Índice de Fedro o De la belleza de Platón | Presentación de Chantal López y Omar Cortés | Segunda parte | Biblioteca Virtual Antorcha |
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FEDRO
O
DE LA BELLEZA
PRIMERA PARTE
Sócrates - Fedro
SÓCRATES. - Mi querido Fedro, ¿a dónde vas y de dónde vienes?
FEDRO. - Vengo, Sócrates, de casa de Lisias, hijo de Céfalo, y voy a dar un paseo a la calle porque pasé toda la mañana sentado junto a Lisias, y siguiendo el precepto de Acumenos, tu amigo y mío, me paseo por la vía pública, pues dice que proporciona mayor recreo y salubridad que las carreras en el gimnasio.
SÓCRATES. - Tienes razón, amigo mío. Pero por lo que veo, Lisias estaba en la ciudad.
FEDRO. - Sí, en casa de Epícrates, la que está cerca del templo de Zeus Olímpico, la Moriquia.
SÓCRATES. - ¿Y de qué trató su conversación? Sin duda Lisias te deleitó con algún discurso.
FEDRO. - Lo sabrás si no tienes prisa, me acompañas y me escuchas.
SÓCRATES. - ¿Qué dices? ¿No sabes, para hablar como Píndaro, que no hay negocio que yo no abandone por saber lo que ha pasado entre tú y Lisias?
FEDRO. - Entonces adelante.
SÓCRATES. - Habla pues.
FEDRO. - En verdad, Sócrates, el asunto te afecta porque el discurso que nos ocupó durante tan largo tiempo, no sé por qué casualidad giró entorno al amor. Lisias supone un hermoso joven, solicitado, no por un hombre enamorado, sino, y esto es lo más sorprendente, por un hombre sin amor, y sostiene que debe conceder sus amores al que no ama y no al que ama.
SÓCRATES. - ¡Oh! Es muy amable. Debió argumentar también que es preciso tener mayor complacencia con la pobreza que con la riqueza, con la ancianidad que con la juventud, y lo mismo con las desventajas que tengo yo y tienen muchos otros. Sería ésta una idea magnífica y prestaría un servicio a los intereses populares. Así es que ardo en deseos de escucharte, puedes alargar tu paseo hasta Megara y, según al método de Heródico, volver después de pasear por las calles de Atenas, que yo no te abandonaré.
FEDRO. - ¿Qué dices, bondadoso Sócrates? Un discurso que Lisias, el más hábil de nuestros escritores, ha trabajado despacio y en mucho tiempo, ¿podré yo, que soy un pobre hombre, dártelo a conocer de una manera digna de tan gran orador? Estoy muy lejos de ello y, sin embargo, preferiría este talento a todo el oro del mundo.
SÓCRATES. - Fedro, si no conociese a Fedro, no me conocería a mí mismo; pero le conozco. Estoy bien seguro de que oyendo un discurso de Lisias, no se contentó con una primera lectura, sino que volviendo a la carga, habrá pedido al autor que comenzara de nuevo y él le habrá dado gusto. No satisfecho con esto, terminaría por apoderarse del papel para volver a leer los pasajes que más llamaron su atención, y después de haber pasado toda la mañana inmóvil y atento a este estudio, fatigado ya, salió a tomar el aire y a dar un paseo, y mucho me engañaría, por el Can, si no sabe ya de memoria todo el discurso, a no ser que sea de gran extensión. Ha salido a la calle para meditarlo a sus anchas, y encontrando un desdichado con una pasión furiosa por los discursos, se complacerá interiormente en tener la fortuna de hallar uno a quien comunicar su entusiasmo y precisarle a que le siga. Y como el encontradizo, llevado de su pasión por los discursos, le invita a que se explique, se hace el desdeñoso, y como si nada le importara; cuando si no le quisiera oír, sería capaz de obligarle a ello por la fuerza. Así, pues, mi querido Fedro, es mejor hacer por voluntad lo que habría de hacerse después por voluntad o por fuerza.
FEDRO. - Veo que el mejor partido que puedo tomar es repetirte el discurso como me sea posible, porque tú no eres de condición tal que me dejes marchar, sin que hable bien o mal.
SÓCRATES. -Tienes razón.
FEDRO. - Pues bien, comienzo ... Pero en verdad, Sócrates, no puedo referirte el discurso palabra por palabra. En medio de que me acuerdo muy bien de todos los argumentos a los que Lisias recurre para preferir el amigo frío al amante apasionado; y voy a contártelos en resumen y por orden. Empiezo por el primero.
SÓCRATES. - Muy bien, querido amigo. Pero primero enséñame lo que tienes en la mano izquierda bajo la capa. Sospecho que es el discurso. Si adivino, vive convencido de lo mucho que te estimo. Pero, suponiendo que tenemos aquí a Lisias mismo, no puedo permitir que tú seas materia de nuestra conversación. Veamos, presenta ese discurso.
FEDRO. - Basta de bromas, querido Sócrates. Veo que es preciso renunciar a la esperanza que había concebido de ejercitarme a tus expensas. ¿Dónde nos sentamos para leerlo?
SÓCRATES. - Vayamos por este lado y sigamos el curso del Iliso, y allí elegiremos algún sitio solitario para sentarnos.
FEDRO. - Me viene perfectamente haber salido de casa sin calzado, porque tú nunca le gastas. Podemos seguir la corriente y en ella tomaremos un baño de pies, lo cual es agradable en esta estación y a esta hora del día.
SÓCRATES. - Vayamos, pues, y elige tú el sitio donde debemos sentarnos.
FEDRO. - ¿Ves este plátano de tanta altura?
SÓCRATES. - ¿Y qué?
FEDRO. - Aquí, a su sombra, encontraremos una brisa agradable y hierba donde sentarnos, y, si queremos, también para acostarnos.
SÓCRATES. - Adelante, pues.
FEDRO. - Dime, Sócrates, ¿no es aquí, en cierto punto de las orillas del Iliso, donde Bóreas robó, según se dice, a la ninfa Oritia?
SÓCRATES. - Así se cuenta.
FEDRO. - Y ese suceso tendría lugar aquí mismo, porque el encanto risueño de las olas, el agua pura y transparente y esta ribera, todo convidaba para que las ninfas jugaran aquí.
SÓCRATES. - No es precísamente aquí, sino un poco más abajo, a dos o tres estadios, donde está el paso del río para el templo de Artemisa. Por este mismo rumbo hay un altar a Bóreas.
FEDRO. - No lo recuerdo bien. Pero, por Zeus, dime, ¿crees en ese maravilloso relato?
SÓCRATES. - Si dudase como los sabios, no me vería en conflictos, podría agotar los recursos de mi espíritu, diciendo que Bóreas la hizo caer de las rocas vecinas donde ella se esparcía con Farmakeia, y que esta muerte provocó que se dijera que había sido robada por Bóreas y aun podría trasladar la escena sobre las rocas del Areópago; pues según otra leyenda, fue robada en esta colina y no en el paraje donde estamos. Me parece que estas explicaciones, querido Fedro, son las más agradables del mundo. Pero exigen un hombre muy hábil que no ahorre trabajo y que se vea reducido a una penosa necesidad; porque, además de esto, tendrá que explicar la forma de los hipocentauros, la de la quimera, y enseguida la de las gorgonas, los pegasos y otros mil monstruos aterradores por su número y su rareza. Si nuestro incrédulo pone en obra su sabiduría vulgar, para reducir cada uno de ellos a proporciones verosímiles, tiene entonces que tomarlo con calma. En cuanto a mí, no tengo tiempo para estas indagaciones, y voy a darte la razón. No he podido aún cumplir con el precepto de Deltas, conociéndome a mí mismo; y dada esta ignorancia, me parecería ridículo intentar conocer lo que me es extraño. Por eso renuncio a profundizar en esas historias, y en este punto me atengo a las creencias públicas. y como te decía antes, en lugar de intentar explicarlas, me observo a mí mismo; quiero saber si yo soy un monstruo más complicado y más furioso que Tifón, o un animal más dulce, más sencillo, a quien la naturaleza le ha dado parte de la chispa de sabiduría divina. Pero, amigo mío, con nuestra conversación hemos llegado a este árbol, a donde querías que fuéramos.
FEDRO. - En efecto, es el mismo.
SÓCRATES. - ¡Por Hera! ¡Precioso retiro! ¡Cuán copudo y elevado es este plátano! Y este agnocasto, ¡qué magnificencia en su estirado tronco y en su frondosa copa! Parece como si floreciera con intención para perfumar este precioso lugar. ¿Hay algo más encantador que el arroyo que corre al pie de este plátano? Nuestros pies sumergidos en él comprueban su frescura. Este retirado sitio está sin duda consagrado a algunas ninfas y al río Aqueloo, a juzgar por las figurillas y estatuas que vemos. ¿No te parece que la brisa que aquí corre es suave y perfumada? Se advierte en el canto de las cigarras un no sé qué de vivo, que hace presentir el verano. Pero lo que más me gusta son estas hierbas, cuya espesura nos permite descansar con delicia, acostados sobre un terreno suavemente inclinado. Mi querido Fedro, eres un excelente guía.
FEDRO. - Maravilloso Sócrates, eres un hombre extraordinario. Porque al escucharte se te tendría por extranjero, a quien se hacen los honores del país, y no por un habitante del Atica. Quizá jamás has salido de Atenas, ni cruzado las fronteras, ni dado un paso fuera de muros.
SÓCRATES. - Perdona, amigo mío. Así es, pero porque quiero instruirme. Los campos y los árboles nada me enseñan y sólo en la ciudad puede sacar provecho del contacto con los demás hombres. Sin embargo, creo que has encontrado recursos para curarme de este humor casero. Obligamos a un animal hambriento a seguirnos, mostrándole una rama verde o algún fruto; y tú, enseñándome ese discurso y el papel que lo contiene, podrías obligarme a dar una vuelta al Ática y a cualquier parte del mundo, si quisieras. Pero, en fin, puesto que estamos ya en el punto elegido, me tiendo en la hierba. Escoge la actitud que te parezca más cómoda para leer y comienza.
FEDRO. - Escucha: Conoces mis sentimientos y sabes que considero benéfica para ambos la realización de mis deseos. No sería justo rechazar mis votos porque no soy tu amante. Pues los amantes, en el momento en que se ven satisfechos, se arrepienten de lo que han hecho por el objeto de su pasión. Pero los que no dienten amor no tienen jamás de qué arrepentirse, porque no es la fuerza de la pasión la que les incita a hacer a su amigo todo el bien que pueden, sino que actúan por voluntad propia, considerando que sirven a sus más caros intereses. Los amantes piensan en el daño causado a sus negocios por el amor, alegan sus liberalidades, traen a colación las penas que han sufrido, y después de tiempo creen haber dado pruebas positivas de su reconocimiento al objeto amado. Pero los que no están enamorados, no pueden ni alegar los negocios que han abandonado, ni citar las penalidades sufridas, ni quejarse de las disputas que se hayan suscitado en el interior de la familia; y sin poder poner como pretexto a estos males, que no han conocido, sólo les resta aprovechar con decisión las ocasiones se presenten de complacer a su amigo.
Se alegará quizá en favor del amante, que su amor es más vivo que una amistad común y corriente, que está siempre dispuesto a decir o hacer lo que puede ser agradable a la persona que ama, y arrastrar por ella el odio de todos. Pero es fácil conocer lo falso de este elogio, puesto que si su pasión cambia de objeto, no dudará en sacrificar sus antiguos amores por los nuevos, y, si el que ama hoy se lo exige, hasta perjudicar al que amaba ayer.
Racionalmente no se pueden conceder tan preciosos favores a un hombre atacado por un mal tan crónico, del cual ninguna persona sensata intentará curarle, porque los mismos amantes confiesan que su espíritu está enfermo y que carecen de buen sentido. Saben bien, dicen ellos, que están fuera de sí mismos y que no pueden controlarse. Y entonces si llegan a entrar en sí mismos, ¿cómo pueden aprobar las resoluciones que han tomado en un estado de delirio?
Por otra parte, si entre tus amantes das la preferencia al más digno, podrías escoger sólo entre un pequeño número; por el contrario, si buscas entre todos los hombres aquél cuya amistad desees, puedes elegir entre millares, y es probable que en esta multitud encuentres uno que merezca tus favores.
Si temes a la opinión pública, si te da miedo avergonzarte de tus relaciones ante tus conciudadanos, recuerda que lo más natural es que un amante, que desea que le envidien su suerte, creyéndola envidiable, sea indiscreto por vanidad, y tenga por gloria publicar por todas partes, que no ha perdido el tiempo, ni el trabajo. Aquel que dueño de sí mismo, no se deja perder por el amor, preferirá la seguridad de su amistad al placer de alabarse de ella. Añade a esto, que todo el mundo conoce un amante, viéndole seguir los pasos de la persona que ama; y llegan al punto de no poder hablarse, sin que se sospeche que una relación más íntima los une ya, o pronto va a unirlos. Pero los que no están enamorados, pueden vivir en la mayor familiaridad, sin que jamás induzcan a sospecha; porque se sabe que son lícitas las relaciones creadas amistosamente por la necesidad, para encontrar alguna distracción.
¿Tienes otro motivo para temer? ¿Piensas que las amistades son rara vez durables y que un rompimiento, que siempre es una desgracia para ambos, te será funesto, sobre todo después de haber sacrificado lo más precioso que tienes? Si así sucede, al amante es a quien debes temer sobre todo. Todo le enoja y cree que lo que se hace es para perjudicarle. Por eso quiere impedir al objeto de su amor toda relación con los demás, teme verse perjudicado por las riquezas de uno, por los talentos de otro, y siempre está en guardia contra el ascendiente de aquellos que tienen sobre él alguna ventaja. El te sembrará cizaña para ponerte mal con todo el mundo y evitar que tengas amigos; o si quieres manejar tus intereses y ser más entendido que tu celoso amante, acabarás por lograr un rompimiento. Pero el que no está enamorado, y que debe a la estimación que inspiran sus virtudes los favores que desea, no se cela de aquellos que viven familiarmente con su amigo; aborrecería más bien a los que huyen de su trato porque vería en este alejamiento una señal de desprecio, mientras que aplaudiría las relaciones cuyas ventajas conociese. Parece natural, que dadas estas condiciones, la complacencia afiance la amistad y que no produzca resentimientos. Por otro lado, la mayor parte de los amantes se enamoran de la belleza del cuerpo, antes de conocer la disposición del alma y de haber experimentado el carácter, y así no puede asegurarse si su amistad debe sobrevivir a la satisfacción de sus deseos. Los que no se ven arrastrados por el amor y están ligados por la amistad antes de obtener los mayores favores, no verán en estas complacencias un motivo de enfriamiento, sino más bien un gaje de nuevos favores para lo sucesivo.
¿Quieres hacerte más virtuoso cada día? Confía en mí antes que en un amante. Porque un amante alabará tus palabras y tus acciones sin considerar la verdad ni la bondad de ellas, por miedo a disgustarte o porque la pasión le ciega; tales son las ilusiones del amor. El amor desgraciado se aflige porque no provoca la compasión de nadie; pero cuando es dichoso todo le parece encantador, hasta las cosas más indiferentes. El amor es mucho menos digno de envidia que de compasión. Por el contrario, si cedes a mis votos, no me verás buscar en tu intimidad un placer efímero, sino que vigilaré por tus intereses durables, porque, libre de amor, yo seré dueño de mí mismo. No me entregaré por motivos frívolos a odios furiosos, y aun con los más graves motivos dudaré en concebir un ligero resentimiento. Seré indulgente con los daños involuntarios que se me causen, y me esforzaré por evitar las ofensas intencionales. Estos son los signos de una amistad que el tiempo no puede debilitar.
Quizá creas que la amistad sin el amor es débil y flaca; si fuera así, seríamos indiferentes con nuestros hijos y con nuestros padres y no podríamos estar seguros de la felicidad de nuestros amigos, a quienes un dulce hábito, y no la pasión, nos liga con estrecha amistad. En fin, si es justo conceder sus favores a los que los desean con más ardor, sería preciso en todos los casos obligar, no a los más dignos, sino a los más indigentes, porque liberándolos de los males más crueles, se recibirá por recompensa el más vivo reconocimiento. Así pues, cuando quieras dar una comida, deberás invitar no a los amigos, sino a los mendigos y a los hambrientos, porque ellos te amarán, te acompañarán a todas partes, se agolparán a tu puerta experimentando la mayor alegría, vivirán agradecidos y harán votos por tu prosperidad. Por el contrario, tú debes favorecer no a aquellos cuyos deseos son más violentos, sino a los que mejor te atestigüen su reconocimiento; no a los más enamorados, sino a los más dignos; no a los que sólo aspiran a explotar la flor de la juventud, sino a los que en tu vejez te hagan partícipe de sus bienes; no a los que se alabarán por todas partes de su triunfo, sino a los que el pudor obligue a una prudente reserva; no a los que se muestren muy solícitos pasajeramente, sino a aquellos cuya amistad, siempre igual, sólo concluirá con la muerte; no a los que, una vez satisfecha su pasión buscarán un pretexto para aborrecerte, sino a los que, viendo desaparecer los placeres con la juventud, procuren ganarse tu estimación.
Acuérdate de mis palabras, y considera que los amantes están expuestos a los consejos severos de sus amigos, que rechazan pasión tan funesta. Recuerda, también, que nadie es reprensible por no ser amante, ni se le acusa de imprudente por no serlo.
Quizá me preguntarás si te aconsejo que concedas tus favores a los que no son tus amantes; y te responderé que tampoco un amante te aconsejará la misma complacencia para todos los que te aman. Porque favores prodigados de esta manera no tendrían el mismo derecho al reconocimiento, ni tampoco podrías ocultarlos, aunque quisieras. Es preciso que nuestra mutua relación, lejos de dañarnos, nos sea útil a ambos.
Creo haber dicho bastante; pero si aún tienes dudas, si no he resuelto todas tus objeciones, habla; yo te responderé.
¿Qué te parece, Sócrates? ¿No es admirable este discurso bajo todos aspectos y sobre todo por la elección de las palabras?
SÓCRATES. - Maravilloso discurso, amigo mío; me cautivó y sorprendió. Tú contribuiste para que me haya causado tan buena impresión. Te miraba durante la lectura y veía brillar en tu semblante la alegría. Y como considero que en estas materias tu juicio es más seguro que el mío, he confiado en tu entusiasmo, y me he dejado arrastrar por él.
FEDRO. - ¡Vaya! Quieres reírte.
SÓCRATES. - ¿Crees que me burlo y que no hablo en serio?
FEDRO. - No, en verdad, Sócrates. Pero dime con franqueza, por Zeus, que preside a la amistad. ¿Piensas que haya entre los helenos un orador capaz de tratar el mismo asunto con más nobleza y extensión?
SÓCRATES. - ¿Qué dices? Quieres que me una a ti para alabar un orador por haber dicho lo que puede decirse, o sólo por haberse expresado con un lenguaje claro, preciso y sabiamente aplicado. Si reclamas mí admiración por el fondo mismo del discurso, sólo por consideración a ti puedo concedértelo; porque la debilidad de mi espíritu no me dejó percibir este mérito, y sólo me fijé en el lenguaje. En este concepto no creo que Lisias mismo pueda estar satisfecho de su obra. Me parece, querido Fedro, a menos que tú tengas otra opinión, que repite dos y tres veces las cosas, como un hombre poco afluente; pero quizá se ha fijado poco en esta falta, y ha querido hacernos ver que era capaz de expresar un mismo pensamiento de muchas maneras diferentes, y siempre con la misma fortuna.
FEDRO. - ¿Qué dices, Sócrates? Lo más admirable de su discurso consiste en decir precisamente todo lo que la materia permite; de manera que sobre lo mismo no es posible hablar ni con más afluencia, ni con mayor exactitud.
SÓCRATES. - En ese punto no soy de tu dictamen. Los sabios de los tiempos antiguos, hombres y mujeres, que han hablado y escrito sobre esta materia, me convencerían de impostura, si tuviera la debilidad de ceder sobre este punto.
FEDRO. - ¿Cuáles son esos sabios? ¿O has encontrado otra cosa más acabada?
SÓCRATES. - En este momento no podré decírtelo; sin embargo, alguno recuerdo, y quizá en la bella Safo o en el sabio Anacreonte, o en algún otro prosista, encontrará ejemplos. Y lo que me compromete a hacer esta conjetura es que desborda mi corazón, y que me siento capaz de pronunciar sobre el mismo objeto un discurso que competirá con el de Lisias. Sé bien que no puedo encontrar en mí mismo ese cúmulo de bellezas, porque no lo permite la medianía de mi ingenio; pero quizá los pensamientos que salgan de mi alma, como de un vaso lleno hasta el borde, procedan de orígenes extraños. Pero soy tan insensible que no sé cómo ni de dónde me vienen.
FEDRO. - Verdaderamente, mi noble amigo, me agrada lo que dices. Perdono que no me digas quiénes son esos sabios, ni de dónde aprendiste sus lecciones. Pero cumple lo que me acabas de prometer; pronuncia un discurso tan largo como el de Lisias, que sostenga la comparación, sin tomar nada de él. Por mi parte me comprometo, como los nueve arcontes, a consagrar en el templo de Delfos, mi estatua en oro de talla natural y también la tuya.
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