Índice de Fedro o De la belleza de PlatónCuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha

FEDRO
O
DE LA BELLEZA


QUINTA PARTE

SÓCRATES. - Pues bien, no hablemos más de eso y tratemos ahora de ver de manera patente lo que valen estos artificios, y dónde brilla el poder de la retórica.

FEDRO. - Es, en efecto, un arte poderoso, Sócrates, por lo menos en las asambleas populares.

SÓCRATES. - Es cierto. Pero mira, mi excelente amigo, si no adviertes, como yo, que estas sabias composiciones descubren la trama en muchos pasajes.

FEDRO. - Explícate más.

SÓCRATES. - Dime, si alguno encontrase a tu amigo Eriximaco o a su padre Acumenos, y les dijese: yo sé, mediante la aplicación de ciertas sustancias, calentar o enfriar el cuerpo a mi voluntad, provocar evacuaciones por todos los conductos, y producir otros efectos semejantes; y con esta ciencia puedo pasar por médico, y me creo capaz de convertir en médico a las personas a quienes comunique mi ciencia. A tu parecer, ¿qué responderían tus ilustres amigos?

FEDRO. - Seguramente le preguntarían si sabe además a qué enfermos es preciso aplicar estos remedios, en qué casos y en qué dosis.

SÓCRATES. - Él les respondería que de eso no sabe nada, pero que con seguridad el que reciba sus lecciones sabrá llenar todas estas condiciones.

FEDRO. - Creo que mis amigos dirían que nuestro hombre estaba loco, y que habiendo abierto por casualidad un libro de medicina, u oído hablar de algunos remedios, se imagina que con esto es médico, aunque no entienda una palabra.

SÓCRATES. - Y si alguno, dirigiéndose a Sófocles o a Eurípides, les dijese yo sé presentar, sobre el tema más mezquino, los desenvolvimientos más extensos, y tratar brevemente la más vasta materia, sé hacer discursos patéticos, terribles o amenazadores; poseo además otros conocimientos semejantes, y me comprometo, enseñando este arte a alguno, a ponerle en estado de componer una tragedia.

FEDRO. - Estos dos poetas, Sócrates, podrían con razón echarse a reír de este hombre, que se imaginaba hacer una tragedia de todas estas partes reunidas a la casualidad, sin acuerdo sin proporciones y sin idea del conjunto.

SÓCRATES. - Pero se guardarían bien de burlarse de él groseramente. Si un músico encontrase a un hombre que cree saber perfectamente la armonía porque sabe sacar de una cuerda el sonido más agudo o el más grave, no le diría bruscamente: Desgraciado, perdiste la cabeza. Sino que como digno favorito de las musas, le diría con dulzura: Querido mío, hay que saber lo que tú sabes para conocer la armonía; sin embargo, se puede estar a tu altura sin entenderla; posees las nociones preliminares del arte, pero no el arte mismo.

FEDRO. - Eso sería hablar sensatamente.

SÓCRATES. - Lo mismo diría Sófocles a su hombre que posee los elementos del arte trágico, pero no el arte mismo; y Acumenos diría al suyo, que conocía las nociones preliminares de la medicina pero no la medicina misma.

FEDRO. - Seguramente.

SÓCRATES. - Pero ¿qué dirían Adrasto, el de la elocuencia dulce como la miel, o Pericles, si nos hubiesen oído hablar antes de los bellos preceptos del arte oratorio, del estilo conciso o figurado, y de los demás artificios que nos propusimos examinar con claridad? Tendrían ellos, como tú y yo, la grosería de dirigir insultos de mal tono a los que imaginaron estos preceptos, y los dan a sus disdpulos por el arte oratorio o más sabios que nosotros, a nosotros sería a quienes dirigirían sus cargos con más razón. ¡Oh Fedro! ¡Oh Sócrates! Dirían, en vez de enfadarse, deberían perdonar a los que, ignorando la dialéctica, no han podido, como resultado de su ignorancia, definir el arte de la palabra; ellos poseen nociones preliminares de la retórica y creen que con esto conocen la retórica misma; y cuando enseñan estos detalles a sus discípulos, piensan que les enseñan el arte oratorio. Pero en cuanto al arte de ordenar estos medios, con el objetivo de producir el convencimiento y dar forma a todo el discurso, creyendo que esto es muy fácil, dejan a sus discípulos el cuidado de gobernarse por sí mismos, cuando tengan que componer una arenga.

FEDRO. - Es posible que ése sea el arte de la retórica que estos hombres tan célebres enseñan en sus lecciones y en sus tratados, y creo que en este punto tienes razón. Pero la verdadera retórica, el arte de persuadir, ¿cómo y dónde puede adquirirse?

SÓCRATES. - La perfección en las luchas de la palabra está sometida, a mi parecer, a las mismas condiciones que la perfección en las demás clases de lucha. Si la naturaleza te ha hecho orador, y si cultivas estas buenas disposiciones mediante la ciencia y el estudio, llegarás a ser notable algún día; pero si te falta alguna de estas condiciones, jamás tendrás una elocuencia perfecta. En cuanto al arte, existe un método que debe seguirse; pero Lisias y Trasimaco no me parecen los mejores guías.

FEDRO. - ¿Cuál es ese método?

SÓCRATES. - Pericles pudo haber sido el hombre más consumado en el arte oratorio.

FEDRO. - ¿Cómo?

SÓCRATES. - Las grandes artes se inspiran en estas especulaciones ociosas e indiscretas, que pretenden penetrar los secretos de la naturaleza; sin ellas no puede elevarse el espíritu ni perfeccionarse en ninguna ciencia, cualquiera que sea. Pericles desarrolló a través de estos estudios trascendentales su talento natural; tropezó, yo creo, con Anaxágoras, que se había entregado por entero a los mismos estudios y se nutrió cerca de él con estas especulaciones. Anaxágoras le enseñó la diferencia entre los seres dotados de razón y los seres privados de inteligencia, materia que trató muy por extenso, y Pericles sacó de aquí para el arte oratorio todo lo que le podía ser útil.

FEDRO. - ¿Qué quieres decir?

SÓCRATES. - Con la retórica sucede lo mismo que con la medicina.

FEDRO. - Explícate.

SÓCRATES. - Estas dos artes requieren un análisis exacto de la naturaleza, uno de la naturaleza del cuerpo, otro de la del alma; siempre que no tomes por única guía la rutina y la experiencia, y que reclames al arte sus luces, para dar al cuerpo salud y fuerza con los remedios y el régimen, y dar al alma convicciones y virtudes con sabios discursos y útiles enseñanzas.

FEDRO. - Es muy probable, Sócrates.

SÓCRATES. - ¿Piensas que se pueda conocer bien la naturaleza del alma, sin conocer la naturaleza universal?

FEDRO. - Si hemos de creer a Hipócrates, el descendiente de los hijos de Asclepíades, no se puede conocer la naturaleza del cuerpo sin este estudio preparatorio.

SÓCRATES. - Muy bien, amigo mío. No obstante, después de haber consultado a Hipócrates, es preciso consultar la razón, y ver si está de acuerdo con ella.

FEDRO. - Soy de la misma opinión.

SÓCRATES. - Examina, pues, lo que Hipócrates y la recta razón que dicen sobre la naturaleza. ¿No es así como debemos proceder en las reflexiones que hagamos sobre la naturaleza de cada cosa? Lo primero que debemos analizar es el tema que nos proponemos y que queremos dar a conocer a los demás, si es simple o compuesto. Después, si es simple, cuáles son sus propiedades, cómo y sobre qué cosa obra, y de qué manera puede ser afectado; si es compuesto, contaremos las partes que puedan distinguirse, y sobre cada una de ellas haremos el mismo examen que haríamos sobre el tema reducido a la unidad, para determinar así las propiedades activas y pasivas.

FEDRO. - Ese procedimiento es quizá el mejor.

SÓCRATES. - Todo el que siga otro se aventura a un camino desconocido. No es obra de un ciego, ni de un sordo, tratar un tema cualquiera de acuerdo con las reglas del método. Por ejemplo, el que siga en todos sus discursos un orden metódico, explicará exactamente la esencia del objeto al que se refieren todas sus palabras, y este objeto es el alma.

FEDRO. - Sin duda.

SÓCRATES. - ¿No es, en efecto, por este rumbo por donde deben dirigir sus esfuerzos? ¿No es el alma el asiento de la convicción? ¿Qué te parece esto?

FEDRO. - Estoy de acuerdo.

SÓCRATES. - Es evidente que Trasimaco o cualquier otro que quiera enseñar seriamente la retórica, describirá primero el alma con exactitud, y hará ver si es una sustancia simple e idéntica, o si es compuesta como el cuerpo. ¿No es esto explicar la naturaleza de una cosa?

FEDRO. - Sí.

SÓCRATES. - Enseguida describirá sus facultades y las diversas maneras como puede ser afectada.

FEDRO. - Sin duda.

SÓCRATES. - En fin, después de haber hecho una clasificación de las diferentes especies de discursos y de almas, dirá cómo puede obrarse sobre ellas, apropiando los géneros de elocuencia a cada auditorio; y demostrará cómo ciertos discursos deben persuadir a ciertos espíritus y no tendrán influencia en otros.

FEDRO. - Tu método me parece maravilloso.

SÓCRATES. - Por lo tanto, amigo mío, lo que se enseñe o componga de otra manera no puede serlo con arte, recaiga en esta materia o en cualquier otra. Pero los que en nuestros días han escrito tratados de retórica, de los que has oído hablar, han creado farsas con las que disimulan el exacto conocimiento que sus autores tienen del alma humana. Mientras no hablen y escriban de la manera dicha, no creamos que poseen el arte verdadero.

FEDRO. - ¿Cuál es esa manera?

SÓCRATES. - Es difícil encontrar términos exactos para hacerte la explicación. Pero trataré, en la medida de mis posibilidades, decirte el orden que se debe seguir en un tratado redactado con arte.

FEDRO. - Habla.

SÓCRATES. - Puesto que el arte oratorio no es más que el arte de conducir las almas, es imperativo que el que quiera hacerse orador, sepa cuántas especies de almas hay. Hay un número de ellas y tienen ciertas cualidades, de donde resulta que los hombres tienen diferentes caracteres. Sentada esta división, hay que distinguir también cada especie de discursos por sus cualidades particulares.

Así es que a ciertos hombres les convencerán algunos discursos en determinadas circunstancias por tal o cual razón, mientras que los mismos argumentos afectarán muy poco a otros espíritus.

Después, es preciso que el orador que profundizó lo suficiente estos principios, sea capaz de aplicarlos en la práctica de la vida, y de discernir con una ojeada rápida el momento en que hay que usarlos; de otra manera nunca sabrá más de lo que sabía al lado de los maestros. Cuando esté en posición de decir mediante qué discurso se puede llevar la convicción a las almas más diversas; cuando, en presencia de un individuo, sepa leer en su corazón y pueda decirse a sí mismo: He aquí el hombre, he aquí el carácter que mis maestros me han pintado; él está delante de mí y para persuadirle de tal o cual cosa debo recurrir a tal o cual lenguaje; cuando posea estos conocimientos; cuando sepa distinguir las ocasiones en que es preciso hablar y en las que es preciso callar; cuando sepa emplear o evitar con oportunidad el estilo conciso, las quejas lastimeras, las amplificaciones magníficas y todos los demás giros que la escuela le haya enseñado, sólo entonces poseerá el arte de la palabra. Pero a quien en sus discursos, sus lecciones o sus obras, se le olvide alguna de estas reglas, no le creeremos si finge que habla con arte. ¡Y bien Sócrates! ¡Y bien, Fedro! -nos dirá quizá el autor de nuestra retórica-, ¿es así o de otra manera, a su juicio, como debe concebirse el arte de la palabra?

FEDRO. - No es posible formar del asunto una idea diferente, mi querido Sócrates; pero no es poco emprender tan extenso estudio.

SÓCRATES. - Es verdad. Por lo tanto examinemos en todos sentidos todos los discursos para ver si se encuentra un camino más llano y más corto, y no empeñarnos temerariamente en un sendero tan difícil y lleno de revueltas, cuando podemos evitarlo. Si Lisias o cualquier otro orador nos puede servir de algo, éste es el momento de recordar sus lecciones y repetírmelas.

FEDRO. - No es por falta de voluntad, pero nada recuerda mi espíritu.

SÓCRATES. - ¿Quieres que te refiera ciertos discursos que oí a los que se ocupan en estas materias?

FEDRO. - Te escucho.

SÓCRATES. - Se dice, mi querido amigo, que es justo abogar hasta en defensa del lobo.

FEDRO. - ¡Y bien, atempérate a ese proverbio!

SÓCRATES. - Los retóricos nos dicen que no hay por qué alabar tanto nuestra dialéctica, y que con todo este aparato metódico nos vemos privados de movernos libremente. Añaden, como decía al empezar esta discusión, que es inútil, para hacerse un gran orador, conocer la naturaleza de lo bueno y de lo justo, ni las cualidades naturales o adquiridas de los hombres, que, sobre todo, ante los tribunales debe cuidarse poco de la verdad, sino solamente de la persuasión; que todos los esfuerzos deben dirigirse para persuadir, cuando se quiere hablar con arte; que hay casos en que debe evitarse exponer los hechos como pasaron, si lo verdadero cesa de ser probable, para presentarlos de manera plausible en la acusación o en la defensa; que, en una palabra, el orador no debe tener otro norte que la apariencia, sin cuidarse para nada de la realidad. Éstos son, dicen ellos, los artificios que aplicándose a todos los discursos, constituyen la retórica entera.

FEDRO. - Has expuesto muy bien, Sócrates, las opiniones de los que se suponen hábiles en el arte oratorio. Recuerdo que ya hemos hablado algo al respecto; estos famosos maestros consideran este sistema el colmo del arte.

SÓCRATES. - Conoces bien a tu amigo Lisias, que él mismo nos diga si por verosimilitud entiende lo que parece verdadero a la multitud.

FEDRO. - ¿Podría definirla de otra manera?

SÓCRATES. - Habiendo descubierto esta regla tan sabia, que es el principio del arte, Tisias ha escrito que un hombre débil y valiente que es llevado ante el tribunal por haber apaleado a un hombre fuerte y cobarde, y por haberle robado la capa o cualquier otra cosa, no deberá decir palabra de verdad, lo mismo que hará el robado. El cobarde no confesará que ha sido apaleado por un hombre más valiente que él; el acusado probará que estaban solos y se aprovechará de esta circunstancia para razonar así: Débil como soy, ¿cómo es posible que me hubiera metido con un hombre tan fuerte? Éste, replicando, no confesará su cobardía, pero buscará algún otra excusa falsa, que confundirá a su adversario.

Todo lo demás es por este estilo, y eso es lo que ellos llaman hablar con arte. ¿No es así, Fedro?

FEDRO. - Así es.

SÓCRATES. - Es cierto que para descubrir un arte tan misterioso, ha sido requerido un hombre muy hábil, se llame lisias o de cualquier otro modo, cualquiera que sea su patria. ¿Pero, amigo mío, no podríamos dirigirle estas palabras?

FEDRO. - ¿Cuáles?

SÓCRATES. - Antes que tú, Tisias, tomaras la palabra, sabíamos que la multitud se deja seducir por la verosimilitud por su relación con la verdad, y ya antes habíamos dicho que el que conoce la verdad sabrá también bajo cualquier circunstancia encontrar lo que se fe aproxima. Si tienes alguno que decirnos sobre el arte oratorio, estamos dispuestos a escucharte; si no, nos basaremos en los principios que hemos sentado; si el orador no ha hecho una clasificación exacta de los diferentes caracteres de sus oyentes; si no sabe analizar los objetos, y reducir en seguida las partes que haya distinguido a la unidad de una noción general, no llegará jamás a perfeccionarse en el arte oratorio, en cuanto cabe en lo humano. Pero no le será fácil adquirir este talento, al cual no se someterá el sabio por miramiento a los hombres, ni por dirigir sus negocios, sino con la esperanza de agradar a los dioses con todas sus palabras y con todas sus acciones en la medida de las fuerzas humanas. No, Tisias, y en esto puedes creer a hombres más sabios que nosotros; no es a sus compañeros de esclavitud a quienes el hombre dotado de razón debe esforzarse en agradar, como no sea de paso, sino a sus amos celestes y de celeste origen. No te sorprenda si el circuito es grande, porque el término adonde conduce es muy diferente al que imaginas. Por otra parte, la razón nos dice que por un esfuerzo de nuestra libre voluntad podemos aspirar, por la senda que dejamos indicada, a resultado tan magnífico.

FEDRO. - Muy bien, mi querido Sócrates; ¿pero a todos se les concederá esta fuerza?

SÓCRATES. - Cuando el fin es sublime, todo lo que se sufre para conseguirlo no lo es menos.

FEDRO. - Es verdad.

SÓCRATES. - Lo dicho sobre el arte y la falta de arte en el discurso es suficiente.

FEDRO. - Sea así.

SÓCRATES. - Pero nos resta examinar la conveniencia o inconveniencia que pueda haber en lo escrito. ¿No es cierto?

FEDRO. - Sin duda.

SÓCRATES. - ¿Sabes cuál es el medio de hacerte más acepto a los ojos de Dios por tus discursos escritos o hablados?

FEDRO. - No, ¿y tú?

SÓCRATES. - Puedo referirte una tradición de los antiguos que conocían la verdad. Si pudiéramos descubrirla por nosotros mismos, ¿nos inquietaría que los hombres hayan pensado antes que nosotros?

FEDRO. - ¡Donosa cuestión! Refiéreme, pues, esa antigua tradición.

SÓCRATES. - Me contaron que cerca de Naucratis, en Egipto, hubo un dios, uno de los más antiguos del país, el mismo a que está consagrado el pájaro que los egipcios llaman Ibis. Este dios se llamaba Teut. Se dice que inventó los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, los juegos del ajedrez y de los dados y, en fin, la escritura.

El rey Tamus reinaba entonces en aquel país y habitaba en la gran ciudad del alto Egipto, que los helenos llaman Tebas egipcia, y que está bajo la protección del dlos que ellos llaman Ammon. Teut se presentó al rey y le manifestó las artes que había inventado, y le dijo lo conveniente que era darlas a conocer entre los egipcios. El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una de ellas, y Teut le fue explicando en detalle los usos de cada una; y según si las explicaciones le parecían más o menos satisfactorias, Tamus las aprobaba o desaprobaba. Se dice que el rey alegó al inventor, en cada uno de los inventos, muchas razones en pro y en contra, las cuales sería largo enumerar. Cuando llegaron a la escritura: ¡Oh rey! Le dijo Teut, este invento volverá a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener.

Ingenioso Teut, respondió el rey, el genio que inventa las artes no está en el caso que la sabiduría que aprecia las ventajas y las desventajas que deben resultar de su aplicación. Padre de la escritura y entusiasmado con tu invento, le atribuyes lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y lo serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida.

FEDRO. - Querido Sócrates, tienes especial gracia para pronunciar discursos egipcios, y lo mismo los harías de todos los países del universo, si quisieras.

SÓCRATES. - Amigo mío, los sacerdotes del santuario de Zeus en Dodona decían que los primeros oráculos salieron de una encina. Los hombres de otro tiempo, que no tenían la sabiduría de los modernos, en su sencillez aceptaban escuchar a una encina o a una piedra, con tal que la piedra o la encina dijesen verdad. Pero tú necesitas saber el nombre y el país del que habla, y no te basta examinar si lo que dice es verdadero o falso.

FEDRO. - Tienes razón en reprenderme, y creo que es preciso juzgar la escritura como el tebano.

SÓCRATES. - El que piensa transmitir un arte consignándolo en un libro, y el que cree a su vez tomado de éste, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me parece un gran necio; y seguramente ignora el oráculo de Ammon, si piensa que un escrito pueda ser más que un medio de despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se trata.

FEDRO. - Lo que acabas de decir es muy exacto.

SÓCRATES. - Éste es, mi querido Fedro, el inconveniente de la escritura y de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero analízalas y verás que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos escritos; al oírlos o leerlos crees que piensan, pero pídeles explicación sobre el objeto que contienen y responden siempre lo mismo. Lo que está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra y no sabiendo, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, siempre necesita del socorro de su padre; porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.

FEDRO. - Tienes también razón.

SÓCRATES. - Pero consideremos los discursos de otra especie, hermana legítima de esta elocuencia bastarda; veamos cómo nace y cómo es mejor y más poderosa que la otra.

FEDRO. - ¿Qué discurso es y cuál es su origen?

SÓCRATES. - El discurso que está escrito con los caracteres de la ciencia en el alma del que estudia, es el que puede defenderse por sí mismo, el que sabe hablar y callar a tiempo.

FEDRO. - Hablas del discurso vivo y animado, que reside en el alma del que está en posesión de la ciencia, y al lado del cual el discurso escrito no es más que un vano simulacro.

SÓCRATES. - Eso mismo es. Dime, un jardinero inteligente que tuviera una semillas que estimara mucho y que quisiera ver fructificar, ¿las plantaría juiciosamente en verano en los jardines de Adonis para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días? O más bien, si tal hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por una pura diversión o con ocasión de una fiesta? Mas con respecto a tales semillas, seguiría sin duda las reglas de la agricultura, y las sembraría en un terreno conveniente, conformándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.

FEDRO. - Seguramente, mi querido Sócrates, se OCUparia en las unas seriamente y a las otras las consideraria un recreo.

SÓCRATES. - Y el que posee la ciencia de lo justo, de lo bello y de lo bueno, ¿tendrá, según nuestros principios, menos sabiduria que el jardinero, en el empleo de sus semillas?

FEDRO. - No lo creo.

SÓCRATES. - Después de depositarias en agua negra no irá a sembrarlas con el auxilio de una pluma y con palabras incapaces de defenderse a sí mismas e incapaces de enseñar la verdad.

FEDRO. - No es probable.

SÓCRATES. - No, claro; pero si alguna vez escribe, sembrará sus conocimientos en los jardines de la escritura para divertirse; y formando un tesoro de recuerdos para sí mismo, llegado a la edad en que se resienta la memoria, y lo mismo para todos los demás que lleguen a la vejez, se regocijará viendo crecer estas tiernas plantas; y mientras los demás hombres se entregarán a otras diversiones, pasando su vida en orgías y placeres semejantes, él recreará la suya con la ocupación de la que acabo de hablar.

FEDRO. - Es en efecto, Sócrates, un honroso entretenimiento, si se le compara con esos vergonzosoS placeres, el ocuparse en discursos y alegorías sobre la justicia y demás cosas de las que has hablado.

SÓCRATES. - Sí, mi querido Fedro. Pero es aún más noble ocuparse seriamente, auxiliado por la dialéctica y tropezando con un alma bien preparada, en sembrar y plantar con la ciencia discursos capaces de defenderse por sí mismos y defender al que los ha sembrado, y que, en vez de ser estériles, germinaran y produzcan en otros corazones otros discursos que, inmortalizando la semilla de la ciencia, darán a todos los que la posean la mayor de las felicidades de la tierra.

FEDRO. - Sí, esa ocupación es de más mérito.

SÓCRATES. - Ahora que ya estamos de acuerdo con los principios, podemos resolver la cuestión.

FEDRO. - ¿Cuál?

SÓCRATES. - Aquélla, cuyo examen nos ha conducido al punto que ocupamos, si los discursos de Lisias merecían nuestra censura, y cuáles son en general los discursos hechos con arte o sin arte. Me parece que hemos explicado lo suficiente cuándo se siguen las reglas del arte y cuándo de ellas se separan.

FEDRO. - Lo creo, pero recuérdame las conclusiones.

SÓCRATES. - Antes de conocer la verdadera naturaleza del objeto sobre el que se habla o escribe; antes de estar en posición de dar una definición general y de distinguir los diferentes elementos, descendiendo hasta sus partes indivisible s; antes de haber penetrado por el análisis en la naturaleza del alma, y de haber reconocido la especie de discursos que es propia para convencer a los distintos espíritus; dispuesto y ordenado todo de manera que a un alma compleja se ofrezcan discursos llenos de complejidad y de armonía, y a un alma sencilla discursos sencillos, es imposible manejar perfectamente el arte de la palabra, ni para enseñar ni para persuadir, como queda bien demostrado en todo lo que precede.

FEDRO. - En efecto, tal ha sido nuestra conclusión.

SÓCRATES. - ¿Pero qué? Sobre la cuestión de si es lícito o vergonzoso pronunciar o escribir discursos, y bajo qué condiciones este título de autor de discursos puede convertirse en un ultraje, lo que hemos dicho hasta aquí, ¿no nos ha ilustrado lo suficiente?

FEDRO. - Explícate.

SÓCRATES. - Hemos dicho que si Lisias o cualquier otro, compone o llega a componer un escrito sobre un tema de interés público o privado; si redactado leyes que son, por decirlo así, escritos políticos; y si piensa que ellos son sólidos y claros, no sacará otro fruto que la vergüenza que tendrá, dígase lo que se quiera. Porque ignora sea dormido o despierto, lo que es justo o injusto, bueno o malo, ¿no sería la cosa más vergonzosa, aun cuando la multitud toda entera nos cubriera de aplausos?

FEDRO. - Sin duda.

SÓCRATES. - Pero supóngase un hombre que piensa que en todo discurso escrito, no importa el tema, hay mucho superfluo; que ningún discurso escrito o pronunciado, en verso o en prosa, debe mirársele como un asunto serio (a la manera de aquellos trozos que se recitan sin discernimiento y sin ánimo de instruir y con el solo objeto de agradar), y que, en efecto, los mejores discursos escritos no son más que una ocasión de reminiscencia para los hombres que ya saben; supóngase que también cree que los discursos destinados a instruir, escritos verdaderamente en el alma, que tienen por objeto lo justo, lo bello, lo bueno, son los únicos donde se encuentran reunidas claridad, perfección y seriedad, y que tales discursos son hijos legítimos de su autor; primero, los que él mismo produce, y luego los hijos o hermanos de los primeros, que nacen en otras almas sin desmentir su origen; y supóngase, en fin, que tal hombre no reconoce más que éstos y desecha con desprecio todos los demás; este hombre podrá ser tal, que Fedro y yo desearíamos ser como él.

FEDRO. - Sí, lo deseo y así lo pido a los dioses.

SÓCRATES. - Basta de la diversión sobre el arte de hablar; y tú vas a decir a Lisias, que habiendo bajado al arroyo de las ninfas y al asilo de las musas, hemos oído discursos que nos ordenaron que fuéramos a decir a Lisias y a todos los autores de discursos, después a Romero y a todos los poetas líricos o no líricos, y en fin, a Solón y a todos los que han escrito discursos del género político, bajo el nombre de leyes, que si componiendo estas obras, alguno de ellos está seguro de poseer la verdad, y si es capaz de defender lo que ha dicho, cuando se le someta a un serio examen, y de superar sus escritos con sus palabras, no deberá llamarse autor de discursos, sino tomar su nombre de la ciencia a la que se ha consagrado.

FEDRO. - ¿Qué nombre quieres darles?

SÓCRATES. - Considero que el de sabio, querido Fedro, sólo corresponde a Dios. Les vendría mejor el de amigos de la sabiduría, y estaría más en armonía con la debilidad humana.

FEDRO. - Lo que dices es muy racional.

SÓCRATES. - Pero al que no tiene cosa mejor que lo que ha escrito y compuesto con desprecio, atormentando su pensamiento y añadiendo y quitando sin cesar, nosotros les dejaremos los nombres de poetas, y de autores de leyes y de discursos.

FEDRO. - Sin duda.

SÓCRATES. - Cuéntale esto a tu amigo.

FEDRO. - ¿Tú qué piensas hacer? Porque tampoco es justo que te olvides de tu amigo.

SÓCRATES. - ¿A quién te refieres?

FEDRO. - ¿Qué le dirás al precioso Isócrates? ¿O qué diremos de él?

SÓCRATES. - Isócrates es aún joven, querido Fedro. Sin embargo, quiero compartir contigo que siento respecto a él.

FEDRO. - Veamos.

SÓCRATES. - Me parece que tiene demasiado ingenio, para comparar su elocuencia con la de Lisias, y tiene un carácter más generoso. No me sorprenderá que, ya entrado en años sobresalga en la facultad que cultiva, hasta el punto de que sus predecesores parecerán niños a su lado, y que poco contento de sus adelantos, se lance a ocupaciones más altas por una inspiración divina. Porque hay en su alma una disposición natural a las meditaciones filosóficas. Esto es lo que tengo que anunciar de parte de los dioses de estas riberas a mi amado Isócrates. Haz tú otro tanto respecto a tu querido Lisias.

FEDRO. - Lo haré, pero vámonos porque el aire ha refrescado.

SÓCRATES. - Antes de irnos, dirijamos una plegaria a estos dioses.

FEDRO. - Estoy de acuerdo.

SÓCRATES. - ¡Oh! Pan, amigo, y demás divinidades de estas ondas, denme la belleza interior del alma y hagan que mi exterior esté en armonía con esa belleza espiritual. Que el sabio me parezca siempre rico; y que yo posea sólo la riqueza que un hombre sensato puede tener y emplear. ¿Tenemos que hacer algún otro ruego más? No tengo más que pedir.

FEDRO. - Haz los mismos votos por mí, entre amigos todo es común.

SÓCRATES. - Partamos.

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