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FEDRO
O
DE LA BELLEZA


SEGUNDA PARTE

SÓCRATES. - Eres tú, querido Fedro, el que vales lo que pesas de oro. Si tienes la buena fe de creer que en el discurso de Lisias nada hay que rehacer y que yo pudiera tratar el mismo asunto sin contradecir lo que él ha dicho. En verdad esto sería imposible hasta para el más adocenado escritor. Por ejemplo, puesto que Lisias ha intentado probar que es mejor favorecer al amigo frío y no al apasionado, si me impides alabar la sabiduría del uno y reprender el delirio del otro, ¿qué me queda si no puedo hablar de estos motivos esenciales? Es necesario consentir estos lugares comunes al orador, y de esta manera puede mediante el arte de la forma suplir la pobreza de invención. No es porque, cuando se trata de razones menos evidentes, y por lo tanto más difíciles de encontrar, no se una al mérito de la composición el de la invención.

FEDRO. - TIenes razón. Por principio, puedes sentar que el que no ama tiene sobre el que ama la ventaja de conservar su buen sentido, y eso te lo concedo. Pero si en otra parte encuentras razones más numerosas y más fuertes que los motivos alegados por Lisias, quiero que tu estatua de oro macizo figure en Olimpia, cerca de la ofrenda de Cipselidas.

SÓCRATES. - Tomas la cosa por lo serio Fedro, porque ataco al que amas. Sólo quería provocarte un poco. ¿Piensas que pretendo competir en elotuencia con escritor tan hábil?

FEDRO. - Querido Sócrates, has incurrido en los mismos defectos que yo; pero tú hablarás, quieras o no, en cuanto alcances. Procura que no se renueve una escena muy frecuente en las comedias, y me fuerces a volverte tus burlas repitiendo tus palabras: Sócrates, si no conociese a Sócrates, no me conocería a mí mismo; ardía en deseos de hablar, pero se hacía el desdeñoso, como si no le importara. Que te quede claro que no saldremos de aquí, sin que hayas dado expansión a tu corazón, que según tú mismo se desborda. Estamos solos, el sitio es retirado, y soy el más joven y más fuerte de los dos. En fin, ya me entiendes; no me obligues a recurrir a la violencia, y habla por las buenas.

SÓCRATES. - Pero, amigo mío, sería muy ridículo oponer a una obra maestra de tan insigne orador, la improvisación de un ignorante.

FEDRO. - ¿Sabes una cosa? Déjate de nuevos desdenes porque si no, recurriré a una sola palabra que te obligará a hablar.

SÓCRATES. - Te suplico que no lo hagas.

FEDRO. - No, no. Escucha. Esta palabra mágica es un juramento. Juro, ¿pero por qué dios?, si quieres por este plátano, y me comprometo por juramento a que si en su presencia no hablas en este acto, jamás te leeré ni te recitaré ningún otro discurso de quienquiera que sea.

SÓCRATES. - ¡Oh, qué ducho! ¡Cómo ha sabido comprometerme a que le obedezca, valiéndose de mi punto débil, de mi cariño por los discursos!

FEDRO. - Y bien, ¿tienes todavía algún mal pretexto que alegar?

SÓCRATES. - ¡Oh, dios! No después de tal juramento, ¿cómo podría imponerme una privación semejante?

FEDRO. - Habla pues.

SÓCRATES. - ¿Sabes qué voy a hacer antes?

FEDRO. - Veámoslo.

SÓCRATES. - Voy a cubrirme la cabeza para concluir lo más pronto posible, porque mirar tu semblante me llena de turbación y de confusión.

FEDRO. - Lo importante es que hables, y en lo demás haz lo que te acomode.

SÓCRATES. - Venid, musas ligias, nombre que deben a la dulzura de sus cantos, o a la pasión de los ligienses por sus divinas melodías; las invoco, respalden mi debilidad en este discurso que me arranca mi buen amigo, sin duda, para añadir un nuevo título, después de otros muchos, a la gloria de su querido Lisias.

Había un joven, o más bien un mozalbete en la flor de su juvenil belleza, que contaba con gran número de adoradores. Uno de ellos, más astuto pero no menos enamorado que los demás, había logrado convencerle de que no lo amaba. Y un día que solicitaba sus favores, intentó probarle que era preciso acceder a su indiferencia primero, que a la pasión de los demás. Éste es su discurso:

En todas las cosas, querido mío, para tomar una sabia decisión, hay que empezar por averiguar sobre qué se va a tratar, porque de lo contrario, se incurriría en mil errores. La mayor parte de los hombres ignoran la esencia de las cosas, y en su ignorancia, de la que apenas se dan cuenta, desprecian desde el principio plantear la cuestión. Así es que, avanzando en la discusión, sucede que se entienden ni con los demás, ni consigo mismos. Evitemos este defecto, que echamos en cara a los demás; y puesto que se trata de saber si debe uno entregarse al amante o al que no lo es, comencemos por dar la definición de amor, su naturaleza y sus efectos, y refiriéndonos sin cesar a estos principios y estrechando a ellos la discusión, examinemos si es útil o dañino.

Es una verdad evidente que el amor es un deseo; así como es evidente que el deseo de las cosas bellas no es siempre el amor. ¿Bajo qué signo distinguiremos al que ama y al que no ama? Cada uno de nosotros debe reconocer que hay dos principios que le gobiernan, que le dirigen y cuyo impulso, cualquiera que sea, determina sus movimientos: el uno es el deseo instintivo del placer, y el otro el gusto reflexivo del bien. En cuanto estos dos principios están en armonía, se combaten, y la victoria pertenece indistintamente a uno o a otro. Cuando el gusto del bien, que la razón nos inspira, se apodera del alma entera, se llama sabiduría; cuando el deseo irreflexivo que nos arrastra hacia el placer llega a dominar, recibe el nombre de intemperancia. Pero ésta cambia de nombre según los diferentes objetos sobre los que se ejercita y de las formas diversas que viste, y el hombre dominado por la pasión, según la forma particular bajo la que se manifiesta en él, recibe un nombre que no es bueno ni honroso llevar. Así, cuando el ansia de manjares supera a la vez al gusto del bien, inspirado por la razón y los demás deseos, se llama glotonería, y los entregados a esta pasión, se les da el nombre de glotones. Cuando el deseo de la bebida ejerce esta. tiranía, ya se sabe el título injurioso que se da al que a él se abandona. En fin, lo mismo sucede con todos los deseos de esta clase; y nadie ignora los nombres degradantes que suelen aplicarse a los que son víctimas de su tiranía. Es fácil adivinar la persona a la que voy a parar después de este preámbulo; sin embargo, creo que debo explicarme con claridad. Cuando el deseo irracional, sofocando en nuestra alma este gusto del bien, se entrega por entero al placer que promete la belleza, y cuando se lanza con todo el enjambre de deseos de la misma clase sólo a la belleza corporal, su poder se hace irresistible, y sacando su nombre de esta fuerza omnipotente, se le llama amor.

Y bien, mi querido Fedro, ¿no te parece, como a mí, que estoy inspirado por alguna divinidad?

FEDRO. - En efecto, Sócrates,las palabras corren con una fluidez inusitada.

SÓCRATES. - Silencio, y escúchame, porque en verdad este lugar tiene algo divino, y si en el curso de mi exposición las ninfas de estas riberas me inspiran algunos rasgos entusiastas, no te sorprendas. Ya me considero poco distante del tono del ditirambo.

FEDRO. - Nada más cierto.

SÓCRATES. - Tú eres la causa. Pero escucha el resto de mi discurso, porque la inspiración podría abandonarme. En todo caso, esto corresponde al dios que me posee, y nosotros continuemos hablando de nuestro joven.

Pues bien, amigo mío, ya hemos determinado el objeto que nos ocupa, y hemos definido su naturaleza. Sigamos adelante y sin perder de vista nuestros principios, examinemos las ventajas o los inconvenientes de las deferencias que se pueden tener con un amante o con un amigo libre de amor.

El que está poseído por un deseo y dominado por el deleite, debe buscar en el objeto de su amor el mayor placer posible. Un espíritu enfermo encuentra placer abandonándose por completo a sus caprichos, mientras que todo 10 que le contraría o le provoca le es insoportable. El hombre enamorado verá con impaciencia a uno que le sea superior o igual para con el objeto de su amor, y trabajará sin tregua en rebajarle y humillarle hasta verle debajo. El ignorante es inferior al sabio, el cobarde al valiente, el que no sabe hablar al orador brillante y fácil, el de espíritu tardo al de ingenio vivo y desenvuelto. Estos defectos y otros más vergonzosos, causarán placer al amante si los encuentra en el objeto de su amor, y en el caso contrario, procura hacerlos nacer en su alma o sufrirá mucho en la prosecución de sus placeres efímeros. Pero, sobre todo, será celoso; prohibirá al que ama las relaciones que puedan hacerle más perfecto, más hombre; le causará un gran perjuicio, y en fin, le hará un mal irreparable, alejándole de lo que podría ilustrar su alma; quiero decir, de la divina filosofía. El amante querrá desviar de este estudio al que ama, por temor a convertirse para él objeto de desprecio. Por último, se esforzará en todo y por todo en mantenerle en la ignorancia, para obligarle a no tener más ojos que los del mismo amante, y le será tanto más agradable cuanto más daño se haga a sí mismo. Por consiguiente, bajo la relación moral no hay guía más malo ni compañero más funesto, que un hombre enamorado.

Veamos ahora lo que los cuidados de un amante, cuya pasión obliga a sacrificar lo bello y lo honesto por lo agradable, harán del cuerpo que posee.

Se le verá buscar un joven delicado y sin vigor, educado a la sombra y no a la claridad del sol, extraño a los varoniles trabajos y a los ejercicios gimnásticos, acostumbrado a una vida inclinada a las delicias, supliendo con perfumes y artificios la belleza que ha perdido, y en fin, que no tenga nada en su persona y en sus costumbres que no corresponda a este retrato. Esto es evidente, y es inútil insistir más en ello. Observaremos solamente, resumiendo, antes de pasar a otras consideraciones, que en la guerra y en las demás ocasiones peligrosas, este joven afeminado sólo podrá inspirar audacia a sus enemigos y temor a sus amigos y a sus amantes. Pero, repito, dejemos estas reflexiones, cuya verdad es manifiesta.

También debemos examinar, en qué el trato y la influencia de un amante pueden ser útiles o dañinos, no al alma y al cuerpo, sino a los bienes del objeto amado. Es claro para todo el mundo, sobre todo para el mismo amante, que nada hay que desee tanto como ver a la persona que ama privada de lo más precioso, más estimado, y más sagrado que tiene. Vería con gusto cómo pierde a su padre, su madre, sus parientes, sus amigos, a los que considera censores y obstáculos para su dulce comercio. Si la persona amada posee grandes bienes en dinero o en tierras, sabe que le será más difícil seducirle y que le encontrará menos dócil después de seducirlo. La fortuna del que ama le incomoda, y se regocijará con su ruina. En fin, deseará verle todo el tiempo posible sin mujer, sin hijos, sin hogar, para alargar el momento en que habrá de dejar de gozar de sus favores.

Un dios ha mezclado a la mayor parte de los males que afligen a la humanidad un goce fugitivo. Así la adulación, esta bestia cruel, este funesto azote, nos hace gustar algunas veces un placer delicado. El comercio con una cortesana, tan expuesto a peligros, y todas las demás relaciones y hábitos semejantes no carecen de ciertas dulzuras pasajeras. Pero no basta que el amante dañe al objeto amado, sino que la frecuente comunicación en todos los momentos debe ser desagradable. Un antiguo proverbio dice, que los que son de una misma edad se atraen naturalmente. En efecto, cuando las edades son las mismas, la conformidad de gustos y de humor, que de ello resulta, predispone la amistad y, sin embargo, semejantes relaciones tienen también sus disgustos. En todas las cosas, se dice, la necesidad es un yugo pesado, pero lo es sobre todo en la sociedad de un amante, cuya edad se aleja de la persona amada. Si es un viejo que se enamora de uno más joven, no le dejará día y noche; una pasión irresistible, una especie de furor, le arrastrará hacia aquél, cuya presencia le encanta sin cesar por el oído, por la vista, por el tacto, por todos los sentidos, y encuentra un gran placer en servirse de él sin tregua, ni descanso; y en compensación del fastidio mortal que causa a la persona amada por su importunidad, ¿qué goces, qué placeres, esperan a este desgraciado? El joven tiene a la vista un cuerpo gastado y marchitado por los años, afligido por los achaques de la edad, de los que no puede librarse; y con más razón no podrá sufrir el roce, al que sin cesar se verá amenazado, sin una extrema repugnancia. Vigilado con suspicaz celo en sus actos, en sus conversaciones, oye de boca de su amante imprudentes y exageradas alabanzas, como reprensiones insoportables, que le dirige cuando está en su buen sentido; porque cuando la embriaguez de la pasión llega a extraviarle, sin tregua y sin miramiento, le llena de ultrajes que le cubren de vergüenza.

El amante, mientras su pasión dura, será un objeto tan repugnante como funesto; cuando la pasión se extinga, se mostrará sin fe, y venderá a aquél que sedujo con sus promesas magníficas, con sus juramentos y con sus súplicas, y a quien sólo la esperanza de los bienes prometidos pudo con gran dificultad decidir a soportar relación tan funesta.

Cuando llega el momento de verse libre de esta pasión/ obedece a otro dueño, sigue otro guía, la razón y la sabiduría reinan en él y no el amor y la locura; se ha hecho hombre sin conocimiento de aquél de quien estaba enamorado. El joven exige el precio de los favores de otro tiempo, le recuerda todo lo que ha hecho, lo que ha dicho, como si hablase al mismo hombre. Éste, confundido, no quiere confesar el cambio que ha sufrido, y no sabe cómo sacudirse de los juramentos y promesas que prodigó bajo el imperio de su loca pasión. Sin embargo, ha entrado en sí mismo y es bastante capaz para no dejarse llevar de iguales extravíos, y para no volver de nuevo al antiguo camino de perdición.

Se ve obligado a evitar a aquél al que amaba en otro tiempo, y ahora, en vez de perseguir, es él el que huye. Al joven no le queda otro partido que sufrir bajo el peso de sus remordimientos por haber ignorado desde el principio que valía más conceder sus favores a un amigo frío y dueño de sí mismo, que a un hombre, cuyo amor necesariamente ha turbado la razón.

Obrando de otra manera, es lo mismo que abandonarse a un dueño pérfido, incómodo, celoso, repugnante, perjudicial a su fortuna, dañino para su salud y sobre todo, funesto para el perfeccionamiento de su alma, que es y será en todos tiempos la cosa más preciosa a juicio de los hombres y de los dioses. Éstas son, joven querido, las verdades que debes meditar continuamente, sin olvidar jamás que la ternura de un amante no es una afección benévola, sino un apetito grosero que quiere saciarse: Como el lobo ama al cordero, el amante ama al amado.

Esto es todo lo que tenía que decirte, querido Fedro; no me oirás más porque terminé mi discurso.

FEDRO. - Creí que sólo era la primera parte, y que hablarías enseguida del hombre enamorado, para probar que se le debe favorecer con preferencia, y presentar las ventajas que ofrece su amistad.

SÓCRATES. - ¿No has notado, querido amigo, que, sin recurrir al tono del ditirambo, mi lenguaje es poético cuando sólo se trata de criticar? ¿Qué será si hago el elogio del amigo sabio? ¿Quieres, después de haberme expuesto a la influencia de las ninfas, acabar de extraviar mi razón? Digo, pues, resumiendo, que en el trato del hombre sin amor se encuentran tantas ventajas como inconvenientes en el del hombre apasionado. ¿Habrá necesidad de largos discursos? Bastante me he explicado sobre ambos aspirantes. Nuestro hermoso joven hará de mis consejos lo que quiera, y yo repasaré el Iliso, como quien dice, huyendo, antes de que se te ocurra ser más violento conmigo.

FEDRO. - No, Sócrates, espera a que el calor pase. ¿No ves que apenas es mediodía, y es la hora en que el sol parece detenerse en lo más alto del cielo? Quedémonos aquí un momento conversando sobre lo que venimos hablando, y cuando el tiempo refresque, nos iremos.

SÓCRATES. - Querido amigo, tienes una gran pasión por los discursos y en este punto no encuentro palabras para alabarte; creo que de todos los hombres de tu generación, no hay uno que haya producido más discursos que tú, ya sea que los hayas pronunciado tú mismo o que hayas obligado a otros a componerlos, quisieran o no. Sin embargo, excepto Sirnmias el Tebano, no hay otro que se compare contigo. Y ahora mismo me temo que me vas a arrancar un nuevo discurso.

FEDRO. - No, ahora no eres tan rebelde como fuiste antes; veamos de qué se trata.

SÓCRATES. - Según me estaba preparando para pasar el río sentí esa señal divina, que ordinariamente me da sus avisos, y me detiene en el momento de adoptar una resolución; creí escuchar de este lado una voz que me prohibía partir antes de haber ofrecido a los dioses una expiación, como si hubiera cometido alguna impiedad. Es cierto que soy adivino, y no de los más hábiles, sino que a la manera de los que sólo ellos leen lo que escriben, sé lo bastante para mi uso. Por lo tanto, adivino la falta que he cometido. El alma humana tiene, querido amigo, un poder adivinatorio. Cuando te hablaba, sentí por algunos instantes una gran turbación y un vago terror, y me parecía, como dice el poeta Íbico, que los dioses iban a convertir en crimen un hecho que me hacía honor a los ojos de los hombres. Sí, ahora sé cuál es mi falta.

FEDRO. - ¿Qué quieres decir?

SÓCRATES. - Tú eres doblemente culpable, querido Fedro, por el discurso que leíste y por el que me obligaste a pronunciar.

FEDRO. - ¿Cómo así?

SÓCRATES. - Ambos sólo sin un cúmulo de absurdos e impiedades. ¿Puede darse un atentado más grave?

FEDRO. - No, sin duda, si dices verdad.

SÓCRATES. - ¿Pero qué? ¿No crees que Eros es hijo de Afrodita y que es un dios?

FEDRO. - Eso se dice.

SÓCRATES. - Pues bien, Lisias no ha hablado de él, ni tú mismo en este discurso que has pronunciado por mi boca, mientras estaba yo encantado con tus sortilegios. Sin embargo, si Eros es un dios o alguna cosa divina, como lo es, no puede ser malo, pero nuestros discursos le han representado como tal, y por lo tanto son culpables de impiedad para con Eros. Además, me parecen impertinentes y burlones, porque por más que no se encuentre en ellos razón ni verdad, toman el aire de aspirar a algo con lo que podrán seducir a espíritus frívolos y sorprender su admiración. Ya ves que debo someterme a una expiación, y para los que se engañan en mitología hay una antigua expiación que Romero no ha imaginado, pero que Estesícoro ha practicado.

Porque privado de la vista por haber maldecido a Helena, no ignoró, como Romero, el sacrilegio que había cometido; pero, como hombre inspirado por las musas, comprendió la causa de su desgracia y publicó estos versos.

No, esta historia no es verdadera; no, jamás entrarás en las soberbias naves de Troya, jamás entrarás en Pérgamo.

Y después de haber compuesto su poema, conocido con el nombre de Palinodia, recuperó la vista sobre la marcha.

Instruido por este ejemplo, tendré más precaución que los dos poetas, porque antes que el amor haya castigado mis ofensivos discursos, quiero presentarle mi palinodia. Pero esta vez hablaré con la cara descubierta, y la vergüenza no me obligará a tapar mi cabeza como antes.

FEDRO. - No puedes, querido Sócrates, anunciarme una cosa que más me satisfaga.

SÓCRATES. - Debes conocer como yo la impudencia del discurso que he pronunciado y del que tú has leído; si una persona decente y bien nacida, que estuviese cautivo de amor o que hubiese sido amado en su juventud, al oírnos afirmar que los amantes conciben odios violentos por motivos frívolos, que atormentan a los que aman con sus sospechosos celos, y no hacen más que perjudiciales, ¿no crees que nos hubieran calificado de individuos criados entre marineros, que jamás oyeron hablar del amor a personas cultas? Tan distante estaría de reconocer la verdad de los cargos que hemos formulado contra el amor.

FEDRO. - ¡Por Zeus, Sócrates, bien podría suceder!

SÓCRATES. - Así, pues, por respeto a este hombre, y por temor a la venganza de Eros, quiero que un discurso más suave entibie la amargura del primero, y aconsejo a Lisias que componga lo más pronto posible un segundo discurso, para probar que es preciso preferir el amante apasionado al amigo sin amor.

FEDRO. - Puedes estar seguro de que así sucederá; si tú pronuncias el elogio del amante apasionado, será necesario que Lisias se deje vencer por mí para que escriba sobre el mismo tema.

SÓCRATES. - Cuento con que le obligarás, a no ser que dejes de ser Fedro.

FEDRO. - Habla, pues, con confianza.

SÓCRATES. - ¿Pero dónde está el joven al que yo me dirigía? Es preciso que oiga también este nuevo discurso y que, escuchándome, aprenda a no apurarse a cOl)ceder sus favores al hombre sin amor.

FEDRO. - Este joven está cerca de ti, y estará siempre a tu lado el tiempo que quieras.

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