Índice de Gorgias o de la retórica de PlatónAnterior apartadoSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha
IX

CALLICLES. - En buena hora, que sea así.

SÓCRATES. - ¿No es buena una casa, en la que reinan el orden y el arreglo; y si reina el desorden no es mala?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. -¿No debe decirse otro tanto de una nave?

CALLICLES. - Sí.

SOCRATES. - El mismo lenguaje usamos respecto a nuestro cuerpo.

CALLICLES. - Sin duda.

SÓCRATES. - Y nuestra alma, ¿será buena si está desarreglada? ¿No lo estará más bien, si todo está en ella en orden y en debida regla?

CALLICLES.- No puede negarse eso en vista de las concesiones anteriores.

SÓCRATES. -¿Que nombre se dará al efecto que producen la regla y el orden con relación al cuerpo? Lo llamas probablemente salud y fuerza.

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Procura ahora encontrar y decirme en igual forma el nombre del efecto que la regla y el orden producen en el alma.

CALLICLES. - ¿Por qué no lo dices tú mismo, Sócrates?

SÓCRATES. - Si lo prefieres, lo diré; pero espero que si juzgas que tengo razón, convengas en ello; y si no, me rebatas y no dejes pasar nada. Me parece, pues, que se da el nombre de saludable a todo lo que mantiene en el cuerpo el orden de donde nacen la salud y las demás cualidades corporales buenas. ¿Es o no cierto esto?

CALLICLES. - Es cierto.

SÓCRATES. - Y que se llama legítimo y ley a todo lo que mantiene en el alma el orden y la regla, mediante los que se forman los hombres de buenas costumbres y justos, y cuyo efecto es la justicia y la templanza. ¿Lo concedes o lo niegas?

CALLICLES. - Sea así.

SÓCRATES. - Por lo tanto, un buen orador, el que se conduce según las reglas del arte, aspirará siempre a este objeto en los discursos que dirija a las almas y en todas sus acciones; si hace al pueblo alguna concesión, la hará sin perder de vista este objeto; y si le priva de alguna cosa, lo hará por el mismo motivo. Su espíritu estará constantemente ocupado en buscar los medios propios para hacer que nazca la justicia en el alma de sus conciudadanos, y que se destierre la injusticia; en hacer germinar en ella la templanza, y descartar la intemperancia; en introducir en ella todas las virtudes, y excluir todos los vicios. ¿Convienes en ello?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - ¿De qué sirve, en efecto, Callicles, a un cuerpo enfermo y mal dispuesto que le presenten viandas en abundancia y las bebidas más exquisitas o cualquier otra cosa que, según las buenas reglas, no le es más benéfico que dañino, y quizá menos? ¿No es verdad?

CALLICLES. - En buena hora.

SÓCRATES. - Porque no creo que sea una ventaja para un hombre vivir con un cuerpo enfermizo, puesto que necesariamente ha de arrastrar en semejante situación una vida desgraciada. ¿No es así?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Así es que los médicos dejan generalmente a los sanos la libertad de satisfacer sus apetitos, como la de comer lo que quieran cuando tienen hambre, y lo mismo la de beber cuando tienen sed. Pero no permiten casi nunca a los enfermos saciarse de lo que desean. ¿Concedes igualmente esto?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Pero, querido mío, ¿no debe observarse la misma conducta respecto al alma? Quiero decir, que mientras es mala, es decir, insensata, intemperante, injusta, impía, se le debe alejar de lo que desea y sólo permitirle lo que la puede hacer mejor. ¿Es ésta tu opinión?

CALLICLES. - Es mi opinión.

SÓCRATES. - Porque esto es lo más ventajoso para el alma.

CALLICLES. - Sin duda.

SÓCRATES. - Por tener alguno lejos de lo que desea, ¿no es corregirle?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Entonces vale más para el alma ser corregida, que vivir en la licencia, como tú lo pensabas hace un momento.

CALLICLES. - No comprendo nada de lo que dices, Sócrates; interroga a otro.

SÓCRATES. - He aquí un hombre que no puede sufrir lo que se hace en su obsequio, ni aguantar la cosa misma de que hablamos, es decir, la corrección.

CALLICLES. - Yo he hecho poco aprecio de todos tus discursos; y si te he respondido, ha sido por complacer a Gorgias.

SÓCRATES. - Sea así. ¿Pero qué haremos ahora? ¿Dejaremos esta discusión imperfecta?

CALLICLES. - Lo que quieras.

SÓCRATES. - Pero se dice comúnmente, que no es permitido dejar incompletos ni los cuentos, y que es preciso ponerles cabeza para que no marchen acéfalos de un lado a otro. Responde a lo que resta por decir, para que no quede sin cabeza esta conversación.

CALLICLES. - ¡Eres apremiante, Sócrates! Si me creyeras, debías renunciar a esta disputa o acabarla con otro.

SÓCRATES. - ¿Qué otro ha de querer? Por favor, no abandonemos este discurso sin acabarle.

CALLICLES. - ¿No podrías acabarlo tú solo, hablando sin interrumpirte o respondiéndote a ti mismo?

SÓCRATES. - No, por temor de que me suceda lo que a Epicarmo, y que no sea yo capaz de decir sólo lo que dos hombres estaban diciendo. Veo claramente que por necesidad tendré que llegar a ese punto; pero si tomamos este partido, pienso que, por lo menos, todos los que estamos aquí presentes debemos estar ansiosos de conocer lo que hay de verdadero y de falso en el punto que tratamos, porque es de interés común que el asunto se ponga claro. Así, pues, voy a exponer lo que pienso en esta materia. Si alguno advierte que reconozco como verdaderas cosas que no lo son, que me interrumpa y me combata; porque no hablo como un hombre que está seguro de lo que dice, sino que busco con ustedes y en común la verdad. Por lo tanto, si me parece que el que me niega algo, tiene razón, seré el primero en ponerme de acuerdo con él. Por lo demás, propongo esto en el concepto de que crean que es preciso terminar la disputa; si no son de esta opinión, dejémosla así y vámonos de aquí.

GORGIAS. - En cuanto a mí, Sócrates, no opino que debamos retirarnos sin que concluyas tu discurso, y lo mismo creo que piensan los demás. Estaré complacido si te oigo exponer lo que falta por decir.

SÓCRATES. - Y yo, Gorgias, con el mayor gusto continuaré la conversación con Callicles, hasta que le haya vuelto el dicho de Amfión por el de Zetos. Pero toda vez que tú, Callicles, no quieres acabar la disputa conmigo, escúchame por lo menos, y cuando diga algo que no te parezca correcto, interrúmpeme; y si pruebas que no tengo razón, no me enfadaré contigo; por el contrario te tendré por mi mayor bienhechor.

CALLICLES. - Habla, querido mío, y acaba.

SÓCRATES. - Escucha, pues; voy a tomar nuestra disputa desde el principio. ¿Lo agradable y lo bueno son una misma cosa? No, según hemos convenido Callicles y yo. ¿Debe hacerse lo agradable en vista de lo bueno, o lo bueno en vista de lo agradable? Es preciso hacer lo agradable en vista de lo bueno. ¿No es lo agradable lo que causa en nosotros un sentimiento de placer en el acto mismo en que gozamos; y lo bueno, lo que nos hace buenos mediante su presencia? Sin duda. Ahora bien, nosotros somos buenos, y como nosotros todas las demás cosas que son buenas, a causa de la presencia de alguna virtud. Esto me parece incontestable, Callicles. Pero si la virtud de cualquier cosa, sea mueble, cuerpo, alma, animal, no se encuentra en ella así a la aventura de una manera perfecta, debe su origen al arreglo, a la colocación, al arte que conviene a cada una de estas cosas. ¿Es esto cierto? Digo que sí. La virtud de cada cosa está por consiguiente arreglada y colocada con orden. Yo convendría en ello. Así es que un cierto orden propio de cada cosa es lo que la hace buena, cuando se encuentra en ella. Esta es mi opinión. Por consiguiente, el alma en que se encuentra el orden que la conviene, es mejor que aquella en que no hay ningún orden. Pero el alma en la que reina el orden está arreglada. ¿Cómo no lo ha de estar? El alma está arreglada, esta dotada de templanza. Es absolutamente necesario. Luego el alma dotada de templanza es buena. Yo no podría oponerme a esto, mi querido Callicles. Di si tienes algo que oponer; habla.

CALLICLES. - Prosigue, querido mío.

SÓCRATES. - Digo, pues, que si el alma dotada de templanza es buena, la que está en una disposición del todo contraria, es mala. Esta alma es la insensata e intemperante.

CALLICLES. - Sin duda.

SOCRATES. - El hombre moderado cumple con todos sus deberes para con los dioses y para con los hombres, porque no sería templado si no los satisficiera. Es indispensable que así suceda. Cumpliendo los deberes para con sus semejantes hace acciones justas; y cumpliéndolos para con los dioses hace acciones santas. Cualquiera que hace acciones justas y santas, es necesariamente justo y santo. Esto es cierto. También necesariamente es valiente; porque no es propio de un hombre templado, ni perseguir ni huir lo que no debe perseguir ni huir; sino que cuando el deber lo exige, es preciso que deseche, que abrace, que lleve con paciencia las cosas y las personas, el placer y el dolor. De manera que es absolutamente necesario, Callicles, que el hombre templado, siendo, como hemos visto, justo, valiente y santo, sea por completo hombre de bien, que todas sus acciones sean buenas y honestas; y que obrando bien, sea dichoso; y que, por el contrario, el malo, cuyas acciones son malas, sea desgraciado; y el malo es el que está en una disposición contraria a la del hombre templado; es el libertino, cuya condición alabas. He aquí lo que yo tengo por cierto, lo que aseguro como verdadero. Y si esto es cierto, no tiene, a mi parecer, otro partido que tomar el que quiera ser dichoso, que amar la templanza y ejercitarse en ella, y huir con todas sus fuerzas de la vida licenciosa; debe obrar de manera que no tenga necesidad de corrección; y si la necesitase, él o alguno de sus allegados, en la vida privada o en los negocios públicos, es preciso que sufra un castigo y que se corrija, si desea ser dichoso. Tal es, a mi parecer, el objeto hacia el cual debe dirigir su conducta, encaminando todas sus acciones y las del Estado a este fin; que la justicia y la templanza reinen en el que aspira a ser dichoso. Y es preciso guardarse de dar rienda suelta a sus pasiones, de esforzarse en satisfacerlas, lo cual es un mal que no tiene remedio, y se expone a pasar una vida de bandido. En efecto, un hombre de esta clase no puede ser amigo de los demás hombres ni de los dioses; porque es imposible que tenga ninguna relación con ellos, y donde no existe relación, no puede tener lugar la amistad. Los sabios, Callicles, dicen que un lazo común une al cielo con la tierra, a los dioses con los hombres, por medio de la amistad, de la moderación, de la templanza y de la justicia; y por esta razón, querido mío, dan a este universo el nombre de orden y no el de desorden o licencia. Pero con toda tu sabiduría me parece que no fijas la atención en esto, puesto que no ves que la igualdad geométrica tiene mucho poder entre los dioses y los hombres. Así, crees que es preciso aspirar a tener más que los demás y despreciar la geometría. En buena hora. Es preciso entonces, refutar lo que acabo de decir y probar que no es uno dichoso por la posesión de la justicia y de la templanza, y desgraciado por el vicio; o si este razonamiento es verdadero, es preciso examinar lo que de él resulta. Y lo que resulta, Callicles, es todo lo que dije antes, que fue sobre lo que me preguntaste si hablaba seriamente, cuando senté que era preciso en caso de injusticia, acusarse a sí mismo, al hijo, al amigo y servirse de la retórica a este fin. Y lo que creíste que Polo me concedía por pura complacencia, era verdad; que así como es más feo, así es también más malo hacer una injusticia que recibirla. No es menos cierto que para ser un buen orador es preciso ser justo y estar versado en la ciencia de las cosas justas, que es lo que Polo dijo también que Gorgias me había concedido por pura complacencia. Siendo esto así, analicemos las objeciones que me haces, y si tienes razón o no para decirme que no estoy en situación de defenderme a mí mismo ni a ninguno de mis amigos o parientes, y librarme de los mayores peligros; que estoy, como los hombres declarados infames, a merced del primero que llegue y quiera abofetearme (éstas fueron tus palabras), o arrancarme mis bienes, o desterrarme de la ciudad, o hacerme morir; y que no es posible cosa más fea que encontrarse en semejante situación. Tal era tu opinión. He aquí la mía, que he manifestado más de una vez, pero que no hay inconveniente en repetirla. Sostengo, Callicles, que no es lo más feo verse injustamente abofeteado, o mutilado el cuerpo, o cercenados los bienes, sino que es mucho más feo y más malo que me abofeteen y me arranquen injustamente lo que me pertenece. Robarme, apoderarse de mi persona, allanar mi morada, en una palabra, cometer cualquier especie de injusticia contra mí o contra lo que es mío, es una cosa más mala y más fea para el autor de la injusticia, que para mí que la sufro. Estas verdades que, a mi parecer, han sido demostradas en el curso de esta polémica, están a mi juicio atadas y ligadas entre sí, valiéndome de una expresión un poco grosera quizá, con razones de hierro y diamante. Si no logran romperlas, tú u otro más vigoroso que tú, no es posible hablar sensatamente sobre estos objetos, si se habla de otra manera que como yo lo hago. Porque repito lo que he dicho siempre en esta materia, que no estoy seguro de que lo que digo es verdadero; pero de todos cuantos han conversado conmigo, en la forma en la que acabamos de hacerlo, ninguno ha podido evitar ponerse en ridículo desde el momento en que ha intentado sostener una opinión contraria a la mía. Por lo tanto, supongo que mi opinión es la verdadera; y si lo es, y la injusticia es el mayor de todos los males para el que la comete; y si por grande que sea este mal, hay otros más grandes aún, si es posible, que es el no ser castigado por las injusticias cometidas; ¿qué clase de auxilio es el que no puede uno considerarse incapaz de procurarse a sí mismo, sin caer en ridículo? ¿No es el auxilio, cuyo efecto es separar de nosotros el mayor de los daños? Sí, y lo más feo, incontestablemente, es no poder proporcionar este auxilio a sí mismo, ni a sus amigos, ni a sus parientes. Es preciso poner en segundo lugar, en razón de la fealdad, la impotencia de evitar el segundo mal; en tercero, la impotencia de evitar el tercero, y así sucesivamente, en proporción con la magnitud del mal. Todo lo que tiene de bello poder evitar cada uno de estos males, lo tiene de feo el no poder hacerlo. ¿Es esto como yo digo, Callicles, o es de otra manera?

CALLICLES. - Es como tú dices.

SÓCRATES. - De estas dos cosas, cometer la injusticia y sufrirla, siendo la primera en nuestra opinión un mayor mal, y la segunda uno menor, ¿qué es lo que el hombre deberá procurar hacer para ponerse en situación de auxiliarse a sí mismo, y gozar de la doble ventaja de no cometer ni sufrir ninguna injusticia? ¿Es el poder o la voluntad? Quiero decir lo siguiente. Pregunto si para no sufrir ninguna injusticia basta no quererlo; o si es preciso hacerse bastante poderoso para ponerse al abrigo de toda injusticia.

CALLICLES. - Es claro que no llegará a estar seguro, sino haciéndose poderoso.

SÓCRATES. - Y con relación al otro punto, esto es, el de cometer la injusticia, ¿es bastante no quererlo para no cometerla, de suerte que efectivamente no se cometerá? ¿O es preciso adquirir además para esto, cierto poder, cierto arte, de modo que si no se le aprende y se le lleva a la práctica, se habrá de incurrir en injusticia? ¿Por qué no me respondes a esto, Callicles? ¿Crees que cuando Polo y yo nos pusimos de acuerdo en que nadie comete una injusticia voluntariamente, sino que los malos son tales a pesar suyo, nos hemos visto forzados a hacer concesión por buenas razones o no?

CALLICLES. - Paso por esto, Sócrates, con el fin de que termines tu discurso.

SÓCRATES. - Es preciso, pues, a lo que parece, procurarse igualmente un cierto poder y cierto arte, para no cometer injusticias.

CALLICLES. - Sin duda.

SÓCRATES. - ¿Pero cuál es el medio de asegurarse en todo o en parte contra la injusticia, que pueda proceder de un tercero? Mira si en este punto eres de mi opinión. Creo que es preciso tener plena autoridad en su ciudad, en calidad de soberano o de tirano, o ser amigo de los que gobiernan.

CALLICLES. - Ahí tienes, Sócrates, cómo estoy dispuesto a aprobar cuando hablas en regla. Lo que acabas de decir me parece bien dicho.

SÓCRATES. - Analiza si lo que añado es menos cierto. Me parece, según han dicho antiguos y sabios personajes, que lo semejante es amigo de su semejante. ¿No piensas lo mismo?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Dondequiera que se encuentra un tirano salvaje y sin educación, si hay en la ciudad algún ciudadano mejor que él, le temerá; y nunca le será afecto con toda su alma.

CALLICLES. - Es cierto.

SOCRATES. - Este tirano tampoco amara a ningun ciudadano de mérito muy inferior al suyo, porque le despreciará; y jamás sentirá por él la afección que se siente por un amigo.

CALLICLES. - También eso es cierto.

SÓCRATES. - El único amigo que le queda, por consiguiente, el único a quien dispensará su confianza, es aquél que siendo del mismo carácter, aprobando y reprobando las mismas cosas, le obedecerá y vivirá sometido a sus caprichos. Este hombre gozará de gran crédito en la ciudad, y nadie le dañará impunemente. ¿No es así?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Si alguno de los jóvenes de esta ciudad se dijera a sí mismo: ¿De qué manera podré obtener gran poder y ponerme al abrigo de toda injusticia? El camino para llegar a ello, a mi parecer, es acostumbrarse desde luego a alabar y vituperar las mismas cosas que el tirano, y esforzarse por adquirir la más perfecta semejanza con él. ¿No es cierto?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Por este medio se pondrá bien pronto fuera de los tiros de la injusticia, y se hará poderoso entre sus conciudadanos.

CALLICLES. - Seguramente.

SÓCRATES. - ¿Pero será esto igualmente una garantía de que no cometerá injusticias? ¿O estará muy lejos de ser así, si se parece a su señor que es injusto, y tiene un gran poder cerca de él? Yo creo que todos sus hechos tenderán a ponerse en situación de cometer las mayores injusticias, sin temor de que le sobrevenga ningún castigo. ¿No es así?

CALLICLES. - Así parece.

SÓCRATES. - Tendrá por consiguiente en sí mismo el más grande de los males, teniendo el alma enferma y degradada por su semejanza con el tirano y por su poder.

CALLICLES. - Yo no sé, Sócrates, qué secreto posees para volver y revolver el razonamiento en todos sentidos. ¿Ignoras que este hombre, cuyo modelo es el tirano, hará morir, si lo considera conveniente, y despojará de sus bienes a quien no le imite?

SÓCRATES. - Ya lo sé, mi querido Callicles, y sería preciso que fuese sordo para ignorarlo, después de haberlo oído más de una vez de tu boca, de la de Polo y la de casi todos los habitantes de esta ciudad. Pero escúchame ahora. Convengo en que condenará a muerte a quienquiera, y él será un hombre malo, y aquél a quien haga morir será un hombre de bien.

CALLICLES. - ¿Pues no es esto precisamente lo más triste?

SÓCRATES. - No, por lo menos para el hombre sensato, como lo prueba este discurso. ¿Crees que el hombre debe aplicarse a vivir el mayor tiempo posible, y aprender las artes que nos salven de los mayores peligros en todas las situaciones de la vida, como la retórica, que me aconsejas que estudie y que es una prenda de seguridad en los tribunales?

CALLICLES. - Sí, ¡por Zeus! Y es éste un buen consejo que te doy.

SÓCRATES. - Y bien, querido mío, el arte de nadar, ¿te parece muy apreciable?

CALLICLES. - No, ciertamente.

SÓCRATES. - Sin embargo, salva a los hombres de la muerte cuando se encuentran en circunstancias en las que debe recurrirse a este arte. Pero si éste te parece despreciable, voy a citarte otro más importante: el arte de dirigir las naves, que no sólo salva a las almas sino también los cuerpos y los bienes de los mayores peligros, como la retórica. Este arte es modesto y nada pomposo; no presume ni hace ostentación de producir efectos maravillosos; y aunque nos proporciona las mismas ventajas que el arte oratorio, no exige, según creo, más que dos óbolos por traernos sanos y salvos desde Egina a aquí; y si es desde Egipto o desde el Ponto, por un beneficio tan grande y por haber conservado todo lo que acabo de decir, nuestra persona y nuestros bienes, nuestros hijos y nuestras mujeres, no nos exigen más que dos dracmas después de ponernos en tierra en el puerto. En cuanto a la persona que posee este arte, y que nos ha hecho un servicio tan grande luego que desembarca, se pasea con aire modesto a lo largo de la ribera y de su buque; porque se dice a sí mismo, a lo que yo imagino, que no sabe a qué pasajeros ha hecho bien, impidiendo que se sumergieran en el agua, y a quiénes ha hecho mal, sabiendo bien como sabe que ellos no han salido de su buque mejores de lo que entraron, ni del cuerpo ni del alma. Él razona de esta manera: Si alguno, cuyo cuerpo esté atacado de enfermedades graves e incurables, no se ha ahogado en el agua, es una desgracia para el no haberse muerto, y no me debe ninguna consideración. Y si alguno tiene en su alma, que es mucho mas preciosa que su cuerpo, una multitud de males incurables, ¿es un bien para él vivir y se hace un servicio a un hombre de esta clase, salvándole del mar, o de las manos de la justicia o de cualquier otro peligro? Por el contrario, el piloto sabe que no es ventajoso para el hombre malo vivir, porque necesariamente ha de vivir desgraciado. He aquí por qué no está en uso que el piloto haga alarde de su arte; aunque le debamos nuestra salud; de la misma manera, mi querido amigo, que el maquinista, que en ciertos lances puede salvar tantas bogas, no digo como el piloto, sino como el general de ejército o cualquiera otro, sea el que sea, puesto que algunas veces conserva y salva ciudades enteras. ¿Pretenderías compararle con el abogado? Sin embargo, Callicles, si quisiese él usar el mismo lenguaje que tú y alabar su arte, te oprimiría con sus razones, probándote que debes hacerte maquinista, y exhortándote a que te hagas porque las demás artes no son nada comparadas con ella, y tendría mucho campo para discurrir. Tú, sin embargo, le despreciarías a él y a su arte, y le dirías, creyendo injuriarle, que no es más que un maquinista; y a fe que no querrías dar en matrimonio tu hija a su hijo, ni tu hijo a su hija. Sin embargo, si te fijas en las razones que tienes para estimar tanto tu arte, ¿con qué derecho desprecias al maquinista y a los demás de los que te he hablado? Conozco que vas a decirme que eres mejor que ellos y de mejor familia. Pero si por mejor no debe entenderse lo que yo entiendo, y si toda la virtud consiste en poner en seguridad su persona y sus bienes, tu desprecio por el maquinista, por el médico y por las demás artes, cuyo objeto es vigilar nuestra conservación, es digno de risa. Pero, querido mío, mira que el ser virtuoso y bueno no sea otra cosa distinta que asegurar la salud de los demás y la propia. En efecto, el que es verdaderamente hombre, no debe desear vivir por el tiempo que se imagine ni tener cariño a la vida, sino que, dejando a Dios al cuidado de todo esto y teniendo fe en lo que dicen las mujeres sobre que nadie se ha librado nunca de su destino, lo que necesita es ver de qué manera deberá conducirse para pasar lo mejor posible el tiempo que le quede de vida. ¿Y esto debe hacerlo conformándose con las costumbres del país en que se encuentre? Pues es preciso entonces que desde este momento te esfuerces en parecerte lo más posible al pueblo de Atenas, si quieres ser por él estimado y tener gran crédito en la ciudad. Mira si no es esto ventajoso para ti y para mí. Pero es de temer, querido amigo, que no nos suceda lo que a las mujeres de Tesalia cuando hacen bajar la luna, y que nosotros podemos alcanzar este poder en Atenas a costa de lo más precioso que tenemos. Y si crees que haya alguno en el mundo que pueda enseñarte el secreto para hacerte poderoso entre los atenienses, diferenciándote de ellos en bien o en mal, opino que te engañas Callicles. Porque no basta imitar a los atenienses; es preciso haber nacido con un carácter igual al suyo para contraer una verdadera amistad con ellos, como con el hijo de Pirilampo. Así, si encuentras uno que te comunique esta perfecta conformidad con ellos, hará de ti el político y orador que deseas. Los hombres, en efecto, se complacen con los discursos que se amoldan a su carácter y todo lo que es extraño a éste les ofende; a menos que tú seas de distinta opinión, querido amigo. ¿Tenemos algo qué oponer a esto, Callicles?

CALLICLES. - El cómo no lo sé, Sócrates, pero me parece que tienes razón. Mas a pesar de eso, estoy en el mismo caso que la mayoría de los que te escuchan; no me convences.

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