Indice de Dios y el Estado de Miguel BakuninCapítulo séptimoCapítulo novenoBiblioteca Virtual Antorcha

Dios y el Estado

Miguel Bakunin

Capítulo octavo


Hemos llegado a la manifestación de Dios en la tierra. Pero, en cuanto Dios aparece, del hombre no queda nada. Se dirá que algo ha de quedar, puesto que, a sU vez, es una parte de Dios. ¡Perdón! Admito que la parte de un todo determinado, limitado, por pequeño que sea, tiene una cantidad, un tamaño grande, es comparada con él, infinitamente pequeña. Multiplíquese millares de millares por millares de millares; su producto, comparado con lo infinitamente grande, será infinitamente pequeño y lo infinitamente pequeño es igual a cero. Dios es todo; luego el hombre, y con él todo el mundo real, no son nada. ¡Imposible salir de ahí!

En cuanto Dios aparece, el hombre se desvanece; y cuanto más grande se torna la Divinidad, más miserable se vuelve la humanidad.

He ahí la historia de todas las religiones; he ahí el efecto de todas las inspiraciones y de todas las legislaciones divinas. Históricamente el nombre de Dios es la terrible maza con que los hombres, diversamente inspirados, los grandes genios, derribaron la libertad, la dignidad, la razón y la prosperidad de los hombres.

Tuvimos primeramente la caída de Dios. Tenemos actualmente una caída que nos interesa más aún, la caída del hombre, causada, por la aparición de la manifestación de Dios en la tierra.

Grande es, según se ha visto, el error en que se hallan nuestros queridos e ilustres idealistas. Hablándonos de Dios, creen, quieren educarnos, emanciparnos, ennoblecernos, cuando, por el contrario nos embrutecen y nos están envileciendo. Con el nombre de Dios, se imaginan poder establecer la fraternidad entre los hombres, cuando, por el contrario, crean el orgullo, el desprecio, siembran la discordia, el odio, la guerra, fundan la esclavitud. Porque con Dios vienen los varios grados de inspiración divina; la humanidad se divide en hombres inspiradísimos menos inspirados y no inspirados. Cierto que todos son igualmente nulos ante Dios; pero comparados unos con otros, éstos son más grandes que aquellos; no solo de hecho, lo cual no sería nada, porque una igualdad de hecho se pierde de sí misma en la colectividad cuando no puede agarrarse a una ficción o institución legal, sino por el derecho divino de la inspiración: lo que constituye una desigualdad, fija, constante, petrificada. Los más inspirados deben ser escuchados y obedecidos por los menos inspirados y por los no inspirados.

He ahí, bien establecido, el principio de la autoridad, y con él, el de las dos instituciones fundamentales de la esclavitud: la Iglesia y el Estado.
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