Índice de Introducción a la teoría de la ciencia de Johann Gottlieb FichtePresentación de Chantal López y Omar CortésSegunda introducción a la teoría de la ciencia (Primera parte)Biblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA DE LA CIENCIA


Advertencia preliminar

En cuanto a la cosa de que se trata, pedimos que los hombres piensen que no es una mera opinión, sino una obra seria, y que tengan por cierto que no ponemos los fundamentos de ninguna secta, ni dogma, sino el bienestar y las grandezas humanas. Y, por ende, que, atentos a sus propios intereses, piensen en el bien común y tomen parte en la obra.

Baco de Verulamio


El autor de la Teoría de la Ciencia, hecho un escaso conocimiento con la literatura filosófica desde la aparición de las Críticas de Kant, se convenció muy pronto de que a este gran hombre le ha fracasado totalmente su propósito de transformar de raíz el modo de pensar de su época en materia de filosofía y con él en toda ciencia, puesto que ni uno sólo entre sus numerosos seguidores advierte de qué se habla propiamente. El autor ha creido saber esto último, ha resuelto dedicar su vida a hacer una exposición del gran descubrimiento totalmente independiente de la de Kant y no cejará en esta resolución. Si ha de irle mejor en hacerse entender de su época, el tiempo lo enseñará. En todo caso sabe que nada verdadero y útil se pierde una vez aparecido en la humanidad; supuesto también que únicamente la posteridad remota sepa aprovecharlo.

Influido por mi profesión universitaria, escribí ante todo para mis oyentes, respecto de los cuales tenía en mi poder el explicarme verbalmente hasta ser entendido.

No es pertinente aquí testimoniar cuántos motivos tengo para estar contento con ellos y abrigar sobre muchos las mejores esperanzas para la ciencia. La obra aludida ha llegado a ser conocida también en el extranjero y hay variadas ideas sobre ella entre los doctos. Un juicio en que se hayan siquiera pretextado razones no lo he leído ni oído fuera de mis oyentes, pero sí chanzas, desórdenes y el universal testimonio de que se repugna esta teoría de todo corazón, como también de que no se la entiende. por lo que toca a esto último, quiero cargar yo solo con toda la culpa hasta que se conozca por otro lado el contenido de mi sistema y se encuentre que no está expuesto de un modo tan incomprensible. O la tomaré sobre mi incluso sin condición alguna y para siempre, si es que puede darle gusto al lector entrar en la presente exposición, en la cual me esforzaré por conseguir la mayor claridad. Yo proseguiré está exposición en tanto no esté convencido de que escribo totalmente en vano. pero, en vano, escribiré, si nadie profundiza en mis razones.

Todavía soy deudor de las siguientes advertencias a los lectores. He dicho desde siempre, y lo repito aquí, que mi sistema no es otro que el kantiano. Esto quiere decir que contiene el mismo modo de ver el asunto, pero que es en su modo de proceder, totalmente independiente de la exposición kantiana. He dicho esto, no para cubrirme con una gran autoridad, ni para buscarle a mi teoría un apoyo fuera de ella misma, sino para decir la verdad y ser justo.

Demostrado podrá serlo acaso dentro de veinte años. Kant es hasta ahora, descontado un indicio de data reciente, al que me referiré bastante más tarde, un libro cerrado, y lo que se ha leído en él es justamente aquello que no se ajusta dentro de él y que él quiso refutar.

Mis obras no quieren explicar a Kant ni ser explicadas por él. Ellas mismas han de sostenerse por sí y Kant queda totalmente fuera de juego. No se trata para mí -lo diré en esta ocasión francamente- de corregir ni complementar los conceptos filosóficos que estén en circulación, llámense antikantianos o kantianos; se trata para mí de extirparlos totalmente y de invertir por completo el modo de pensar sobre estos puntos de la meditación filosófica, de suerte que con toda formalidad, y no meramente por decirlo así, el objeto esté puesto y determinado por la facultad de conocimiento por el objeto. Mi sistema sólo puede ser juzgado, según esto, por él mismo, no por las proposiciones de ninguna filosofía. Sólo debe concordar consigo mismo. Sólo puede ser explicado por él mismo, sólo por él mismo demostrado o refutado. Es menester admitirlo totalmente o rechazarlo totalmente.

Si este sistema fuese verdadero, no podrían sostenerse ciertas suposiciones, no dice aquí nada, pues no es, en absoluto, mi opinión que deba sostenerse lo que por el sistema está refutado.

No entiendo esta obra, no significa para mí más que lo que dicen las palabras, y tengo una confesión como ésta por altamente falta de interés y altamente exenta de consecuencias. Se puede no entender mis obras, y se debe no entenderlas, si no se las ha estudiado; pues no contienen la repetición de una lección ya anteriormente aprendida, sino, después de no haber sido entendido Kant, algo totalmente nuevo para la época.

Censura sin razones no me dice nada más sino que esta teoría no agrada, y esta confesión es, una vez más, una confesión absolutamente sin importancia. La cuestión no es si os agrada o no, sino si está demostrada. En esta exposición, y para facilitar el juicio razonado, añadiré por todas partes donde el sistema tendrá que ser atacado. Escribo sólo para aquellos en quienes mora todavía un sentido interno para la certeza o la dubitabilidad, para la claridad o la confusión de su propio conocimiento, para quienes la ciencia y la convicción valen algo y se sienten impulsados por un vivo afán de buscarla. Con aquellos que por obra de una larga servidumbre de espíritu se han perdido a sí mismos y consigo mismos han perdido su sentido para la propia convicción y su fe en la convicción de los demás; con aquellos para los que es locura que alguien busque independientemente la verdad, que en las ciencias no ven nada más que un modo más cómodo de ganarse el pan y que ante cada ensanchamiento de ellas se espantan como ante un nuevo trabajo; con aquellos para quienes ningún medio es vergonzoso si se trata de someter al que echa a perder el negocio, con ninguno de ellos tengo nada que hacer.

Me resultaria penoso que éstos me entendieran. Hasta aquí me ha ido con ellos a medida de mis deseos, y espero también al presente que este prefacio les confunda hasta el punto de que de ahora en adelante no vean nada más que letras, ya que lo que en ellos ocupa la plaza del espíritu anda arrastrado acá y allá por el ciego furor interno.


1

Fíjate en tí mismo. Desvía tu mirada de todo lo que te rodea y dirígela a tu interior. He aquí la primera petición que la filosofía hace a su aprendiz. No se va a hablar de nada que esté fuera de tí, sino exclusivamente de tí mismo.

Aun en el caso de la más fugaz auto-observación, percibira cualquiera una notable diferencia entre las varias determinaciones inmediatas de su conciencia, las cuales podemos llamar también representaciones. Unas nos parecen por completo dependientes de nuestra libertad, siéndonos imposible creer que les correspondan algo fuera de nosotros sin nuestra intervención. Nuestra fantasía, nuestra voluntad, nos parece libre. Otras las referimos, como a su modelo, a una verdad que debe existir independientemente de nosotros; y dada la condición de que deben concordar con esta verdad, nos encontramos ligados en la determinación de estas representaciones. En el conocimiento no nos tenemos, tocante a su contenido, por libres. Podemos decir en suma: algunas de nuestras representaciones van acompañadas por el sentimiento de la libertad, otras por el sentimiento de la necesidad.

No puede racionalmente surgir esta cuestión: ¿por qué las representaciones dependientes de la libertad están determinadas justamente de tal modo y no de otro? Pues por lo mismo que se supone que son dependientes de la libertad, se rechaza toda aplicación del concepto de fundamento. Son de tal modo, porque yo las he determinado de tal modo, y si yo las hubiese determinado de otro, serían de otro.

Pero hay ciertamente una cuestión digna de meditación: ¿cuál es el fundamento del sistema de las representaciones acompañadas por el sentimiento de la necesidad y de este mismo sentimiento de la necesidad? Responder a esta cuestión es el problema de la filosofía, y no es, a mi parecer, nada más la filosofía que la ciencia que resuelve este problema. El sistema de las representaciones acompañadas por el sentimiento de la necesidad llámase también la experiencia, interna tanto como externa. Según esto, y para decirlo con otras palabras, la filosofía ha de indicar el fundamento de toda experiencia.

Contra lo acabado de afirmar sólo pueden objetarse tres cosas. En primer término, podrá negar alguien que se presenten en la conciencia representaciones acompañadas por el sentimiento de la necesidad y referidas a una verdad que deba estar determinada sin nuestra intervención. Tal sujeto, o negaría en contra de una mayor autoridad, o estaría constituído de otro modo que los demás seres humanos. Pero entonces tampoco existiría para él nada de lo que negase, ni ningún negar, y nosotros podríamos hacer simplemente caso omiso de su protesta. Por otro lado, podría decir alguien que la cuestión planteada es por completo imposible de responder; que sobre este punto nos hallamos en una invencible ignorancia y en ella hemos de seguir. Empeñarse en una serie de argumentos y contra-argumentos con tal sujeto es totalmente superfluo. La mejor manera de refutarle es responder realmente a la cuestión, porque entonces no le queda nada más que juzgar de nuestro ensayo e indicar dónde y por qué no le parece satisfactorio. Finalmente, podría alguien tomar en cuenta la denominación y afirmar: la filosofía es, en general, o es, además de lo indicado, otra cosa. A éste sería fácil mostrarle que desde siempre y por todos los conocedores ha sido considerado como filosofía justamente lo aducido; que todo lo que él pudiera proponer en cambio tiene ya otro nombre; que si esta palabra debe designar algo determinado, tiene que designar justamente la ciencia determinada.

Pero, como no tenemos ganas de empeñarnos en esta discusión, en sí infructífera, sobre una palabra, hemos, por nuestra parte, abandonado hace ya largo tiempo este nombre y llamado a la ciencia encargada de resolver el problema apuntado teoría de la ciencia.


2

Solo tratándose de una cosa que se juzga contingente, es decir, de la cual se supone que pudiera ser también de otro modo, pero a la vez de una cosa que no deba estar determinada por la libertad, puede preguntarse por un fundamento. Y justamente porque el que pregunta, pregunta por su fundamento, viene a ser la cosa para él una cosa contingente. El problema de buscar el fundamento de una cosa contingente significa esto: mostrar otra cosa por cuya naturaleza se deje comprender por qué lo fundado tiene, entre las múltiples determinaciones que podrían convenirle, justamente aquellas que tiene. por el mero hecho de pensar un fundamento, éste cae fuera de lo fundado. Ambas cosas, lo fundado y el fundamento, en tanto son tales cosas, se oponen una a otra, se refieren una a otra, y así es cómo la primera se explica por la última.

Ahora bien, la filosofía tiene que indicar el fundamento de toda experiencia. Su objeto está necesariamente, según esto, fuera de toda experiencia. Esta proposición vale para toda la filosofía, y ha valido también universalmente, en realidad, hasta la época de los kantianos y de sus hechos de la conciencia y, por ende, de la experiencia interna.

Contra la proposición aquí establecida no puede objetarse absolutamente nada, pues por la primera premisa de nuestro raciocinio es el mero análisis del concepto establecido de la filosofía y de ella se infiere la conclusión. Si por acaso alguien intenta inducir que el concepto de fundamento debe explicarse de otro modo, no podemos, ciertamente, impedirle figurarse por esa expresión, cuando la use, lo que quiera. Pero nosotros declaramos, con nuestro buen derecho a ello, que nosotros no queremos que se entienda por ella en la anterior definición de la filosofía nada más que lo indicado. Por consiguiente, si no se admitiese esta significación, tendría que negarse toda posibilidad de la filosofía en la significación indicada por nosotros, y sobre esto ya nos hemos pronunciado antes.


3

El ente racional finito no tiene nada fuera de la experiencia. Esta es la que contiene toda la materia de su pensar. El filósofo se halla necesariamente en las mismas condiciones. Parece, según esto, inconcebible cómo podrá elevarse por encima de la experiencia.

Pero el filósofo puede abstraer, es decir, separar mediante la libertad del pensar lo unido en la experiencia. En la experiencia están inseparablemente unidas la cosa, aquello que debe de estar determinado independientemente de nuestra libertad y por lo que debe dirigirse nuestro conocimiento, y la inteligencia, que es la que debe conocer. El filósofo puede abstraer de una de las dos -y entonces ha abstraido de la experiencia y se ha elevado sobre ella-. Si abstrae de la primera, abstrae una inteligencia en sí, es decir, abstraida de que se presenta en la experiencia; una a otra como fundamento explicativo de la experiencia. El primer proceder se llama idealismo, el segundo, dogmatismo.

Sólo estos dos sistemas filosóficos son posibles, de lo cual se debería quedar convencido justo por lo presente. Según el primer sistema, las representaciones acompañadas por el sentimiento de la necesidad son productos de la inteligencia que hay que suponerles en la explicación. Según el último, son productos de una misma cosa en sí que hay que suponerles.

Si alguien quisiera negar esta proposición, tendría que demostrar, o bien que hay todavía un camino distinto del de la abstracción para elevarse sobre la experiencia, o bien que en la conciencia de la experiencia se presentan más partes integrantes que las dos nombradas.

Ahora bien, sin duda se verá claro más adelante, respecto de lo primero, que aquello que debe ser una inteligencia se presenta realmente en la conciencia bajo otro predicado, o sea, que no es algo producido simplemente por medio de la abstracción. Pero a la vez se mostrará que la conciencia de ella está condicionada por una abstracción, ciertamente natural al ser humano.

No se niega, en absoluto, que sea posible comprender un todo con fragmentos de estos heterogéneos sistemas, ni que este inconsecuente trabajo no haya sido hecho realmente con gran frecuencia. Pero se niega que con un proceder consecuente sean posibles más de estos dos sistemas.


4

Entre los objetivos -vamos a llamar el fundamento explicativo de la experiencia propuesta por una filosofía el objeto de esta filosofía, pues que sólo por y para la misma parece existir-, entre el objeto del idealismo y el del dogmatismo hay, por respecto a su relación con la conciencia en general, una notable diferencia. Todo aquello de que soy consciente se llama objeto de la conciencia. Hay tres clases de relaciones de este objeto con el que se le representa. O bien aparece el objeto como producido únicamente por la representación de la inteligencia, o bien como presente sin la intervención de la misma, y en este último caso, o bien como determinado también en cuanto a su constitución, o bien como presente simplemente en cuanto a su existencia, pero en cuanto a la naturaleza, determinable por la inteligencia libre.

La primera relación viene a parar en algo simplemente inventado, sea sin intento o de intento; la segunda, en un objeto de la experiencia; la tercera, sólo en un objeto único, que vamos a indicar ahora mismo.

Yo puedo es, a saber, determinante con libertad a pensar esta o aquella cosa, por ejemplo, la cosa en sí del dogmático. Ahora bien, si abstraigo de lo pensado y miro simplemente a mí mismo, vengo a ser para mí mismo en esto que tengo frente a mí el objeto de una representación determinada. El que yo me aparezca a mí mismo determinado justamente de tal modo y no de otro, justamente como pensante y, entre todos los pensamientos posibles, justamente como pensante en la cosa en sí, debe depender, a mi juicio, de mi autodeterminación; yo he hecho de mí con libertad un objeto semejante. Pero a mí mismo en sí no me he hecho, sino que estoy obligado a pensarme por anticipado como aquello que debe ser determinado por la autodeterminación. Yo mismo soy para mí un objeto cuya constitución depende, en ciertas condiciones, simplemente de la inteligencia, pero cuya existencia hay que suponer siempre.

Pues bien, justamente este yo en sí (1) es el objeto del idealismo. El objeto de este sistema se presenta, según esto, como algo real y realmente en la conciencia, no como una cosa en sí, con lo que el idealismo dejaría de ser lo que es y se convertiría en dogmatismo, sino como yo en sí, no como objeto de la experiencia, pues él no está determinado, sino que es determinado simplemente por mí, y sin esta determinación no es nada, y sin ella ni siquiera es, sino como algo elevado por encima de toda experiencia.

El objeto del dogmatismo, por el contrario, pertenece a los objetos de la primera clase, a los que son producidos simplemente por el pensar libre. La cosa en sí es una mera invención y no tiene absolutamente ninguna realidad. No se presenta por ventura en la experiencia, pues el sistema de la experiencia no es nada más que el pensar acompañado por el sentimiento de la necesidad, ni puede ser considerado como nada más ni siquiera por el dogmático, que, como todo filósofo, tiene que fundamentarlo. El dogmático quiere, es verdad, asegurar a la cosa en sí realidad, es decir, la necesidad de ser pensada como fundamento de toda experiencia, y llegaría a ello si mostrase que la experiencia se puede explicar realmente por ella y sin ella no se puede explicar, pero justamente esta es la cuestión, y no es lícito suponer lo que hay que demostrar.

Asi pues, el objeto del idealismo tiene sobre el del dogmatismo la ventaja de que -no en cuanto fundamento explicativo de la experiencia, lo cual sería contradictorio y convertiría al sistema mismo en una parte de la experiencia, pero si en general- puede mostrarse en la conciencia, mientras que, por el contrario, el del dogmatismo no puede hacerse valer por nada más que por una mera inversión que espera su realización únicamente del éxito del sistema.

Esto se ha aducido meramente para facilitar la clara visión de las diferencias entre ambos sistemas, mas no para inferir de ello nada contra el segundo. El que el objeto de toda filosofía, como fundamento explicativo de la experiencia, tiene que estar fuera de la experiencia, lo requiere ya la ciencia de la filosofía, muy lejos de traducirse en desventaja para un sistema. De por qué ese objeto deba presentarse además de un modo particular en la conciencia, no hemos encontrado todavía ninguna razón.

Si alguien no pudiera convencerse de lo acabado de afirmar, como sólo es una observación incidental, no por ello se le haría ya imposible convencerse del conjunto de lo afirmado. Sin embargo voy, conforme a mi plan, a tomar también aquí en consideración posibles reparos. Podría alguien negar la afirmada conciencia de sí inmediata en una acción libre del espíritu. A tal sujeto sólo tendríamos que recordarle una vez más las condiciones de la misma por nosotros indicadas. La conciencia de sí no se impone, ni llega de suyo. Es necesario actuar realmente de un modo libre, y luego abstraerse del objeto y fijarse simplemente en sí mismo. Nadie puede ser obligado a hacer esto, y aunque proteste hacerlo, no siempre se puede saber si procede ralmente y cómo se requiere. En una palabra, esta conciencia no puede serle enseñada a nadie; cada cual ha de producirla por medio de la libertad en sí mismo. Contra la segunda afirmación, la de que la cosa en sí es una mera invensión, sólo podría objetar alguien algo por entenderla mal. Nosotros remitiríamos a tal sujeto a la anterior descripción del origen de este concepto.


5

Ninguno de estos dos sistemas puede refutar directamente al opuesto, pues la discusión entre ellos es una discusión sobre el primer principio, que ya no puede deducirse de otro. Cada uno de los dos refuta el del otro, sólo con que se le conceda el suyo. Cada uno niega todo al opuesto, y no tienen absolutamente ningún punto en común, desde el cual pudieran entenderse el uno al otro y ponerse de acuerdo. Aun cuando parecen estar acordes sobre las palabras de una proposición, cada uno las toma en un sentido distinto (2).

Anto todo, no puede refutar el idealismo al dogmatismo. El primero tiene ciertamente, como hemos visto, la ventaja sobre el último de que puede mostrar en la conciencia su fundamento explicativo de la experiencia, la inteligencia libremente actuante. El hecho como tal tiene que concedérselo incluso el dogmático, pues fuera de esto se hace incapaz de ningún otro trato con él; pero lo convierte, mediante una justa inferencia de su principio, en apariencia e ilusión, y lo hace, por este medio, inservible como fundamento explicativo de otra cosa, ya que este hecho no puede afirmarse a sí mismo en esta filosofía. Según el dogmático, es todo lo que se presenta en nuestra conciencia producto de una cosa en sí; por ende, también nuestras presuntas determinaciones que deducimos de nuestra libertad son producidas igualmente por ella, solo que no sabemos esto, y por eso no las atribuimos a ninguna causa, o lo que es lo mismo, las atribuímos a la libertad. Todo dogmàtico consecuente es necesariamente fatalista. No niega el hecho de conciencia de que nos tenemos por libres, pues esto sería insensato; pero demuestra, partiendo de su principio, la falsedad de esta afirmación. El dogmático niega totalmente la independencia del yo, sobre la cual construye el idealista, y hace de él simplemente un producto de las cosas, un accidente del universo. El dogmàtico consecuente es necesariamente también materialista. Sólo partiendo del postulado de la libertad e independencia del yo podría ser refutado, pero justamente esto es lo que él niega.

Tampoco puede refutar el dogmático al idealista.

El principio del dogmático, la cosa en sí, no es nada, ni posee, como el mismo defensor de ella tiene que conceder, ninguna realidad, fuera de aquella que recibiría de que sólo por ella pudiera explicarse la experiencia. El idealista reduce a la nada esta prueba, explicando la experiencia de otro modo, o sea, negando justamente aquello sobre lo que construye el dogmatismo. La cosa en sí tórnase en plena quimera; no se encuentra ningún otro fundamento por el cual hubiera que admitir una, y con ella se derrumba la construcción entera del dogmatismo.

De lo dicho infiérese, al par, la absoluta incompatibilidad de ambos sistemas, puesto que lo que se sigue de uno anula las consecuencias del segundo. Asimismo se infiere la necesaria inconsecuencia de su mezcla en un sistema. Dondequiera que se ensaya algo semejante, no ensamblan los miembros y surge en algún punto un enorme vacío. La posibilidad de una síntesis tal que supusiese una transición continua desde la materia hasta el espíritu, o a la inversa; o lo que es enteramente lo mismo, una transición contínua desde la necesidad hasta la libertad, he aquí lo que tendría que mostrar aquel que quisiera sostener lo acabado de afirmar.

Como, dentro de lo que vemos hasta ahora, en el aspecto especulativo ambos sistemas parecen ser de igual valor, ambos no resisten juntos, pero tampoco ninguno de los dos puede hacer nada contra el otro, es una cuestión interesante la de averiguar qué puede mover a aquel que ve esto -y es fácil de ver- a preferir el uno al otro, y como sucede que no se hace general el escepticismo, como total renuncia a dar respuesta al problema planteado.

La discusión entre el idealista y el dogmático es propiamente esta: si debe ser sacrificada a la independencia del yo la independencia de la cosa, o a la inversa, a la independencia de la cosa la del yo. ¿Qué es, pues, lo que impulsa a un hombre razonable a declararse preferentemente por uno de los dos?

El filósofo no encuentra en el punto de vista indicado, en el cual tiene que colocarse necesariamente, si ha de valer un filósofo, y en el cual llega a encontrarse el hombre a la larga o a la corta, e incluso sin su intervención consciente, en el curso progresivo del pensamiento, nada más sino el que tiene que presentarse que él es libre y que existen fuera de él determinadas cosas. Es imposible al hombre permanecer en este pensamiento. El pensamiento de la mera representación es sólo medio pensamiento, es sólo un trozo suelto de un pensamiento. Hay que añadir con el pensar algo que corresponda a la representación independiente del representante. Con otras palabras: la representación no puede existir por sí sola; únicamente unida con otra cosa es algo, por si no es nada. Esta necesidad de pensar es precisamente la que desde aquél punto de vista impulsa a hacer la pregunta: ¿cuál es el fundamento de las representaciones, o lo que es totalmente lo mismo, qué es lo correspondiente a ellas?

Ahora bien, puede existir, sin duda, la representación de la independencia del yo, y la de la cosa, pero no la independencia del uno y de la otra juntamente. Sólo uno de los términos puede ser lo primero, lo inicial, lo independiente; aquello que es lo segundo viene a ser necesariamente, por ser lo segundo, dependiente de lo primero, con que debe ser unido.

¿De cuál de los dos términos debe hacerse, pues, lo primero? No es posible sacar ningún fundamento decisivo de la razón, pues no se habla de la inserción de un miembro en la sola serie adonde alcanzan los fundamentos racionales, sino de la iniciación de la serie entera, la cual, como acto absolutamente primero, depende simplemente de la libertad de pensar. Este acto es determinado, pues, por el libre albedrìo, y como la resolución del libre albedrío debe tener, empero, un fundamento, por la inclinación y el interés. El fundamento último de la divergencia del idealista y el dogmático, es según esto, la divergencia de su interés.

El supremo interés y el fundamento de todo interés restante es el para nosotros mismos. Así en el filósofo. No perder su yo en el razonamiento, sino retenerlo y afirmarlo, éste es el interés que guía invisible todo su pensar. Ahora bien, hay dos grados de la humanidad, y en la marcha progresiva de nuestra especie, antes de que se haya escalado por todos el último, dos géneros capitales de hombres. Unos, los cuales todavía no se han elevado al pleno sentimiento de su libertad y absoluta independencia, sólo se encuentran a sí mismos en el representarse cosas. Estos tienen sólo esa dispersa conciencia de sí que anda apegada a los objetos y que hay que colegir de la multiplicidad de éstos. Su imagen les es devuelta sólo por las cosas, como por un espejo. Si se les arrancan las cosas, se pierde al par su yo. No pueden abandonar por su propio interés la fe en la independencia de ellas, pues ellos mismos existen sólo con ellas. Todo lo que son han llegado realmente a serlo por medio del mundo exterior. Quien de hecho es sólo un producto de las cosas, nunca se mirará de otro modo, y tendrá razón en tanto hable simplemente de sí y de sus iguales. El principio de los dogmáticos es la fe en las cosas, por el propio interés de ellos; así pues, una fe mediata en su propio yo disperso y sólo por los objetos sustentado.

Pero quien llega a ser consciente de su independencia frente a todo lo que existe fuera de él -y sólo se llega a esto haciéndose algo por sí mismo, independientemente de todo-, no necesita de las cosas para apoyo de su yo, ni puede utilizarlas, porque anulan y convierten en vacua apariencia aquella independencia. El yo que este hombre posee y que le interesa anula aquella fe en su independencia y la abraza con pasión. Su fe en sí mismo es inmediata.

Por este interés pueden explicarse tambièn las pasiones que habitualmente se inmiscúen en la defensa de los sistemas filosófico. El dogmático cae, con el ataque a su sistema, realmente en peligro de perderse a sí mismo. Sin embargo, no está armado contra este ataque, porque hay en su propio interior algo que hace causa con el atacante. Defièndese, por ende, con ardor y actitud. El idealista, por el contrario, no puede abstenerse de mirar con cierto desprecio al dogmático, que no le puede decir nada mas que lo que él sabía desde largo tiempo y ha abandonado por erróneo, ya que el idealismo se pasa, si no a través del propio dogmatismo, al menos a través de la inclinación sentimental a él. El dogmático se excita, revuelve y perseguiría, si tuviese poder para ello; el idealista es frío y está en peligro de hacer mofa del dogmático.

Qué clase de filósofo se elige, depende, según esto, de qué clase de hombre se es; pues un sistema filosófico no es como un ajuar muerto, que se puede dejar o tomar, según nos plazca, sino que está animado por el alma del hombre que lo tiene. Un carácter muelle por naturaleza, o enmohecido y doblegado por la servidumbre de espíritu, la voluptuosidad refinada y la vanidad, no se elevará nunca hasta el idealismo.

Es posible mostrar al dogmático la insuficiencia e inconsecuencia de su sistema, de lo cual hablaremos en seguida; es posible enredarle y acosarle, por todos lados; pero no es posible convencerle, porque no es capaz de escuchar y examinar fría y tranquilamente una doctrina que no puede sencillamente soportar. Para ser filósofo -si el idealismo se confirmara como la única verdadera filosofía-, para ser filósofo hay que haber nacido filósofo, ser educado para serlo y educarse a sí mismo para serlo; pero no es posible ser convertido en filósofo por arte humana alguna. Por eso se promete también esta ciencia pocos prosélitos entre los varones ya hechos; si puede esperar algo, espera más del mundo juvenil, cuya fuerza innata no ha sucumbido todavía en medio de la molicie de la época.


6

Pero el dogmatismo es totalmente incapaz de explicar lo que tiene que explicar, y esto decide sobre su inepcia.

Debe explicar la representación, y se jacta de hacerla comprensible por una influencia de la cosa en sí. Ahora bien, el dogmatismo no puede negar lo que la conciencia inmediata afirma sobre la representación. ¿Qué es, pues, lo que afirma sobre ella? No es mi propósito recoger aquí en conceptos lo que sólo puede intuirse interiormente, ni agotar aquello a cuya discusión está destinada una gran parte de la teoría de la ciencia. Quiero meramente llamar de nuevo a la memoria lo que tiene que haber encontrado ya hace largo tiempo todo aquel que haya arrojado sobre sí tan sólo una mirada fija.

La inteligencia, como tal, se ve a sí misma. Este verse a sí misma se dirige inmediatamente a todo lo que ella es, y en esta unión inmediata del ser y del ver consiste la naturaleza de la inteligencia. Lo que en ella es y lo que ella en general es, lo es ella para sí misma. Y sólo en cuanto ella lo es lo es para sí misma, lo es ella, como inteligencia. Pienso éste o aquél objeto. ¿Qué quiere decir esto y cómo me aparezco a mí mismo en este pensar? No de otra manera que esta: produzco en mí ciertas determinaciones, si el objeto es una mera invención, o estas determinaciones están ahí, delante de mí, sin mi intervención, si ha de ser algo real, y yo veo aquel producir, este ser. Ellos son en mí sólo en cuanto los veo. Ver y ser están inseparablemente unidos. Una cosa, por el contrario, puede ser lo que se quiera, pero tan pronto surge esta pregunta: ¿para quién es ella esto?, nadie que entienda estas palabras responderá: para sí misma, sino que es indispensable añadir aún por medio del pensar una inteligencia para la cual ella sea, mientras que, por el contrario, la inteligencia es necesariamente para sí misma lo que ella es y nada ha menester añadirse a ella por medio del pensar. Con su ser-puesta, como inteligencia, está ya puesto al par aquello para lo cual ella es. Hay, según esto, en la inteligencia - me expresaré figuradamente- una doble serie: del ser y del ver, de lo real y de lo ideal. Y en la inseparabilidad de estas dos series consiste su esencia (la inteligencia es sintética), mientras que, por el contrario, a la cosa sólo le conviene una serie simple, la de lo real (un mero ser puesto). La inteligencia y la cosa son, pues, directamente opuestas. Residen en dos mundos entre los cuales no hay puente.

Esta naturaleza de la inteligencia en general y sus determinaciones particulares quiere explicarlas el dogmatismo por medio del principio de causalidad. La inteligencia sería un efecto, seria un segundo miembro en la serie.

Pero el principio de causalidad habla de una serie real, no de una doble. La fuerza de la causa pasa a algo distinto de ella, residente fuera de ella, opuesto a ella, y produce en este algo un ser, y nada más; un ser para una posible inteligencia fuera de él, y no para él mismo. Dad al objeto de la influencia aunque sólo sea una fuerza mecánica y propagará la impresión recibida a lo más cercano a él. De este modo puede el movimiento oriundo del primero recorrer una serie tan larga como queráis hacerla. Pero en ningún punto encontraréis en ella un miembro que obre regresivamente sobre sí mismo. O dad al objeto de la influencia lo más alto que podéis dar a una cosa, dadle irritabilidad, de suerte que se rija por su propia fuerza y según las leyes de su propia naturaleza, no según la ley a él dada por la causa, como en la serie del mero mecanismo. El objeto reaccionará al impulso, y el fundamento determinante de su ser en esta reacción no residirá en la causa, sino que en ésta residirá sólo la condición de ser en general algo. pero el objeto será y seguirá siendo un mero ser, un simple ser, un ser para una posible inteligencia fuera de él. La inteligencia no la obtendréis si no la añadís por medio del pensar como algo primario, absoluto, cuyo enlace con el ser independiente de ella pudiera resultaros dificil de explicar. La serie es y sigue siendo, después de esta explicación, simple, y no se ha explicado en nada lo que debía ser explicado. El tránsito del ser al representar es lo que tenían que mostrar. No lo hacen ni pueden hacerlo. Pues en su principio reside simplemente el fundamento de un ser, pero no del representar, totalmente opuesto al ser. Dan, pues, un enorme salto a un mundo totalmente extraño a su principio.

Este salto tratan de ocultarlo de muchos modos. En rigor -y así procede el dogmatismo consecuente, que viene a ser al par materialismo-, tendría que ser el alma no una cosa, no en general nada, sino sólo un producto, sólo el resultado de la acción recíproca de las cosas entre sí.

Mas de este modo sólo surge algo en las cosas, pero nunca algo distinto de las cosas, si no se añade por medio del pensar una inteligencia que observe las cosas. Las comparaciones que los dogmáticos aducen para hacer comprensible su sistema, por ejemplo, la de la armonía que surge del sonido simultáneo de varios instrumentos, hacen comprensible justamente la irracionalidad del mismo. El sonido simultáneo y la armonía no son nada en los instrumentos. Son sólo en el espíritu del oyente, que dentro de sí hace de lo múltiple una unidad. Y si no se añade por medio del pensar un oyente, no son, pura y simplemente.

Pero ¿quién podría impedir al dogmatismo admitir una alma como una de las cosas en sí? Esta entra entonces en lo postulado por él para la resolución del problema, y sólo de este modo es aplicable el principio de la influencia de las cosas sobre el alma, pues en el materialismo sólo tiene lugar una acción recíproca de las cosas entre sí, por la cual ha de ser producido el pensamiento. Para hacer concebible lo inconcebible se ha querido suponer tal es, la cosa actuante, o el alma, o ambas, que mediante la influencia de la cosa puedan surgir representaciones. La cosa influyente debería ser tal que sus influencias resultasen representaciones, algo así como Dios en el sistema de Berkeley (el cual sistema es dogmático y en modo alguno idealista). Por este camino no hemos mejorado en nada. Sólo entendemos una influencia mecánica y nos es absolutamente imposible pensar otra. El supuesto, pues, contiene meras palabras, pero en él no hay ningún sentido. O bien el alma sería de tal naturaleza que toda influencia sobre ella se convirtiese en representación. Pero con esto nos va exactamente lo mismo que con la primera proposición. No podemos en absoluto entenderla.

Así procede el dogmatismo por todas partes y en todas las formas en que aparece. En el enorme vacío que queda para él entre las cosas y las representaciones, pone en lugar de una explicación unas palabras huecas que se pueden aprender y recitar de memoria, pero con las cuales absolutamente nunca todavía ha pensado algo un ser humano, ni pensará ninguna jamás algo. En cuanto se quiere pensar determinadamente el modo cómo suceda lo que se pretende, desaparece el concepto entero en una espuma vacía.

El dogmatismo sólo puede, según esto, repetir y repetir su principio bajo diversas formas, enunciar y siempre enunciarlo; pero no puede pasar de él a lo que hay que explicar y deducir. En esta deducción, empero, consiste precisamente la filosofía. El dogmatismo, según esto y considerado por el lado de la especulación, no es una filosofía, sino tan sólo una imponente afirmación y aseveración. Como única filosofía posible queda sólo el idealismo.

Lo aquí asentado no tendrá nada que ver con las objeciones del lector, pues es absolutamente imposible aducir nada en contra, aunque si lo tenga con la absoluta capacidad de muchos para entenderlo. Que toda influencia es mecánica, y que por medio del mecanismo no surge ninguna representación, no puede negarlo ningún ser humano que entienda tan sólo las palabras. Pero justamente aquí está la dificultad. Es menester ya un cierto grado de independencia y de libertad de espíritu para comprender la esencia de la inteligencia según la hemos descrito, en la cual se funda toda nuestra refutación del dogmatismo. Muchos no han ido aún con su pensar más allá de comprender la serie simple del mecanismo natural. Con toda naturalidad cae para ellos, pues, también la representación, cuando quieren pensarla, dentro de esta serie, la única que ha entrado en su espíritu. La representación viene a ser para ellos una especie de cosa; ilusión singular de la que encontramos huella en los más célebres escritores filosóficos. Para éstos es el dogmatismo suficiente. Para ellos no hay vacío, porque el mundo opuesto no existe en absoluto para ellos. No se puede, según esto, refutar al dogmático por medio de la demostración dada, a pesar de ser tan clara, pues no hay modo de llevarle a ella, porque le falta la facultad con que se aprehenden sus premisas.

También choca el modo como se trata aquí al dogmatismo contra el blando modo de pensar de nuestra época, que sin duda ha estado enormemente difundido en todas las épocas, pero únicamente en la nuestra se ha elevado hasta una máxima expresada en palabras; no hay que ser tan riguroso en el inferir, no hay que tomar en la filosofía las demostraciones tan exactamente como, por ejemplo, en la matemática. Ver un par de miembros de la cadena y vislumbrar las reglas de la inferencia le basta a este modo de pensar para completar en globo, por medio de la imaginación, la parte restante, sin más indagar en qué consista ésta. Sí, por ejemplo, un Alejandro Von Joch les dice: todas las cosas están determinadas por la necesidad de la naturaleza; nuestras representaciones dependen de la construcción de las cosas, y nuestra voluntad, de las representaciones; luego todas nuestras voliciones están determinadas por la necesidad de la naturaleza y nuestra creencia en la libertad de nuestra voluntad es una ilusión, esto es para ellos extraordinariamente inteligible y evidente, aun cuando no haya en ello rastro del entendimiento humano, y se alejan convencidos y asombrados del rigor de la demostración. Yo necesito advertir que la teoría de la ciencia ni procede de este blando modo de pensar, ni cuenta con él. Sólo con que un único miembro de la larga cadena que ha de eslabonar no se suelde con todo rigor al siguiente, estimará no haber demostrado absolutamente nada.


7

El idealismo explica, como ya se ha dicho antes, las determinaciones de la conciencia por el actuar de la inteligencia. Esta es para él sólo activa y absoluta, no paciente. Esto último no, porque ella es, a consecuencia del postulado del idealismo, lo primero y lo supremo, a que no antecede nada por medio de lo cual pudiera explicarse un padecer de ella. Por el mismo motivo no le conviene tampoco un ser propiamente dicho, un ser estable, porque éste es el resultado de una acción recíproca, y no hay nada, ni se admite, con que pudiera ser puesta la inteligencia en acción recíproca. La inteligencia es para el idealismo un actuar, y absolutamente nada más. Ni siquiera se la debe llamar un ente activo, porque con esta expresión se alude a algo estable, a que es inherente la actividad. Mas para admitir tal algo no tiene el idealismo fundamento alguno, ya que éste no reside en un principio y todo lo restante hay que deducirlo. Ahora bien, del actuar de esta inteligencia deben ser deducidas determinadas representaciones, las cuales se presentan de un modo conocido en la conciencia: las de un mundo, de un mundo presente sin nuestra intervención, material, situado en el espacio, etc. Pero de lo indeterminado no puede deducirse lo determinado; la fórmula de toda deducción, el principio de razón no encuentra entonces aplicación. Por ende, aquel actuar de la inteligencia puesto como fundamento tendría que ser un actuar determinado, y además, como la inteligencia misma es el supremo fundamento explicativo, un actuar determinado por ella misma y su esencia, no por algo fuera de ella. La exposición del idealismo será, por ende, ésta: la inteligencia actúa, pero sólo puede, por virtud de su propia esencia, actuar de un cierto modo. Si se piensa este modo necesario del actuar abstraido del actuar, se le llama muy adecuadamente las leyes del actuar, o sea, hay leyes necesarias de la inteligencia. Por este camino se ha hecho comprensible al par el sentimiento de la necesidad que acompaña a las representaciones determinadas. La inteligencia no siente una impresión de fuera, sino que siente en aquel actuar los límites de su propia esencia. En cuanto el idealismo hace esta suposición, única racional determinada y realmente explicativa, de leyes necesarias de la inteligencia, llámase el crítico, o también el trascendental. Un idealismo trascendente sería un sistema tal que dedujese del actuar libre y completamente sin ley de la inteligencia las representaciones determinadas; una suposición completamente contradictoria, ya que, como se ha advertido hace un momento, a un actuar semejante no es aplicable el principio de razón.

Las leyes del actuar de la inteligencia que hay que admitir constituyen incluso un sistema, si es cierto que están fundadas en la esencia una de la inteligencia. Esto quiere decir que, si la inteligencia actúa justamente así bajo esta condición determinada, ello puede explicarse, y explicarse porque la inteligencia bajo una condición tiene, en general, un modo determinado de actuar. Y esto último puede explicarse, a su vez, por una sola ley fundamental. La inteligencia se da a sí misma en el curso de su actuar sus leyes, y esta función legislativa tiene lugar incluso por medio de un más alto y necesario actuar o representar. Por ejemplo, la ley de la causalidad no es una ley primera y primitiva, sino que es sólo uno de los varios modos de unión de lo múltiple, y puede deducirse de la ley fundamental de esta unión. Y la ley de esta unión de lo múltiple puede deducirse a su vez, así como lo múltiple mismo, de leyes superiores.

Como consecuencia de esta observación puede incluso el idealismo crítico proceder a la obra de dos maneras. O bien deduce realmente de las leyes fundamentales de la inteligencia el sistema de los modos de actuar necesarios y al par que él las representaciones objetivas que surgen por obra suya, haciendo así surgir paulatinamente ante los ojos del lector o del oyente el orbe entero de nuestras representaciones, o bien saca de alguna parte de estas leyes, tales como se aplican ya inmediatamente a los objetos, o sea, en su grado inferior (se las llama en este grado categorías), y afirma: mediante éstas se determinan y ordenan los objetos.

Al criticista de esta última manera, que no deduce de la esencia de la inteligencia las leyes admitidas como de ella, ¿de dónde puede venirle ni siquiera el conocimiento material de las mismas, el conocimiento de que son justamente éstas, la ley de la sustanciabilidad, la ley de la causalidad? Pues no quiero abrumarle todavía en la cuestión de por dónde sabe que son meras leyes inmanentes de la inteligencia. Son las leyes que se aplican inmediatamente a los objetos, y sólo puede haberlas obtenido por abstracción de estos objetos, o sea, sólo puede haberlas sacado de la experiencia. De nada sirve que intente tomarlas de la lógica por un rodeo, pues la lógica misma no ha nacido para él de otro modo que por abstracción de los objetos, y él se limita a hacer de un modo mediano lo que ha hecho de un modo inmediato nos caería harto perceptiblemente de los ojos. El criticista no puede, por ende, corroborar con nada su afirmación de que las leyes del pensar por él postuladas son realmente leyes del pensar, no son realmente nada más que leyes inmanentes de la inteligencia. El dogmatismo afirma contra él que son propiedades universales de las cosas, fundadas en la esencia de éstas, y no se alcanza a comprender por qué hayamos de otorgar más fe a la afirmación no demostrada del otro. No surge con este proceder la evidencia de que y por qué la inteligencia haya de actuar así justamente. Para promoverla seria menester sentar en las premisas algo que sólo pudiese convenir a la inteligencia y deducir de estas premisas ante nuestros propios ojos aquellas leyes del pensar.

Particularmente no se comprende con este proceder cómo surge el objeto mismo, pues aún cuando se quiera conceder al criticista sus postulados no demostrados, mediante ellos no se explican nada más que las propiedades y las relaciones de la cosa, por ejemplo, que está en el espacio, que se exterioriza en el tiempo, que sus accidentes necesitan ser referidos a algo sustancial, etc. Pero ¿de dónde procede aquello que tiene estas relaciones y propiedades? ¿De dónde procede la materia que se recibe en estas formas? En esta materia se refugia el dogmatismo y no habéis hecho más que ir de mal en peor.

Nosotros sabemos bien que la cosa surge en realidad por un actuar según estas leyes, que la cosa no es absolutamente nada más que todas estas relaciones unificadas por la imaginación y que todas estas relaciones juntas son la cosa. El objeto es en realidad la síntesis primitiva de todos esos conceptos. La forma y la materia no son distintas partes. La total conformación es la materia y únicamente en el análisis encontramos formas aisladas. Pero siguiendo el método indicado, el criticista sólo puede asegurar que es así, y es incluso un misterio por donde lo sepa él, si él lo sabe. En tanto no se hace surgir la cosa entera ante los ojos del pensador, no se ha perseguido al dogmatismo hasta su última guarida. Pero esto sólo es posible haciendo actuar a la inteligencia en la totalidad de sus leyes, no en parte de ellas.

Un idealismo como el descrito es, según esto, un idealismo no demostrado o indemostrable. es un idealismo que no tiene frente al dogmatismo otras armas que las de asegurar que tiene razón, ni frente al criticismo superior y acabado que la de una ira impotente y la de afirmar que no se puede ir más allá, la de asegurar que más allá de él ya no hay suelo, que desde aquí se le resulta inteligible, y otras semejantes, todas las cuales no significan absolutamente nada.

Finalmente, en un sistema semejante sólo se sientan aquellas leyes según las cuales sólo se determinan los objetos de la experiencia externa por medio de la facultad del simple juicio de subsunción. Pero esto no es, con mucho, sino la mínima parte del sistema de la razón. En el dominio de la razón práctica y de la facultad del juicio de reflexión, este criticismo a medias, al que le falta la visión del total proceder de la razón, anda, por ende, tan a ciegas como el que se limita a mascullar una oración y reproduce con la misma falta de preocupación expresiones para él completamente ininteligibles (3).

El método del idealismo trascendental integral, que es el que representa la teoría de la ciencia, lo he expuesto ya una vez con toda claridad en otro lugar (4). No logro explicarme cómo se ha podido no entender esta exposición. Asegurar, se asegura bastante no haberla entendido.

Estoy, según esto, obligado a decir de nuevo lo dicho, y repito que a su comprensión se reduce todo en esta ciencia.

Este idealismo crítico parte de una sola ley fundamental de la razón, que muestra inmediatamente en la conciencia, y procede de la siguiente manera. Requiere la oyente o lector a pensar con libertad un concepto determinado. Si hace esto, se encontrará que está obligado a proceder de un cierto modo. Hay que distinguir aquí dos cosas: el acto de pensar requerido -este acto es llevado a cabo con libertad y quien no lo lleva también a cabo no ve nada de lo que enseña la teoría de la ciencia- y el modo necesario como hay que llevarlo a cabo; este modo está fundado en la naturaleza de la inteligencia y no depende del albedrío, es algo necesario, pero que solo se presenta en y con una acción libre; algo encontrado, pero estando el encontrarlo condicionado por la libertad.

Por lo tanto el idealismo muestra en la conciencia inmediata lo que él afirma. Mera suposición, empero, es la de que ese algo necesario es la ley fundamental de la razón toda, la de que de él puede deducirse el sistema entero de nuestras representaciones necesarias, no sólo de un mundo, tal y como sus objetos son determinados por la facultad del juicio de subsunción y de reflexión, sino también de nosotros mismos como entes libres y prácticos sometidos a leyes. Esta suposición tiene el idealismo que probarla mediante la efectiva deducción, y en esto precisamente estriba su negocio peculiar.

Para ello procede del siguiente modo: Muestra que lo sentado en primer lugar como principio y mostrado inmediatamente en la conciencia no es posible sin que al par suceda aún algo distinto, ni esto otro sin que al par suceda algo tercero; así hasta que las condiciones de lo sentado en primer lugar estén completamente agotadas, y ello mismo sea plenamente comprensible en su posibilidad. La marcha del idealismo es un ininterrumpido avance de lo condicionado a la condición, Cada condición viene a ser, a su vez, algo condicionado, y hay que indagar su condición.

Si la suposición del idealismo es justa, y en la deducción se ha inferido correctamente, tiene que obtenerse como último resultado, como conjunto de todas las condiciones de lo sentado en primer lugar, el sistema de todas las representaciones necesarias o la experiencia entera; pero esta confrontación no se hace, en absoluto, dentro de la filosofía misma, sino muy posteriormente.

Pues el idealismo no tiene ante sus ojos esta experiencia como la meta ya conocida de antemano a la cual tiene que arribar. El idealismo no sabe en su proceder nada de la experiencia, ni en general mira a ella. Avanza desde su punto de partida y según su regla, sin preocuparse de lo que resultará al final. El ángulo recto desde el cual ha de trazar su línea recta le es dado: ¿necesita aún de un punto en dirección al cual trazarla? Mi opinión es que todos los puntos de su línea le son dados al mismo tiempo. Se os ha dado un número determinado. Presumís que es el producto de ciertos factores. Os basta buscar, según la regla bien conocida de vosotros, el producto de estos factores. Si concuerda con el número dado, se encontrará después que tengáis el producto. El número dado es la experiencia en su totalidad. Los factores son lo mostrado en la conciencia y las leyes del pensar. La operación de multiplicar es el filosofar. Aquellos que os aconsejan al filosofar tener siempre los ojos dirigidos a la experiencia, os aconsejan alterar un poco los factores y multiplicarlos un poco erróneamente, a fin de que resulten números concordantes; proceder que es tan desleal como facil.

En tanto se consideran los últimos resultados del idealismo como tales, como consecuencia del razonamiento, son lo a priori en el espíritu humano. Y en tanto se considera exactamente esto mismo, caso que el razonamiento y la experiencia concuerden en realidad, como dado en la experiencia, se lo llama a posteriori. Lo a priori y lo a posteriori no son para un idealismo integral en absoluto dos cosas, sino exclusivamente una. Son una cosa considerada sólo por dos lados y se diferencian simplemente por el modo de llegar a ellos. La filosofía anticipa la experiencia entera, la piensa sólo como necesaria, y desde este punto de vista es comparada, con la experiencia real, a priori. A posteriori es el número, en cuanto se le considera como dado. A priori, el mismo número, en cuanto se le obtiene como producto de los factores. Quien opine sobre este punto de otro modo, no sabe él mismo lo que dice.

Si los resultados de una filosofía no concuerdan con la experiencia, esta filosofía es seguramente falsa. Pues no ha cumplido su promesa de deducir la experiencia entera y de explicarla por el actuar necesario de la inteligencia. O bien es entonces la suposición del idealismo trascendental en general inexacta, o bien ha sido sólo inexactamente tratada en la exposición determinada que no realiza lo que debía. Como el problema de explicar la experiencia por su fundamento radica en la razón humana; como ningún ente racional admitirá que pueda radicar en ella un problema cuya solución sea absolutamente imposible; como sólo hay dos caminos para resolverlo, el del dogmatismo y el del idealismo trascendental, y al primero puede mostrársele sin más que no puede realizar lo que promete, el pensador resuelto se decidirá siempre por el último, pensando que los filósofos se han extraviado meramente al razonar, pero que la suposición es en sí perfectamente justa, y no se dejará apartar por un ensayo malogrado de ensayar de nuevo hasta lograrlo finalmente.

El camino de este idealismo va, como se ve, de algo que se presenta en la conciencia, pero sólo a consecuencia de un libre acto de pensar, a la experiencia entera. Lo que entre ambos términos hay en su terreno peculiar. No es un hecho de la conciencia, no pertenece al orbe de la experiencia ¿Cómo podría algo semejante llamarse filosofía, si ésta tiene que mostrar el fundamento de la experiencia, más el fundamento está necesariamente fuera de lo fundado? Es un producto del pensar libre, pero conforme a leyes. Esto resultará totalmente claro en seguida que consideremos desde algo más cerca la afirmación fundamental del idealismo.

Lo pura y simplemente postulado no es posible, demuestra el idealismo, sin la condición de un segundo algo, ni este segundo sin la condición de un tercero, etc. Así pues, entre todo lo que el idealismo sienta no hay nada que sea posible aisladamente, sino que sólo en unión con todo es cada algo posible. Según esto y con arreglo a la propia afirmación del idealismo, sólo el todo se presenta en la conciencia y este todo es precisamente la experiencia. El idealismo quiere conoce este todo desde más cerca, por lo cual tiene que analizarlo, y esto no mediante un ciego tantear, sino según la regla determinada de la composición, de tal suerte que vea surgir el todo ante sus ojos. El idealismo puede hacer esto porque puede abstraer, porque en el pensar libre puede ciertamente aprehender lo particular por sí solo. Pues en la conciencia no existe meramente la necesidad de las representaciones, sino también la libertad de éstas, y esta libertad, a su vez, puede proceder según las leyes o según las reglas. El todo le es dado al idealismo desde el punto de vista de la conciencia necesaria. Lo encuentra así como se encuentra a sí mismo. La serie originada por la composición de este todo es producida sólo por medio de la libertad. Quien practica este acto de la libertad, se hace consciente de él y agrega, por decirlo así, un nuevo dominio a su conciencia. Para quien no lo practica no existe en absoluto lo condicionado por él. El químico compone un cuerpo, por ejemplo, un metal determinado, con sus elementos. El hombre vulgar ve el metal bien conocido para él. El químico la combinación de estos determinados elementos. ¿Es que ven ambos algo distinto? Yo pensaría que no. Ven lo mismo, sólo que de distinto modo. lo que ve el químico es lo a priori, el químico ve lo particular. Lo que ve el hombre vulgar es lo a posteriori, el hombre vulgar ve el todo. Sólo hay esta diferencia: el químico tiene que analizar el todo antes de poder componerlo, porque se las ha con un objeto cuya regla de composición no puede conocer antes del análisis; el filósofo puede componer sin necesidad de previo análisis, porque conoce ya la regla de su objeto, la razón.

Al contenido de la filosofía no le conviene, según esto, otra realidad que la del pensar necesario, a condición de que se quiera pensar algo sobre el fundamento de la experiencia. La inteligencia sólo puede pensarse como activa, y sólo puede pensarse como activa de este modo determinado, afirma la filosofía. Esta realidad es para la filosofía plenamente suficiente; pues de la filosofía resulta que no hay en general ninguna otra realidad.

El idealismo crítico integral aquí descrito es el que quiere representar la teoría de la ciencia. Lo último dicho encierra el concepto de él y sobre éste no he de oir objeciones; pues lo que yo quiero hacer nadie puede saberlo mejor que yo mismo. Demostraciones de la imposibilidad de una cosa que es realizada y en parte está ya realizada son simplemente ridículas. Hay que atenerse sólo a la ejecución y comprobar si realiza lo que ha prometido.

Índice de Introducción a la teoría de la ciencia de Johann Gottlieb FichtePresentación de Chantal López y Omar CortésSegunda introducción a la teoría de la ciencia (Primera parteBiblioteca Virtual Antorcha