Índice de Gorgias o de la retórica de PlatónAnterior apartadoSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha
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SÓCRATES. - Callicles, eso es porque el amor al pueblo y al hijo de Pirilampo, arraigado en tu corazón, combate mis razones. Pero si reflexionamos juntos muchas veces y a fondo sobre los mismos objetos, quizá te entregarás. Recuerda que hemos dicho que hay dos maneras de cultivar el cuerpo y el alma; una tiene por objeto el placer; la otra se propone el bien; y que lejos de querer lisonjear las inclinaciones de la primera, por el contrario, las combate. ¿No es esto lo que antes explicamos con mucha claridad?

CALLICLES. - Sí.

SOCRATES. - La que corresponde al placer es baja y no es otra cosa que pura adulación. ¿No es así?

CALLICLES. - En buen hora, puesto que tú lo quieres.

SÓCRATES. - Mientras que la otra sólo piensa en hacer mejor el objeto de sus cuidados, sea el cuerpo o el alma.

CALLICLES. - Sin duda.

SÓCRATES. - ¿No es así como debemos llevar a cabo la cultura del Estado y de los ciudadanos, trabajando por hacerlos lo buenos que sea posible? Puesto que sin esto, como vimos antes, cualquiera otro servicio que se les hiciera no les sería de ninguna utilidad; a no ser que el alma de aquellos que hubieran de reunir riquezas o un aumento de poder, o cualquier otro género de dominio, sea buena y honesta. ¿Sentaremos esto como cierto?

CALLICLES. - Sí, si lo deseas.

SÓCRATES. - Si mutuamente nos animáramos, Callicles, para encargarnos de alguna obra pública, por ejemplo, de la construcción de murallas, arsenales, templos, edificios de primer orden, ¿no sería indispensable que nos sondeáramos el uno al otro, y analizáramos, en primer lugar, si sabemos de arquitectura o no, y quién nos enseñó este arte? ¿Sería esto indispensable, sí o no?

CALLICLES. - Sin duda.

SÓCRATES. - Lo segundo que habría que examinar ¿no sería si hemos dirigido la construcción de alguna casa para nosotros o para nuestros amigos, y si esta casa está bien o mal construida? Y hecho este examen, si resulta que hemos tenido maestros hábiles y célebres; que bajo su dirección hemos construido numerosos y bellos edificios; que también los hemos construido por nosotros mismos después de dejar a los maestros con todos estos preliminares, ¿no sería muy prudente que nos encargáramos de las obras públicas? Por el contrario, si no pudiéramos decir quiénes habían sido nuestros maestros, ni mostrar ningún edificio, como obra maestra; o si mostrando muchos resultaran mal construidos, ¿no sería una locura de nuestra parte, emprender alguna obra pública, y animarnos el uno al otro? ¿Confesaremos que esto es exacto, o no?

CALLICLES. - Seguramente.

SÓCRATES. - ¿No es igual con las demás cosas? Por ejemplo, si tuviéramos intención de servir al público como médicos y mutuamente nos animáramos considerándonos suficientemente versados en este arte, ¿no nos estudiaríamos recíprocamente tú y yo? Veamos, dirías tú, cómo se porta Sócrates y si hay algún hombre libre o esclavo al que haya sanado de cualquier enfermedad mediante sus cuidados. Otro tanto haría yo respecto de ti, y si resultaba que no habíamos dado la salud a nadie, ni extranjero, ni ciudadano, ni hombre, ni mujer. ¡En nombre de Zeus, Callicles! ¿No sería ridículo llegar al extremo de la extravagancia querer, como suele decirse, hacer las mejores piezas de loza en el aprendizaje del oficio de alfarero; consagrarse al servicio del público y exhortar a los demás a hacer lo mismo antes de haber dado en particular pruebas de suficiencia con buenos ensayos y en gran número, y de haber ejercido suficientemente su arte? ¿No crees que sería insensata semejante conducta?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Ahora, pues, que tú, el mejor de los hombres, has comenzado a mezclarte en los negocios públicos, que me comprometes a imitarte y que me echas en cara el no tomar parte en ellos, ¿no deberemos examinarnos el uno al otro? Veamos, pues, ¿Callicles ha hecho antes de hoy a algún ciudadano mejor? ¿Hay alguno que siendo antes malo, injusto, libertino e insensato, se haya hecho hombre de bien gracias a los cuidados de Callicles, sea extranjero, ciudadano, esclavo u hombre libre? Dime, Callicles, si te preguntaran esto, ¿qué responderías? ¿Dirás que tu trato ha hecho a alguno mejor? ¿Tienes pudor en declarar que, no siendo más que un simple particular y antes de mezclarte en el gobierno del Estado, no has practicado estas cosas, ni nada que se le parezca?

CALLICLES. - Eres un disputador, Sócrates.

SÓCRATES. - No es por espíritu de disputa el interrogante, sino por el sincero deseo de saber cómo crees que debe uno conducirse entre nosotros en el manejo de la administración pública; y si, al mezclarte en los negocios del Estado, tu objetivo no es hacernos a todos perfectos ciudadanos. ¿No hemos convenido repetidas veces en que ése debe ser el objeto de la política? ¿Estamos en esto de acuerdo? ¿Sí o no? Responde. Estamos de acuerdo, pues es preciso que yo responda por ti. Si tal es la ventaja, que el hombre de bien debe tratar de proporcionar a su patria, reflexiona un poco y dime si te parece aún que los personajes de los que hablabas antes, Pericles, Cimón, Milcíades y Temístocles, han sido buenos ciudadanos.

CALLICLES. - Sin duda.

SÓCRATES. - Es claro que han sido buenos, y es obvio que han hecho a sus compatriotas mejores de lo peores que eran antes. ¿Los han hecho, sí o no?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Cuando Pericles comenzó a hablar en público, ¿los atenienses eran más malos, que cuando les arengó la última vez?

CALLICLES. - Quizá.

SÓCRATES. - No hay que decir quizá, amigo mío. Es consecuencia necesaria de las premisas admitidas, si es cierto que Pericles fue un buen ciudadano.

CALLICLES. - Bien, ¿qué significa eso?

SÓCRATES. - Nada. Pero dime algo más, se cree comunmente que los atenienses se han hecho mejores mediante los cuidados de Pericles ¿O todo lo contrario; esto es, que los ha corrompido? Oigo decir, en efecto, que Pericles ha hecho a los atenienses perezosos, cobardes, habladores e interesados, habiendo sido él el primero que puso a sueldo las tropas.

CALLICLES. - Esas cosas, Sócrates, sólo se las oyes a los que tienen entorpecidos los oídos.

SÓCRATES. - Por lo menos, lo que voy a decir no es un simple se dice. Yo sé, y tú mismo lo sabes, que Pericles se hizo al principio de una gran reputación; y que los atenienses, en los tiempos en que eran más malos, no dictaron contra él ninguna sentencia infamatoria, pero que al fin de la vida de Pericles, cuando ya se habían hecho buenos y virtuosos por su mediación, le condenaron por el delito de peculado, y poco faltó para que le condenasen a muerte, sin duda considerándolo un mal ciudadano.

CALLICLES. - ¡Y qué! ¿Por esto lo era Pericles?

SÓCRATES. - Se tendría por un mal guarda a todo hombre que tuviese a su cargo asnos, caballos y bueyes, si imitase a Pericles; y si estos animales, hechos feroces en sus manos, coceacen, corneasen y mordiesen, cuando no lo hacían antes de habérselos confiado. ¿No crees que, en efecto, se da pruebas de gobernar mal un animal cualquiera que él sea, cuando habiéndole recibido manso, se le devuelve intratable? ¿Qué opinas? ¿Sí o no?

CALLICLES. - Por darte gusto digo que sí.

SÓCRATES. - Hazme el favor de decirme si el hombre entra o no en la clase de los animales.

CALLICLES. - ¿Cómo no ha de entrar?

SÓCRATES. - ¿No eran hombres los que Pericles tomó a su cargo?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Y bien, ¿no era preciso, según hemos ya convenido, que de injustos que eran se hicieran justos bajo su dirección, puesto que los tomaba a su cargo, si realmente hubiera sido buen político?

CALLICLES. - Seguramente.

SÓCRATES. - Pero los justos son suaves, como dice Homero. ¿Tú qué dices? ¿Piensas lo mismo?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Pero Pericles los ha hecho más feroces de lo que eran cuando se encargó de ellos, y feroces contra él mismo, lo cual debió ser contra sus intenciones.

CALLICLES. - ¿Quieres que te lo conceda?

SÓCRATES. - Sí, si te parece que digo verdad.

CALLICLES. - Concedido.

SÓCRATES. - Haciéndolos más feroces, ¿no los ha hecho más injustos y más malos?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - En este concepto, Pericles no era un buen político.

CALLICLES. - Si tú lo dices.

SÓCRATES. - Y también, seguramente, si se juzga por las concesiones que has hecho. Dime ahora, a propósito de Cimón, los que tenía a su cuidado ¿no le hicieron sufrir la pena del ostracismo, para estar durante diez años sin oír su voz? ¿No observaron la misma conducta respecto a Temístocles y además no le condenaron al destierro? Milcíades, el vencedor de Maratón, ¿no lo condenaron a ser sumido en un calabozo como se hubiera realizado, si no lo hubiera impedido el primer pritane? Sin embargo, si éstos hubieran sido buenos ciudadanos, como dices, nada de esto les hubiera sucedido. Es natural que los conductores hábiles de los carros caigan de sus caballos al principio, y no que caigan después de haberles enseñado a ser dóciles y de hacerse ellos mejores cocheros. Sucede lo mismo en la conducción de los carros que con cualquier otra cosa. ¿Qué piensas de esto?

CALLICLES. - Así es.

SÓCRATES. - Lo que hemos dicho antes era cierto a lo que parece; esto es, que no conocemos en esta ciudad a ningún hombre que haya sido buen político. Tú mismo confesabas que hoy día no lo hay, pero sostenías que los había habido en otro tiempo, y designaste con preferencia a los que acabo de nombrar. Pero ya hemos visto que éstos no llevan ninguna ventaja a los de nuestros días; y esto porque si eran buenos oradores, no hicieron uso ni de la verdadera retórica, pues en este caso no hubieran perdido su poder, ni de la retórica aduladora.

CALLICLES. - Sin embargo, Sócrates, mucho falta para que alguno de los políticos de hoy lleve a cabo las grandes acciones de cualquiera de aquéllos, el que te acomode elegir.

SÓCRATES. - No es, querido mío, que yo los desprecie como servidores del pueblo. Me parece, por el contrario, que son muy superiores a los actuales, y que han demostrado mayor celo al dar al pueblo lo que deseaba. Pero en cuanto a hacer que éste mude de deseos, no permitirle satisfacerlos, y encaminar a los ciudadanos, valiéndose de la persuasión y de la coacción, hacia lo que podía hacerlos mejores. En esto es en lo que no hay, por decirlo así, ninguna diferencia entre ellos y los actuales; y ésta es la única empresa digna de un buen ciudadano. Respecto a los buques, murallas, arsenales y otras cosas semejantes, convengo contigo en que los de los tiempos pasados se esforzaban más en procurarlos que los de nuestros días. Pero nos sucede a ti y a mí una cosa particular en esta disputa. Desde que comenzamos no hemos cesado de girar alrededor del mismo objeto, y no nos entendemos el uno al otro. Así me imagino que has confesado y reconocido muchas veces que, con relación al cuerpo y al alma, hay dos modos de cuidarlos: el uno servil, que se propone suministrar por todos los medios posibles alimento a los cuerpos cuando tienen hambre, bebida cuando tienen sed, vestidos para el día y para la noche, calzado cuando hace frío, en una palabra, todas las cosas que el cuerpo necesita. Me sirvo expresamente de estas imágenes con el fin de que comprendas mejor mi pensamiento. Cuando se está en posición de atender a cada una de estas necesidades como mercader, como traficante, como productor de alguna de estas cosas, panadero, cocinero, tejedor, zapatero, curtidor, no es extraño que se imagine ser el proveedor de las necesidades de los cuerpos, y que lo considere así cualquiera que ignore. Además de todas estas artes, hay una, conformada por la gimnasia y la medicina, a la que pertenece el sostenimiento del cuerpo; ella manda a las demás, aprovechándose de sus trabajos, porque sabe lo que hay de saludable y de perjudicial a la salud en la comida y bebida, lo cual ignoran las otras artes. Por esta razón, en lo relativo al cuidado del cuerpo, deben reputarse las otras artes con funciones serviles y bajas, y la gimnasia y la medicina deben ocupar, como es justo, el rango de maestro. Lo mismo sucede respecto al alma, y me parece a veces que comprendes que ése es mi pensamiento, pues me haces concesiones, como lo haría el que entendiera bien lo que digo. Pero un momento después añadiste que ha habido en esta ciudad excelentes hombres de Estado, y cuando te pregunté quiénes eran ellos, me presentaste algunos que para los negocios políticos son precisamente tales, como si preguntándote cuáles han sido o cuáles son los más hábiles en la gimnasia y capaces de conservar el cuerpo, me nombraras muy seriamente a Tearión el panadero; a Mitecos, que ha escrito sobre la cocina de Sicilia; a Sarambos el mercader de vinos, como si ellos hubieran sobresalido en el arte de cuidar el cuerpo, porque sabían preparar el uno el pan, el otro los condimentos, y el tercero el vino. Quizá te enfadarías conmigo si te dijese con este motivo que tú no tienes, querido amigo, ninguna idea de la gimnasia. Me citas servidores de nuestras necesidades, cuya única ocupación es satisfacerlas, pero que no conocen lo que hay de bueno y de honesto en este género, que después de proporcionar toda clase de alimentos y engordar el cuerpo de los hombres, y de haber por ello recibido elogios, concluyen por arruinar hasta su temperamento primitivo. No acusarán, vista su ignorancia, a estos sostenes de su glotonería de ser causa de las enfermedades, que les sobrevienen y de la pérdida de su primer robustez, sino que harán recaer sobre los que, presentes entonces, les han dado algunos consejos. Y cuando los excesos gastronómicos que han hecho, sin consideración a la salud, hayan producido después enfermedades, se fijarán en éstos últimos, los insultarán y les causarán mal, si son capaces de ello. Para los primeros, por el contrario, que son la verdadera causa de sus males, no habrá más que alabanzas. He aquí precisamente la conducta que tú observas al presente, Callicles. Exaltas a hombres que han hecho buenos servicios a los atenienses prestándose a todo lo que deseaban. Han engrandecido el Estado, dicen los atenienses; pero no ven que este engrandecimiento es una hinchazón, un tumor lleno de corrupción, y que esto hicieron los políticos antiguos al haber llenado la ciudad de puertos, de arsenales, de murallas, de tributos y otras necesidades semejantes, sin unir a ello la templanza y la justicia. Cuando se descubra la enfermedad, la tomarán con aquellos que en aquel momento se pongan a darles consejos, y elogiarán a Temístocles, Cimón y Pericles, que son los verdaderos autores de sus males. Quizá la tomarán contigo si no te previenes, y con mi amigo Alcibíades, cuando, además de lo adquirido, hayan perdido lo que poseían en otro tiempo, sin que ustedes sean los autores, aunque quizá sí los cómplices de su ruina. Por lo demás, veo que hoy día pasa una cosa completamente irracional, y entiendo que lo mismo debe decirse de los hombres que nos han precedido. Observo, en efecto, que cuando el pueblo castiga a algunos de los que se mezclan en los negocios públicos como culpable de malversación, se sublevan y se quejan amargamente los castigadores de los malos tratos que reciben, después de los innumerables servicios que han hecho al Estado. ¿Y es tan injusto como suponen que el pueblo les haga perecer? No, nada más falso. Jamás puede ser oprimido injustamente un hombre que está a la cabeza del Estado, por el Estado mismo que gobierna. Con los que se dan por políticos, sucede lo que con los sofistas. Los sofistas, hábiles por otra parte, observan hasta cierto punto una conducta desprovista de buen sentido. Al mismo tiempo que hacen alarde de enseñar la virtud, acusan muchas veces a sus discípulos de que son injustos con ellos, en cuanto les defraudan el dinero que se les debe, y por otra parte, no muestran ninguna clase de reconocimiento después de los beneficios que de ellos han recibido. ¿Y hay algo más inconsecuente que semejante razonamiento? ¿No juzgas tú mismo, querido amigo, que es absurdo decir que hombres que se han hecho buenos y justos gracias a los cuidados de sus maestros, que han hecho que en sus almas la justida reemplazara a la injusticia, obren injustamente a causa de un vicio que no existe ya en ellos? Me has comprometido, Callicles, a pronunciar un discurso en forma de arenga por negarte a contestarme.

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