Índice de Introducción a la teoría de la ciencia de Johann Gottlieb FichteSegunda introducción a la teoría de la ciencia (Primera parte)NotasBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA DE LA CIENCIA

Segunda parte

Esta mi limitación en su determinación se revela en la limitación de mi facultad práctica (aquí es donde la filosofía se encuentra impulsada a rebasar el dominio teorético y entrar en el práctico), y la precepción inmediata de ella es un sentimiento (así prefiero decir, mejor que con Kant sensación; la sensación nace sólo con la referencia a un objeto por medio del pensar): el sentimiento de lo dulce, lo rojo, lo frío, etc.

Olvidado este sentimiento primitivo, conduce a un idealismo trascendental sin base y a una filosofía incompleta, que no puede explicar los predicados meramente sensibles de los objetos. por este derrotero me parece haberse extraviado Beck y haber sospechado Reinhold la teoría de la ciencia.

Querer explicar a su vez este sentimiento primitivo por la acción causal de un algo, es el dogmatismo de los kantianos que he señalado en lo anterior y que ellos gustarían de achacar a Kant. Este su algo es necesariamente la desdichada cosa en sí. En el sentimiento inmediato tiene toda explicación trascendental un término, por el motivo antes señalado. Pero el yo empírico observado desde el punto de vista trascendental se explica su sentimiento, sin duda alguna, según esta ley: nada limitado sin algo limitante. Se crea por medio de la intuición una materia extensa, a la cual como a su fundamento transporta por medio del pensar aquel algo meramente subjetivo del sentimiento y simplemente por medio de esta síntesis se hace un objeto. El subsiguiente análisis y la subsiguiente explicación de su propio estado le da su sistema del mundo, y la observación de las leyes de esta explicación, al filósofo su ciencia. Aquí radica el realismo empírico kantiano, que es, empero, un idealismo trascendental.

Esta determinación toda, y según esto también la suma de los sentimientos hecha posible por medio de ella, hay que considerarlas como determinadas a priori, esto es, absolutamente y sin ninguna cooperación nuestra. Es la receptividad kantiana, y un caso particular de ella es para él una afección. Sin ella es la conciencia ciertamente inexplicable.

Es, sin duda, un hecho inmediato de la conciencia: yo me siento determinado de este modo y de este otro. Más cuando los filósofos frecuentemente loados quieren explicar este sentimiento, ¿no comprenden que quieren colgarle algo que no hay inmediatamente en el hecho? ¿Y cómo pueden hacerlo, sino por medio del pensar, y además del pensar según una categoría, aqui según el principio del fundamento real? Pero si no tienen una intuición inmediata de la cosa en sí y de sus relaciones, ¿qué más saben acerca de este principio, sino que ellos están forzados a pensar de acuerdo con él? No dicen, por consiguiente, nada más sino que están forzados a agregar con el pensar una cosa como fundamento. Esto se les concede para el punto de vista en que se hallan, y se afirma como ellos. Su cosa está producida por su pensar; mas el punto debe haberse producido de nuevo una cosa en sí, esto es, no producida por el pensar. Verdaderamente, no los entiendo. Yo no puedo ni pensar este pensamiento, ni pensar un entendimiento con el que se piense este pensamiento, y desearía mucho con esta declaración haber liquidado para siempre con ellos.


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Tras esta disgresión tornamos a nuestro primer propósito, describir la marcha de la teoría de la ciencia y justificarla frente a las objeciones de ciertos filósofos. El filósofo se contempla a sí mismo en el actuar mediante el cual construye el concepto de sí mismo para sí mismo, dijimos anteriormente (número 5), y el piensa este actuar, añado aquí. El filósofo es consciente, sin duda, de aquello de que habla, pero una mera intuición no da conciencia. Sólo se es consciente de aquello que se piensa con el concepto. Este pensar con el concepto su actuar es, como ya se advirtió igualmente antes, muy posible al filósofo, que ya está en posesión de la experiencia. El filósofo tiene un concepto de actuar en general y como tal, en contraste con el ser, para él igualmente ya conocido. Y tiene un concepto de actuar especial de que ahora se trata, en cuanto que éste es, en parte, un actuar de la inteligencia como tal, simplemente una actividad ideal, pero en modo alguno un actuar real por medio de la facultad práctica en sentido estricto, y en parte, entre las acciones posibles de esta inteligencia como tal, sólo el actuar que vuelve sobre sí mismo, pero no el que va hacia fuera en dirección a un objeto.

Sólo no hay que dejar de tener en cuenta tampoco aquí, como en ninguna parte, que la intuición es y será siempre la base del concepto, lo aprehendido en el concepto. No podemos crearnos de un modo absoluto por medio del pensar. Sólo podemos pensar lo inmediatamente intuido. Un pensar que no tenga por fundamento ninguna intuición, que no aprehenda ningún intuir dado en el mismo indiviso momento, es un pensar vacío. No es propiamente un pensar. A lo sumo, podrá consistir en pensar un mero signo del concepto, y si este signo es una palabra, como es de esperar, en pronunciar esta palabra sin comprenderla. Yo determino para mí, pensando su contrario, mi intención: esto y no otra cosa significa la expresión yo formo el concepto de la intuición.

Mediante el pensar se torna para el filósofo el actuar pensado en el objetivo, esto es, flotante ante él como algo que, en tanto lo piensa, obstaculiza la libertad (la indeterminación) de su pensar. Esta es la verdadera y primitiva significación de la objetividad. Tan cierto como que pienso, pienso algo determinado. Pues en otro caso no pensaría, no pensaría nada. O con otras palabras: la libertad de mi pensar, que hubiera podido dirigirse a una infinita multiplicidad de objetos, como así lo supongo, va ahora tan sólo hacia esta limitada esfera del pensar mi objeto presente. está limitada a ella. Me mantengo con libertad dentro de esta esfera, si me miro. Soy retenido por esta esfera y limitado por ella, si sólo miro al objeto y olvido al pensarlo mi pensar. Cosa esta última que sucede a todas horas en la posición del pensar vulgar.

Lo acabado de decir servirá para rectificar las siguientes objeciones y malas inteligencias.

Todo pensar se dirige necesariamente a un ser, dicen algunos. Mas al yo de que parte la teoría de la ciencia no le conviene ningún ser. Luego no puede pensarse, y la ciencia entera que se edifica sobre algo tan absolutamente contradictorio en sí mismo, es vacua y nula.

Permítaseme, ante todo, hacer una observación general sobre el espíritu de que brota esta objeción. Puesto que estos filósofos llevan el concepto del yo establecido por la teoría de la ciencia a la escuela de su lógica, y lo examinan según las reglas de esta lógica, piensan este concepto, sin duda alguna. ¿Cómo, si no, podrían compararlo y relacionarlo? Si no pudieran pensarlo realmente, tampoco podrían decir la menor cosa sobre él, y les resultaría desconocido absolutamente en todos los respectos. Pero, como vemos, han llegado felizmente a pensarlo. Luego tienen que poder pensarlo. Mas porque, de acuerdo con sus reglas, antaño aprendidas de memoria y mal entendidas, no hubiesen debido poder, prefieren negar la posibilidad de una acción, inmediatamente después o en el mismo instante que la llevan a cabo, antes que renunciar a las reglas. Y creen a cualquier libro viejo más que a su propia e íntima conciencia. ¡Cuán poco son capaces estas gentes de darse cuenta de lo que ellas mismas hacen! ¡Cuán maquinalmente, y hasta sin necesidad de interna atención ni espíritu, son susceptibles de producirse sus espécimenes filosóficos! Monsiur Lourdan creía que había hablado toda su vida en prosa sin saberlo, lo cual le resultaba admirable. Estos, en su lugar, hubieran demostrado en la más bella prosa que no podían hablar en prosa, por no conocer sus reglas y deber anteceder las condiciones de la posibilidad de una cosa a la realidad de la misma. Es de esperar, si el idealismo crítico prosigue resultándoles molesto, que vayan próximamente a consultar en Aristóteles si viven realmente o si ya están muertos y sepultados. Poniendo en duda la posibilidad de ser conscientes de su libertad y yoidad, están ya subrepticiamente en duda sobre este punto.

Su objeción podría, por consiguiente y en justicia, rechazarse sin más, puesto que se contradice a sí misma. Pero veamos donde puede encontrarse propiamente la causa de la mala inteligencia. Todo pensar parte necesariamente de un ser:¿qué puede querer decir esto? Si por ello debe entenderse la proposición que nosotros acabamos de sentar y desarrollar, en todo pensar hay un algo pensado, un objeto del pensar, al cual se limita este determinado pensar y por el cual aparece limitado, su premisa tiene que ser concedida sin duda alguna, y no es la teoría de la ciencia quien pudiera negarla. Esta objetividad para el mero pensar conviene, sin duda alguna, también al yo, del cual parte la teoría de la ciencia, o lo que significa enteramente lo mismo, el acto mediante el cual el yo se construye para sí mismo. Simplemente por medio del pensar obtiene y simplemente para el pensar tiene esta objetividad. Es sólo un ser ideal. Si, por el contrario, no debe entenderse que el ser, en la proposición de los adversarios, un mero ser ideal, sino un ser real, es decir, algo que limite no meramente la actividad ideal del yo, sino también la que actúa realmente, la propiamente práctica, algo permanente en el tiempo, y consistente (o resistente) en el espacio, y quieren aquellos afirmar en serio que sólo algo asi puede pensarse, esto es una afirmación enteramente nueva e inaudita que hubieran debido pertrechar con una cuidadosa prueba. Si tuviesen razón, no sería ciertamente posible ninguna metafísica, pues no sería posible pensar el concepto del yo. Pero entonces tampoco sería posible ninguna conciencia de sí, ni por ende, ninguna conciencia en general. Tendríamos ciertamente que dejar de filosofar; pero ellos no habrían ganado nada con ello, pues también ellos tendrían que dejar de refutarnos. Pero ¿es que pasa ni siquiera con ellos mismos lo que pretenden? ¿Es que no se piensan a sí mismos en cada momento de su vida como libres y actuantes? ¿Es que no se piensan, por ejemplo, a sí mismos como los libres autores de las objeciones tan razonables y tan originales que de tiempo en tiempo aducen contra nuestro sistema? ¿Es acaso este sí mismos algo que resista a su actuación, o no es más bien justamente lo contrario de lo que resiste, lo que actúa? Necesito remitirles sobre este punto de nuevo a lo antes dicho (número 5). Si se atribuyera al yo un ser semejante, dejaría de ser un yo. Se tornaría una cosa y su concepto quedaría aniquilado. Posteriormente sin duda -no posteriormente en la línea del tiempo, sino en la línea de la dependencia del pensar- se adjudica también al yo, que sigue y tiene que seguir, empero, siendo un yo en nuestra acepción del término, un ser semejante: en parte, la extensión y la consistencia en el espacio, y en este respecto viene a ser un cuerpo orgánico determinado; en parte, la identidad y la duración en el tiempo, y en este respecto viene a ser una alma. Pero es la incumbencia de la filosofía mostrar y explicar genéticamente como llega el yo a pensarse a si. Y nada de esto pertenece, por ende, a lo que hay que suponer, sino a lo que hay que deducir. Quedamos en esto: el yo es, primitivamente, sólo un actuar. Sólo con que se le piense como algo activo, se tiene ya de él un concepto empírico y que por tanto hay que deducir (15).

Pero tan totalmente sin pruebas no quieren los adversarios haber sentado la proposición indicada. Pretender probarla por la lógica y, si Dios quiere, por el principio de contradicción.

Si hay algo que saltando a los ojos muestre el lamentable estado de la filosofía como ciencia en nuestros días son semejantes cosas. Si alguien se permitiese hablar sobre matemáticas, sobre física, sobre cualquier ciencia, de tal modo que se pudiera colegir de ello una absoluta ignorancia sobre las primeras nociones de esa ciencia, se le volvería a enviar, sin más, a la escuela, como habiéndola abandonado demasiado pronto. Y en la filosofía, ¿no se podría hacer lo mismo? Si alguien se produce aquí del mismo modo, ¿habrá que dar al sagaz varón, entre inclinaciones delante de todo el público, la enseñanza privada que le hace falta, sin dejar escapar un gesto de fastidio o de burla? ¿Es que los filósofos no han puesto en claro, en dos mil años, ni siquiera una proposición que puedan dar ahora por supuesta, sin necesidad de más prueba, en los compañeros de arte? Si hay una proposición semejante es, ciertamente, la que afirma la distinción entre la lógica, como una ciencia simplemente formal, y la filosofía real o metafísica. Más, ¿qué dice este tan temible principio lógico de contradicción, con el cual se pretende derribar por el suelo, de un golpe, nuestro sistema? Hasta donde me es conocido, nada más que esto: si un concepto está ya determinado por una cierta nota, no puede ser determinado por otra opuesta a la primera. Pero por qué nota haya de estar determinado primitivamente un concepto, no lo dice, si puede, por su naturaleza, decirlo, pues el principio supone como ya habida la determinación primitiva, y sólo tiene aplicabilidad en tanto se la supone como habida. Sobre la determinación primitiva habrá que ir a buscar noticia en otra ciencia.

Es, según oímos a estos filósofos, contradictorio no determinar un concepto cualquiera por el predicado del ser real. Pero ¿cómo podría ser contradictorio, fuera del caso en que ya hubiesen determinado este concepto por este predicado y posteriormente quisieran negárselo de nuevo, habiendo de seguir siendo el mismo concepto? Y ¿quién les ha dicho que determinen así el concepto? ¿No advierten estos virtuosos de la lógica que postulan el principio y se revuelven en un círculo palpable? Si hay en realidad un concepto que primitivamente, según las leyes de la razón sintética, en modo alguno de la mera razón analítica, no esté determinado por el predicado del ser real, es cosa que han de preguntar simplemente a la intuición. Sólo contra el que apliquen posteriormente este predicado a este concepto -bien entendido, en el mismo respecto en que ya le han negado la determinación por él- pretende ponerles en guardia la lógica. Pero si, por lo que a su persona respecta, no se hubiesen elevado todavía a la conciencia de la intuición en que no entra ningún ser -la intuición misma la tienen, de ello se cuida ya la naturaleza de la razón-; si, digo, no se hubiesen elevado todavía a la conciencia de esta intuición, sin duda que estarían determinados por el predicado del ser real todos sus conceptos, que sólo pueden proceder de la intuición sensible, y únicamente se habrían equivocado en el nombre, creyendo saber esto por la lógica, cuando sólo lo saben por la intuición de su pobre yo sensible. Por lo que respecta a su persona, se contradirían, en efecto, si pensasen posteriormente uno cualquiera de sus conceptos sin dicho predicado. Guarden, por consiguiente, para sí su regla, que sin duda es universalmente válida en la esfera de su posible pensar, y mírenla siempre muy cuidadosamente, a fin de que no pequen contra ella. Por lo que toca a nuestra persona, podemos no usarla, pues poseemos todavía algunos conceptos más que ellos, a cuyo dominio no se extiende la regla y cuyo dominio ellos no pueden enjuiciar, porque no existe pura y simplemente para ellos. Atiendan, pues, a sus negocios y déjennos atender a los nuestros. Incluso concediéndoles el principio de que en todo pensar ha de haber un objeto del pensar, no les concedemos en modo alguno un principio lógico, sino un principio que en la lógica se supone y por el cual ella misma se hace posible. Determinar el pensar y los objetos (los objetos en la significación antes apuntada) es enteramente lo mismo. Ambos conceptos son idénticos. La lógica de las reglas de esta determinación. Por consiguiente, supone, creería yo, el determinar en general como un hecho de la conciencia. Que todo pensar tiene un objeto, sólo puede mostrarse en la intuición. Piensa y fíjate en este pensar, cómo lo haces, y encontrarás, sin duda, que opones a tu pensar un objeto de este pensar.

Otra objeción, emparentada con la que acabamos de examinar, es ésta. Si no partís de ningún ser, ¿cómo podréis, sin proceder de un modo inconsecuente, deducir un ser? Jamás sacaréis de aquello que encontráis delante de vosotros para trabajarlo otra cosa que la que tengáis en ello -si es que procedéis honradamente a la obra y no os las arregláis con juegos de manos.

Respondo: No se deduce, ciertamente, ningún ser en el sentido en que soléis tomar la palabra; un ser en sí. Lo que el filósofo ha encontrado delante de sí es un actuante según leyes. Y lo que él sienta es la serie de las acciones necesarias de este actuante. Entre estas acciones se halla también una que al actuante mismo se le presenta como un ser, y que, según leyes a mostrar, tiene que presentársele así necesariamente. Para el filósofo, que contempla desde un punto de vista superior, es y será un actuar. Un ser lo es simplemente para el yo observado. Este piensa en realista. Para el filósofo es un actuar y nada más que un actuar. Pues piensa, como filósofo, como idealista.

Para decirlo de una vez con toda claridad en esta ocasión: la esencia del idealismo trascendental en general, y la de su exposición en la teoría de la ciencia en particular, consiste en que el concepto del ser no se considera como un concepto primario y primitivo, sino simplemente como un concepto derivado, y derivado por medio del contraste con la actividad, o sea, sólo como un concepto negativo. Lo único positivo es, para el idealista, la libertad. El ser es para él una mera negación de ésta. Bajo esta condición tan sólo tiene el idealista una firma base y resulta concordante consigo mismo. Para el dogmático, por el contrario, que creía reposar seguro sobre el ser como algo que no había que investigar ni fundamentar más, es esta afirmación una locura y un horror, pues en ella sola le va la vida.

Aquello tras lo cual ha encontrado siempre un rincón donde refugiarse en medio de todas las tormentas que de tiempo en tiempo han caído sobre él, un ser primitivo cualquiera, aunque sólo fuese una materia totalmente ruda e informe, se quita completamente de en medio, y el dogmatismo se queda desnudo y aislado. Contra este ataque no tiene más armas que atestiguar su cordial hastío y afirmar que lo que se le pide no lo entiende en absoluto, no quiere en absoluto, ni puede, pensarlo. Nosotros damos gustosos fe a esta afirmación y nos limitamos a rogar por nuestra parte que se dé igualmente fe a nuestra afirmación de que, por lo que toca a nuestra persona, podemos pensar perfectamente nuestro sistema. Más aún. Si también esto les resultase demasiado dificil, podemos prescindir incluso de esta exigencia y dejarles juzgar sobre este punto como les plazca. Que no podemos obligarles a admitir nuestro sistema, porque el admitirlo depende de la libertad, ha sido ya concedido varias veces solemnemente. Sólo la afirmación de su incapacidad, que es algo meramente subjetivo, le queda al dogmático, dije; pues la ocurrencia de parapetarse detrás de la lógica general y conjurar la sombra del Estagirita, cuando ya no se sabe a qué acudir por uno mismo, es enteramente nueva y encontrará pocos imitadores, incluso en medio de la desesperación general, pues no se necesita sino el leve conocimiento escolar de lo que es propiamente lógica, para desdeñar semejante defensa.

Nadie se deje cegar por el hecho de que semejantes adversarios imiten el lenguaje del idealismo. Dándoles razón con la boca, aseguran saber que sólo de un ser para nosotros se puede hablar. Son dogmáticos. Pues todo el que afirma que todo pensar y toda conciencia tiene que partir de un ser, hace del ser algo primitivo, y en esto precisamente consiste el dogmatismo. Con semejante confusión de los términos no hacen sino delatar más claramente el total confusionismo de sus conceptos. Pues un ser meramente para nosotros que, sin embargo, es un ser primitivo, no derivable de nada, ¿qué puede esto significar? ¿Quienes son estos nosotros, únicos para quien es este ser? ¿Son inteligencias como tales? Entonces quiere decir la proposición es algo para la inteligencia tanto como es representado por ella. Y es sólo para la inteligencia tanto como es sólo representado. Por consiguiente, el concepto de un ser que, desde un cierto punto de vista, deba darle independientemente de la representación, tendría que derivarse de la representación, puesto que sólo por ella sería. Y estas gentes estarían, según eso, más de acuerdo con la teoría de la ciencia de lo que ellos mismos habrían pensado. O esos nosotros son cosas, cosas primitivas, cosas en sí. Más ¿cómo ha de ser para éstas algo, ni cómo han de ser ellas para sí mismas? Pues en el concepto de cosa está implicito que la cosa sea, pero no el que nada sea para ella. ¿Qué puede significar para aquellos la palabra para? ¿Será sólo un inocente adorno que se han puesto para seguir la moda?


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No se puede abstraer del yo, ha dicho la teoría de la ciencia. Esta afirmación puede considerarse desde dos puntos de vista. O bien desde el punto de vista de la conciencia vulgar, diciendo: no tenemos nunca otra representación que la de nosotros mismos; a través de nuestra vida entera, en todo momento, pensamos: yo, yo, yo; y nunca otra cosa que yo. O bien se considera desde el punto de vista del filósofo, y tendría la siguiente significación: a todo lo que se piensa como dándose en la conciencia hay que añadir necesariamente, por medio del pensar, el yo; en la declaración de las determinaciones del espíritu no puede abstraerse nunca del yo; o como Kant lo expresa: todas mis representaciones necesita poder ir acompañadas, ser pensadas como acompañadas del yo pienso. ¡Qué insensatez no sería menester para defender la proposición en la primera significación, ni que pobreza de espíritu para refutarla en esta misma! Si se la toma en la segunda significación, nadie que sea simplemente capaz de entenderla objetará nada contra ella. Y sólo con que se la hubiese pensado antes de un modo preciso, hace mucho que se habría acabado con la cosa en sí. Pues se habría visto que, lo que quiera que pensemos, nosotros somos en el pensar lo pensante, y que, por lo tanto, nunca puede darse nada independiente de nosotros, sino que todo se refiere necesariamente a nuestro pensar.


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Nosotros, por lo que a nuestra persona respecta, no podemos pensar bajo un concepto del yo nada más que nuestra querida persona, en oposición a otras personas, confiesan otros adversarios de la teoría de la ciencia. Yo significa mi persona determinada, aquella que se llama como yo me llamo, Cayo o Sempronio, en oposición a todas las demás que no se llaman así. Si, pues, abstraigo de esta personalidad individual, como pide la teoría de la ciencia, no me queda absolutamente nada que pueda caracterizarse por un yo. Podría llamar a lo que queda igualmente : bien ello.

¿Qué quiere decir propiamente esta objeción lanzada contra tanta audacia? ¿Habla de la síntesis real y primitiva del concepto del individuo (de la propia y querida persona y de otras personas) y quieren decir por ende que en este concepto no se ha sintetizado nada más que el concepto de un objeto en general, del ello, y la distinción entre él y los demás iguales suyos, que por consiguiente son igualmente un ello y nada más o se apoya en el lenguaje y quieren decir aproximadamente que en el lenguaje mediante la expresión yo no se designa nada más que la individualidad? Por lo que toca a lo primero, todo el que sea aún dueño de sus sentidos ha de comprender que con la distinción entre un objeto y sus iguales, o sea, otros objetos, no surge nada más que un objeto determinado, pero en modo alguna una persona determinada. Con la síntesis del concepto de la persona sucede algo totalmente distinto. La yoidad (la actividad que vuelve sobre sí misma, la objetividad subjetiva, o como se quiera) se opone primitivamente al ello, a la mera objetividad. Y el poner este concepto es un poner absoluto, no condicionado por ningún otro poner, tético, no sintético. Lo que se hace es transportar el concepto de la yoidad encontrado en nosotros mismos a algo que en este primer poner se ha puesto como un ello, como un mero objeto, como algo fuera de nosotros, y unirlo sintéticamente con este algo. Y únicamente por medio de esta síntesis condicionada surge para nosotros un tú. El concepto de surge por medio de la unión del ello y del yo. El concepto del yo en esta oposición, o sea, como concepto del individuo, es la síntesis del yo consigo mismo, y lo que pone no en general, sino lo que pone como un yo, soy yo, y lo puesto en el mismo acto por mí, y no por sí mismo, como un yo, eres tú. De este producto de una síntesis a exponer puede abstraerse, sin duda alguna, pues lo que uno mismo ha sintetizado ha de poder también analizarlo. Y lo que queda después de esta abstracción es el yo en general, es decir, el no-objeto. Tomada en este sentido sería esta objeción sumamente absurda.

O, ¿se apoyan estos adversarios en el lenguaje usual? Si tuviesen razón en afirmar que la palabra yo sólo había significado hasta aquí en el lenguaje el individuo, ¿se seguiría del hecho de no haberse hasta aquí notado ni designado en el lenguaje una distinción a mostrar en la síntesis primitiva la forzosidad de no notarla nunca ni designarla nunca? Pero, además, ¿es que tienen razón en ello? ¿De qué lenguaje usual hablarán? ¿Acaso del filosófico? Que Kant toma el concepto del yo puro en el mismo sentido en que lo toma la teoría de la ciencia, ya lo he mostrado antes. Cuando se dice: yo soy el pensante en este pensar, ¿me pongo sólo frente a otras personas de fuera de mí? ¿No me pongo, más bien, frente a todo lo pensado? El principio de la necesaria unidad de la apercepción es un principio idéntico, por ende, una proposición analítica, dice Kant (Crítica de la Razón Pura, pág. 135). Esto significa lo mismo que yo decìa ahora: el yo no surge por medio de una síntesis cuya multiplicidad básica se pudiera descomponer aún más, sino por medio de una tesis absoluta. Pero este yo es la yoidad en general, pues el concepto de la individualidad surge patentemente por medio de una síntesis, como acabo de mostrar, y el principio de la individualidad es, por ende, una proposición sintética. Reinhold habla en su principio de la conciencia del sujeto, o en lenguaje vulgar del yo; cierto que simplemente como del sujeto de las representaciones, pero esto no hace nada al caso. Distinguiéndome de lo que me represento como el que se lo represente, ¿me distingo meramente de otras personas, o me distingo de todo lo que me represento como tal? Incluso en los filósofos anteriormente loados, que no anteponen el yo a la multiplicidad de la representación, como hacen Kant y la teoría de la ciencia, sino que lo compilan con ella, ¿es lo pensante uno en el pensar múltiple sólo el individuo, o no lo es más bien la inteligencia en general? En una palabra, ¿hay algún filósofo de nombre que haya hecho antes que ellos el descubrimiento de que el yo significa sólo el individuo, y si se abstrae de la individualidad, sólo queda un objeto en general?

¿O hablan del lenguaje corriente? Para mostrarlo estoy obligado a aducir ejemplos de la vida corriente. Si a alguien en la oscuridad le gritáis: ¿quién está ahí?, y os da, en el supuesto de que su voz os sea conocida, la respuesta: soy yo, es claro que habla de sí como esta persona determinada, y hay que entenderle así: soy yo, el que se llama de este modo, y no ninguno de los restantes, que no se llaman de este modo. Y esto porque, a consecuencia de vuestra pregunta ¿quién está ahí?, suponéis ya que es un ente racional y ahora sólo queréis saber qué ente racional determinado es entre los entes racionales posibles. Pero si por acaso -perdóneseme este ejemplo, que encuentro sumamente adecuado- le estáis cosiendo, cortando, etc., algo a una persona en los vestidos y la lastimáis sin daros cuenta, la persona exclamará, probablemente: para, soy yo, no me toques. ¿Qué querría ella decir con esto? No que es esta persona determinada y no otra, pues esto lo sabéis muy bien, sino que lo que tocáis no es su vestido muerto e insensible, sino su yo viviente y sensitivo, lo cual no sabíais. La persona no se distingue por este yo de otras personas, sino de las cosas. Esta distinción se presenta en la vida incesantemente, y sin ella no podemos dar un paso sobre el suelo ni mover una mano en el aire.

En suma, yoidad e individualidad son conceptos muy diversos, y el caracter compuesto del último se deja advertir muy claramente. Por el primero nos oponemos a todo lo que es fuera de nosotros, no meramente a las otras personas, y bajo él comprendemos no sólo nuestra personalidad determinada, sino nuestro espíritu en general, y así se usa la palabra en el lenguaje filosófico y en el vulgar. La objeción aducida no atestigua sólo, según esto, una insólita indigencia mental, sino también una gran ignorancia y desconocimiento de la más vulgar literatura filosófica.

Pero los objetantes insisten en su incapacidad para pensar el objeto que se les exige y nosotros tenemos que creer en sus palabras. No es que carezcan del concepto en general del yo puro, según la mera racionalidad y espiritualidad, pues en este caso tendrían que dejar de hacernos objeciones, exactamente como tiene que dejar de hacerlas un tarugo, sino que es el concepto de este concepto aquello que les falta y a que no pueden elevarse. Tienen dentro de sí el concepto; sólo no saben que lo tienen. El fundamento de esta su incapacidad no está en una particular flaqueza de su facultad de pensar, sino en una flaqueza de todo su carácter. Su yo, en el sentido en que toman la palabra, es decir, su persona individual, es el fin último de su actuar; por ende, tambièn el límite de su pensar claro. Esta es para ellos la única substancia verdadera y la razón es sólo un accidente de ella. Su persona no existe como una expresión particular de la razón, sino que la razón existe para ayudar a esta persona a pasar por el mundo, y si este mundo pudiera encontrarse igualmente bien sin razón, podríamos prescindir de la razón y no habría razón. Esto se revela a través del sistema entero de sus conceptos en todas sus afirmaciones y muchos de ellos son tan francos que no hacen de ello ningún secreto. Tienen, pues, mucha razón en encarecer su incapacidad personal; sólo no deben dar por objetivo lo que sólo tiene validez subjetiva. En la teoría de la ciencia es la situación justamente la inversa. Aquí es la razón lo único en sí y la individualidad sólo accidental; la razón, fin, y la personalidad, medio; la personalidad, sólo un modo particular de expresar la razón, que tiene que perderse cada vez más en la forma universal de ésta. Sólo la razón es para ella eterna; la individualidad debe perecer incesantemente. Quien no someta ante todo su voluntad a este orden de cosas, no logrará jamás la verdadera comprensión de la teoría de la ciencia.


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Esto de que sólo bajo ciertas condiciones que hay que cumplir peviamente se puede entender la teoría de la ciencia, se les ha dicho ya bastantes veces. Pero ellos no quieren oirlo, y esta franca advertencia les da ocasión para lanzar un nuevo ataque contra nosotros. Toda convicción ha de poder comunicarse por medio de conceptos, y no sólo comunicarse, sino hasta imponerse, afirman. Es un mal ejemplo, un incurable delirio, etcétera, pretender que nuestra ciencia sólo existe para ciertos espíritus privilegiados y que todos los restantes no puedan ver en ella nada, ni comprender nada de ella.

Ante todo vamos a ver lo que por parte de la teoría de la ciencia se ha afirmado propiamente sobre este punto. No se afirma que haya una diferencia primitiva e innata entre hombres y hombres, por virtud de la cual los unos fuesen capaces de pensar y de aprender algo que los otros no podrían pensar absolutamente a consecuencia de su naturaleza. La razón es común a todos y es en todos los entes racionales enteramente la misma. Lo que se encuentra como disposición en un ente racional se encuentra en todos. Más aún. Como ya hemos declarado frecuentemente también en este ensayo, los conceptos que interesan en la teoría de la ciencia son realmente activos en todos los entes racionales, activos con la necesidad de la razón, pues en su actividad se funda la posibilidad de toda conciencia. El yo puro, de incapacidad de pensar el cual se acusan, sirve de base a todo su pensar y se presenta en todo su pensar, ya que todo pensar sólo por él se produce. Hasta aquí va todo mecánicamente. Pero ver la necesidad afirmada ahora mismo de pensar a su vez este pensar, no entra ya en el mecanismo. Para ello es menester elevarse por medio de la libertad a una esfera totalmente distinta, en posesión de la cual no somos puestos por el mero hecho de nuestro existir. Si esta facultad de la libertad no existe ya ni es ejercitada, la teoría de la ciencia no puede intentar nada con el hombre. Sola esta facultad de las premisas sobre las cuales se edifica ulteriormente. Una cosa, al menos, no querrán negar aquellos: que toda ciencia y todo arte supone ciertos conocimientos previos en posesión de los cuales se ha de estar antes de poder penetrar en esa ciencia o en ese arte. Si sólo son conocimientos previos lo que nos falta, pueden responder, proporcionándonoslos. Exponedlos precisa y sistemáticamente. ¿No está la falta en vosotros mismos, que procedéis a la obra sin más y exigís al público que os entienda, antes de haberle comunicado los conocimientos previos de los cuales fuera de vosotros nadie sabe nada? Respondemos: en esto radica justamente todo; que estos conocimientos no son susceptibles de ser proporcionados de un modo sistemático, ni se imponen, ni se dejan imponer; en una palabra, son unos conocimientos que sólo podemos sacar de nosotros mismos a consecuencia de una aptitud previamente alcanzada. Todo descansa en que se sea íntimamente consciente de la propia libertad mediante el continuo uso de ella con clara conciencia y en que haya llegado a ser más cara para nosotros que todas las demás cosas. Cuando en la educación desde la más tierna infancia sea el fin capital y la meta fijada sólo el desplegar la fuerza interior del educando, pero no el darle la dirección; cuando se empiece a formar al hombre para su propia utilidad y como instrumento para su propia voluntad, pero no como instrumento inanimado para otros, entonces es cuando la teoría de la ciencia será universalmente inteligible y fácilmente inteligible. La formación del hombre entero desde su primera infancia, éste es el único camino para llegar a la difusión de la filosofía. La educación ha de resignarse a ser primero más negativa que positiva. Sólo acción recíproca con el educando, no acción interventora sobre él. Lo primero, hasta donde sea posible, es decir, la educación ha de proponerse lo primero, al menos siempre como meta, y ser lo segundo sólo donde no pueda ser lo primero. Entretanto la educación, con o sin clara conciencia, se proponga el fin opuesto y sólo trabaje por obtener la posibilidad de ser utilizado por los demás, sin reflexionar que el principio utilizador está igualmente en el individuo, y que así extirpa las raices de la espontaneidad en la primera infancia y habitúa al hombre a no ponerse nunca por sí mismo en marcha, sino a esperar de fuera el primer impulso, resultará siempre un singular favor de la naturaleza que no se podrá explicar más y que por ende se llamará, con una expresión imprecisa, genio filosófico, el hecho de que en medio y a pesar de la universal relajación se eleven algunos a aquel gran pensamiento.

La razón capital de todos los errores de estos adversarios puede muy bien ser el no haberse puesto perfectamente en claro lo que quiere decir demostrar, y el no haber reflexionado por ende que toda demostración tiene por base algo absolutamente indemostrable. También sobre este punto hubieran podido adoctrinarse en Jacobi, que lo pone completamente en claro, asi como otros muchos puntos aún de los cuales no saben asimismo. Por medio de la demostración se alcanza sólo una certeza condicionada, mediata. A consecuencia de ella es cierta una cosa, si es cierta otra. Si surge una duda sobre la certeza de esta otra cosa, es menester enlazar esta certeza a la certeza de una tercera, y así sucesivamente. ¿Se prolonga este retroceso hasta lo infinito o hay en algún sitio un último miembro? Sé que algunos son afectos a la primera opinión; pero éstos no han reflexionado que, si tuviesen razón, no serían capaces ni siquiera de tener la idea de la certeza, ni podrían buscar ésta, pues lo que quiere decir estar cierto sólo lo saben porque ellos mismos están ciertos de alguna cosa, mientras que si todo fuese cierto bajo condición, no habría nada cierto, ni siquiera bajo condición. Más si hay un último miembro al llegar al cual no cabe seguir preguntando por qué es cierto, hay una cosa indemostrable que sirve de base a toda demostración.

Tampoco parecen haber reflexionado lo que quiere decir demostrar algo a uno. Se le muestra que un cierto asentimiento está ya contenido en otro que él confiesa prestar, según las leyes del pensar, que él nos concede igualmente, y que él admite también necesariamente el primero, pues asegura admitir el segundo. Toda comunicación de la convicción por medio de una demostración supone, según esto, que ambas partes están acordes al menos sobre una cosa. ¿Cómo podría entonces, comunicarse la teoría de la ciencia al dogmático, si, en lo que afecta a lo material del conocimiento, ella no está acorde con él absolutamente en ningún punto (16), o sea, falta la cosa común de la cual pudiera partir justamente?

Finalmente, tampoco parecen haber reflexionado que incluso allí donde hay un punto común semejante nadie puede entrar con su pensar en el alma del otro sin ser él mismo este otro; que cada cual tiene que contar con la espontaneidad del otro y no puede darle los pensamientos determinados, sino sólo la dirección para pensar por sí estos determinados pensamientos. La relación entre entes libres es acción recíproca por medio de la libertad, en modo alguna causalidad por medio de una fuerza de acción mecánica. Esta discusión retorna, según esto y justamente como todas las discusiones que hay entre ellos y nosotros, al punto capital discutido. Ellos suponen la relación de causalidad por todas partes, porque de hecho no conocen ninguna superior, y en esto se funda también esta su exigencia de que se injerte esta convicción en su alma sin que estén preparados para ella y sin que ellos mismos hayan de hacer lo más mínimo por su parte. Nosotros partimos de la libertad y la suponemos, como es justo, en ellos también. En la suposición de la universal validez del mecanismo de las causas y los efectos, se contradicen a sí mismos, sin duda, inmediatamente. Lo que dicen y lo que hacen se halla en contradicción. En efecto, en el instante en que suponen el mecanismo, se elevan por encima de él: su pensar el mecanismo es algo que está fuera de él. El mecanismo no puede aprehenderse a sí mismo, precisamente porque es mecanismo. Aprehenderse a sí mismo, sólo puede hacerlo la conciencia libre. Aquí se encontraría, según esto, un medio de convencerlos en el acto. Pero se tropieza justamente con que esta observación cae completamente fuera de su círculo visual y con que les falta la movilidad y la habilidad de espíritu necesaria para pensar, al pensar un objeto, no sólo este objeto, sino también, y al par con él, su pensar este mismo objeto. Asi pues, toda esta observación, para ellos necesariamente inteligible, no se hace para ellos, sino para otros que ven y están alertas.

Hay que quedarse, por ende, en la afirmación frecuentemente repetida: no queremos convencer a estos filósofos, porque no se puede querer lo imposible; no queremos refutarles su sistema, porque no podemos hacerlo. Para nosotros sí podemos refutar su sistema. Es refutable y muy fácilmente refutable. Un mero soplo del hombre libre lo derrumba. Sólo para ellos no podemos refutarlo. Nosotros no escribimos, hablamos ni enseñamos para ellos, pues no hay absolutamente ningún punto desde el cual pudiéramos acercarnos a ellos. Si hablamos de ellos, no es por ellos, sino por otros, para preservar a estos otros de los errores de aquellos y desviarlos de su palabrería huera y que no significa nada. Esta declaración no deben tenerla por despreciativa. Sacan a luz sus propios remordimientos de conciencia y se ponen públicamente ellos mismos por debajo de nosotros, sintiéndose despreciados por nuestras advertencias. Ellos están, por su parte, en la misma situación frente a nosotros. Tampoco ellos pueden refutarnos, ni convencernos, ni aducir nada adecuado ni eficaz para nosotros. Lo decimos nosotros mismos, y no nos enojaríamos lo más mínimo si nos los dijesen ellos. No decimos lo que les decimos con la mala intención de causarles una molestia, sino para ahorrar a ellos y a nosotros un esfuerzo inútil. Nos alegraría verdaderamente que nos se molestasen. Tampoco en la cosa misma hay nada de despreciativo. Todo el que hoy achaca a su hermano esta incapacidad se ha encontrado necesariamente un día en el mismo estado. Pues todos nosotros hemos nacido en él, y cuesta tiempo elevarse por encima. Justamente cuando los adversarios no se sienten excitados por esta advertencia, para ellos tan odiosa, a enojarse, sino a reflexionar si no podrá haber verdad en ella, se elevarían probablemente sobre la incapacidad reprochada. Desde ahora serían iguales a nosotros y desaparecería todo reproche. Podríamos, pues, vivir en el más pacífico reposo con ellos, si lo permitiesen. Y la culpa no está en nosotros, si a veces nos encontramos complicados en una dura guerra con ellos.

Pero de esto brota al par algo que tengo por muy adecuado advertir al paso: que una filosofía sea ciencia no depende de que sea universalmente válida, como parecen admitir algunos filósofos cuyos muy meritorios trabajos aspiran preferentemente a ser evidentes para todos. Estos filósofos piden lo imposible. ¿Qué puede querer decir que una filosofía vale realmente para todos? ¿Quienes son los todos para quienes se pretende vale? Todo lo que tiene faz humana, no por cierto, pues entonces tendría que valer para el hombre vulgar, para quien el pensar no es nunca fin, sino sólo medio para sus más inmediatas actividades, e incluso para los niños sin uso de razón. ¿Acaso, entonces, los filósofos? Pero ¿quiénes son esos filósofos? No, por cierto, todos aquellos que han recibido el título de doctor de una Facultad de Filosofía, o que han impreso algo que llaman filosófico, o que son incluso miembros de una Facultad de Filosofía. ¡Que se nos dé un concepto determinado del filósofo, sin habernos dado primero un concepto determinado de la filosofía, es decir, sin habernos dado la propia filosofía determinada! Es muy seguramente de preveer que aquellos que crean estar en posesión de la filosofía como ciencia nieguen por completo el título de filósofo a todos los que no reconozcan esta su filosofía, y que por ende hagan del admitir la validez de su propia filosofía el criterio de la filosofía en general. Así deben conducirse, en efecto, si proceden consecuentemente a la obra, pues la filosofía es solo una. El autor de la teoría de la ciencia, por ejemplo, ha declarado hace ya mucho que él es, por lo que a su persona respecta, de esta opinión, en tanto se hable de la teoría de la ciencia no como de una exposición individual que puede perfeccionarse hasta lo infinito, sino como un sistema del idealismo trascendental. Y no tiene por un momento reparo en confesarlo con palabras expresas una vez más. Pero de este modo caemos en un círculo palpable. Mi filosofía es una realidad universalmente válida para todo el que es filósofo, dice aquél, sólo con que él mismo esté convencido, con perfecto derecho; supuesto que ningún mortal fuera de él admitiese sus proposiciones; pues, agregaría, aquel para quien no vale no es filósofo.

Yo pienso sobre este punto de esta manera. Aunque sólo uno esté perfectamente y a todas horas igualmente convencido de su filosofía, si está en ella de perfecto acuerdo consigo mismo, si su libre juicio en el filosofar y el que se le impone en la vida concuerdan a la perfección, la filosofía ha alcanzado en este uno su fin y cerrado su círculo, pues lo ha devuelto exactamente al punto de donde partió con toda la humanidad; y entonces la filosofía como ciencia existe realmente en el mundo, aun cuando ni un ser humano fuera de este mundo, aún cuando ni un ser humano fuera de este uno la comprenda y admita; más, aun cuando ese uno no supiera, por caso, exponerla a los demás. No se dé aquí la trivial respuesta de que los antiguos autores de sistemas han estado convencidos siempre de la verdad de sus sistemas. Esta afirmación es radicalmente falsa y está fundada simplemente en que no se sabe lo que es convicción. Lo que es, sólo puede llegar a saberse teniendo en sí mismo la plenitud de la convicción. Aquellos autores estaban convencidos sólo de este y aquel punto escondido de su sistema, del cual ellos mismos no eran acaso claramente conscientes, pero no del todo. Sólo estaban convencidos en ciertos estados de ánimo. Pero esto no es una convicción. Convicción es sólo aquello que no depende de ningún tiempo ni de ninguna mudanza en la situación; aquello que no es sólo algo accidental al espíritu, sino el espíritu mismo. Sólo de lo inmutable y eternamente verdadero se puede estar convencido, la convicción del error es absolutamente imposible. De estos convencidos habrá habido en la historia de la filosofía muy pocos, acaso uno, acaso ni siquiera este uno. No hablo de los antiguos. Si éstos se plantearon tan sólo con conciencia la cuestión propia de la filosofía, hasta esto es dudoso. Sólo quiero tener en cuenta los más grandes pensadores de la Edad Moderna. Spinoza no podía estar convencido. Sólo podía pensar su filosofía, no creerla, pues estaba en la más directa contradicción con la necesaria convicción en la vida, a consecuencia de la cual tenía que considerarse como libre e independiente. Sólo podía estar convencido de ella en cuanto contenía la verdad, en cuanto contenía una parte de la filosofía como ciencia. Estaba convencido de que el mero razonamiento objetivo conducía necesariamente a su sistema, pues en esto tenía razón. Reflexionar en el pensar sobre su propio pensar, no se le ocurrió, y en esto no tuvo razón, y por esto puso su especulación en contradicción con su vida. Kant pudiera estar convencido; pero, si yo le entiendo bien, no lo estaba cuando escribió su Crítica. Habla de una ilusión que retorna siempre, a pesar de que se sabe que es ilusión. ¿Por dónde puede saber Kant que esta presunta ilusión retorna siempre, especialmente ya que él era el primero que la sacaba a luz, y en quién podía retornar cuando él escribía su Crítica, sino en él mismo? Sólo en él mismo pudo haber hecho esta experiencia. Saber que uno se ilusiona y, sin embargo, ilusionarse, no es el estado de la convicción y la concordia consigo mismo, sino el de una grave lucha interior. Según mi experiencia, no retorna ninguna ilusión, pues en la razón no existe en general ninguna ilusión. ¿Cuál será, entonces, esta ilusión? ¿Acaso la de que existen fuera de nosotros cosas en sí independientes de nosotros? Pero, ¿quién dice esto? No, por cierto, la conciencia vulgar, pues está, como sólo habla de sí misma, no puede decir absolutamente nada más sino que para ella (para nosotros, desde este punto de vista de la conciencia vulgar) existen cosas. Y esto no es ninguna ilusión que pueda o deba ser detenida por la filosofía, es nuestra única verdad. De una cosa en sí no sabe la conciencia vulgar nada, justamente porque es la conciencia vulgar, que no ha de saltar, es de esperar, por encima de ella misma. Es una falsa filosofía la que introduce en ella este concepto inventado en su círculo de acción. Esta ilusión perfectamente evtable y que la verdadera filosofía puede exterminar de raíz, te la has hecho, por consiguiente, tu sólo, y tan pronto como estés en claro con tu propia filosofía, te caerán de los ojos como escamas, y la ilusión no retornará jamás. No opinarás entonces en la vida saber nada más sino que eres finito, que lo eres de este determinado modo, que tienes que explicarte por la existencia de un semejante mundo fuera de tí. Y no se te ocurrirá traspasar este límite más que se te ocurre no ser ya tu mismo. Leibnitz pudo también estar convencido, pues bien entendido -¿y por qué no había de haberse entendido bien a sí mismo?- tiene razón. Si una altísima facilidad y libertad de espíritu permite presumir una convicción, si la destreza para adaptar la propia forma de pensar a todas las formas, para aplicarla sin violencia a todas las partes del saber humano, para disipar con facilidad toda duda suscitada, y en general para usar el propio sistema más como instrumento que como objeto; si la falta de prevenciones, la jovialidad y el buen humor en la vida permiten concluir la existencia de una gran concordia consigo mismo, acaso Leibnitz estaba convencido y ha sido el único convencido en la historia de la filosofía (17).


11

Hare memoria aún con dos palabras de una singular confusión. Es la del yo como intuición intelectual, del cual parte la teoría de la ciencia, y el yo como idea, con la cual concluye. En el yo como intuición intelectual reside simplemente la forma de yoidad, el actuar que vuelve sobre sí y que sin duda viene también a ser contenido del yo. Esta intuición ha sido suficientemente descrita en lo anterior. El yo en esta forma sólo es para el filósofo, y aprehendiéndolo es como se eleva el hombre a la filosofía. El yo como idea existe para el yo mismo que considera el filósofo y que éste no instituye como idea propia de él, sino como idea del hombre natural, bien que perfectamente cultivado. Justamente así como un verdadero ser no se da para el filósofo, sino sólo para el yo estudiado. Este último se encuentra, según esto, en una línea de pensar totalmente distinta del primero.

El yo como idea es el ente racional: primero, en cuanto ha llegado a expresar perfectamente en sí mismo la razón universal, en cuanto es realmente por completo racional y nada más que racional, esto es, en cuanto ha cesado de ser individuo, lo cual sólo era por obra de una limitación sensible; segundo, en cuanto ha realizado por extenso la razón también fuera de sí y en el mundo, que por consiguiente queda puesto también en esta idea. El mundo subsiste en esta idea como mundo en general, como sustrato con estas determinadas leyes mecánicas y orgánicas; pero estas leyes están íntegramente dirigidas a expresar el fin último de la razón. La idea del yo sólo tiene de común con el yo como intuición que el yo no es pensado en ninguno de los dos casos como individuo. En el último, porque la yoidad todavía no está determinada hasta la individualidad. En el primero, a la inversa, porque gracias a la formación según leyes universales ha desaparecido la individualidad. Pero uno y otro caso se oponen en que en el yo como intuición sólo reside la forma del yo y no se toma en consideración alguna un verdadero material de él, que sólo cabe concebir como obra de su pensar un mundo, mientras que, por el contrario, en el último caso se piensa la materia íntegra de la yoidad. Del primero parte la filosofía entera y en su concepto fundamental. Al último tiende la filosofía a ir. Sólo en la parte práctica puede instituirse esta idea, como meta suprema de las aspiraciones de la razón. El primero es, como queda dicho, una intuición primitiva y viene a ser concepto del modo suficientemente descrito. El último es sólo idea. No puede pensarse de un modo determinado, ni será nunca real, sino que a esta idea sólo nos iremos acercando en un proceso infinito.


12

Estas son, hasta donde las conozco, las malas inteligencias que había que tomar en consideración, y a cuya rectificación cabe esperar poder contribuir algo descubriéndolas con claridad. Contra algunas otras formas de conducirse frente al nuevo sistema no hay medios, ni se necesita de ninguno.

Si, por ejemplo, un sistema cuyo principio y fin y esencia toda se dirige a que se olvide teoréticamente y se niegue prácticamente la individualidad, es considerado como egoísmo, y es considerado como tal por gentes que, justamente porque son ellas mismas solapados egoístas teoréticos y patentes egoístas prácticos, no pueden elevarse hasta la comprensión de este sistema, si se concluye del sistema que su autor tiene mal corazón (18), y de esta maldad del autor se concluye a su vez que el sistema es falso, nada puede hacerse en contra con razones, pues quienes lo dicen saben demasiado bien que no es verdad y tienen para decirlo motivos totalmente distintos del de que ellos mismos lo crean. El sistema mismo es lo que menos le preocupa, pero el autor puede haber dicho en otro lugar esto o aquello que no les place y puede haberles obstaculizado en su camino de algún modo -Dios sabe cómo o dónde-. por lo que a su persona respecta, obran en todo conforme a su modo de pensar y a su interés, y sería una empresa insensata querer persuadirles o despojarse de su naturaleza. Pero si miles y miles que no saben una palabra de la teoría de la ciencia, ni tienen obligación de saber nada de ella, y que no son ni judíos ni compañeros de judíos, ni aristócratas ni demócratas, ni kantianos de la antigua escuela ni de ninguna nueva, ni siquiera cabezas originales a quienes el autor de la teoría de la ciencia haya quitado o censurado el importante descubrimiento con que querían presentarse precisamente entonces ante el público; si éstos se apoderan ávidamente de aquella afirmación y la repiten y repiten, sin ningún interés, al parecer, de que con ello se les tenga también por doctos y por bien informados de los secretos de la más reciente literatura, puede esperarse de éstos que presten en su propio interés alguna acogida a nuestro ruego de meditar mejor lo que digan y por qué lo digan.

Índice de Introducción a la teoría de la ciencia de Johann Gottlieb FichteSegunda introducción a la teoría de la ciencia (Primera parte)NotasBiblioteca Virtual Antorcha