Índice de Fedro o De la belleza de PlatónTercera parteQuinta parteBiblioteca Virtual Antorcha

FEDRO
O
DE LA BELLEZA


CUARTA PARTE

FEDRO. - Me uno a ti, querido Sócrates, para pedir a los dioses que ambos sigan tu consejo, por ellos y por mí. Pero en verdad, no puedo menos que alabar tu discurso, cuya belleza me hizo olvidar el primero. Temo que Lisias parezca muy inferior, si intenta luchar contigo en un nuevo discurso. Por lo demás, ahora, hace poco, uno de nuestros hombres de Estado le echaba en cara, en términos ofensivos, el escribir mucho; y en toda su diatriba le llamaba fabricante de discursos. Quizá el amor propio le impedirá responderte.

SÓCRATES. - Vaya idea singular, querido joven; poco no conoces a tu amigo, si crees que se asusta con tan poco ruido. ¿Creíste que el que así le criticaba hablaba en serio?

FEDRO. - Así parecía, Sócrates, y tú sabes que los hombres más poderosos y de mejor posición en nuestras ciudades se avergüenzan de componer discursos y de dejar escritos, temiendo que se les considere sofistas en la posteridad.

SÓCRATES. - No entiendes nada, mi querido Pedro, de los repliegues de la vanidad; y no ves que los más entonados de nuestros hombres de Estado son los que más ansían componer discursos y dejar obras escritas. Desde el momento en que dan vida a algo, están tan deseosos de adquirir aura popular, que se apuran a inscribir en su publicación los nombres de sus admiradores.

FEDRO. - ¿Qué dices? No comprendo.

SÓCRATES. - ¿No comprendes que a la cabeza de los escritos de un hombre de Estado aparecen siempre los nombres de los que les han dado su aprobación?

FEDRO. - ¿Cómo?

SÓCRATES. - El Senado o el pueblo, o ambos, en vista de la proposición de tal ... han tenido a bien ... y aquí se nombra a sí mismo y hace su propio elogio. Enseguida, para demostrar su ciencia a sus adoradores, hace de todo esto un largo comentario. Y dime, ¿no es éste un verdadero escrito?

FEDRO. - Convengo en ello.

SÓCRATES. - Si triunfa el escrito, el autor sale del teatro feliz; si se le desecha, queda privado del honor de que se le cuente entre los escritores y autores de discursos, y así se desconsuela y sus amigos se afligen con él.

FEDRO. - Sin duda.

SÓCRATES. - Es evidente que, lejos de despreciarlo, le estimas.

FEDRO. - En efecto.

SÓCRATES. - ¿Pero qué, cuando un orador o un rey, revestido del poder de un Licurgo, de un Solón, de un Darío, se inmortaliza en un Estado como autor de discursos, no se mira a sí mismo como un semidiós durante su vida, y la posteridad no tiene de él la misma opinión, en consideración a sus escritos?

FEDRO. - Seguramente.

SÓCRATES. - ¿Crees tú que ningún hombre de Estado, cualesquiera que sean su carácter y su prevención contra Lisias, pretenda hacerle ruborizar por su título de escritor?

FEDRO. - Según lo que dices, no es probable porque a mi juicio sería difamar su propia pasión.

SÓCRATES. - Por lo tanto, es evidente que nadie puede avergonzarse de componer discursos.

FEDRO. - Así es.

SÓCRATES. - Pero en mi opinión, lo vergonzoso no es hablar y escribir bien, sino hablar y escribir mal.

FEDRO. - Evidentemente.

SÓCRATES. - ¿Pero qué es escribir bien mal? ¿Debemos, querido Fedro, interrogar sobre esto a Lisias o alguno de los que han escrito o escribirán sobre un objeto político o sobre materias privadas en verso, como un poeta, o en prosa, como el común de los escritores?

FEDRO. - ¿Es posible que me preguntes si debemos? ¿De qué serviría la vida si no se gozase de los placeres de la inteligencia? Porque no son los goces, a los que precede al dolor como condición necesaria, los que dan precio a la vida; y esto es lo que pasa con casi todos los placeres del cuerpo, por lo que con razón se les ha llamado serviles.

SÓCRATES. - Creo que tenemos tiempo. Lo que me parece es que las cigarras, que cantan sobre nuestras cabezas y conversan entre sí, como lo hacen siempre con este calor sofocante, nos observan. Si en lugar de platicar nos viesen dormir la siesta como el vulgo, en esta hora del mediodía al arrullo de sus cantos, sin hacer uso de nuestro entendimiento, se reirían de nosotros, y harían bien; creerían ver esclavos que habían venido a dormir a esta soledad, como los ganados que descansan alrededor de una fuente. Si por el contrario, nos ven conversar y pasar cerca de ellas, como el sabio cerca de las sirenas, sin dejarnos sorprender, nos admirarán y quizá nos darán parte del beneficio que los dioses les han permitido conceder a los hombres.

FEDRO. - ¿Qué beneficio es ése? Nunca he oído hablar de él.

SÓCRATES. - No está bien que un amigo de las musas ignore estas cosas. Se dice que las cigarras eran hombres antes de que nacieran las musas. Cuando éstas nacieron él canto con ellas, hubo hombres que se conmovieron tanto al oír sus acentos, que la pasión de cantar les hizo olvidar la de comer y beber, y pasaron de la vida a la muerte sin darse cuenta. De estos hombres nacieron las cigarras, y las musas les concedieron el privilegio de no necesitar ningún alimento, sino que, desde que nacen hasta que mueren, cantan sin comer ni beber; y además, anuncian a las musas cuál es, entre los mortales, el que rinde homenaje a cada una de ellas. Así es que, haciendo conocer a Terpsícore los que la honran en los coros, hacen que esta divinidad sea más propicia a sus favorecidos. A Erato dan cuenta de los hombres que cultivan la poesía erótica; y a las otras musas hacen conocer los que les conceden la especie de culto que conviene a los atributos de cada una; a Calíope, que es la de mayor edad, y a Drania, la de menor, dan a conocer a los que dedicados a la filosofía cultivan las artes que les están consagradas. Estas dos musas, que presiden a los movimientos de los cuerpos celestes y a los discursos de los dioses y de los hombres, son aquéllas de cantos melodiosos. Por eso hay que hablar y no dormir en esta hora del día.

FEDRO. - Pues bien, hablemos.

SÓCRATES. - Nos propusimos antes examinar lo que constituye un buen o mal discurso, escrito o improvisado. Comencemos este examen"si gustas.

FEDRO. - Muy bien.

SÓCRATES. - ¿Para hablar bien no es necesario saber la verdad sobre aquello de que se intenta tratar?

FEDRO. - A este respecto he oído, querido Sócrates, que el orador no tiene que saber lo que es verdaderamente justo, sino lo que parece tal a la multitud encargada de decidir; ni tampoco lo que es verdaderamente bueno y bello, sino lo que tiene la apariencia de la bondad y de la belleza. Porque es la verosimilitud, no la verdad, la que produce la convicción.

SÓCRATES. - No hay que desechar las palabras de los sabios, querido Fedro. Pero también debemos examinar lo que significan, y lo que acabas de decir debe llamar nuestra atención.

FEDRO. - Tienes razón.

SÓCRATES. - Procedamos de esta manera.

FEDRO. - Veamos.

SÓCRATES. - Si yo te aconsejase que compraras un caballo para servirte de él en los combates, y ni tú ni yo hubiéramos visto caballos, pero yo sé que Fedro llama caballo al que mejor oído tiene entre los animales domésticos ...

FEDRO. - Búrlate, Sócrates.

SÓCRATES. - Aguarda. La cosa sería mucho más ridícula si por querer convencerte, compusiera un discurso en el que elogiara al asno dándole el nombre de caballo, y si dijese que es un animal muy útil para la casa y para el ejército, que cualquiera puede defenderse montando en él, y que es muy cómodo para la transportación de cosas y bagajes.

FEDRO. - Sí, sería el colmo de lo ridículo.

SÓCRATES. - ¿No vale más ser ridículo e inofensivo, que peligroso y dañino?

FEDRO. - Sin duda.

SÓCRATES. - Cuando un orador, ignorando la naturaleza del bien y del mal, encuentra a sus conciudadanos en la misma ignorancia, y les convence de no tomar por caballo la sombra de un asno, sino el mal por el bien; cuando apoyado en el conocimiento que tiene de las preocupaciones de la multitud la arrastra por malas sendas, ¿qué frutos podrá recoger la retórica de lo que haya sembrado?

FEDRO. - Frutos malos.

SÓCRATES. - Pero quizá, querido amigo, hemos tratado el arte oratorio con poco respeto, y nos podría responder que de nada sirven nuestros razonamientos, que él no fuerza a nadie a aprender a hablar, sin conocer la naturaleza de la verdad, pero que si se le da crédito, es conveniente conocerla antes de recibir sus lecciones, si bien no duda en proclamar muy alto que, sin sus lecciones de bien hablar de nada sirve el conocimiento de la verdad para persuadir.

FEDRO. - ¿Y no tendría razón en decir eso?

SÓCRATES. - Estaría de acuerdo si las voces que se levantan por todas partes, confesasen que la retórica es un arte. Pero me imagino que algunos protestan en contra y afirman que no es un arte, sino un pasatiempo y una rutina frívola. No hay, dice Laco, verdadero arte de palabra, fuera de la posesión de la verdad, ni lo habrá jamás.

FEDRO. - También conozco esos rumores, querido Sócrates. Haz comparecer a estos adversarios de la retórica, y veamos qué dicen.

SÓCRATES. - Vengan, apreciables jóvenes, cerca de mi querido Fedro, padre de los demás jóvenes que se les parecen. Vengan a convencerlo de que, sin conocer a fondo la filosofía, nunca será capaz de hablar bien de ningún tema. Que Fedro responda.

FEDRO. - Pregunten.

SÓCRATES. - En general, la retórica no es el arte de conducir las almas por la palabra, no sólo en los tribunales y en otras asambleas públicas, sino también en las reuniones particulares, se trate de asuntos ligeros o de grandes intereses? ¿No es esto lo que se dice?

FEDRO. - Por Zeus, no es precisamente eso. El arte de hablar y de escribir sirve, sobre todo, en las defensas del foro, y también en las arengas políticas. Pero no he oído que se extienda a más.

SÓCRATES. - Tú sólo conoces los tratados de retórica de Néstor y de Odisea, que compusieron en momentos de ocio durante el sitio de Ilión. ¿Nunca has oído hablar de la retórica de Palámedes?

FEDRO. - ¡Claro que no! Ni tampoco de las retóricas de Néstor y Odisea, a menos que tu Néstor sea Gorgias y tu Odisea, Trasimaco o Teodoro.

SÓCRATES. - Quizá, pero dejémoslos. Dime, ¿qué hacen los adversarios en los tribunales? ¿No sostienen el pro y el contra? ¿Qué dices a esto?

FEDRO. - Nada más cierto.

SÓCRATES. - ¿Pelean y abogan por lo justo y lo injusto?

FEDRO. - Sin duda.

SÓCRATES. - Por consiguiente, el que sabe hacer esto con arte, hará parecer la misma cosa y a las mismas personas, justa o injusta, según él quiera.

FEDRO. - ¿Y qué?

SÓCRATES. - Y cuando hable al pueblo, sus conciudadanos juzgarán las mismas cosas ventajosas o funestas según su elocuencia.

FEDRO. - Sí.

SÓCRATES. - ¿No sabemos que el Palámedes de Elea hablaba con tanto arte, que presentaba a sus oyentes las mismas cosas semejantes y diferentes, simples y múltiples, en reposo y en movimiento?

FEDRO. - Ya lo sé.

SÓCRATES. - El arte de sostener las proposiciones contradictorias no es sólo del dominio de los tribunales y de las asambleas populares, sino que, al parecer, si hay un arte que tiene por objeto el perfeccionamiento de la palabra, abraza toda clase de discursos, y hace capaz al hombre de confundir lo que puede ser confundido; y de distinguir lo que el adversario intenta confundir y oscurecer.

FEDRO. - ¿Cómo lo entiendes tú?

SÓCRATES. - Creo que la cuestión se ilustrará si tú sigues este razonamiento. ¿Se producirá con más facilidad esta ilusión en las cosas muy diferentes o en las que se diferencian poco?

FEDRO. - En estas últimas, evidentemente.

SÓCRATES. - Si mudas de lugar y quieres hacerlo sin que se den cuenta, ¿te desviarás poco a poco o te alejarás a paso largo?

FEDRO. - La respuesta es clara.

SÓCRATES. - El que se propone engañar a los demás, sin tenerse él mismo por engañado, ¿será capaz de reconocer exactamente las semejanzas y diferencias de las cosas?

FEDRO. - Es necesario que las reconozca.

SÓCRATES. - ¿Pero es posible, cuando se ignora la verdadera naturaleza de cada cosa, reconocer lo que en las otras cosas se parece poco o mucho a aquella que se ignora?

FEDRO. - Es imposible.

SÓCRATES. - ¿No es evidente que toda opinión falsa procede sólo de ciertas semejanzas que existen entre los objetos?

FEDRO. - Seguramente.

SÓCRATES. - ¿Y que no se puede poseer el arte de hacer pasar poco a poco a sus oyentes de semejanza en semejanza, de la verdadera naturaleza de las cosas a su contraria, evitando por su propia cuenta semejante error, si no se sabe a qué atenerse sobre la esencia de cada cosa?

FEDRO. - Eso no puede ser.

SÓCRATES. - Por consiguiente, el que pretende poseer el arte de la palabra sin conocer la verdad, y se ha ocupado tan sólo en opiniones, toma por un arte lo que no es más que una sombra risible.

FEDRO. - Corre el gran peligro de ser así.

SÓCRATES. - En el discurso de Lisias, que tienes en la mano, y en los que nosotros hemos pronunciado, ¿quieres ver qué diferencia hacemos entre el arte y lo que sólo tiene la apariencia de tal?

FEDRO. - Con mucho gusto, sobre todo porque nuestros razonamientos tienen algo de vago, al no apoyarse en algún ejemplo positivo.

SÓCRATES. - En verdad es una fortuna la casualidad de haber pronunciado dos discursos muy acomodados para probar que el que posee la verdad puede, mediante el juego de palabras, deslumbrar a sus oyentes. Yo, querido Fedro, no dudo en achacados a las divinidades que habitan estos sitios. También tal vez los cantores inspirados por las cigarras que habitan por encima de nuestras cabezas, nos han comunicado su inspiración; porque siempre he sido ajeno al arte oratorio.

FEDRO. - Lo acepto, puesto que te place decirlo; pero pasemos al examen de los dos discursos.

SÓCRATES. - Lee el principio del discurso de Lisias.

FEDRO. - Conoces mis sentimientos y sabes que considero benéfica para ambos la realización de mis deseos. No sería justo rechazar mis votos porque no soy tu amante. Pues los amantes, en el momento en que se ven satisfechos ...

SÓCRATES. - Detente. Es preciso analizar en qué se engaña Lisias y en qué carece de arte; ¿cierto?

FEDRO. - Sí.

SÓCRATES. - ¿No es verdad que estamos siempre de acuerdo en ciertas cosas, y que en otras siempre discutimos?

FEDRO. - Creo comprender lo que dices, pero explícamelo con más claridad.

SÓCRATES. - Por ejemplo, ¿no tenemos todos la misma idea cuando se pronuncian las palabras hierro o plata?

FEDRO. - Sin duda.

SÓCRATES. - Pero que se nos hable de lo justo y de lo injusto porque estas palabras despiertan ideas diferentes, y en el momento estamos en desacuerdo con los demás y con nosotros mismos.

FEDRO. - Así es.

SÓCRATES. - Entonces hay cosas en las que todo el mundo conviene, y otras en las que todos disputan.

FEDRO. - Es cierto.

SÓCRATES. - ¿En qué temas podemos extraviarnos con más facilidad, y en los que la retórica tiene la mayor influencia?

FEDRO. - En las cosas inciertas y dudosas.

SÓCRATES. - El que se propone abordar el arte oratorio, deberá haber hecho antes metódicamente esta distinción, y haber aprendido a distinguir, según sus caracteres, las cosas sobre las que fluctúa naturalmente la opinión del vulgo, y sobre las que la duda es imposible.

FEDRO. - Es un hombre hábil el que sepa hacer esta distinción.

SÓCRATES. - Hecho esto, creo que antes de tratar un tema en particular, debe ver inquisitivamente y evitando toda confusión, a qué especie pertenece este objeto.

FEDRO. - Sin duda.

SÓCRATES. - ¿El amor es un tema sujeto a disputa o no?

FEDRO. - Es de las cosas disputables, seguramente. De no ser así, ¿hubieras podido hablar como hablaste, argumentando que el amor es un mal para el amante y para el objeto amado, como que es el más grande de los bienes?

SÓCRATES. - Perfectamente. Pero dime (porque en el furor divino que me poseía he perdido el recuerdo) ¿comencé mi discurso definiendo el amor?

FEDRO. - ¡Por Zeus! Sí, no pudo ser mejor la definición.

SÓCRATES. - ¿Qué dices? Las ninfas hijas de Aqueloo y Pan, hijo de Hermes, ¿son más hábiles en el arte de la palabra que Lisias, hijo de Céfalo? O bien yo me engaño y Lisias, comenzando su discurso sobre el amor, nos ha llevado a aceptar una definición a la que ha referido toda la trabazón de su discurso y la conclusión misma. ¿Quieres que volvamos a leer el principio?

FEDRO. - Como quieras. Sin embargo, lo que buscas no está allí.

SÓCRATES. - Lee sin parar, quiero oírlo.

FEDRO. - Conoces mis sentimientos y sabes que considero benéfica para ambos la realización de mis deseos. No sería justo rechazar mis votos porque no soy tu amante. Pues los amantes, en el momento en que se ven satisfechos, se arrepienten de lo que han hecho por el objeto de su pasión.

SÓCRATES. - Estamos muy lejos de encontrar lo que buscamos. No comienza por el principio, sino por el fin, como un hombre que nada de espaldas contra la corriente. El amante, que se dirige a la persona que ama no comienza por donde debería concluir, o me engaño yo, Fedro, mi muy querido amigo.

FEDRO. - Ten presente, Sócrates, que no ha querido hacer más que el final de un discurso.

SÓCRATES. - Sea así, ¿pero no ves que sus ideas están amontonadas confusamente? Lo que dice en segundo lugar, ¿está donde debe o en otro lugar de su discurso? Yo, si bien confieso mi ignorancia, creo que el autor, muy a la ligera, plasmo en el papel cuanto le vino al espíritu. ¿Pero has descubierto en su composición un plan, según el cual dispuso las partes en el orden en que se encuentran?

FEDRO. - Me haces demasiado favor al creerme en estado de penetrar todos los artificios de la elocuencia de un Lisias.

SÓCRATES. - Por lo menos me concederás que todo discurso debe, como un ser vivo, tener un cuerpo con cabeza, pies, tronco y extremidades proporcionados entre sí y en exacta relación con el conjunto.

FEDRO. - Es evidente.

SÓCRATES. - Bien. Analiza un poco el discurso de tu amigo, y dime si reúne estas condiciones. Confesarás que se parece mucho a la inscripción que dicen se puso sobre la tumba de Midas, rey de Frigia.

FEDRO. - ¿Qué epitafio es ése, y qué tiene de particular?

SÓCRATES. - Hele aquí:

Soy una virgen de bronce colocada sobre la tumba de Midas; mientras las aguas corran y los árboles reverdezcan. De pie sobre esta tumba regada de lágrimas. Anunciaré a los pasajeros que Midas reposa en este sitio. Esta inscripción puede leerse comenzando por el primer verso o por el último.

FEDRO. - Te burlas de nuestro discurso, Sócrates.

SÓCRATES. - Dejémosle, pues, para que no te enfades, aunque en mi opinión encierra muchos ejemplos útiles que deben estudiarse para no imitarlos. Hablemos de los demás discursos. En ellos encontraremos enseñanzas que podrá aprovechar el que quiera instruirse en el arte oratorio.

FEDRO. - ¿Qué quieres decir?

SÓCRATES. - Estos dos discursos se contradicen; el uno tendía a probar que se deben conceder sus favores al nombre enamorado, y el otro al no enamorado.

FEDRO. - El pro y el contra son sostenidos con calOI.

SÓCRATES. - Creía que ibas a usar la palabra propia que es con furor. Ésa es la palabra que esperaba; ¿no hemos dicho, en efecto, que el amor era una especie de furor?

FEDRO. - Sí.

SÓCRATES. - Hay dos especies de furor o de delirio: uno, que sólo es una enfermedad del alma; otro, que nos hace traspasar los límites de la naturaleza humana por una inspiración divina.

FEDRO. - Estoy de acuerdo.

SÓCRATES. - Hemos distinguido cuatro especies de delirio divino, según los dioses que le inspiran, atribuyendo la inspiración profética a Apolo, la de los iniciados a Dionisos, la de los poetas a las Musas, y en fin, la de los amantes a Afrodita y a Eros; y hemos dicho, que el delirio del amor es el más divino de todos. Inspirados nosotros por el soplo del dios del amor, aproximándonos y alejándonos de la verdad, y formando un discurso plausible, no sé cómo hemos llegado a componer, como por vía de diversión, un himno, decoroso sí, pero mitológico, al amor, mi dueño, como lo es tuyo, Fedro, que es el dios que preside a la belleza.

FEDRO. - Yo estuve encantado al oírlo.

SÓCRATES. - Sirvámonos de este discurso para ver cómo se puede pasar de la censura al elogio.

FEDRO. - Veamos.

SÓCRATES. - Todo lo demás no es en efecto más que un juego de niños. Pero hay dos procedimientos que la casualidad nos ha sugerido sin duda, pero que convendrá comprender bien y en toda su extensión al aplicarlos al método.

FEDRO. - ¿Cuáles son esos procedimientos?

SÓCRATES. - Por lo pronto deben abrazarse de una ojeada las ideas particulares desparramadas acá y allá, y reunidas en una sola idea general, para hacer comprender, con una definición exacta, el tema que se quiere tratar. Así fue como dimos una definición del amor, que podrá ser buena o mala, pero que al menos sirvió para dar a nuestro discurso la claridad y el orden.

FEDRO. - ¿Y cuál es el otro procedimiento?

SÓCRATES. - Consiste en saber dividir de nuevo la idea general en sus elementos, como otras tantas articulaciones naturales, evitando, sin embargo, mutilar alguno de los elementos primitivos, como acostumbra un mal cocinero cuando trincha. Así es como en nuestros dos discursos dimos una idea general del delirio; enseguida, igual que la unidad de nuestro cuerpo comprende bajo una misma denominación los miembros que están a la izquierda y los que están a la derecha, nuestros dos discursos dedujeron de esta definición general del delirio, dos nociones distintas: el uno ha distinguido lo que estaba a la izquierda, y no se rehizo para dar una nueva división, sino después de haberse encontrado con un desgraciado amor, que él mismo ha llenado de injurias bien merecidas; el otro ha tomado a la derecha, y se ha encontrado con otro amor, que tiene el mismo nombre, pero cuyo principio es divino, y tomándole por materia de sus elogios, lo ha alabado como origen de los mayores bienes.

FEDRO. -Es verdad.

SÓCRATES. - Yo, querido Fedro, me gusta mucho esta manera de descomponer y componer de nuevo por su orden las ideas; es el medio para aprender a hablar y a pensar. Cuando creo hallar un hombre capaz de abarcar a la vez el conjunto y los detalles de un tema, sigo sus pasos como si fueran los de un dios. Los que tienen este talento, sabe Dios si tengo o no razón para darles este nombre, pero en fin, yo les llamo dialécticos. ¿Cómo llamaremos a los que se han formado en tu escuela y en la de Lisias? Nos acogeremos a ese arte de la palabra, mediante el que lrasimaco y otros se han hecho hábiles parlantes y que enseñan, recibiendo dones, como los reyes, por precio de su enseñanza.

FEDRO. - Son, en efecto, reyes, pero ignoran el arte de que hablas. Por lo demás, quizá tengas razón en dar a este arte el nombre de dialéctica, pero me parece que hasta ahora no hemos hablado de la retórica.

SÓCRATES. - ¿Qué dices? ¿Puede haber en el arte de la palabra alguna parte importante diferente a la dialéctica? Guardémonos bien de desdeñarla, y veamos en qué consiste esta retórica de la que no hemos hablado.

FEDRO. - No es poco, querido Sócrates, lo que se encuentra en los libros de retórica.

SÓCRATES. - Me lo recuerdas muy a tiempo. Lo primero es el exordio, porque así debemos llamar el principio del discurso. ¿No es éste uno de los refinamientos del arte?

FEDRO. - Sí, sin duda.

SÓCRATES. - Después la narración, luego las deposiciones de los testigos, enseguida las pruebas, y por fin las presunciones. Creo que un entendido discursista, que ha venido de Bizancio, habla también de la confirmación y de la subconfirmación.

FEDRO. - ¿Hablas del ilustre Teodoro?

SÓCRATES. - Sí, de Teodoro. Nos enseña también cuál debe ser la refutación y la subrefutación en la acusación y en la defensa. Oigamos igualmente al hábil, Eveno de Paros, que ha inventado la insinuación y las alabanzas reáprocas. Se dice también que ha puesto en versos mnemónicos la teoría de los ataques indirectos; en fin, es un sabio. ¿Dejaremos dormir a Tisias y a Gorgias? Estos han descubierto la verosimilitud más que la verdad, y saben, por medio de su palabra omnipotente, hacer que las cosas grandes parezcan pequeñas, y pequeñas las grandes, dan un aire de novedad a lo antiguo, y un aire de antigüedad a lo nuevo; en fin, han encontrado el medio de hablar indiferentemente sobre el mismo tema de manera concisa o difusa.

Un día que yo hablaba a Pródico, se echó reír, y me aseguró que sólo él poseía el buen método, que era preciso evitar la concisión y los desenvolvimientos ociosos, conservándose siempre en un término medio.

FEDRO. - Perfectamente, Pródico.

SÓCRATES. - ¿Qué diremos de Hipias? Porque pienso que el natural de Elis debe ser del mismo dictamen.

FEDRO. - ¿Por qué no?

SÓCRATES. - ¿Qué diremos de Polo con sus consonancias, sus repeticiones, su abuso de sentencias y de metáforas, y estas palabras que ha tomado de las lecciones de Licimnion, para adorar sus discursos?

FEDRO. - Querido Sócrates, ¿Protágoras, no enseñaba artificios del mismo género?

SÓCRATES. - Su manera, querido joven, era notable por cierta propiedad de expresión unida a otras bellas cualidades. En el arte de provocar la compasión en favor de la ancianidad o de la pobreza, por medio de exclamaciones patéticas, nadie se puede comparar con el poderoso retórico de Calcedonia. Es un hombre que lo mismo agita que aquieta a la multitud, a manera de encantamiento, de lo que él mismo se alaba. Es muy capaz de acumular acusaciones, y destruirlas sin importarle cómo. En cuanto al fin de sus discursos, en todos es el mismo, ya le llame recapitulación o cualquier otro nombre.

FEDRO. - ¿Te refieres al resumen que se hace al concluir un discurso, para recordar a los oyentes lo que se ha dicho?

SÓCRATES. - Eso mismo. ¿Crees que me haya olvidado de alguno de los secretos del arte oratorio?

FEDRO. - Es tan poco lo olvidado que no merece la pena de hablar de ello.

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