Índice de Gorgias o de la retórica de PlatónAnterior apartadoSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha
IV

POLO. - ¿No acabas de decir que es desgraciado?

SÓCRATES. - Sí, querido mío, lo he dicho de aquel que condena a muerte injustamente, y digo además, que es digno de compasión. Respecto al que quita la vida a otro justamente, no debe causar envidia.

POLO. - El hombre que injustamente es condenado a muerte, ¿no es a la vez desgraciado y digno de compasión?

SÓCRATES. - Menos que el autor de su muerte, Polo, y menos aun que aquel que ha merecido morir.

POLO. - ¿Cómo así, Sócrates?

SÓCRATES. - Porque el mayor de los males es cometer injusticias.

POLO. - ¿Es este mal el más grande? ¿Sufrir una injusticia no es mucho mayor?

SÓCRATES. - De ninguna manera.

POLO. - ¿Querrías más ser víctima de una injusticia que hacerla?

SÓCRATES. - Yo no querría ni lo uno ni lo otro. Pero si fuera absolutamente preciso cometer una injusticia o sufrirla, preferiría sufrirla a cometerla.

POLO. - ¿Es que tú no aceptarías la condición de tirano?

SÓCRATES. - No, si por tirano entiendes lo mismo que yo.

POLO. - Entiendo que es tirano, como decía antes, el que tiene el poder de hacer en una ciudad todo lo que juzgue oportuno: matar, desterrar, en una palabra, obrar en todo según su deseo.

SÓCRATES. - Mi querido amigo, fíjate en lo que te voy a decir. Si cuando la plaza pública está llena de gente, y teniendo yo un puñal oculto bajo el brazo, te dijese: Me encuentro en este momento, Polo, revestido de un poder maravilloso e igual al de un tirano; de todos estos hombres que tú ves, el que yo juzgue que debe morir, morirá en el acto; si me parece que debo romper la cabeza a alguno, se la romperé sobre la marcha; si quiero despedazar sus trajes, serán despedazados; ¡tan grande es el poder que tengo en esta ciudad! Si rehusases creerme, y te enseñase yo mi puñal, quizá dirías al verlo: Sócrates, por ese medio no hay nadie que no tenga un gran poder. En igual forma podrías quemar la casa de quien te viniera en mente; poner fuego a los arsenales de los atenienses, en sus galeras y a todos los buques pertenecientes al público, y a los particulares. Pero lo grande del poder no consiste precisamente en hacer lo que se considera oportuno. ¿Lo crees así?

POLO. - No, seguramente, de la manera que acabas de exponer.

SÓCRATES. - ¿Me dirás la razón que tienes para desechar semejante poder?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Dilo, pues.

POLO. - Porque inevitablemente el que usara de él, sería castigado.

SÓCRATES. - ¿Ser castigado no es un mal?

POLO. - Sin duda.

SÓCRATES. - Así, mi querido amigo, dices de nuevo que se tiene un gran poder, cuando haciendo lo que se juzga oportuno no se hace nada que no sea ventajoso, y que entonces es una buena cosa. En esto, en efecto, consiste el gran poder; en otro caso es una mala cosa y un poder raquítico. Examinemos aún esto. ¿No convenimos en que algunas veces es lo mejor hacer aquello de lo que antes hablábamos, como condenar a muerte a los ciudadanos, desterrarlos, quitarles sus bienes, y que otras no lo es?

POLO. - Sin duda.

SÓCRATES. - Estamos, pues, de acuerdo tú y yo, a lo que parece, sobre este punto.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - ¿En qué casos, dices, deben hacerse estas cosas? Señálame los límites que pones.

POLO. - Respóndete tú mismo a esa pregunta, Sócrates.

SÓCRATES. - Pues bien, Polo, puesto que gustas más saber en este punto mi pensamiento, digo que es un bien cuando se las hace justamente, y un mal cuando se las hace injustamente.

POLO. -¡Verdaderamente es difícil refutarte, Sócrates! ¿No te probaría un niño que no dices verdad?

SÓCRATES. - Yo se lo agradecería a ese niño, y no te estaré menos obligado, si me refutas y me libras de mis extravagancias. No te detengas en hostigar a un hombre que sabes que te ama; por favor, demuéstrame que no tengo razón.

POLO. - No hay necesidad, Sócrates, de recurrir para esto a sucesos antiguos. Lo que ha pasado ayer y anteayer basta para confundirte, y para demostrar que muchos hombres culpables de injusticia, son dichosos.

SÓCRATES. - ¿Cuáles son esos sucesos?

POLO. - Conoces a Arquelao, hijo de Pérdicas, rey de Macedonia.

SÓCRATES. - No, pero oigo hablar de él.

POLO. - ¿Y qué te parece? ¿Es dichoso o desgraciado?

SÓCRATES. - No sé de esto nada, Polo; no he tenido con él ninguna conversación.

POLO. - ¡Pero qué! ¿No puedes saber lo que es, sin haber conversado con él; y no puedes conocer por otro medio y desde aquí mismo, si es dichoso?

SÓCRATES. - No, ciertamente.

POLO. - Evidentemente, Sócrates, dirás que ignoras de igual modo si el gran rey es dichoso.

SÓCRATES. - Y diré la verdad; porque ignoro el estado de su alma con relación a la ciencia y a la justicia.

POLO. - ¡Pues qué! ¿Es cosa que toda la felicidad consiste en eso?

SÓCRATES. - Sí, en mi opinión, Polo. Sostengo que el que tiene probidad y virtud, hombre o mujer, es dichoso; y que el que es injusto y malo es desgraciado.

POLO. - Entonces este Arquelao, del que he hablado, ¿es desgraciado según tú?

SOCRATES. - Sí, mi querido amigo, si es injusto.

POLO. - ¿Y cómo no ha de ser injusto un hombre que ningún derecho tiene al trono que ocupa, habiendo nacido de una madre, esclava de Alcetas, hermano de Pérdicas? ¿Un hombre que, según las leyes, era esclavo de Alcetas, a quien debió servir en este concepto, si hubiera querido llenar los deberes de la justicia, haciéndose así dichoso, según tú supones? Mientras que hoy se ha hecho soberanamente desgraciado, puesto que ha cometido los mayores crímenes; porque habiendo enviado a buscar a Alcetas, su amo y su tío, para entregarle la autoridad de la que Pérdicas le había despojado, le recibió en su casa, embriagó a él y a su hijo Alejandro, que era primo suyo y como de la misma edad, y habiéndoles metido en un calabozo y transportado de noche fuera de palacio, hizo degollar a ambos, deshaciéndose así de ellos. Cometido este crimen, ni se dio cuenta de la extrema desgracia en que se había sumido, ni sintió el menor remordimiento; en término que poco tiempo después, lejos de procurar hacerse dichoso, cuidando, como era justo, de la educación de su hermano, hijo legítimo de Pérdicas, de edad de siete años, y a quien pertenecía la corona por derecho, lejos de dársela, le arrojó a un pozo, después de haberle estrangulado; y dijo a su madre Cleopatra, que había caído al pozo por perseguir un ganso, y que se había ahogado. Así, pues, habiendo cometido más crímenes que ningún hombre de Macedonia, es hoy día, no el más dichoso, sino el más desgraciado de todos los macedonios. Y quizá hay más de un ateniense, comenzando por ti, que preferiría la condición de cualquier otro macedonio a la de Arquelao.

SÓCRATES. - Desde el principio de esta conversación, Polo, yo he reconocido con gusto que eres hombre muy versado en la retórica; pero te he dicho que habías despreciado el arte de discutir. ¿Son éstas las razones, con las que un niño me refutaría y al parecer crees que has destruido con ellas lo que yo he sentado, que el hombre injusto no es dichoso? ¿Por dónde? Querido mío; yo no te concedo nada absolutamente de lo que has dicho.

POLO. - Es porque no quieres, por lo demás, piensas como yo.

SÓCRATES. - Me admiro al ver que intentas refutarme con argumentos de retórica, como los que producen los abogados ante los tribunales. Allí, en efecto, un abogado se imagina haber refutado a otro, cuando ha presentado un gran número de testigos, mayores de toda excepción, para probar la verdad que alega y que la parte contraria no ha producido sino uno solo o ninguno. Pero esta especie de refutación no sirve de nada para descubrir la verdad; porque algunas veces un acusado puede ser condenado injustamente por la deposición de muchos testigos, que parezcan ser de algún peso. Y así sucedería en el presente caso, puesto que todos los atenienses y los extranjeros serán de tu dictamen respecto a las cosas que refieres, y si quieres producir contra mí testimonios de ese género para probarme que la verdad no está de mi parte, tendrás cuando quieras por testigos a Nicias, hijo de Nicerate, y sus hermanos, que han dado esos trípodes que se ven colocados en el templo de Dionisio; tienes también, si quieres; a Aristócrates, hijo de Scellios, de quien es esta preciosa ofrenda que se ve en el templo de Apolo Pitio; tendrás igualmente toda la familia de Pericles, y cualquiera otra familia de Atenas, a tu elección. Pero yo, aunque sea solo, soy de otro parecer, porque nada me dices que me obligue a variarle, sino que al producir contra mí una multitud de testigos, lo que intentas es despojarme de mi bien y de la verdad. Respecto a mí, no creo haber dicho nada que merezca la pena sobre el objeto de nuestra disputa, si no te obligo a ti mismo a dar testimonio de la verdad de lo que digo; y a la vez tú tampoco has adelantado nada contra mí, si yo, solo como estoy, no depongo en tu favor; no debiendo tú tener en cuenta para nada el testimonio de los otros. He aquí dos maneras de refutar, la una, que tienes por buena y contigo otros muchos; la otra, que es la que a mi ve: juzgo yo tal. Comparémoslas entre sí, y veamos si difieren en algo; porque los puntos acerca de los que no estamos de acuerdo, no son de escasa importancia; por el contrario, no hay quizá ninguno más digno de ser sabido, ni que sea más vergonzoso ignorarlo, puesto que el punto capital al que ellos conducen, es a saber o ignorar quién es dichoso o desgraciado y volviendo al objeto de nuestra disputa, pretendes, en primer lugar, que es posible que, siendo uno injusto, sea feliz en el seno mismo de la injusticia; puesto que crees que Arquelao, aunque injusto, no es por eso menos dichoso. ¿No es esta la idea que debemos formar de tu manera de pensar?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Y yo sostengo que eso es imposible. He aquí un primer punto, sobre el cual no estamos conformes. Sea así. ¿Pero el culpable, será dichoso, si se le hace justicia y es castigado?

POLO. - Nada de eso; por el contrario, si estuviese en este caso, sería muy desgraciado.

SÓCRATES. - Si el culpable escapa al castigo que merece, ¿será dichoso según tu doctrina?

POLO. - Seguramente.

SÓCRATES. - Y yo pienso que el hombre injusto y criminal es desgraciado en todos conceptos; pero que lo es más, si no sufre ningún castigo, y si sus crímenes quedan impunes; y que lo es menos, si recibe, de parte de los hombres y de los dioses, el justo castigo de sus crímenes.

POLO. - Sócrates, sostienes las paradojas más extrañas.

SÓCRATES. - Voy a intentar, querido mío, hacerte decir lo mismo que yo, porque te tengo por mi amigo. He aquí, pues, los objetos acerca de los que no conforman nuestros pareceres. Júzgalo tú mismo. He dicho antes, que cometer una injusticia es un mal mayor que sufrirla.

POLO. - Es cierto.

SÓCRATES. - Y tú sostienes que es un mal mayor sufrirla.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - He dicho que son desgraciados, y tú me has combatido.

POLO. - Sí, ¡por Zeus!

SÓCRATES. - A juzgar por lo que tú crees.

POLO. - Y probablemente tengo razón para creerlo:

SÓCRATES. - A la vez tú tienes a los hombres malos por dichosos, cuando no sufren el castigo debido a su injusticia.

POLO. - Sin duda.

SÓCRATES. - Y yo digo que son muy desgraciados; y que los que sufren el castigo que merecen, lo son menos. ¿Quieres también refutar esto?

POLO. - Esa aserción es aún más difícil de refutar que la precedente, Sócrates.

SOCRATES. - Nada de eso, Polo; una empresa imposible si que es, porque la verdad no se refuta nunca.

POLO. - ¿Qué es lo que dices? ¡Cómo! ¿Un hombre que, sorprendido en un crimen, como el de aspirar a la tiranía, es sometido al tormento, se le despedaza, se le queman los ojos, se le hace sufrir padecimientos sin medida, sin número, y de toda especie, ve sufrir otro tanto a su mujer y a sus hijos, y por último, muere en una cruz, o empapado en resina, o es quemado vivo; este hombre será más dichoso que si, escapando a estos suplicios, se volviera tirano, fuera durante toda su vida dueño de la ciudad, haciendo lo que quisiera, siendo objeto de envidia para sus conciudadanos y para los extranjeros, y considerado como dichoso por todo el mundo? ¿Y dices que es imposible refutar semejante absurdo?

SÓCRATES. - Intentas acobardarme con palabras huecas, valiente Polo, pero no me refutas; y luego tendrás que apelar a los testigos para que te auxilíen. Sea lo que sea, recordemos una pequeña indicación: ¿Has pensado que ese hombre aspiraba injustamente a la tiranía?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Siendo así, el uno no será más dichoso que el otro, ni el que ha conseguido apoderarse injustamente de la tiranía, ni el que ha sido castigado; porque no puede suceder tratándose de dos desgraciados que el uno sea más feliz que el otro. Pero el más desgraciado de los dos es el que ha escapado a la pena y ha alcanzado la tiranía. ¿Por qué te ríes, Polo? ¡Vaya un modo de refutar! Reírse cara a cara de un hombre sin alegar ninguna razón contra lo que asienta.

POLO. - ¿No te crees suficientemente refutado, Sócrates, cuando supones cosas que ningún hombre sostendrá nunca? Pregunta si no a cualquiera de los que están presentes.

SÓCRATES. - No me cuento entre los hombres consagrados a la política, Polo; y el año pasado, habiéndome hecho la suerte senador, cuando a mi tribu tocó presidir las asambleas del pueblo, me fue preciso recoger los votos de los concurrentes, y me puse en ridículo, porque no sabía cómo manejarme. Y así no me hables de recoger votos de los que están presentes; y si, como ya te he dicho, no tienes mejores argumentos que oponerme, déjame interrogarte a mi vez e intenta refutarme a mi manera, que creo es lo procedente. Yo no sé presentar más que un solo testigo en defensa de lo que digo, y ese testigo es el mismo con quien converso, no teniendo en cuenta para nada la multitud. No busco otro voto que el suyo, y ni aun dirijo la palabra a la muchedumbre. Mira, pues, si consientes por tu parte en que yo te refute, comprometiéndote a responder a mis preguntas. Porque estoy convencido de que tú y yo y todos los hombres, pensamos que es un mal mayor cometer una injusticia que sufrirla, así como el no ser castigado por sus crímenes lo es también más que el ser castigado por ellos.

POLO. - Yo sostengo, por el contrario, que ésa no es mi opinión ni la de nadie. ¿Preferirías que se te hiciese una justicia o hacerla tú a otro?

SÓCRATES. - Sí, lo mismo tú y todo el mundo.

POLO. - Muy lejos de eso; ni tú, ni yo, ni nadie es de ese parecer.

SÓCRATES. - ¿Quieres responderme?

POLO. - Consiento en ello, porque tengo gran curiosidad por saber lo que vas a decir.

SÓCRATES. - Si quieres saberlo, respóndeme, Polo, como si empezara a interrogarte. ¿Cuál es el mayor mal, a juicio tuyo, hacer una injusticia o sufrirla?

POLO. - Sufrirla, en mi opinión.

SÓCRATES. - ¿Qué es más feo, hacer una injusticia o sufrirla? Responde.

POLO. - Hacerla.

SÓCRATES. - Si eso es lo más feo, es igualmente un mal mayor.

POLO. - Nada de eso.

SÓCRATES. - Entiendo. ¿No crees a lo que parece, que lo bello y lo bueno, lo malo y lo feo sean la misma cosa?

POLO. - No, ciertamente.

SÓCRATES. - ¿Y qué dices de esto? Todas las cosas bellas relativas al cuerpo, colores, figuras, sonidos, profesiones, ¿las llamas bellas sin tener nada en cuenta? Y comenzando por los cuerpos bellos, cuando dices que son bellos, ¿no es o con relación a su uso, a causa de la utilidad que se puede sacar de cada uno, o en vista de un cierto placer, cuando su aspecto produce un sentimiento de alegría en el alma de los que los miran? Fuera de ésta, ¿hay alguna otra razón que te haga decir que un cuerpo es bello?

POLO. - Yo no conozco otras.

SÓCRATES. - ¿No llamas, en igual forma, bellas todas las otras cosas, figuras, colores, en razón del placer o de la utilidad que proporcionan, o de lo uno y de lo otro a la vez?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - ¿No sucede lo mismo con los sonidos y con todo lo que pertenece a la música?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - De igual modo, lo bello, en las leyes y en otras cosas de la vida, es porque es útil o agradable o por ambas cosas a la vez.

POLO. - Así me parece.

SÓCRATES. - ¿No sucede lo mismo con la belleza de las ciencias?

POLO. - Sin duda; y defines bien lo bello, Sócrates, diciendo que es lo bueno o lo agradable.

SÓCRATES. - ¿Lo feo, entonces, estará bien definido por las dos contrarias, diciendo qué es lo doloroso y lo malo?

POLO. - Necesariamente.

SÓCRATES. - Si de dos cosas bellas, una es más bella que otra, ¿no es porque la supera en placer, o en utilidad, o en ambas cosas?

POLO. - Sin duda.

SÓCRATES. - Y si de dos cosas feas, una es más fea que otra, será porque causa más dolor, o más mal, o ambas cosas. ¿No es necesario que sea así?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Veamos ahora. ¿Qué decíamos antes tocante a la injusticia hecha o recibida? ¿No decías tú, que es más malo sufrir una injusticia y más feo cometerla?

POLO. - Es cierto.

SÓCRATES. - Es más feo hacer una injusticia que recibirla porque es más penoso y causa más dolor, o porque es un mayor mal, o por ambas cosas. ¿No es necesario que sea así?

POLO:- Sin duda.

SÓCRATES. - Examinemos, en primer lugar, si es más doloroso cometer una injusticia que sufrirla, y si los que la hacen sienten más dolor que los que la sufren.

POLO. -De ninguna manera, Sócrates.

SÓCRATES. - La acción de cometer una injusticia no supera entonces a la otra en cuanto al dolor.

POLO. - No.

SÓCRATES. - Si es así, tampoco la supera en cuento al dolor y al mal a la vez.

POLO. - No me parece.

SÓCRATES. - Resta que la supere bajo el otro aspecto.

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - Bajo el aspecto del mal, ¿no es así?

POLO. - Así parece.

SÓCRATES. - Puesto que la supera en cuanto al mal, es más malo hacer una injusticia que sufrirla.

POLO. - Es evidente.

SÓCRATES. - ¿La mayoría de los hombres no le reconocen? ¿Y tú mismo no has confesado que es más feo cometer una injusticia que sufrirla?

POLO. - Sí.

SÓCRATES. - ¿No acabamos de ver que es una cosa más mala?

POLO. - Parece que sí.

SÓCRATES. - ¿Preferirías lo que es más feo y más malo a lo que es menos? No tengas reparo en responder, Polo, que ningún mal te va a resultar; al contrario, entrégate sin temor a esta discusión como a un médico; responde, y confiesa o niega lo que te pregunto.

POLO. - No lo preferiría, Sócrates.

SÓCRATES. - ¿Hay alguien en el mundo que lo prefiera?

POLO. - Me parece que no; por lo menos, teniendo en cuenta lo que acabamos de decir.

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