓCRATES. - Si hiere mucho o hiere de pronto, ¿no es necesario que la cosa sea herida en la misma forma?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Lo que es herido experimenta, por lo tanto, una pasión de la misma naturaleza que la acción del que hiere.

POLO. - Sin duda.

SÓCRATES. - En igual forma, si alguno quema, es necesario que una cosa sea quemada.

POLO. - No puede ser de otra manera.

SÓCRATES. - Y si quema mucho o de manera dolorosa, que la cosa sea quemada precisamente de la manera como se le quema.

POLO. - Sin dificultad.

SÓCRATES. - Lo mismo sucede si una cosa corta, porque precisamente ha de haber otra cosa cortada.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Y si la cortadura es grande o profunda o dolorosa, la cosa cortada lo es exactamente de la manera como se le corta.

POLO. - Así parece.

SÓCRATES. - En una palabra, veamos si concedes, respecto a cualquiera otra cosa, lo que acabo de decir; esto es, que lo que hace el agente, lo sufre el paciente tal como el agente lo hace.

POLO. - Lo confieso.

SÓCRATES. - Hechas estas confesiones, dime si ser castigado es sufrir u obrar.

POLO. - Sufrir, Sócrates.

SÓCRATES. - ¿Y procede de alguna gente sin duda?

POLO. - No hay para que decirlo; procede del que castiga.

SÓCRATES. - ¿El que castiga con razón, no castiga justamente?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - ¿Hace, obrando así, una acción justa o no?

POLO. - Hace una acción justa.

SÓCRATES. - De manera que el castigado, cuando se le castiga, sufre una acción justa.

POLO. - Así parece.

SÓCRATES. - ¿No hemos reconocido que todo lo justo es bello?

POLO. - Sin duda.

SÓCRATES. - Lo que hace la persona que castiga y lo que sufre la persona castigada es por consiguiente bello.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Pero lo bello es al mismo tiempo bueno, porque o es agradable o es útil.

POLO. - Necesariamente.

SÓCRATES. - Así, lo que sufre el que es castigado es bueno.

POLO. - Parece que sí.

SÓCRATES. - Le es, por consiguiente, de alguna utilidad.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Y esta utilidad es como yo la concibo; es decir, consiste en hacerse mejor en cuanto al alma, si es cierto que es castigado con razón.

POLO. - Es probable.

SÓCRATES. - Por lo tanto, el que es castigado se ve libre de la maldad, que está en su alma.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - ¿No es librado por lo mismo del mayor de los males? Examina la cosa desde este punto de vista: ¿Conoces, con relación a la riqueza, otro mal mayor para el hombre que la pobreza?

POLO. - No conozco otro.

SÓCRATES. - Y con relación a la constitución del cuerpo, ¿no llamas mal a la debilidad, a la enfermedad, a la fealdad y de las demás cosas análogas?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - ¿Piensas, sin duda, que el alma tiene también sus males?

POLO. -Sin duda.

SÓCRATES. - Estos males, ¿no son los que llamas injusticias, ignorancia, cobardía y otros defectos semejantes?

POLO. - Seguramente.

SÓCRATES. - A estas tres cosas, la riqueza, el cuerpo y el alma, corresponden en tu opinión tres males: la pobreza, la enfermedad y la injusticia.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - De estos tres males, ¿cuál es el más feo? ¿No es la injusticia, o para decirlo en una palabra, el vicio del alma?

POLO. - Sin duda.

SÓCRATES. - Si es el más feo, ¿no es el más malo?

POLO. - ¿Cómo entiendes eso, Sócrates?

SÓCRATES. - De esta manera. Como consecuencia de los precedentes, en que estamos de acuerdo, lo más feo es siempre tal, o porque causa el más grande dolor o el más grande daño, o por ambos motivos a la vez.

POLO. - Es cierto.

SÓCRATES. - ¿Pero no acabamos de reconocer que la injusticia, y lo mismo todo vicio del alma, es lo más feo posible?

POLO. - En efecto, así lo hemos reconocido.

SÓCRATES. - ¿Y no lo es tal, porque no hay nada más doloroso, o porque no hay nada más dañoso, o por una y otra razón a la vez?

POLO. - Necesariamente.

SÓCRATES. - ¿Pero es más doloroso ser injusto, intemperante, cobarde o ignorante, que ser indigente o enfermo?

POLO. - Me parece que no, Sócrates, teniendo en cuenta lo dicho.

SÓCRATES. - El vicio del alma no es, por consiguiente, el más feo, sino porque supera a los otros en daño y en mal de un modo extraordinario y todo lo que es posible, puesto que no lo supera en cuanto al dolor.

POLO. - Así parece.

SÓCRATES. - Pero lo que supera a todo en cuanto al daño, es el más grande de todos los males.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Luego la injusticia, la intemperancia y los demás vicios del alma son los más grandes de todos los males.

POLO. - Parece que sí.

SÓCRATES. - ¿Qué arte nos libra de la pobreza? ¿No es la economía?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - ¿Y de la enfermedad? ¿No es la medicina?

POLO.- Sin dificultad.

SÓCRATES. - ¿Y de la maldad y de la injusticia? Si no lo entiendes así, lo diré de otra manera. ¿Dónde y a casa de quién conducimos nosotros al que está enfermo?

POLO. - A casa de los médicos, Sócrates.

SÓCRATES. - ¿Adónde son conducidos los que se abandonan a la injusticia y al libertinaje?

POLO. - Quieres decir probablemente que a casa de los jueces.

SÓCRATES. - ¿No es para que se les castigue?

POLO. - Sin duda.

SÖCRATES. - Los que castigan con razon, ¿no siguen en esto las reglas de una cierta justicia?

POLO. - Es evidente.

SÓCRATES. - Así la economía libra de la indigencia, la medicina de la enfermedad, la justicia de la intemperancia y de la injusticia.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Pero de estas tres cosas de las que hablas, ¿cuál es la más bella?

POLO. - ¿Qué cosas?

SÓCRATES. - La economía, la medicina y la justicia.

POLO. - La justicia supera en mucho a las otras, Sócrates.

SÓCRATES. - Puesto que es la más bella porque proporciona un placer más grande o una utilidad mayor, o por ambas cosas.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - ¿Es cosa agradable ponerse en manos de los médicos? ¿Y el tratamiento que se da a los enfermos, les causa placer?

POLO. - Yo no lo creo.

SÓCRATES. - Pero es una cosa útil, ¿no es así?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Porque libra de un gran mal; de suerte que es ventajoso sufrir el dolor con el fin de recobrar la salud.

POLO. - Sin duda.

SÓCRATES. - ¿EI hombre, que en este estado se entrega en manos de los médicos, se halla en la situación más dichosa posible con relación al cuerpo? ¿O es más bien el dichoso el que no está enfermo?

POLO. - Es evidente que el segundo es más feliz.

SÓCRATES. - En efecto, la felicidad no consiste, al parecer, en verse curado del mal, sino en no tenerlo.

POLO. - Es cierto.

SÓCRATES. - Pero de dos hombres enfermos, en cuanto al cuerpo o al alma, ¿cuál es el más desgraciado, aquel a quien se cuida, curándole de su mal; o aquel a quien no se pone cura y que continúa con su mal?

POLO. - Me parece que es más desgraciado aquel a quien no se pone en cura.

SÓCRATES. - Así el castigo proporciona el verse libre del mayor de los males, de la maldad.

POLO. - Convengo en ello.

SÓCRATES. - Porque obliga a volver en sí y hacerse justo; como que el castigo es la medicina del alma.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - El más dichoso, por consiguiente, es aquel que impide absolutamente la entrada del mal en su alma; puesto que hemos visto, que este mal es el mayor de todos los males.

POLO. - Es evidente.

SÓCRATES. - Después lo es el que se ha libertado de él.

POLO. - Probablemente.

SÓCRATES. - El mismo que ha recibido consejos, represiones o sufrido castigos.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Por consiguiente, el que abriga en sí la injusticia y no se libra de ella, es el que pasa una vida más desgraciada.

POLO. - Es lo más probable.

SÓCRATES. - ¿Semejante hombre no es aquel que habiéndose hecho culpable de los más grandes crímenes, y permitiéndose las más terribles injusticias, prescinde y evita las reprensiones, las correcciones y los castigos? Tal es, según decías, la situación de Arquelao, la de los demás tiranos, la de los oradores, y la de todos los que gozan de un gran poder.

POLO. - Parece que sí.

SÓCRATES. - Verdaderamente, mi querido Polo, todas estas personas hacen lo que aquel que viéndose acometido por las enfermedades más graves, encuentra el medio de no sufrir pues los médicos le aplicarán el tratamiento oportuno para curar los vicios de su cuerpo, ni usase remedios, temiendo como un niño la aplicación del hierro o del fuego por el mal que causan. ¿No te parece que es así?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - La raíz de semejante conducta está, sin duda, en la ignorancia de las ventajas de la salud y de la buena constitución del cuerpo; y parece, si tenemos en cuenta nuestras anteriores concesiones, que los que huyen del castigo se conducen de la misma manera, mi querido Polo; ven lo que el castigo tiene de doloroso, pero están a ciegas en cuanto a su utilidad; ignoran cuánto más lamentable es vivir con un alma, no sana, sino corrompida, y además injusta e impía, que con un cuerpo enfermo. Por esta razón hacen los mayores esfuerzos para escapar al castigo y para no verse libres del mayor de los males; y sólo piensan en amontonar riquezas, procurarse amigos y en adquirir el talento de la palabra y de la persuasión. Pero si todo aquello en que estamos de acuerdo es cierto, Polo, ¿ves lo que resulta de este discurso? ¿O quieres que deduzcamos juntos las concluslones?

POLO. - Consiento en ello, a no ser que pienses otra cosa.

SÓCRATES. - ¿No se sigue de aquí, que la injusticia es el más grande de los males?

POLO. - Por lo menos, así me lo parece.

SÓCRATES. - ¿No hemos visto que mediante el castigo nos libramos de este mal?

POLO. - Ciertamente.

SÓCRATES. - ¿Y que la impunidad no hace más que mantenerle?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Cometer la injusticia no es, pues, más que el segundo mal en cuanto a la magnitud; pero cometerla y no ser castigado, es el primero y el más grande de los males.

POLO. - Así parece.

SÓCRATES. - Mi querido amigo, ¿no era este el punto sobre el que no opinábamos lo mismo? Considerabas como dichoso a Arquelao, porque después de haberse hecho culpable de los mayores crímenes, no sufría ningún castigo; y yo sostenía, por el contrario, que a Arquelao, y lo mismo a otro cualquiera que no sufre castigo por las injusticias que comete, debe tenérsele por infinitamente más desgraciado que ningún otro; que el autor de una injusticia es siempre más desgraciado que el que la sufre; y el hombre malo, que queda impune más que el que sufre el castigo. ¿No es esto lo que yo decía?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - ¿No resulta demostrado que la verdad estaba de mi parte?

POLO. - Me parece que sí.

SÓCRATES. - Enhorabuena. Pero si esto es cierto, Polo, ¿cuál es entonces la gran utilidad de la retórica? Porque es una consecuencia de nuestros razonamientos, que es preciso, ante todo, abstenerse de toda acción injusta, porque es en sí un gran mal. ¿No es esto?

POLO. - Seguramente.

SÓCRATES. - Y que si se ha cometido una injusticia, uno mismo o una persona que nos interese, es preciso presentarse en el sitio donde lo más pronto posible pueda recibir la corrección conveniente, e ir apresuradamente en busca del juez, como si fuera un médico, no sea que la enfermedad de la injusticia, llegando a estacionarse en el alma, engendre en ella una corrupción secreta, que se haga incurable. ¿Qué otra cosa podemos decir, Polo, si mantenemos las doctrinas que hemos dejado sentadas? ¿No es necesario que lo que digamos concuerde con lo que hemos sentado antes, y que no pueda pasarse por otro camino?

POLO. - En efecto, ¿cómo es posible hablar de otro modo, Sócrates?

SÓCRATES. - La retórica, Polo, no nos sirve para defender, en caso de injusticia, nuestra causa, como tampoco la de nuestros padres, de nuestros amigos, de nuestros hijos, de nuestra patria. No veo que sea útil para otra cosa que para acusarse a sí mismo antes que nadie, y enseguida a sus parientes y amigos tan pronto como hayan cometido alguna injusticia; para no ocultar el crimen, antes bien para exponerlo a la luz del día, con el fin de que el culpable sea castigado y recobre la salud. En este caso sería preciso elevarse por encima de todos, haciéndose violencia, desechando todo temor, y entregarse a cierra ojos y con corazón firme, como se entrega al médico para sufrir las incisiones y quemaduras, para consagrarse a la prosecución de lo bueno y de lo honesto, sin tener en cuenta el dolor; de suerte que si la falta que se ha cometido merece latigazos, se presente a recibirlos; si hierros, tienda las manos a las candelas; si una multa, la pague; si destierro se condene a él; y si la muerte, la sufra; que sea el primero a deponer contra sí mismo y contra los suyos; que no se favorezca a sí propio; y que para todo esto se valga de la retórica, con el fin de que, mediante la manifestación de sus crímenes, llegue a verse libre del mayor de los males, de la injusticia. ¿Concederemos todo esto Polo, o lo negaremos?

POLO. - Todo esto me parece muy extraño, Sócrates. Sin embargo, quizá es una consecuencia de lo que hemos dicho antes.

SÓCRATES. - Efectivamente, o hemos de echar abajo nuestros anteriores razonamientos, o convenir en que esto resulta de ellos necesariamente.

POLO. - Sí, así es la verdad.

SÓCRATES. - Se observará una conducta diametralmente opuesta, cuando se quiera causar mal a alguno, sea enemigo o quienquiera que sea. Es preciso no exponerse a los tiros de su enemigo y tratar de prevenirse contra ellos. Pero si él comete una injusticia para con otro, es preciso hacer los mayores esfuerzos de palabra y de hecho, para sustraerle al castigo, e impedir que comparezca ante los jueces; y en caso de que comparezca, hacer lo posible para librarle de la pena; de manera que si ha robado una gran cantidad de dinero, no la devuelva, que la guarde y la emplee en gastos impíos e injustos para su uso y el de sus amigos; que si su crimen merece la muerte, no la sufra; y si puede ser, que no muera nunca, sino que permanezca malvado y se haga inmortal; y si no, que viva en el crimen todo el tiempo que sea posible. He aquí, Polo, para lo que la retórica me parece útil, porque para aquel que comete injusticias, no veo que le pueda ser de una gran utilidad, si es que alguna puede prestar, pues según vimos antes, la retórica para nada es buena,

CALLICLES. - Dime, Querefón, ¿Sócrates habla seriamente o se burla?

QUEREFÓN. - Me parece, Callicles, que habla muy en serio; pero nada más sencillo que preguntárselo.

CALLICLES. - ¡Por todos los dioses! Tienes razón, como que tengo deseos de hacerlo. Sócrates, dime, ¿creeremos que has hablado seriamente de todo esto, o que ha sido un puro pasatiempo? Porque si hablas con sinceridad y lo que dices es verdad, la conducta que todos los presentes observamos, ¿que otra cosa es que un trastorno del orden y una serie de acciones contrarias, al parecer, a nuestros deberes?

SÓCRATES. - Si los hombres, Callicles, estuvieran sujetos a las mismas pasiones, éstos de una manera, aquéllos de otra, pero teniendo cada uno de nosotros su pasión particular, diferente de las de los demás, no sería fácil hacer conocer a otro lo que uno mismo experimenta. Digo esto pensando en que tú y yo nos vemos en este momento afectados de la misma manera, y que ambos amamos dos cosas: yo a Alcibíades, hijo de Clineas, y a la filosofía; tú al pueblo de Atenas y al hijo de Pirilampo. Observo todos los días que por más elocuente que seas, cualidad que te reconozco, cuando los objetos de tu amor son de otro dictamen que tú, cualquiera que sea su manera de pensar, no tienes fuerzas para contradecirles, y que a placer suyo pasas de lo blanco a lo negro. En efecto, cuando hablas a los atenienses reunidos, si sostienen que las cosas no son como tú dices, cambias en el momento de opinión para conformarte con lo que dicen. Lo mismo te sucede con respecto al precioso joven, al hijo de Pirilampo. No puedes resistir ni a sus deseos ni a sus discursos, de suerte que si alguno, testigo del lenguaje que empleas ordinariamente para complacerle, se sorprendiera y le encontraras absurdo, tú le responderías, si querías decir la verdad, que mientras el objeto de tus amores y el pueblo no cambien de opinión, tú no dejarías de hablar como hablas. Pues bien, figúrate que la misma respuesta debes esperar de mí, y en lugar de asombrarte de mis discursos, lo que debes hacer es comprometer a la filosofía, que son mis amores, a que no me inspire eso mismo. Porque ella es, mi querido amigo, la que dice lo que me has oído, y es mucho menos atolondrada que el otro sujeto de mis amores. El hijo de Clinea habla tan pronto de una manera como de otra; pero la filosofía usa siempre el mismo lenguaje. Lo que te parece en este momento tan extraño, procede de ella; y tú has oído sus razonamientos. Por lo tanto, o refuta lo que decía ella antes por mi boca, o prueba que cometer injusticias y vivir en la impunidad, después de haberlas cometido, no es el colmo de todos los males; o si dejas subsistir esta verdad en toda su fuerza, te juro por el Can, dios de los egipcios, que Callicles no se pondrá de acuerdo consigo mismo, y pasará su vida en una contradicción perpetua. Sin embargo, me tendría mucha más cuenta, a mi parecer, que la lira de las que haya de servirme esté mal construida y poco de acuerdo consigo misma; que el coro de que haya de valerme esté desentonado; y que la mayor parte de los hombres, en vez de pensar como yo, pensasen lo contrario; que no el estar en desacuerdo conmigo mismo, y obligado a contradecirme.

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