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Discurso preliminar de la Enciclopedia

Quinta parte

Por otra parte, sin otra preocupación que la de ser útil, quizá abarcó demasiadas materias para que sus contemporáneos se dejasen instruir a la vez sobre tantos objetos. No se les permite a los genios el saber tanto; se quiere aprender algo de ellos sobre un tema determinado, pero no verse obligados a reformar todas las ideas con arreglo a las suyas. Por eso, en parte, las obras de Descartes sufrieron en Francia, después de su muerte, más persecuciones que las que el autor había sufrido en Holanda durante su vida; y sólo al cabo de muchos trabajos se atrevieron las escuelas a admitir una física que se suponía contraria a la ley de Moisés. Newton, es cierto, halló en sus contemporáneos menos oposición; sea porque los descubrimientos geométricos con los cuales se dio a conocer, y cuya realidad y propiedad no se podían discutir, hubiesen acostumbrado a las gentes a admirarle y a rendirle homenajes que no eran ni demasiado súbitos ni demasiado obligados; sea porque su superioridad imponía silencio a la envidia; sea, en fin -lo que parece muy difícil de creer-, porque se tratase de una nación menos injusta que las otras, tuvo la singular ventaja de ver, en vida, aceptada en Inglaterra su filosofía, y de tener por partidarios y admiradores a todos sus compatriotas. Faltaba mucho, sin embargo, para que Europa hiciese a sus obras la misma acogida. No solamente eran desconocidas en Francia, sino que aún predominaba la filosofía escolástica después de haber derribado Newton la física cartesiana; y los torbellinos fueron destruidos antes de que pensáramos en adoptarlos. Tan tardos fuimos en aceptarlos como en rechazarlos. Basta con abrir los libros para ver con sorpresa que no hace aún treinta años que se ha comenzado en Francia a renunciar al cartesianismo. El primero que se atrevió entre nosotros a declararse abiertamente newtoniano es el autor del Discurso sobre la figura de los astros, que une a conocimientos geométricos muy extensos ese espíritu filosófico con el que no siempre coinciden, y ese talento literario que, cuando se hayan leído las obras en cuestión, se verá que no es incompatible con la geometría. M. de Maupertuis pensó que se podía ser buen ciudadano sin adoptar ciegamente la física de su país y para atacar esta física, tuvo necesidad de un valor que debemos agradecerle. En efecto, nuestra nación, singularmente ávida de novedades en materia de gusto, es en cambio muy apegada a las opiniones antiguas en materia de ciencia. Dos tendencias aparentemente tan contrarias tienen su principio en varias causas, y sobre todo, en este afán de goce que parece constituir nuestro carácter. Las cosas del sentimiento no permanecen mucho en nuestro interés, y dejan de ser agradables cuando no se presentan de pronto; el ardor con que nos entregamos a ellas se agota pronto, y el alma, tan pronto ahíta como satisfecha, vuela hacia un objeto nuevo que abandonará igualmente. En cambio, el entendimiento, sólo a fuerza de meditar llega a lo que busca, y por esta razón desea gozar de lo que ha encontrado, tanto tiempo como le costó hallarlo, sobre todo cuando sólo trata de una filosofía hipotética y conjetural mucho más atrayente que los cálculos y las combinaciones exactas. Los físicos, apegados a sus teorías con el mismo celo y por los mismos motivos que los artesanos a sus prácticas, tienen sobre este punto muchas más semejanzas con el pueblo de las que se imaginan. Respetemos siempre a Descartes, pero abandonemos sin esfuerzo las opiniones que él mismo hubiera combatido un siglo más tarde. Sobre todo, no confundamos su causa con la de sus sectarios. El genio que demostró al buscar en la más oscura noche un camino nuevo, aunque equivocado, era solamente suyo: los primeros que se atrevieron a seguirle en las tinieblas mostraron valor al menos; pero ya no hay gloria en perderse siguiendo sus huellas después de hacerse la luz. Entre los pocos sabios que todavía defienden su doctrina, él mismo hubiera desaprobado a los que se adhieren a ella por un apego servil a lo que aprendieron en su infancia, o por no sé qué prejuicio nacional, vergüenza de la filosofía. Con tales motivos, se puede ser el último de sus partidarios, pero no se hubiera tenido el mérito de ser el primero de sus discípulos, o más bien se hubiera sido su adversario, cuando en serIo no había más que injusticia. Para tener derecho a admirar los errores de un gran hombre, hay que saber reconocerlos cuando el tiempo los ha puesto en evidencia. Por eso los jóvenes, que generalmente son considerados como bastante malos jueces, son quizá los mejores en las materias filosóficas y en otras muchas, cuando no carecen de inteligencia, porque, como todo les es igualmente nuevo, no tienen otro interés que el de elegir bien.

Son, en efecto, los jóvenes geómetras, tanto de Francia como de los países extranjeros, los que han decidido la suerte de las dos filosofías.

La antigua está tan proscrita, que ni sus más celosos partidarios se atreven siquiera a nombrar aquellos torbellinos de que antaño llenaban sus obras. Si el newtoniano llegara a ser destruido en nuestros días por cualquier causa que fuere, injusta o legítima, los numerosos sectarios que tiene ahora desempeñarían seguramente entonces el mismo papel que han hecho desempeñar a los demás. Tal es la naturaleza de los espíritus: tales son las consecuencias del amor propio que gobernó a los filósofos tanto, por lo menos, como a los otros hombres, y de la oposición que deben experimentar todos los descubrimientos, o incluso los que parecen serlo.

Con Locke ha ocurrido aproximadamente como con Bacon, Descartes y Newton. Olvidando mucho tiempo por Rohault y por Regis, y bastante poco conocido todavía por la multitud, comienza por fin a tener entre nosotros lectores y algunos adeptos. Y es que los personajes ilustres, demasiado por encima de su siglo, trabajan casi siempre con absoluta desventaja en su mismo siglo, y a los siglos siguientes les toca recoger el fruto de sus luces. Por esto los restauradores de las ciencias no gozan casi nunca de toda la gloria que merecen; ingenios muy inferiores se la arrebatan, porque los grandes hombres se entregan a su genio, y los hombres mediocres al de su nación. Verdad es que el testimonio que la superioridad no puede menos de rendirse a sí misma basta para compensarla de los sufragios vulgares; se nutre de su propia sustancia; y esa forma por la que tanto afán se siente no suele servir más que para consolar a la mediocridad de la superioridad que el talento tiene sobre ella. Puede decirse en efecto que la fama que todo lo publica cuenta más a menudo lo que oye que lo que ve, y que los poetas que le han prestado sus bocas debieran también prestarle una venda.

La filosofía, que domina el gusto de nuestro siglo, a juzgar por los progresos que hace entre nosotros, parece que quisiera reparar el tiempo que ha perdido y vengarse de la especie de desprecio que le habían mostrado nuestros padres. Este desprecio ha recaído hoy sobre la erudición, y no por haber cambiado de objeto es más justo. Se cree que hemos sacado ya de las obras de los antiguos todo lo que nos importaba saber, y, en consecuencia, se dispensaría fácilmente de su esfuerzo a los que todavía van a consultarlas. Parece que se mira la antigüedad como un oráculo que lo ha dicho todo y al que es ya inútil interrogar, y apenas se da más importancia a la restitución de un pasaje que al descubrimiento de una venilla en el cuerpo humano. Pero así como sería ridículo creer que ya no queda nada por descubrir en la anatomía porque los anatomistas se dedican a veces a investigaciones inútiles en apariencia y a menudo útiles por sus resultados, no sería menos absurdo querer proscribir la erudición con el pretexto de las investigaciones poco importantes a que puedan entregarse nuestros sabios. Es ignorante o presuntuoso creer que todo está visto ya en cualquier materia que sea, y que nada podemos sacar del estudio y de la lectura de los antiguos.

La costumbre de escribirlo actualmente todo en lengua vulgar ha contribuido sin duda a arraigar este prejuicio y es quizá más perniciosa que el prejuicio mismo. Como nuestra lengua se ha extendido por toda Europa, hemos creído que había llegado el momento de sustituir con ella la lengua latina, que, desde el renacimiento de las letras, era la de nuestros sabios. Reconozco que aún es mucho más disculpable que un filósofo escriba en francés, que un francés haga versos en latín. Hasta convengo de buen grado en que esta costumbre ha contribuido a difundir las luces, suponiendo que sea lo mismo difundir realmente el espíritu de un pueblo que extender su superficie. Sin embargo, de aquí resulta un inconveniente que debíamos haber previsto: los sabios de otras naciones a los que hemos dado ejemplos han pensado con razón que escribirían mejor en su lengua que en la nuestra. Inglaterra nos ha imitado; Alemania comienza a abandonar insensiblemente el uso del latín, que parecía haberse refugiado en este país; no dudo que los suecos, daneses y rusos no tardarán en seguirle. Así, antes de que termine el siglo XVIII, un filósofo que quiera conocer a fondo los descubrimientos de sus predecesores se verá obligado a cargarse la memoria con siete u ocho lenguas diferentes; y después de haber empleado en aprenderlas el tiempo más valioso de su vida, se morirá antes de comenzar a conocer la filosofía. El uso del latín, que, en materias de gusto, hemos censurado, es sumamente útil en las obras de filosofía, cuyo principal mérito estriba en la claridad y en la precisión, y que no necesitan más que una lengua universal y convenida.

Sería, pues, de desear que se restableciera su uso; pero no hay modo de esperarlo. El abuso de que nos atrevemos a quejarnos es demasiado favorable a la vanidad y a la pereza para pretender desarraigarlo. Los filósofos, como los otros escritores, quieren ser leídos, y, sobre todo, por su nación. Si usasen otra lengua menos conocida, no habría tantas bocas que los celebraran y presumieran de comprenderlos. Cierto que, con menos admiradores, habría mejores jueces; pero esto es una ventaja que les afecta poco, porque la fama depende más del número que del mérito de los que la otorgan.

En compensación, pues, no se debe exagerar en nada; nuestros libros de ciencia parecen haber adquirido hasta aquella especie de ventaja que parecía privativa de las obras de bellas letras. Un escritor respetable que nuestro siglo ha tenido la fortuna de poseer mucho tiempo, y cuyas diferentes producciones alabaría aquí si no me limitase a considerarlo como filósofo, ha enseñado a los sabios a sacudirse el yugo de la pedantería. Maestro en el arte de aclarar las ideas más abstractas, ha conseguido ponerlos a la altura de las inteligencias que pudieran parecer menos aptas para comprenderlas usando para ello mucho método, mucha precisión y mucha claridad. Hasta se ha atrevido a prestar a la filosofía los adornos que parecían serle más ajenos y que más severamente parecían estarle prohibidos; y este valor ha quedado justificado por el éxito más general y más halagüeño. Pero, semejante a todos los escritores originales, ha dejado muy atrás a los que creían poder imitarle. El autor de la Historia natural ha seguido un camino muy diferente. Realizando con Platón y Lucrecio, ha puesto en su obra, cuya fama crece de día en día, esa nobleza y esa elevación de estilo tan propias de las materias filosóficas, y que en los escritos del sabio deben ser como el retrato de su alma.

Sin embargo, la filosofía, sin dejar de pensar en agradar, parece no haber olvidado que su razón principal es instruir; por esto, el gusto por los sistemas, más propio para halagar a la imaginación que para iluminar a la razón, está hoy casi absolutamente proscrito de las buenas obras. Uno de nuestros mejores filósofos parece haberle dado los últimos golpes. El espíritu de hipótesis y de conjetura sería muy útil en otros tiempos y pudo incluso haber sido necesario para el renacimiento de la filosofía, porque entonces más se trataba de pensar bien que de aprender a pensar por sí mismo. Pero los tiempos han cambiado, y un escritor que entre otros hiciese el elogio de los sistemas sería un retrasado. Las ventajas que este espíritu puede ahora ofrecer son demasiado pequeñas para compensar los inconvenientes; y si se pretende probar la utilidad de los sistemas con un corto número de descubrimientos que, en otros tiempos, produjeron, podríamos igualmente aconsejar a nuestros geómetras que se dedicasen a la cuadratura del círculo, ya que los esfuerzos de varios matemáticos para hallarla nos han valido algunos teoremas. El espíritu de sistema es en la física lo que la metafísica es en la geometría. Si a veces nos es necesario para encaminarnos hacia la verdad, casi siempre es incapaz de conducirnos a ella por sí solo. Iluminado por la observación de la Naturaleza, puede entrever las causas de los fenómenos, pero corresponde al cálculo asegurar, por así decirlo, la existencia de estas causas, determinando exactamente los efectos que pueden producir y comparando estos efectos con los que la experiencia nos descubre. Una hipótesis desprovista de semejante auxilio rara vez alcanza ese grado de certidumbre que siempre hay que buscar en las ciencias naturales y que, no obstante, se encuentra tan poco en esas conjeturas frívolas a las que se honra con el nombre de sistema. Si sólo de esta clase pudiera haberlos, el mérito principal del físico consistiría, propiamente hablando, en tener espíritu de sistema y en no formular nunca un sistema. En cuanto al uso de los sistemas en las otras ciencias, mil experiencias demuestran cuán peligrosos son. La física se limita, pues, únicamente a las observaciones y a los cálculos; la medicina, a la historia del cuerpo humano, de sus enfermedades y de sus remedios; la historia natural, a la descripción detallada de los vegetales, animales, y minerales; la química, a la composición y descomposición experimental de los cuerpos; en una palabra, todas las ciencias, limitadas a los hechos tanto como les sea posible, y a las consecuencias que se puedan deducir de los mismos, no conceden nada a la opinión más que cuando se ven obligadas a ello. No hablo de la geometría, ni de la astronomía, ni de la mecánica, destinadas por naturaleza a ir siempre perfectamente cada vez más.

Se abusa de las mejores cosas. Este espíritu filosófico, hoy tan en boga, que quiere verlo todo y no suponer nada, se ha extendido hasta a las bellas letras; se pretende incluso que es perjudicial a su progreso, y es difícil no advertirlo. Nuestro siglo, dado a la combinación y al análisis, parece querer introducir en las cosas del sentimiento discusiones frías y didácticas. No es que las pasiones y el gusto no tengan una lógica que les es propia; es que esta lógica tiene principios completamente diferentes de los de la lógica ordinaria: éstos son los principios que hay que deslindar en nosotros, y hay que confesar que una filosofía común es poco capaz de hacerlo. Entregada de lleno al examen de las percepciones tranquilas del alma, le es mucho más fácil discernir sus matices que los de nuestras pasiones, o en general de los sentimientos vivos que nos afectan. ¿Y cómo no ha de ser difícil analizar justamente esta clase de sentimientos? Si por un lado hay que entregarse a ellos para conocerlos, por otro, el tiempo en que el alma está afectada es el momento en que puede estudiarlos menos. Hay que reconocer, sin embargo, que este espíritu de discusión ha contribuido a liberar a nuestra literatura de la ciega admiración por los antiguos; nos ha enseñado a admirar en ellos solamente la belleza que nos veríamos obligados a admirar en los modernos. Pero a la misma fuente debemos, quizás, no sé qué metafísica del corazón que se ha adueñado de nuestros teatros; no había que desterrarla completamente, pero tampoco mucho menos dejarla reinar así. Esta anatomía de nuestra alma se ha infiltrado hasta en nuestras conversaciones; se diserta, ya no se habla, y nuestras sociedades han perdido sus principales encantos: el calor y la alegría.

No nos extraña, pues, que nuestras obras intelectuales sean en general inferiores a las del siglo anterior. Se puede encontrar la razón en los esfuerzos que hacemos por superar a nuestros predecesores. El gusto y el arte de escribir hacen rápidos progresos una vez abierto el verdadero camino: apenas un gran genio ha entrevisto la belleza, la percibe en toda su extensión, y la imitación de la Naturaleza bella parece restringida a ciertos límites que una generación, o a lo sumo dos, alcanzan en seguida; a la generación siguiente no le queda más que imitar; pero no se conforma con esto; la riqueza que ha adquirido justifica el deseo de acrecerla; quiere aumentar lo que ha recibido, y falla la meta al querer rebasarla. De suerte que se tiene a la vez más principios para juzgar bien, mayor fondo de luces, más jueces buenos y menos obras buenas; no se dice de un libro que es bueno, sino que es el libro de un hombre de talento. De esta manera, el siglo de Demetrio de Falero sucedió inmediatamente al de Demóstenes, el de Lucano y de Séneca al de Cicerón y Virgilio, y el nuestro al de Luis XIV.

No hablo aquí más que del siglo en general, pues estoy muy lejos de satirizar a algunos hombres de un raro mérito con quienes vivimos. La constitución física del mundo literario implica, como la del mundo material, revoluciones obligadas de las que sería tan injusto lamentarse, como lo sería hacerlo del cambio de las estaciones. Por otra parte, así como debemos al siglo de Plinio las admirables obras de Quintiliano y de Tácito, que la generación precedente no hubiera quizá podido producir, el nuestro dejará a la posteridad monumentos de los que tiene derecho a enorgullecerse. Un poeta célebre por sus talentos y por sus desventuras ha eclipsado a Malherbe en sus obras, y a Marot en sus epigramas y en sus epístolas. Hemos visto nacer el único poema épico que Francia pueda oponer a los de los griegos, de los romanos, de los italianos, de los ingleses y de los españoles. Dos hombres ilustres, entre los cuales nuestra nación no sabe por cual optar y que la posteridad sabrá poner cada uno en su lugar, se disputan la gloria del coturno, y todavía vemos con sumo placer sus tragedias después de las de Corneille y Racine. Uno de estos hombres, el mismo a quien debemos la Henriade, seguro de obtener entre el corto número de grandes poetas un lugar distinguido y que sólo a él corresponde, posee al mismo tiempo en el más alto grado un talento que no ha tenido ningún poeta, ni siquiera en un grado mediano: el de escribir en prosa. Nadie ha conocido mejor al arte tan raro de expresar sin esfuerzo cada idea con el término que le corresponde, de embellecerlo todo sin confundirse sobre el colorido propio de cada cosa; en fin, lo que caracteriza más de lo que se cree a los grandes escritores, de no estar jamás, ni por encima ni por debajo del tema. Su ensayo sobre el siglo de Luis XIV es un trozo tanto más precioso cuanto que el autor no tenía en este género ningún modelo, ni entre los antiguos, ni entre nosotros. Su Historia de Carlos XII, por la rapidez y la nobleza del estilo, es digna del héroe que tenía que pintar; sus piezas breves, superiores a todas las que más estimamos, bastarían por su número y por su mérito para inmortalizar a varios escritores. Lástima que yo no pueda, al pasar revista aquí a sus numerosas y admirables obras, pagar a este extraordinario genio el tributo de elogios que merece, que tantas veces ha recibido de sus compatriotas, de los extranjeros y de sus enemigos y que la posteridad colmará cuando él no pueda disfrutarlo.

No son éstas nuestras únicas riquezas. Un sesudo escritor, tan buen ciudadano como gran filósofo, nos ha dado sobre los principios de las leyes una obra censurada por algunos franceses, aplaudida por la nación y admirada por toda Europa, obra que será un monumento inmortal del genio y de la virtud de su autor y de los progresos de la razón en un siglo cuyos años medios serán una época memorable en la historia de la filosofía. Excelentes autores han escrito la historia antigua y moderna, claras cabezas han ahondado en ella; la comedia ha adquirido un nuevo género, que haríamos mal en rechazar, porque proporciona un placer más y porque, por otra parte, este mismo género no fue tan desconocido de los antiguos como quisieran hacernos creer; en fin, tenemos varias novelas que nos impiden añorar las del siglo pasado.

Las bellas artes no están menos en alza en nuestra nación. Si he de creer a los aficionados inteligentes, nuestra escuela de pintura es la primera de Europa, y varias obras de nuestros escultores no hubieran sido rechazadas por los antiguos. Entre todas las artes, no es quizá la música la que más ha adelantado entre nosotros desde hace quince años. Gracias a los trabajos de un genio viril, audaz y fecundo, los extranjeros que no podían soportar nuestras sinfonías, comienzan a gustar de ellas, y los franceses parecen por fin haberse convencido de que Lulli había dejado en este género mucho por hacer. Rameau, llevando la práctica de su arte a tan alto grado de perfección, ha llegado a ser a la vez modelo y objeto de la envidia de un gran número de artistas, que le censuran mientras se esfuerzan por imitarle. Pero lo que más particularmente lo distingue es haber reflexionado con rico fruto sobre la teoría de este arte, haber sabido encontrar en la base fundamental el principio de la armonía y de la melodía; haber reducido por este medio a leyes más ciertas y más simples una ciencia entregada antes de él a reglas arbitrarias o dictadas por una experiencia ciega. Me apresuro a aprovechar la ocasión de celebrar a este artista filósofo en un Discurso destinado principalmente al elogio de los grandes hombres. Su mérito, que nuestro siglo se ha obligado a reconocer, sólo será bien conocido cuando el tiempo haya hecho enmudecer a la envidia, y su nombre, caro a la parte más esclarecida de nuestra nación, no puede aquí molestar a nadie. Pero aunque desagradara a algunos pretendidos Mecenas, sería muy de compadecer un filósofo que, incluso en materia de ciencias y de gusto, no se permitiera decir la verdad.

He aquí los bienes que poseemos. ¡Qué idea se formará de nuestros tesoros literarios si se unen a las obras de tantos grandes hombres los trabajos de todas las sociedades doctas destinadas a mantener el gusto por las ciencias y las letras y a las que tantos excelentes libros debemos! Sociedades tales no pueden menos de producir en un Estado grandes ventajas, con tal de que no se facilite la entrada, multiplicándolas demasiado, a un excesivo número de gentes mediocres: destiérrese toda desigualdad propia para alejar o rechazar a hombres capaces de orientar a los otros; no se reconozca otra superioridad que la del genio; sea la consideración el premio al trabajo; sean, en fin, las recompensas para el talento y no para la intriga. Pues no debemos engañarnos: se hace más daño al progreso de la inteligencia distribuyendo mal las recompensas que suprimiéndolas. Incluso reconozcamos en honor de las letras que los sabios no siempre tienen necesidad de recompensa para multiplicarse. Dígalo si no Inglaterra, a la que tanto deben las ciencias, sin que el gobierno haga nada por ellas. Verdad es que la nación las considera, que incluso las respeta, y esta clase de recompensa, superior a todas las demás, es sin duda el medio más seguro de hacer florecer las ciencias y las artes; porque es el gobierno el que da los puestos y el público el que distribuye la estimación. El amor a las letras, que es un mérito entre nuestros vecinos, entre nosotros no es aún más que una moda, y acaso no sea nunca otra cosa; pero por muy peligrosa que sea esta moda, que, por un Mecenas inteligente produce cien aficionados ignorantes y orgullosos, quizá le debemos el no haber caído todavía en la barbarie a que tienden a precipitarnos multitud de circunstancias.

Se puede considerar como una de las principales ese amor al falso ingenio que protege a la ignorancia, que presume de él y que la difundirá universalmente más tarde o más temprano. Será el fruto y el término del mal gusto; añado que será su remedio. Pues todo tiene revoluciones previstas, y la oscuridad terminará en un nuevo siglo de luz. La claridad nos impresionará más después de haber permanecido algún tiempo en las tinieblas. Será como una especie de anarquía muy funesta en sí, pero útil en sus consecuencias. Librémonos, sin embargo, de desear una revolución tan temible; la barbarie dura siglos, y parece que es nuestro elemento; la razón y el buen gusto son pasajeros.

Quizá fuera este el lugar de rechazar las flechas que un escritor elocuente y filósofo ha lanzado hace poco contra las ciencias y las artes acusándolas de corromper las costumbres. No sería oportuno compartir su sentir a la cabeza de una obra como ésta, y el distinguido autor de que hablamos parece haber dado su voto a nuestro trabajo por el celo y el éxito con que ha colaborado en él. No le reprocharemos el haber confundido el cultivo de la inteligencia con el abuso que de él puede hacerse; nos replicaría seguramente que este abuso es inseparable de tal cultivo; pero nosotros le rogaríamos que examinara si la mayor parte de los males que él atribuye a las ciencias y a las artes no son debidos a causas enteramente diferentes, cuya enumeración sería aquí tan larga como delicada. Las letras contribuyen ciertamente a hacer la sociedad más amable; sería difícil demostrar que hacen mejores a los hombres y más común la virtud, pero este privilegio puede ser disputado incluso a la moral. Y ¿habrá que proscribir las leyes porque en su nombre se amparan algunos crímenes cuyos autores serían castigados en una República de salvajes? En fin, aun cuando reconociéramos aquí alguna desventaja de los conocimientos humanos, cosa de la que estamos muy lejos, lo estamos más aún de creer que ganaríamos destruyéndolos: los vicios seguirían y tendríamos encima la ignorancia.

Terminemos esta historia de las ciencias observando que las diferentes formas de gobierno, que tanto influyen sobre los espíritus y sobre el cultivo de las letras, determinan también las clases de conocimientos que deben florecer principalmente en ellas, y cada uno de los cuales tiene su mérito particular. En general, debe haber en una República más oradores, historiadores y filósofos, y en una monarquía, más poetas, teólogos y geómetras. Pero esta regla no es tan absoluta que no puedan alterarla y modificarla infinitas causas.

Después de las reflexiones y las consideraciones generales que nos ha parecido oportuno poner a la cabeza de esta Enciclopedia, ya es hora de informar más particularmente al público sobre la obra que le presentamos. Como el Prospectus, que fue ya publicado con este propósito, y cuyo autor es mi colega M. Diderot, ha sido recibido en toda Europa con los mayores elogios, voy a ofrecerlo aquí nuevamente al público, con las modificaciones y las adiciones que a ambos nos han parecido convenientes.

No se puede negar que, desde la renovación de las letras entre nosotros, se deben en parte a los Diccionarios las luces generales que se han extendido en la sociedad, y ese germen de ciencia que dispone insensiblemente los entendimientos a conocimientos más profundos. La sensible utilidad de esta clase de obras las ha hecho tan corrientes, que hoy estamos más bien en el caso de justificarlas que de alabarlas. Se dice que, ampliando los medios y la facilidad de instruirse, contribuyen a acabar con la afición al trabajo y al estudio. Por nuestra parte, nos creemos con razones para sostener que nuestra pereza y la decadencia del buen gusto deben atribuirse, más que a la abundancia de Diccionarios, a la manía del lucimiento del ingenio y al abuso de la filosofía. Esta clase de colecciones pueden a lo sumo servir para dar algunas luces a quienes, sin su auxilio, no hubieran tenido el valor de procurárselas; pero nunca ocuparán el lugar de los libros para quienes tratan de saber; los Diccionarios, por su forma misma, sólo son propios para ser consultados, y no admiten una lectura seguida. Cuando nos digan que un hombre de letras, deseando estudiar la historia a fondo elige para este fin el Diccionario de Moreri, estaremos de acuerdo con el reproche que quieren hacernos. Si no estuviéramos convencidos de que nunca se facilitarán demasiado los medios de aprender, haríamos quizá mejor en atribuir ese pretendido abuso de que se quejan a la profusión de métodos, de los elementos, de epítomes y de bibliotecas.

Más aún, se abrevian estos medios reduciendo a unos cuantos volúmenes todo lo que los hombres han descubierto hasta nuestros días en las ciencias y en las artes. Este proyecto, comprendiendo en él incluso los hechos históricos realmente útiles, no sería quizá imposible de realizar; sería deseable que al menos se intentara; nosotros sólo pretendemos hoy esbozarlo, y nos libraría al fin de tantos libros cuyos autores no han hecho más que copiarse unos a otros. Lo que debe tranquilizarnos ante la sátira contra los Diccionarios es que podría hacerse el mismo reproche, y tan poco fundado, a los periodistas más estimables. ¿No es en esencia su finalidad exponer abreviadamente las cosas nuevas que nuestro siglo añade a las de los siglos anteriores, enseñar a prescindir de los originales y arrancar por consiguiente esas espinas que nuestros adversarios quisieran que se dejaran? ¡De cuántas lecturas inútiles nos dispensarían unas buenas selecciones!

Hemos creído, pues, que interesaba tener un Diccionario que se pudiera consultar sobre todas las materias de las artes y de las ciencias, y que sirviera, tanto para guiar a los que se sienten con valor para trabajar en la instrucción de los demás, como para orientar a los que se instruyen por sí mismos.

Hasta ahora nadie había concebido una obra tan grande, o al menos nadie la había realizado. Leibniz, el más capaz, entre todos los sabios, de darse cuenta de las dificultades de obra tal, deseaba que se superasen. Sin embargo, cuando él pedía una Enciclopedia, existían enciclopedías, y Leibniz no lo ignoraba.

La mayor parte de estas obras aparecieron antes del siglo pasado, y no fueron enteramente desdeñadas. Se juzgó que, si no eran geniales sus autores, al menos demostraban trabajo y conocimientos. Pero, ¿de qué nos servirían a nosotros esas Enciclopedias? ¿Cuántos progresos no se han hecho desde entonces en las ciencias y en las artes? ¡Cuántas verdades descubiertas hoy que entonces ni siquiera se entreveían! La verdadera filosofía estaba en la cuna; la geometría del infinito no existía aún; la física experimental estaba apenas en sus albores; no había dialéctica; las leyes de la sana crítica eran completamente ignoradas. Los autores célebres de todo género de que hemos hablado en este Discurso, y sus ilustres discípulos, o no existían, o no habían escrito; no animaba a los sabios el espíritu de investigación y de emulación; otro espíritu quizá menos fecundo, pero más raro, el de la exactitud y el método, no contaba con las diferentes partes de la literatura, y las Academias, cuyos trabajos han llevado tan lejos las ciencias y las artes, no habían sido aún creadas.

Si los descubrimientos de los grandes hombres y de las instituciones doctas de que acabamos de hablar ofrecieron luego poderosos auxilios para formar un Diccionario enciclopédico, hay que reconocer también que el prodigioso aumento de las materias hizo mucho más difícil, en otros aspectos, juzgar si los primeros enciclopedistas fueron osados o presuntuosos, y los dejaríamos a todos gozar de su fama, sin exceptuar a Efraim Chambers, el más conocido de entre ellos, si no tuviéramos razones especiales para pesar el mérito de este.

La Enciclopedia de Chambers, de la que tantas ediciones rápidas se han publicado en Londres; esta Enciclopedia, que acaba de ser traducida muy recientemente al italiano, y que, a nuestro juicio, merece los honores que se le rinden en Inglaterra y en el extranjero, tal vez no hubiera sido nunca hecha si, antes de que apareciera en inglés, hubiéramos tenido en nuestra lengua ciertas obras de las que Chambers ha tomado sin medida y sin discernimiento la mayor parte de las cosas con las que ha compuesto su Diccionario. ¿Qué hubieran pensado nuestros franceses de una traducción pura y simple? Hubieran provocado la indignación de los sabios y la protesta del público, al que, bajo un título fastuoso y nuevo, no se le hubiera presentado otra cosa que riquezas que poseía ya desde hacía mucho tiempo.

No negamos a este autor la justicia que le es debida. Ha comprendido bien el mérito del orden enciclopédico o de la cadena por la que se puede descender sin interrupción desde los primeros principios de una ciencia o de un arte hasta sus más remotas consecuencias, y volver a ascender desde sus más remotas consecuencias hasta sus primeros principios; pasar imperceptiblemente de una ciencia o de un arte a otra, y, si así puede decirse, dar, sin extraviarse, la vuelta al mundo literario. Convenimos asimismo con él en que el plan y el designio de su Diccionario son excelentes, y en que, si la realización fuera llevada a cierto grado de perfección, él solo contribuiría a los adelantos de la verdadera ciencia más que la mitad de los libros conocidos. Pero, pese a todo lo que debemos a este autor, y a la considerable utilidad que hemos sacado de su trabajo, no hemos podido menos de ver que faltaba mucho por añadir. En efecto, ¿se concibe que todo lo concerniente a las ciencias y a las artes pueda encerrarse en dos volúmenes in folio? La sola nomenclatura de una materia tan extensa llenaría uno, si fuera completa. ¿Cuántos artículos no habrán sido, pues, omitidos o truncados en su obra?

No se trata aquí de conjeturas. Hemos tenido ante los ojos la traducción completa del Chambers y hemos hallado en el una cantidad prodigiosa de cosas a desear en las ciencias; en las artes liberales, una palabra donde se requerían páginas, y todo faltaba en las artes mecánicas. Chambers ha leído libros, pero apenas ha visto artistas, y hay muchas cosas que sólo en los talleres se aprenden. En esta clase de obras, las omisiones tienen más importancia que en otras. Un artículo omitido en un diccionario corriente lo hace solamente imperfecto. En una Enciclopedia, rompe el encadenamiento y perjudica a la forma y al fondo; y ha sido necesario todo el arte de Efraim Chambers para atenuar este defecto.

Pero, sin extendernos más sobre la Enciclopedia inglesa, declaramos que la obra de Chambers no es la base única sobre la que nosotros hemos edificado; que hemos rehecho gran número de artículos; que no hemos utilizado casi ninguno de los otros sin adición, corrección o supresión, y que Chambers no pasa de figurar en la clase de los autores que hemos consultado especialmente. Los elogios dirigidos hace seis años al simple proyecto de la traducción de la Enciclopedia inglesa, habrían sido para nosotros motivo suficiente para recurrir a esta Enciclopedia más de lo que el bien de nuestra obra permitiera.

La parte matemática es la que nos ha parecido que merecía más ser conservada; mas, por los considerables cambios que se han hecho en este aspecto, podrá juzgarse la necesidad que tenían de una revisión exacta esta parte y las otras.

Lo primero en que nos hemos apartado del autor inglés es el árbol genealógico que ha trazado de las ciencias y de las artes, y que hemos creído necesario sustituir por otro. Esta parte de nuestro trabajo ha sido suficientemente explicada en las páginas anteriores. Ofrece a nuestros lectores el cañamazo de una obra que sólo se puede realizar en varios volúmenes in folio, y que debe de contener algún día todos los conocimientos de los hombres.

Ante una obra tan extensa, no hay nadie que no haga con nosotros la reflexión siguiente. La experiencia diaria nos enseña cuán difícil le es a un autor tratar profundamente de la ciencia o del arte del que ha hecho, durante toda su vida, un estudio particular. ¿Qué hombre puede, pues, ser lo bastante audaz o lo bastante obtuso como para meterse a tratar solo de todas las ciencias y de todas las artes?


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