Índice del libro Discurso preliminar de la Enciclopedia de Jean Le Rond D´AlembertCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Discurso preliminar de la Enciclopedia

Sexta parte

De aquí hemos inferido que, para sostener un peso tan grande como el que tenemos que llevar, era necesario repartirlo, e inmediatamente hemos puesto los ojos en un número suficiente de sabios y de artistas; de artistas hábiles y conocidos por sus talentos; de sabios expertos en los géneros particulares que habíamos de confiar a sus trabajos. Hemos asignado a cada uno la parte que le convenía; algunos hasta estaban en posesión de la suya antes de que nosotros los encargáramos de esta obra. No tardará el público en ver sus nombres, y no tememos que nos lo reproche. Así, como cada cual se ha ocupado solamente de lo que entendía, ha podido juzgar sanamente de lo que han escrito los antiguos y los modernos y añadiría, a lo que de ellos han sacado, conocimientos propios. Nadie se ha internado en el terreno de otro ni se ha metido en lo que quizá no aprendió jamás, y hemos tenido más método, más seguridad, más extensión y más detalles que los que pueden encontrarse en la mayor parte de los lexicógrafos. Verdad es que este plan ha reducido a poca cosa el mérito del editor, pero ha aumentado mucho la perfección de la obra, y si al público le satisface, nos parecerá suficiente nuestra gloria. En una palabra, cada uno de nuestros colegas ha hecho un diccionario de la parte que le ha sido encomendada, y nosotros hemos reunido todos esos diccionarios.

Creemos haber tenido buenas razones para seguir en esta obra el orden alfabético. Nos ha parecido más cómodo y más fácil para nuestros lectores que, deseosos de enterarse del significado de una palabra, lo encontrarán más fácilmente en un diccionario alfabético que en cualquier otro. Si hubiésemos tratado de todas las ciencias separadamente, haciendo de cada una un diccionario particular, no sólo hubiera tenido lugar en esta nueva clasificación el supuesto desorden de la sucesión alfabética, sino que semejante método habría estado sujeto a inconvenientes considerables por el gran número de palabras comunes a diferentes ciencias, y que hubiera sido preciso repetir varias veces o colocarlas al azar. Por otra parte, si hubiéramos tratado cada ciencia separadamente y en una sucesión conforme al orden de las ideas y no al de las palabras, la forma de esta obra habría sido aún menos cómoda para el mayor número de nuestros lectores, que hubieran tenido gran dificultad para encontrar algo en esta disposición, el orden enciclopédico de las ciencias y de las artes hubiera ganado poco, y el orden enciclopédico de las palabras, o más bien de los objetos por los que las ciencias se comunican y se tocan, hubiera perdido muchísimo. En cambio, nada más fácil en el orden que hemos seguido que satisfacer al uno y al otro, como hemos explicado antes. Por lo demás, si se hubiera querido hacer de cada ciencia y de cada arte un tratado particular en la forma acostumbrada y simplemente reunir esos diferentes tratados con el título de Enciclopedia, habría resultado mucho más difícil agrupar para esta obra tan gran número de personas, y la mayor parte de nuestros colegas habría preferido sin duda publicar separadamente su obra a verla confundida con otras muchas. Además, siguiendo este último plan, nos hubiéramos visto obligados a renunciar casi enteramente al uso que queríamos hacer de la Enciclopedia inglesa, llevados tanto de la fama de esta obra como el antiguo Prospectus, aprobado por el público y al que deseábamos conformarnos. La traducción completa de esta Enciclopedia fue puesta en nuestras manos por los editores que habían emprendido su publicación. Nosotros la distribuimos a nuestros colegas, que han preferido encargarse de revisarla, corregirla y aumentarla antes que hacer un nuevo trabajo sin tener, por decirlo así, materiales preparatorios. Verdad es que una gran parte de estos materiales les ha sido inútil, pero al menos ha servido para hacerles emprender de mejor grado el trabajo que se esperaba de ellos y que algunos se hubieran negado quizá a realizar de haber previsto lo que iba a costarles. Por otra parte, algunos de estos sabios, en posesión de su parte mucho antes de que nosotros fuésemos editores, la tenían ya muy adelantada, siguiendo el antiguo proyecto del orden alfabético. De suerte que nos hubiera sido imposible cambiar este proyecto aun cuando hubiéramos estado menos dispuestos a aprobarlo. Sabíamos, en fin, o al menos teníamos razones para creerlo, que no se había opuesto ninguna dificultad al autor inglés que nos servía de modelo por el orden alfabético al que se había sometido. Todo se conjuraba, pues, para obligarnos a dar esta obra conforme a un plan que habríamos seguido por gusto si hubiésemos podido elegir.

La única operación en nuestro trabajo que supone alguna inteligencia consiste en llenar los vacíos que separan dos ciencias o dos artes y en reanudar la cadena en las ocasiones en que nuestros colegas se han abandonado los unos a los otros ciertos artículos que, pareciendo pertenecer igualmente a varios de ellos, no han sido escritos por ninguno. Pero a fin de que la persona encargada de una parte no sea considerada responsable de las faltas que pudieran deslizarse en los trozos añadidos, tendremos el cuidado de señalar estos trozos con una estrella o asterisco. Cumpliremos fielmente la palabra empeñada: el trabajo ajeno será sagrado para nosotros, y no dejaremos de consultar al autor si sucediera que, estando en curso la edición de su obra, juzgáramos necesario algún cambio de consideración.

Las diferentes plumas que hemos empleado han puesto en cada artículo el sello de su particular estilo, así como el propio de la materia y del objeto de cada parte. Un procedimiento de química no requiere el mismo tono que la descripción de los baños y de los teatros antiguos, ni las manipulaciones de un cerrajero deben exponerse como las investigaciones de un teólogo sobre puntos de dogma o de disciplina. Cada cosa tiene su colorido, y sería confundir los géneros el reducirlos a una cierta uniformidad. La pureza de estilo, la claridad y la precisión son las únicas cualidades que pueden ser comunes a todos los artículos, y esperamos que se echen de ver. Permitirse otra cosa sería exponerse a la monotonía y al desagrado casi inseparables de las obras largas y que la gran variedad de materias debe eliminar de la presente.

Ya hemos dicho bastante para informar al público de la naturaleza de una empresa, en la que se ha mostrado interesado; de las ventajas generales que resultarían si estuviere bien hecha; del éxito o del fracaso obtenidos por los que antes que nosotros la intentaron; de la extensión de su objeto; del orden al que nos hemos sometido; de la distribución que hemos hecho de cada parte, y de las funciones de los editores. Vamos a pasar ahora a los principales detalles de su realización.

Toda la materia de la Enciclopedia puede reducirse a tres capítulos: las ciencias, las artes liberales y las artes mecánicas. Comenzaremos por lo que se refiere a las ciencias y a las artes liberales, y terminaremos por las artes mecánicas.

Mucho se ha escrito sobre las ciencias. Los tratados sobre las artes liberales se han multiplicado hasta el infinito, y la República de las letras está inundada de ellos. Pero, ¡cuán pocos exponen los verdaderos principios! ¡Cuántos son los que los ahogan con la excesiva afluencia de palabras, o los pierden en las tinieblas de la afectación! ¡Cuántos los que, con una autoridad impresionante, ponen un error al lado de una verdad, y así, o la desacreditan, o se acredita ella misma a favor de esta vecindad! Hubiera sido preferible escribir menos y mejor.

Entre todos los escritores, hemos dado la preferencia a los generalmente reconocidos como los mejores. De aquí se han sacado los principios. A su exposición clara y precisa hemos añadido ejemplos o autoridades aceptadas por todos. La costumbre vulgar consiste en remitir a las fuentes, o en citar de una manera vaga, muy a menudo errónea y casi siempre confusa; de suerte que, en las diferentes partes que componen un artículo, no se sabe exactamente qué autor se debe consultar sobre tal o cual punto, o si hay que consultarlos a todos, lo que hace la comprobación muy larga y penosa. Nos hemos empeñado todo lo posible en evitar este inconveniente, citando en el texto mismo de los artículos los autores en cuyo testimonio nos hemos fundado, reproduciendo su propio texto cuando era necesario; comparando siempre las opiniones; contrapesando las razones; proponiendo medios para dudar o para salir de la duda; a veces, incluso decidiendo la cuestión; destruyendo en cuanto nos ha sido posible los errores y los prejuicios, y tratando sobre todo de no multiplicarlos y de no perpetuarlos protegiendo sin examen sentimientos rechazados o proscribiendo sin razón opiniones aceptadas. No tememos extendernos demasiado cuando el interés de la verdad y la importancia de la materia lo exigen, sacrificando lo agradable cuando no ha sido posible hacerlo compatible con la instrucción.

Haremos aquí una observación importante sobre las definiciones. En los artículos generales de las ciencias nos hemos ajustado al uso, constantemente aceptado en los Diccionarios y en las otras obras, que exige comenzar el tratamiento de una ciencia por su definición. La hemos dado también lo más simple y breve que nos ha sido posible. Mas no se crea que la definición de una ciencia, sobre todo abstracta, puede dar idea de la misma a los que no estén por lo menos iniciados en ella. En efecto, ¿qué es una ciencia sino un sistema de reglas o de hechos relativos a un cierto objeto, y cómo se podría dar idea de este sistema a quien ignorase completamente lo que este sistema comprende? Cuando se dice de la aritmética que es la ciencia de las propiedades de los números, ¿se la da mejor a conocer al que la ignora que si se definiera la piedra filosofal diciendo que es el secreto de fabricar oro? La definición de una ciencia no consiste propiamente más que en la exposición detallada de las cosas de que esta ciencia se ocupa, lo mismo que la definición de un cuerpo es la descripción circunstanciada del mismo, y nos parece deducir de este principio que lo que llamamos definición de una ciencia estaría mejor colocado al final que al comienzo del libro que de ella trata: sería entonces el resultado extremadamente comprimido de todas las nociones adquiridas en tal libro. Y por otra parte, ¿qué contienen en su mayoría esas definiciones, fuera de expresiones vagas y abstractas cuya noción es frecuentemente más difícil de fijar que la de la ciencia misma? Tales son las palabras ciencia, número y propiedad en la citada definición de la aritmética. Los términos generales son, sin duda, necesarios, y ya hemos visto en este Discurso cuál es su utilidad; pero podríamos definirlos como un abuso forzado de los signos, y la mayoría de las definiciones como un abuso, a veces voluntario y a veces forzado, de los términos generales. Por lo demás, repetimos, en este aspecto nos hemos atenido al uso, porque no nos incumbía a nosotros cambiarlo y porque la forma misma de este Diccionario nos impedía hacerlo. Pero aun respetando los prejuicios, no hemos temido exponer aquí ideas que creíamos sanas. Continuemos dando cuenta de nuestra obra.

El imperio de las ciencias y de las artes es un mundo alejado del vulgo, en el que todos los días se hacen descubrimientos, pero del que tenemos muchos relatos fabulosos. Era importante asegurar los verdaderos, prevenir sobre los falsos, fijar puntos de partida y facilitar así la exploración de lo que falta por encontrar. No se citan hechos, no se comparan experiencias, no se imaginan métodos, sino para impulsar al genio a abrirse caminos ignorados y a lanzarse a nuevos descubrimientos, considerando como primer paso aquel en que los grandes hombres han terminado su carrera. Ésta es también la finalidad que nos hemos propuesto nosotros, uniendo a los principios de las ciencias y de las artes liberales la historia de su origen y de sus sucesivos progresos, y si lo hemos conseguido, los buenos entendimientos no se ocuparán más de buscar lo que se sabía antes de ellos. En las producciones futuras sobre las ciencias y sobre las artes liberales, será fácil deslindar lo que los autores han sacado de su propio acervo de lo que han tomado de sus predecesores: se apreciarán los trabajos, y esos hombres ávidos de fama y desprovistos de genio que publican audazmente sistemas viejos como ideas nuevas, serán pronto desenmascarados. Pero para llegar a estas desventajas ha sido preciso dar a cada materia una extensión conveniente, insistir sobre lo esencial, desdeñar las minucias y evitar un defecto bastante corriente: el de detenerse demasiado sobre lo que no requiere más de una palabra, demostrar lo que no se discute y comentar lo que está claro. No hemos ni economizado ni prodigado las aclaraciones. Se verá que eran necesarias dondequiera que las hemos puesto, y que eran superfluas allí donde no se encuentren. Nos hemos guardado también de acumular pruebas donde hemos creído que bastaba un razonamiento sólido, multiplicándolas solamente en las ocasiones en que su fuerza dependía de su número y de su correlación.

Los artículos que se refieren a los elementos de las ciencias han sido trabajados con todo cuidado; son, en efecto, la base y el fundamento de los demás. Por esta razón los elementos de una ciencia sólo pueden exponerlos bien los que han llegado mucho más allá, pues encierran el sistema de los principios generales que se extienden a las diferentes partes de la ciencia; y para conocer la manera más favorable de presentar estos principios, es preciso haber hecho de ellos una aplicación muy extensa y muy variada.

Estas son las precauciones que teníamos que tomar. Estas son las riquezas con las que podíamos contar. Pero nos han salido otras que nuestra empresa debe, por decirlo así, a su buena suerte. Se trata de manuscritos que nos han sido comunicados por aficionados o proporcionados por sabios, entre los cuales nombraremos aquí a M. Formey, secretario perpetuo de la Real Academia de Ciencias y Bellas Letras de Prusia. Este ilustre académico había pensado hacer un diccionario poco más o menos como el nuestro y nos ha sacrificado generosamente la parte considerable que ya tenía hecha, y por la cual no dejaremos de rendirle homenaje. Hay, además, investigaciones, observaciones, que cada artista encargado de una parte de nuestro Diccionario guardaba en su gabinete y que ha tenido a bien publicar por esta vía. A este número pertenecen todos los artículos de gramática general y particular. Creemos poder asegurar que ninguna obra conocida será ni tan rica ni tan instructiva como la nuestra sobre las reglas y los usos de la lengua francesa, y hasta sobre la naturaleza, el origen y la filosofía de las lenguas en general. Haremos partícipe al público, tanto sobre ciencias como sobre artes liberales, de varios caudales literarios de los que quizá no hubiera nunca tenido conocimiento.

Pero no contribuirá menos a la perfección de estas dos importantes ramas el amable concurso que hemos recibido de todas partes: protección de los grandes, acogida y colaboración de varios sabios; bibliotecas públicas, gabinetes particulares, recopilaciones, legajos, etcétera: todo nos lo han puesto a nuestra disposición, tanto los que cultivan las letras como los que las aman. Con un poco de habilidad y mucho gasto, nos hemos procurado lo que no pudimos conseguir de la pura benevolencia, y las recompensas han colmado casi siempre las inquietudes reales o las alarmas simuladas de aquellos a quienes teníamos que consultar.

M. Falconet, médico de consulta del rey y miembro de la Real Academia de Bellas Artes, poseedor de una biblioteca tan numerosa y extensa como sus conocimientos, y de la cual hace un uso todavía más estimable, el de ponerla sin reserva a disposición de los sabios, nos ha prestado en este sentido toda la ayuda que podíamos desear. Este ciudadano, hombre de letras que une a la erudición más variada las cualidades de hombre inteligente y de filósofo, ha tenido la consideración de examinar algunos de nuestros artículos y de darnos consejos y aclaraciones útiles.

No estamos menos obligados al abate M. Sallier, conservador de la biblioteca del rey. Con esa cortesía que le es propia, y animada además por el placer de favorecer una gran empresa, nos ha permitido elegir, entre los tesoros de que es depositario, todo lo que podía dar luz o gracia a nuestra Enciclopedia. Cuando se sabe así prestarse a los propósitos del príncipe, se justifica, incluso podríamos decir se honra su elección. Las ciencias y las bellas artes se excederán colaborando a ilustrar con sus producciones el reinado de un soberano que las favorece. En cuanto a nosotros, espectadores e historiadores de sus progresos, nos ocuparemos solamente de trasmitirlos a la posteridad. Que ella diga, al abrir nuestro Diccionario: Tal era entonces el estado de las ciencias y de las bellas artes. Que añada sus descubrimientos a los que nosotros hayamos consignado, y que la historia del espíritu humano y de sus producciones vaya de época en época hasta los siglos más remotos. Que la Enciclopedia se convierta en un santuario donde los conocimientos de los hombres estén al abrigo de los tiempos y de las revoluciones ¿No nos sentiremos demasiado halagados por haber puesto las bases? ¡Qué grande ventaja hubiera sido para nuestros padres y para nosotros que los trabajos de los pueblos antiguos, de los egipcios, caldeos, griegos, romanos, etcétera, hubieran sido trasmitidos en una obra enciclopédica que expusiera al mismo tiempo los verdaderos principios de sus lenguas! Hagamos pues para los siglos venideros lo que lamentamos que los siglos pasados no hayan hecho para el nuestro. Hasta nos atrevemos a decir que, si los antiguos hubiesen hecho una enciclopedia como hicieron otras grandes cosas, y si sólo este manuscrito se hubiese salvado de la famosa Biblioteca de Alejandría, habría bastado a consolarnos de la pérdida de los otros.

He aquí lo que teníamos que exponer al público sobre las ciencias y las bellas artes. La parte referente a las artes mecánicas no exigía ni menos detalles ni menos cuidados. Puede que jamás se hayan encontrado tantas dificultades juntas, y tan poca ayuda en los libros para vencerlas. Se ha escrito demasiado sobre las ciencias; no se ha escrito bastante bien sobre la mayoría de las artes liberales; no se ha escrito casi nada sobre las artes mecánicas; porque ¿qué significa lo poco que se encuentra en los autores comparado con la extensión y la fecundidad del tema? Entre los que han tratado de él, el uno no estaba lo bastante enterado de lo que tenía que decir y, más que cumplir su cometido, lo que ha hecho es demostrar la necesidad de una obra mejor. El otro no ha hecho más que tocar la materia, tratándola como gramático y hombre de letras que como artista. El tercero es en verdad más rico en saber y más trabajador, pero es al mismo tiempo tan breve, que las operaciones de los artistas y la descripción de sus máquinas, materia suficiente para dar lugar ella sola a obras considerables, ocupa solamente una parte muy pequeña de la suya. Chambers no ha añadido casi nada a lo que ha traducido de nuestros autores. Todo nos llevaba, pues, a recurrir a los obreros.

Nos hemos dirigido a los más hábiles de París y del reino. Nos hemos tomado la molestia de ir a sus talleres, de interrogarlos, de escribir a su dictado, de desarrollar sus ideas, de sacar de ellos los términos propios de sus oficios, de trazar cuadros y de definirlos, de conversar con aquellos que conservaban mejor los recuerdos, y (precaución casi indispensable) de rectificar, en largas y frecuentes conversaciones con unos, lo que otros habían explicado de manera oscura, imperfecta y a veces poco fiel. Hay artesanos que son al mismo tiempo hombres de letras, y podríamos citarlos aquí; pero el número sería muy pequeño. La mayoría de los que se dedican a las artes mecánicas las han abrazado por necesidad y no operan más que por instinto. Entre mil apenas hallaremos una docena capaces de explicarse con algo de claridad sobre los objetos que emplean y sobre las cosas que fabrican. Hemos visto obreros que trabajan desde hace más de cuarenta años sin saber nada de sus máquinas. Ha habido necesidad de ejercer con ellos la función de que se enorgullecía Sócrates, la función penosa y delicada de hacer parir a los espíritus: obstetrix animorum.

Pero hay oficios tan particulares y maniobras tan delicadas, que a menos que trabaje uno mismo, que se mueva una máquina con las propias manos y se vea formar la obra ante los propios ojos, es dificil hablar de ella con precisión. De modo que más de una vez ha sido necesario procurarse las máquinas, construirlas, poner manos a la obra; hacerse, por decirlo así, aprendiz y realizar por sí mismo varias obras para enseñar a los demás como se hacen buenas.

De esta manera nos hemos convencido de la ignorancia en que se está sobre la mayor parte de las cosas de la vida, y de la dificultad de salir de esa ignorancia. De esta manera nos hemos puesto en condiciones de demostrar que el hombre de letras que mejor sabe su lengua no conoce ni la vigésima parte de las palabras; que, aunque cada arte tenga las suyas, esta lengua es todavía muy imperfecta; que los obreros se entienden gracias a la costumbre de conversar unos con otros, y mucho más por el rodeo de las conjeturas que por el uso de los términos precisos. En un taller, lo que habla es el momento, no el artista.

He aquí el método que se ha seguido para cada arte. Se ha tratado:

De la materia, de los lugares en que se encuentra, de la manera como se prepara, de sus buenas y malas cualidades, de sus diferentes especies, de las operaciones a que se la somete, bien antes de emplearla o al emplearla.

De las principales obras que con ella se hacen y de la manera de hacerlas.

Hemos dado el nombre, la descripción y la forma de las herramientas y de las máquinas, por piezas separadas y por piezas ensambladas; el corte de los moldes y la sección de los moldes y de otros instrumentos de los que importa conocer el interior, el perfil, etcétera.

Hemos explicado y representado la mano de obra y las principales operaciones en una o varias planchas, en las que se ve, ya sólo las manos del artista, ya al artista entero en acción y trabajando en la obra más importante de su arte.

Hemos recogido y definido lo más exactamente posible los términos propios del oficio.

Pero como hay poca costumbre tanto de escribir como de leer escritos sobre las artes, las cosas han resultado difíciles de explicar de una manera inteligible. De aquí nace la necesidad de las figuras. Podría demostrarse con mil ejemplos que un diccionario compuesto pura y simplemente de definiciones, por muy bien hecho que esté, no puede prescindir de las figuras sin caer en las descripciones oscuras o vagas; con cuanta más razón necesitábamos nosotros esta ayuda. Una mirada al objeto o a su representación dice más que toda una página de explicaciones.

Enviamos los dibujantes a los talleres. Se sacaron croquis de las máquinas y de las herramientas: no se omitió nada de lo que pudiera mostrarlas distintamente a la vista. Cuando una máquina merece muchos detalles por la importancia de su uso y por el gran número de sus partes, hemos pasado de lo simple a lo compuesto. Hemos comenzado por reunir en una primera figura tantos elementos como podían percibirse sin peligro de confusión. En una segunda figura se aprecian los mismos elementos con algunos otros. De esta manera se ha formado sucesivamente la máquina más complicada, sin que resulte confusa para la inteligencia ni para los ojos. A veces hay que elevarse del conocimiento de la obra al de la máquina, y otras, descender del conocimiento de la máquina al de la obra. Bajo el artículo Arte, se hallarán varias consideraciones sobre las ventajas de estos métodos, y sobre casos en que se debe preferir el uno al otro.

Nociones hay que son comunes a casi todos los hombres y que éstos tienen en la cabeza con más claridad que las que pudieran darles las explicaciones. Hay también objetos tan familiares, que sería ridículo trazar su figura. Las artes ofrecen otros tan complejos que sería inútil tratar de representarlos. En los dos primeros casos hemos supuesto que el lector no estaba completamente desprovisto de buen sentido y de experiencia, y en el último, remitimos al lector al objeto mismo. En todo hay un justo medio, y hemos tratado de no perderlo aquí. Un solo arte del que quisiéramos representarlo y decirlo todo requeriría volúmenes de explicaciones y de láminas. No terminaríamos jamás si nos propusiéramos representar con figuras todos los estados por que pasa un pedazo de hierro antes de transformarse en aguja. Muy bien que el artículo siga el procedimiento del artista con el más minucioso detalle. En cuanto a las figuras las hemos limitado a los movimientos importantes del obrero y a los de la operación, que es muy fácil pintar y muy difícil explicar. Nos hemos atenido a las circunstancias esenciales, a aquéllas cuya representación, cuando está bien hecha, implica necesariamente el conocimiento de las que no se ven. No hemos querido parecernos a un hombre que fuese dejando señales a cada paso en un camino por miedo de que los viajeros se extraviasen. Basta con que las haya allí donde hubiera peligro de perderse.

Por lo demás, es la práctica lo que hace al artista, y la práctica no se aprende en los libros. En nuestra obra el artista encontrará solamente aspectos que quizá no hubiera conocido nunca, y observaciones que sólo hubiera hecho al cabo de varios años de trabajo. Ofrecemos al lector estudioso lo que hubiera aprendido de un artista viéndolo trabajar para satisfacer su curiosidad, y al artista, lo que sería de desear que aprendiera del filósofo para acercarse a la perfección.

Hemos distribuido en las ciencias y en las artes liberales las figuras y las láminas según el mismo espíritu y la misma economía que en las artes mecánicas; sin embargo no hemos podido reducir el número de unas y otras a menos de seiscientas. Los dos volúmenes que formarán no serán la parte menos interesante de la obra, por el cuidado que tendremos de poner en el dorso de cada lámina la explicación de cada una de las que irán enfrente, con referencias a los lugares del Diccionario con los que se relaciona cada figura. Un lector abre un volumen de láminas, ve una máquina que despierta su curiosidad; por ejemplo, una fábrica de pólvora, de papel, de seda, de azúcar, etcétera; enfrente leerá: figura 50, 51 o 60, etcétera; fábrica de pólvora, fábrica de azúcar, fábrica de papel, fábrica de seda, etcétera. A continuación encontrará una explicación sucinta de estas máquinas con las remisiones a los artículos Pólvora, Azúcar, Papel, Seda, etcétera.

El grabado responderá a la perfección de los dibujos, y esperamos que las láminas de nuestra Enciclopedia superarán en belleza las del diccionario inglés tanto como las aventajan en número. Chambers tiene treinta láminas; el antiguo proyecto prometía ciento veinte, y nosotros daremos por lo menos seiscientas. No es de extrañar que el camino se haya alargado bajo nuestros pasos: es inmenso, y no tenemos la pretensión de haberlo recorrido todo.

A pesar de los auxilios y de los trabajos de que acabamos de dar cuenta, declaramos sin inconveniente alguno, en nombre de nuestros colegas y en el nuestro, que se nos encontrará siempre dispuestos a reconocer nuestra insuficiencia y a aprovechar las luces que se nos presten. Las recibiremos con gratitud y nos conformaremos a ellas con docilidad, pues estamos convencidos de que la última perfección de una enciclopedia es obra de siglos. Siglos han sido necesarios para empezar, siglos lo serán para terminar; pero estamos satisfechos de haber contribuido a poner los cimientos de una obra útil.

Tendremos siempre la satisfacción interior de no haber omitido nada y de cumplir nuestros propósitos; una de las pruebas que aportaremos es que algunas partes de las ciencias y de las artes han sido vueltas a hacer hasta tres veces. No podemos menos de consignar, en honor de los libreros asociados, que jamás dejaron de prestarse a lo que pudiera contribuir a perfeccionarlas todas. Es de esperar que el concurso de tantas circunstancias, tales como las luces de los que han trabajado en la obra, el apoyo de las personas que se han interesado por ellas, y la emulación de los editores y de los libreros, producirá algún buen resultado. De todo lo que precede se deduce que, en la obra que anunciamos, se ha tratado de las ciencias y de las artes en forma que no presupone ningún conocimiento preliminar; que en ella se expone lo que importa saber de cada materia; que los artículos se explican unos con otros, y que, por consiguiente, no estorba en ninguna parte la dificultad de la nomenclatura. De donde inferimos que esta obra podrá, al menos algún día, hacer las veces de biblioteca para un hombre profano, y en todos los géneros, excepto el suyo, para un sabio profesional; que desarrollará los verdaderos principios de las cosas; que indicará las relaciones; que contribuirá a la certidumbre y al progreso de los conocimientos humanos, y que multiplicando el número de los verdaderos sabios, de los artistas distinguidos y de los aficionados inteligentes, dará a la sociedad nuevas ventajas.

Sólo nos queda nombrar a los sabios a quienes el público debe esta obra tanto como a nosotros. Al nombrarlos seguiremos en lo posible el orden enciclopédico de las materias de que se han encargado. Nos hemos decidido por este orden a fin de que no parezca que queríamos establecer entre ellos ninguna distinción de rango y de mérito. Los artículos de cada uno serán designados en el cuerpo de la obra con letras especiales, cuya lista se encontrará inmediatamente a continuación de este Discurso.

Debemos la historia natural a M. Dauventon, doctor en medicina, de la Real Academia de Ciencias, conservador y demostrador del gabinete de historia natural, colección inmensa, reunida con mucha inteligencia y esmero y que, en manos tan inteligentes, no puede menos de llegar al más alto grado de perfección. M. Dauventon es el digno colega de M. de Buffon en la gran obra sobre Historia natural, cuyos tres primeros volúmenes ya publicados han alcanzado sucesivamente tres ediciones rápidas y cuya continuación espera impaciente el público. En el Mercure de marzo de 1751, se ha publicado el articulo Abeja que ha hecho M. Dauventon para la Enciclopedia, y el éxito general de este articulo nos ha inducido a insertar en el segundo volumen del Mercure de junio de 1751 el articulo Ágata. Por este último se ha visto que M. Dauventon sabe enriquecer la Enciclopedia con observaciones y consideraciones nuevas e importantes sobre la parte de que él se ha encargado, asi como en el articulo Abeja se vio la precisión y la claridad con que sabe presentar lo conocido.

La teología es de M. Mallet, doctor en teología por la Facultad de París, de la casa y sociedad de Navarre, y profesor real de teología de Paris. Su solo saber y mérito, sin ninguna solicitación por su parte, le han valido el nombramiento para la cátedra que ocupa, lo que no es poco decir en honor suyo en el siglo en que vivimos. El abate Mallet es también autor de todos los articulos de historia antigua y moderna, materia en que es muy versado, como se verá muy pronto por la importante y curiosa obra que prepara en, este género. Por lo demás, se observará que los artículos de historia de nuestra Enciclopedia no se extienden a los nombres de los reyes, de los sabios y de los pueblos, objeto especial del Diccionario de Moreri, y que hubieran duplicado casi el volumen del nuestro. Debemos, en fin, al abate Mallet todos los artículos que conciernen, a la poesía, a la elocuencia y a la literatura en general. Ha publicado ya en este género dos obras útiles y llenas de reflexiones acertadas. Una de ellas es su Essai sur l'étude des Belles-Lettres y la otra sus Principes pour la lecture des poètes. Por los detalles que acabamos de dar, se ve cuán útil ha sido a esta obra el abate Mallet por la variedad de sus conocimientos y sus talentos, y cuanto le debe la Enciclopedia. No podría estarle más obligada.

La gramática es de M. Du Marsais, al que basta con nombrar.

La metafísica, la lógica y la moral, del abate Yvon, metafísico profundo y, lo que es más raro aún, de una suma claridad. Puede juzgarse por los artículos que le pertenecen en este primer volumen, entre otros por el artículo Actuar, al cual remitimos, no por referencias, sino porque, siendo corto, puede poner de manifiesto en un momento hasta qué punto es sana la filosofía del abate Yvon y clara y precisa su metafísica. El abate Pestré, digno por su saber y por su mérito de secundar al abate Yvon, le ha ayudado en varios artículos de moral. Aprovechemos esta ocasión para advertir que el abate Yvon prepara, juntamente con el abate de Prades, una obra sobre la religión doblemente interesante por ser sus autores dos hombres inteligentes y filósofos.

La jurisprudencia es de M. Toussaint, abogado de los tribunales y miembro de la Real Academia de Ciencias y de Bellas Letras de Prusia, título que debe a la extensión de sus conocimientos y a su talento para escribir, que le han valido un nombre en la literatura.

La heráldica es de M. Eidous, rey de armas de Su Majestad Católica, y a quien la República de las letras debe la traducción de varias buenas obras de diferentes géneros.

La aritmética y la geometría elemental han sido revisadas por el abate de La Chapelle, censor real y miembro de la Real Sociedad de Londres. Sus lnstitutions de géométrie y su Traité des Sections Coniques han justificado con su éxito la aprobación que la Academia de Ciencias ha dado a estas dos obras.

Los artículos acerca de fortificaciones, táctica y en general de arte militar, son de M. Le Blond, profesor de matemáticas de los pajes de la gran caballeriza del rey. M. Le Blond es muy conocido por el público por varias obras justamente estimadas, entre otras por sus Eléments de Fortification, reimpresos varias veces; por su Essai sur la Castramétation; por sus Eléments de la Guerre de Sièges y por su Arithmétique et Géométrie de l'officer, que la Academia de Ciencias ha aprobado con elogio.

La talla de las piedras es de M. Goussier, muy versado y muy inteligente en todas las partes de las matemáticas y de la física, y a quien esta obra debe mucho más, como veremos más adelante.

La jardinería y la hidráulica son de M. d'Argenvine, consejero del rey, letrado del Real Tribunal de Cuentas de París, de las Reales Sociedades de Ciencias de Londres y de Montpellier, de la Academia de los Arcades de Roma. Es autor de una obra, titulada: Théorie et practique du jardinage, con un tratado de hidráulica cuya utilidad y cuyo mérito son reconocidos por sus cuatrro ediciones hechas en París, y sus dos traducciones, una al inglés y otra al alemán. Como esta obra no se ocupa más que de los jardines de propiedad, y como el autor considera la hidráulica en relación con los jardines en la Eniclopedia, ha generalizado sobre estas dos materias, hablando de toda clase de jardines y huertas; además, se encontrará también en su artículo un nuevo método de podar los árboles, y figuras nuevas por él inventadas. También ha ampliado la parte sobre hidráulica, hablando de las mejores máquinas europeas para elevar agua, así como de presas y otras obras hidráulicas. M. d'Argenville es, asimismo, ventajosamente conocido por el público por otras obras de diferentes géneros, entre ellas por su Historia natural, esclarecida en dos de sus principales partes: la litología y la conquiliología. El éxito de la primera parte de esta historia ha animado al autor a darnos pronto la segunda, que tratará de los minerales.


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