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Dios y el Estado

Miguel Bakunin

Capítulo séptimo


Es evidente que el ideario teórico o divino tiene por condición esencial el sacrificio de la lógica, de la razón humana, la renuncia a la ciencia.

Se ve, por otra parte, que defendiendo las doctrinas idealistas, uno es forzosamente arrastrado hacia el partido de los opresores y de los explotadores de las masas populares.

He ahí dos grandes razones que parecen deber bastar para alejar del idealismo a todo espíritu elevado, a todo gran corazón.

¿Cómo es, entonces, que nuestros ilustres idealistas contemporáneos, a los que con seguridad, no falta el talento, ni el corazón, ni la buena voluntad, y que prometieron toda su vida al servicio de la humanidad, cómo es que se obstinen en permanecer entre los representantes de una doctrina en lo sucesivo condenada y deshonrada?

Necesario es que les impulse una razón poderosísima. Y esta razón no puede ser ni la lógica, ni la ciencia, porque la lógica y la ciencia pronunciaron su veredicto contra la doctrina idealista. No pueden ser los intereses personales, porque dichos hombres están muy por encima de cuantos denomínase interés. Es, pues, necesario que sea una poderosa razón moral. ¿Cuál de ellas? No puede haber más que una. Esos hombres ilustres piensan, sin duda alguna, que las teorías o las creencias idealistas son esencialmente necesarias a la dignidad y a la grandeza moral del hombre, y que las teorías materialistas, por el contrario, le rebajan al nivel de los animales.

He dicho que todo desarrollo implica la negación del punto de partida. La base o punto de partida, según la escuela materialista, es material; luego la negación de ser ideal. Partiendo de la totalidad del mundo real, o de lo que abstractamente Se llama la materia, llega lógicamente a la idealización real, es decir, a la humanización, la emancipación plena y completa de la sociedad. En cambio y por la misma razón, la base y punto de partida de la escuela idealista es ideal, por lo que llega forzosamente a la materialización de la sociedad, a la organización de un despotismo brutal y de una explotación inícua y nada noble, bajo la forma de Iglesia y Estado. El desarrollo histórico del hombre, según la escuela materialista, es una ascensión progresiva; en el sistema idealista, no puede ser sino una continua caída.

Considérese la cuestión humana que quiera considerarse, siempre se encontrará la misma contradicción esencial entre ambas escuelas.

Así, según lo hice observar, el materialismo parte de la animalidad para constituir la humanidad; el idealismo parte de la divinidad para constituir la esclavitud y condenar a las masas a una animalidad eterna. El materialismo niega el libre arbitrio y lleva a la constitución de la libertad; el idealismo, en nomhre de la dignidad humana, proclama el libre arbitrio, y, sobre las ruinas de toda libertad, establece la autoridad. El materialismo rechaza él principio de autoridad, porque le considera, con razón, como el corolario de la animalidad, pues por el contrario, el triunfo de la humanidad, objeto y sentido principal de la historia, no es realizable sino por medio de la libertad. En una palabra, siempre se encontrará a los idealistas en flagrante delito de materialismo práctico, mientras se verá como los materialistas persiguen y llevan a cabo las aspiraciones, los pensamientos más ampliamente ideales.

La historia, en el sistema de los idealistas no puede ser, según dije, sino una caída continua. Comienzan por una terrible caída, de la que jamás vuelven a levantarse: por el salto mortal de las regiones sublimes de la idea pura, absoluta a la materia. ¡Y a qué materia! No van a caer en aquella materia eternamente activa, siempre en movimiento, llena de propiedades y de fuerzas, de vida y de inteligencia, tal como a nosotros se presenta en el mundo real sino en la materia abstracta, empobrecida y reducida a la miseria absoluta, tal como la conciben los teólogos y los metafísicos, que todo se lo quitaron para dárselo a sus emperadores, o a su Dios; en esta materia que, privada de toda acción y de todo movimiento propios, no representa en oposicion a la idea divina sino la estupidez, la impenetrabilidad, la inercia y la inmovilidad absolutas.

La caída es tan terrible, que la divinidad, la persona o la idea divina se embrutece y pierde la conciencia de sí misma. para nunca recobrarla. ¡Y en esta desesperada situación, todavía se ve obligada a hacer milagros! Porque desde el momento en que la materia es inerte, todo movimiento que en el mundo se produce, aún el más material es un milagro; no puede ser sino el efecto de una intervención providencial de Dios sobre la materia.

Y he aquí que esta pobre divinidad, casi aniquilada por la caída, permanece por millares de siglos en este desvanecimiento, luego se levanta con lentitud, esforzándose en vano para tener un vago recuerdo de si misma; y cada movimiento que a este fin hace en la materia, se torna una nueva creación, un nuevo milagro. De esta manera pasa por todos los grados de la materialidad y la animalidad; gas, cuerpo químico simple o compuesto; mineral, se esparce en seguida por la tierra como la organización vegetal, luego se concentra en el hombre. Aquí parece volver a encontrarse, porque en cada ser humano enciende una chispa angélica, una pequeña parte de su propio ser divino, el alma inmortal.

¿Cómo pudo llegar a depositar una cosa absolutamente inmaterial en una cosa absolutamente material? ¿Cómo puede el cuerpo contener, encerrar, limitar, paralizar el espíritu puro?

He ahí una nueva cuestión que solo puede resolverla la fé, esa afirmación apasionada y estúpida de lo absurdo.

Este es el mayor de los milagros. Aqui nosotros no podemos hacer otra cosa que señalar los efectos, las consecuencias prácticas.

Después de los millares de siglos de vanos esfuerzos por volver en sí, la Divinidad, perdida y esparcidá en la materia, que anima y pone en movimiento, halla un punto de apoyo; una especie de hogar para su propio recogimiento. Este hogar es el hombre, es su alma inmortal encerrada singularmente en un cuerpo mortal. Pero el hombre, considerado individualmente, es en exceso limitado, demasiado pequeño para contener la inmensidad divina; no puede encerrar de ella sino una pequeñísima parte, inmortal como el Todo. De donde resulta que el Ser divino, el Ser absolutamente inmaterial, el Espíritu, es divisible como la materia. He ahí otro misterio cuya solución ha de encomendarse a la fe.

Si Dios entero pudiera encerrarse en cada hombre, cada hombre sería entonces Dios. Tendríamos una inmensa cantidad de dioses, todos limitados uno por otro, sin ser ninguno menos infinito; contradicción que implicaría necesariamente la destrucción mutua de los hombres, la imposibilidad de que hubiese más de uno.

En cuanto a las partes, la cosa es muy distinta. Nada tan racional efectivamente, como el que una parte, sea limitada por otra, y que sea más pequeño que el todo. Solo que aquí se presenta otra contradicción. Ser mayor y menor son los atributos de la materia, no del espíritu, según lo entienden los idealistas. Cierto es que según los materialistas, el espíritu no es otra cosa que el funcionamiento del organismo completamente material del hombre, y la grandeza o la pequeñez del espíritu dependen de la mayor o menor perfección material del organismo humano. Pero estos mismos atributos de pequeñez o de grandeza relativos no pueden ser atribuidos, tal como lo comprenden los idealistas, al espíritu absolutamente material, el espíritu absolutamente inmaterial, el espíritu existente fuera de toda materia. No puede haber allí ni más pequeño ni mayor, ni límite ninguno entre los espíritus, porque no hay más que un espíritu: Dios. Si se agrega que las partes infinitamente pequeñas y limitadas que constituyen las almas humanas son a la vez inmortales, la contradicción será llevada al colmo. Pero esta es cuestión de fe. Pasemos a otra cosa.

Tenemos a la Divinidad descuartizada y depositada en infinito número de pequeñas partes, es inmensísima cantidad de seres de todo sexo, de toda edad, de toda raza y de todo color. Es esta una situación excesivamente incómoda y desgraciada, porque las partes divinas se reconocen con tanto trabajo al principiar su existencia humana, que comienzan por devorarse unas a otras. Sin embargo, en medio de este estado de barbarie y de brutalidad completamente animales, las partículas divinas, las almas humanas, conservan como un vago recuerdo de su primitiva divinidad, y son invenciblemente arrastradas hacia su todo; se buscan, le buscan. La misma Divinidad, esparcida y perdida en el mundo material, búscanse en los hombres; y se halla de tal modo embrutecida por aquella multitud de humanas pasiones, en las que se halla distribuida, que al buscarse comete locura tras locura.

Comenzando por el Dios hijo se busca y se adora a sí mismo tan pronto en una piedra, como en un pedazo de madera, como otro objeto. Hasta es muy probable que no hubiera salido de piedra si la otra divinidad, que no se dejó tragar por la materia, que se conservó en estado de espíritu puro en las alturas sublimes del ideal absoluto, no hubiera tenido piedad de ella.

He aquí un nuevo misterio. El de la divinidad que és parte de dos mitades, ambas igualmente infinitas, y una de las cuales, Dios padre, se conserva en las puras regiones inmateriales, mientras la otra, Dios hijo, se sumerge en la materia. Dentro de poco veremos cómo entre dos divinidades, separadas una de otra se establecen contínuas relaciones de abajo a arriba y de arriba a abajo; y estas relaciones, consideradas como un solo acto eterno y constante, constituirán el Espíritu Santo. Tal es, en su verdadero sentido teológico y metafísico, el terrible misterio de la Trinidad cristiana.

Pero abandonemos lo antes posible aquellas alturas, y veamos qué ocurre en la tierra.

Dios padre, viendo desde lo alto de su eterno esplendor, que el pobre Dios hijo, atontado por su caída, se halla tan sumergido y perdido en la materia como detenido en el estado humano, que no logra volver en sí, se decide a prestarle ayuda. Entre la inmensa cantidad de partes a la vez inmortales, divinas e infinitamente pequeñas en que el Dios hijo se ha diseminado hasta el punto de no poderse reconocer, Dios padre elige las que más le agradan, y en ellas toma sus inspirados, sus profetas, sus hombres de genio virtuoso, los grandes bienhechores y legisladores de la humanidad: Zoroastro, Budha, Moisés, Confucio, Licurgo, Solón, Sócrates, el divino Platón, y especialmente, Jesucristo, la completa realización de Dios hijo, por fin recogido y concentrado en una sola persona humana: todos los apóstoles, San Pedro, San Pablo y San Juan; Constantino el Grande, Mahoma; luego Gregorio VII, Carlomagno, Dante, según unos; también Lutero, Voltaire y Rousseau; Robespierre y Danton, y otros muchos grandes y santos personajes, de los que es imposible recordar todos los nombres, pero entre los cuales; como ruso, ruego, no sea olvidado San Nicolás.
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