Índice de Gorgias o de la retórica de PlatónAnterior apartadoBiblioteca Virtual Antorcha
XI

CALLICLES. - ¿Es posible que no puedas hablar sin que yo te responda?

SÓCRATES. - Parece que sí puedo, puesto que desde que no quieres responderme, me extiendo en largos discursos. Pero, querido mío, en nombre de Zeus que preside la amistad, dime, ¿no encuentras absurdo que un hombre que se alaba de haber hecho a otro virtuoso, se queje de él como de un malvado, cuando por sus cuidados se ha hecho y es realmente bueno?

CALLICLES. - Me parece absurdo.

SÓCRATES. - ¿No es esto, sin embargo, lo que oyes decir a los que hacen profesión de educar a los hombres para la virtud?

CALLICLES. - Es cierto. ¿Pero qué otra cosa puede esperarse de gente despreciable, como los sofistas?

SÓCRATES. - Y bien, ¿qué dirás de los que, alabándose de estar a la cabeza de un Estado y de consagrar todos sus cuidados a hacerle muy virtuoso, acusen enseguida a la primera ocasión al Estado mismo de ser muy corrupto? ¿Crees que haya alguna diferencia entre él y los anteriores? El sofista y el orador, querido mío, son una misma cosa o dos cosas muy parecidas, como dije a Polo. Pero por no conocer esta semejanza, piensan que la retórica es lo más bello del mundo, y desprecian la profesión del sofista. Sin embargo, la sofística, en belleza, está por encima de la retórica, como lo está la función del legislador sobre la del juez, y la gimnasia sobre la medicina. Creía que los sofistas y los oradores eran los únicos que no tenían derecho a echar en cara al que educan el ser malo para ellos, o que acusándole, se acusarían a sí mismos por no haber hecho ningún bien a los que creían haber hecho mejores. ¿No es esto cierto?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Son también los únicos que podrían no exigir salario por las ventajas que proporcionan, si lo que dicen fuera verdad. En efecto, otro que hubiera recibido cualquier otra clase de beneficio, por ejemplo, que se hubiera hecho ligero en la carrera mediante los cuidados de un maestro de gimnasia, podría quizá negar a éste al reconocimiento que le debe, si el maestro de gimnasia le dejase a su discreción; y si no hubiese hecho con él un convenio oneroso en virtud del cual debía de recibir dinero a cambio de la agilidad que le comunicaba; porque no es, a mi parecer la lentitud de la carrera, sino la injusticia la que hace malos a los hombres. ¿No es así?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Si alguno, por lo tanto, destruyera este principio de maldad, quiero decir, la injusticia, no tendría por qué temer que se portaran injustamente con él. Y sería el único que con seguridad podría dispensar gratuitamente su beneficio, si estaba realmente en su poder hacer a los hombres virtuosos. ¿No convienes en esto?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Probablemente por esta razón no es vergonzoso recibir un salario por otros consejos que se dan, relativos a la arquitectura, por ejemplo, o a cualquier otro arte semejante.

CALLICLES. - Así parece.

SÓCRATES. - Mientras que, si lo que se intenta es inspirar a un hombre toda la virtud de que se es capaz, y enseñarle a gobernar perfectamente a su familia o su patria, se tiene por cosa vergonzosa rehusar la enseñanza hasta no haber asegurado la paga. ¿No es así?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Es evidente que la razón de esta diferencia consiste en que de todos los beneficios, éste es el único que obliga a la persona que le ha recibido a desear hacer bien a su vez a su bienhechor; de suerte que se mira como un buen signo dar al autor de semejante beneficio señales de su reconocimiento, y como mal signo no darle ninguna. ¿No es así?

CALLICLES. - Sí.

SÓCRATES. - Explícame claramente a cuál de estas dos maneras de procurar el bien del Estado me invitas; si a la de combatir las tendencias de los atenienses, con la mira de hacer de ellos excelentes ciudadanos en calidad de médico, o la de ser el servidor de sus pasiones, y tratar con ellos con la intención de admirarlos. Dime sobre este punto la verdad, Callicles, es justo que, habiendo comenzado a hablarme con franqueza, continúes hasta el fin diciéndome lo que piensas y así, respóndeme sincera y generosamente.

CALLICLES. - Te invito a que seas el servidor de los atenienses.

SÓCRATES. - Es muy generoso, Callicles, que me exhortes a que me haga su adulador.

CALLICLES. - Si prefieres tratarlos como Misios, en hora buena. Pero si no tomas el partido de adularlos ...

SÓCRATES. - No me repitas lo que me has dicho muchas veces, que cualquiera me condenará a muerte, si no quieres que, a mi vez, te replique que será un malvado el que haga morir a un hombre de bien; ni me digas que me quitarán los bienes que poseo para que no te diga que si me despoja de los bienes, no sabrá qué hacer de ellos; y que habiéndomelos arrancado injustamente, si los usa, usará de ellos injustamente, y por tanto de manera fea y mala.

CALLICLES. - Me parece, Sócrates, que estás en la firme confianza de que no te sucederá nada semejante, como si estuvieses lejos de todo peligro, y como si ningún hombre, por muy malo quizá y muy despreciable que sea, no pudiera presentarte ante los tribunales.

SÓCRATES. - Sería insensato, Callicles, si no creyera que en una ciudad como Atenas no hay nadie que no esté expuesto a toda clase de accidentes. Pero lo que sé es que si comparezco ante algún tribunal por uno de estos accidentes, el que me cite será un malvado porque nunca un ciudadano virtuoso citará en justicia a ningún inocente. y no sería extraño que fuera yo condenado a muerte. ¿Quieres saber por qué lo creo así?

CALLICLES. - Te escucho.

SÓCRATES. - Pienso que me consagro a la verdadera política con un pequeño número de atenienses, (por no decir que me consagro yo solo), y que hoy sólo yo lleno los deberes de un hombre de Estado. Como no trato en manera alguna de adular a aquellos con quienes converso todos los días; como me fijo en lo más útil y no en lo más agradable, y no quiero hacer esas preciosas cosas que me aconsejas, no sabría qué decir cuando me encontrase delante de los jueces, y lo que decía a Polo viene aquí muy a cuento, seré juzgado como lo sería un médico acusado delante de niños por un cocinero. Analiza, en efecto, lo que un médico, en medio de semejantes jueces tendría que decir en su defensa, si se le acusara en estos términos: Jóvenes, este hombre les ha hecho mucho mal; les pierde a ustedes y a los que son más jóvenes que ustedes; los hace desesperar, cortando, quemándolos, debilitándolos y sofocándolos; les da bebidas muy amargas, y los hace morir de hambre y de sed; y no les sirve, como yo, alimentos de todas clases en gran cantidad y agradables al paladar. ¿Qué piensas que diría el médico en semejante aprieto? Responderá lo que es cierto: Jóvenes, yo he hecho todo eso para conservar su salud. ¿No crees tú que tales jueces prorrumpirían en exclamaciones con semejante respuesta? Con todas sus fuerzas, ¿no es así?

CALLICLES. - Debe creerse.

SÓCRATES. - ¿Este médico no se encontraría grandemente embarazado, a juicio tuyo, al pensar lo que tenía que decir?

CALLICLES. - Seguramente.

SÓCRATES. - Sé muy bien que lo mismo me sucedería a mí, si compareciera en justicia. Porque no podría hablar a los jueces de los placeres que les he proporcionado, placeres que miran como otros tantos beneficios y servicios, y no envidio ni a los que los suministran ni a los que gozan de ellos. Si se me acusa de corromper a la juventud provocando dudas en su espíritu; o de hablar mal de ciudadanos ancianos, pronunciando a propósito de ellos discursos mordaces, en privado o en público, no podré decir, como es cierto, que si obro y hablo de esta manera es con justicia, teniendo en cuenta su ventaja, jueces, y no otra cosa. Y de esta manera me someteré a lo que quiera la suerte.

CALLICLES. - ¿Juzgas, Sócrates, que sea bueno para un ciudadano el verse en una situación que le imposibilita auxiliarse a sí mismo?

SÓCRATES. - Sí, Callicles, con tal de que pueda responder de una cosa en que has convenido más de una vez; con tal, digo, que pueda alegar para su defensa no haber pronunciado ningún discurso, ni ejecutado ninguna acción injusta de la que se avergüence, ni para con los dioses ni para con los hombres; porque muchas veces hemos reconocido que este recurso es por sí mismo el más poderoso de todos. Si me probaran que soy incapaz de procurarme este auxilio a mí mismo o a cualquier otro, me avergonzaría al verme cogido en esta falta, delante de pocos o de muchos, y aunque sea delante de mí solo. Me desesperaría si semejante impotencia fuera causa de mi muerte. Pero si perdiera la vida por no haber recurrido a la retórica aduladora, estoy seguro de que me verías soportar con gusto la muerte. Cuando es así, el hombre no teme la muerte, a menos que sea un insensato o un cobarde. Lo temible es cometer injusticias; puesto que el mayor de los males es bajar al Hades con un alma cargada de crímenes. Si lo deseas, tengo ansia de probarte, por medio de la historia, que lo que digo es cierto.

CALLICLES. - Puesto que en todo lo demás has dado la última mano, dala también a esto.

SÓCRATES. - Escucha, como suele decirse, una preciosa historia que, según imagino, vas a tomar por fábula, y que creo que es una verdad, pues como cierto te digo lo que voy a referirte. Zeus, Poseidón y Plutón se dividieron el imperio, según Homero refiere, después de haberlo recibido de manos de su padre. Pero en tiempo de Cronos regía entre los hombres una ley que ha subsistido siempre y subsiste aún entre los dioses, según la cual el que entre los mortales observe una vida justa y santa va después de su muerte a las Islas Afortunadas, donde goza de una felicidad perfecta al abrigo de todos los males; y, por el contrario, el que ha vivido en la injusticia y en la impiedad, va al lugar del castigo y del suplicio, llamado Tártaro. Bajo el reinado de Cronos y en los primeros años del de Zeus, estos hombres eran juzgados en vida por jueces vivos que pronunciaban sobre su suerte el día mismo que debían morir. Pero estos juicios tenían graves inconvenientes. Así, Plutón y los gobernadores de las Islas Afortunadas acudieron a Zeus y le dijeron que se les enviaban hombres que no merecían ni las recompensas ni los castigos que se les había impuesto. Haré cesar esta injusticia, respondió Zeus; lo que hace que los juicios no salgan bien hoy, es que se juzga a los hombres con el vestido de su cuerpo, porque se les juzga estando vivos. De aquí resulta, prosiguió él, que muchos que tienen el alma corrompida, se hallan revestidos de cuerpos bien formados, de nobleza, de riquezas, y cuando se trata de pronunciar la sentencia, se presentan en su favor una multitud de testigos dispuestos a declarar que han vivido bien. Los jueces se dejan convencer con todo esto, y además juzgan también estando vestidos de carne, y teniendo delante de su alma ojos, oídos y toda la masa del cuerpo que los rodea. Sus propios vestidos, por consiguiente, y los de aquellos a quienes juzgan son para ellos otros tantos obstáculos. Por lo tanto, es preciso comenzar, añadió, por quitar a los hombres la presciencia de su última hora, porque ahora lo conocen de antemano. He dado órdenes a Prometeo, para que los despoje de este privilegio. Además, es mi voluntad que se les juzgue en desnudez absoluta, libre de lo que les rodea, y que para ello no sean juzgados, sino después de la muerte. También es preciso que el juez mismo esté desnudo, es decir, muerto, y que examine inmediatamente por su alma al alma de cada uno después que haya muerto, y que, separada de su parentela, haya dejado sobre la tierra todo este ornato, para que así el juicio sea justo. Antes que ustedes, ya había advertido este abuso, y para remediarlo he nombrado por jueces a tres de mis hijos: dos de Asia, Minos y Radamanto, y uno de Europa, Eaco. Cuando hayan muerto, celebrarán sus juicios en la pradería, ahí donde hay dos caminos, uno de los cuales conduce: a las Islas Afortunadas y el otro al Tártaro. Radamanto, juzgará a los hombres de Asia, Eaco los de Europa; y daré a Minos la autoridad suprema para decidir en último recurso en los casos en que se encuentren indecisos el uno o el otro, para que el destino definitivo que los hombres hayan de recibir después de la muerte, sea determinado con toda la equidad posible. Tal es, Callicles, la narración que he oído y que tengo por verdadera. Razonando sobre esta historia, he aquí lo que me parece que resulta. La muerte no es otra cosa que la separación de estas dos cosas, del alma y del cuerpo. En el momento en que se separan la una de la otra, cada una de ellas no es muy diferente de lo que era cuando vivía el hombre. El cuerpo conserva su naturaleza y los vestigios bien señalados del cuidado que de él se ha tenido o de los accidentes que ha experimentado; por ejemplo, si alguno en vida tenía un gran cuerpo, obra de la naturaleza o de la educación o de ambas, después de la muerte su cadáver será grande; si era robusto, su cadáver lo es también, y así en todo lo demás. En igual forma, si tuvo gusto en cuidar su cabellera, su cadáver tendrá mucho pelo. Si era quimerista, que llevaba en su cuerpo las huellas y las cicatrices de los golpes y heridas recibidas, cuando se muera se encontrarán las mismas huellas en su cadáver. Si tuvo en vida algún miembro roto o dislocado, los mismos defectos aparecen después de la muerte; en una palabra, tal como se ha querido ser durante la vida, en lo relativo al cuerpo, todo o en gran parte aparece después de la muerte. Me parece, Callicles, que lo mismo sucede respecto del alma, y que cuando se ve despojada de su cuerpo, lleva las señales evidentes de su carácter y de las diversas afecciones que cada uno ha experimentado en su alma, como resultado del género de vida que ha abrazado. Así, después de que se presentan delante de su juez, como los de Asia delante de Radamanto, éste, haciéndoles aproximar, examina el alma de cada uno sin saber a quién pertenece. Muchas veces, teniendo entre manos al gran rey o algún otro soberano o potentado, descubre que no hay nada sano en su alma, sino que los perjurios y las injusticias la han en cierta manera azotado y cubierto de cicatrices, grabando cada hecho de éstos un sello sobre su alma; que los torcidos rodeos de la mentira y de la vanidad aparecen allí trazados, y que nada recto se encuentra en ella, porque se ha educado muy lejos de la verdad. Ve que un poder sin límites, una vida muelle y licenciosa, una conducta desarreglada, han llenado esta alma de desorden y de infamia. Tan pronto como vea todo esto, le enviará a una vergonzosa prisión donde, apenas llegue, recibirá el castigo correspondiente. Cuando uno sufre una pena, y es castigado por otro con justo motivo, sucede que el castigado se hace mejor y se convierte en provecho propio, o sirve de ejemplo a los demás, con el fin de que, siendo testigos de los tormentos que sufre, teman otro tanto por sí mismos y procuren enmendarse. Los que sacan provecho de los castigos que sufren de parte de los hombres y de los dioses, son aquellos cuyas faltas admiten expiación naturalmente. Pero esta enmienda se verifica en ellos, en la tierra o en los infiernos, por medio de dolores y sufrimientos, porque no hay otra manera de purgarse de la injusticia. En cuanto a los que han cometido los más grandes crímenes y que por esta razón son incurables, sirven de ejemplo a todos los demás, su castigo no es para ellos de ninguna utilidad, porque son incapaces de curación; es útil a los demás que ven los muy grandes, dolorosos y terribles tormentos que sufren para siempre por sus faltas, estando en cierta manera como arrestados en la mansión del Hades, como un ejemplo que sirve a la vez de espectáculo y de instrucción a todos los malos que llegan ahí incesantemente. Sostengo que Arquelao será parte de ellos, si lo que Polo ha dicho de él es cierto, y lo mismo sucederá con cualquier otro tirano que se le parezca. Creo también que la mayor parte de los que son así presentados en espectáculo como incorregibles, son tiranos, reyes potentados, hombres de Estado. Porque éstos son los que, a la sombra del poder del que están revestidos, cometen las acciones más injustas y más impías. Homero me sirve de testigo. Los que presenta sufriendo tormentos para siempre en los infiernos son reyes y potentados, tales como Tántalo, Sísifo y Ticio. En cuanto a Tersites, y lo mismo sucede con los otros malos, que no han salido de la vida privada, ningún poeta lo ha presentado sufriendo los más terribles tormentos ni le ha supuesto como culpable incorregible, sin duda porque no estaba revestido de poder público; en lo cual era más dichoso que los que impunemente podían ser malos. En efecto, Callicles, los mayores criminales se forman de los que tienen en su mano la autoridad. No es decir que entre ellos no se encuentren hombres virtuosos; y los que lo son, no hay palabras con qué ponderarlos. Porque es muy difícil, Callicles, y digno de los mayores elogios no salir de la justicia cuando se tiene plena libertad de obrar mal, y son bien pocos los que se encuentran en estas condiciones. Ha habido, sin embargo, en esta ciudad y en otros puntos, y habrá sin duda, personajes excelentes en este género de virtud, que consiste en administrar, según las reglas de la justicia, lo que les está confiado. De este número ha sido Arístides, hijo de Lisímaco, que en este mismo concepto ha adquirido reputación en toda la Hélade; pero la mayor parte de los hombres, querido mío, se hacen malos en el poder. Volviendo a lo que antes decía, cuando alguno de éstos cae en manos de Radamanto, no sabe quién es, ni quiénes son sus parientes, y sólo descubre una cosa, que es malo; y después de reconocerle como tal, le relega al Tártaro, no sin marcarle con cierta señal, según se le juzgue capaz o incapaz de curación. Cuando llega al Tártaro el culpable es castigado según merece. Otras veces, viendo un alma que ha vivido santamente y en la verdad, sea el alma un particular o la de cualquiera otro; pero sobre todo, Callicles, a lo que yo pienso, la de un filósofo ocupado únicamente de sí mismo, y que durante su vida ha evitado el trajín de los negocios, se entusiasma por ella y le envía a las Islas Afortunadas. Eaco hace lo mismo por su parte. Uno y otro ejercen sus funciones de jueces, teniendo en las manos una vara. Minos está sentado solo, vigila a los otros, y tiene un cetro de oro que Odiseo, de Homero, dice haber visto: Teniendo en la mano un cetro de oro y administrando justicia a los muertos.

Tengo una fe completa en lo dicho, y estoy resuelto a comparecer delante del juez con el alma tan pura como pueda. Por lo tanto, despreciando lo que la mayor parte de los hombres estiman, y no teniendo otra guía que la verdad, haré cuanto pueda por vivir y morir, cuando el tiempo se haya cumplido, tan virtuoso como me sea posible. Invito a todos, y te invito a ti mismo, a mi vez, a adoptar este género de vida, y ejercitarse en este combate, el más interesante a mi juicio de todos los de este mundo. Te digo que no estarás en estado de auxiliarte a ti mismo, cuando sea preciso comparecer y sufrir el juicio de que hablo; y que cuando hayas llegado a la presencia de tu juez, el hijo de Egina; cuando te haya cogido y llevado delante de su tribunal, bostezarás y perderás la cabeza ahí, ni más ni menos que yo la perdería delante de los jueces de esta ciudad. Quizá entonces te abofetearán ignominiosamente y te dirigirán toda clase de ultrajes.

Probablemente miras todo esto como un cuento de viejas y no haces de ello ningún aprecio, y no sería extraño que no lo tomáramos en cuenta, si, después de muchas indagaciones, pudiéramos encontrar algo más verdadero y mejor. Pero ya ves que ustedes tres, que son hoy día los más sabios de la Hélade, tú, Polo y Gorgias, no pueden probar que se deba adoptar otra vida que la que nos será útil allá abajo. Por el contrario, de tantas opiniones como hemos discutido, todas las demás han sido combatidas, y la única que subsiste inquebrantable es ésta, que se debe antes sufrir una injusticia que hacerla; y que en todo caso es preciso procurar no parecer hombre de bien, sino serIo en realidad, tanto en público como en privado; y que si alguno se hace malo en algo, es preciso castigarle; y que después de ser justo, el segundo bien consiste en volver a serIo, recibiendo el castigo que sea merecido; que es preciso huir de toda adulación, tanto respecto de sí mismo como de los demás, sean muchos o pocos; y que jamás se debe hacer uso de la retórica, ni de ninguna otra profesión, sino en obsequio a la justicia. Ríndete, pues, a mis razones, y sígueme en el camino que te conducirá a la felicidad en esta vida y después de la muerte, como mis razonamientos lo acaban de demostrar. Sufre que se te desprecie como un insensato, que se te insulte, si se quiere, y déjate con grandeza de alma maltratar de esa manera, que te parece tan ultrajante. Ningún mal te resultará, si eres realmente hombre de bien, y te consagras a la práctica de la virtud. Después que la hayamos cultivado en común, entonces, si nos parece conveniente, tomaremos parte en los negocios públicos; y cualquiera que sea aquel sobre que tengamos que deliberar, deliberaremos con más acierto de lo que podríamos hacerlo ahora. Porque es una vergüenza para nosotros que en la situación en que al parecer estamos, presumamos como si valiéramos algo, siendo así que cambiamos de opinión a cada instante sobre los mismos objetos, y hasta sobre lo que hay de más importante, ¡tan profunda es nuestra ignorancia! Por lo tanto, sirvámonos de la luz que arroja esta discusión, como de un guía que nos hace ver que el mejor partido que podemos tomar es vivir y morir en la práctica de la justicia y de las demás virtudes. Marchemos por el camino que nos traza, y comprometamos a los demás a que nos imiten. No demos oídos al discurso, que te ha reducido y que suplicabas que admitiera como bueno; porque no vale nada, mi querido Callicles.

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