Índice de Determinismo y voluntarismo de Benjamín Cano Ruíz y José PeiratsIntroducción de Victor GarcíaCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Primera intervención

Benjamín Cano Ruiz

En su génesis y en su esencia misma, el concepto que la humanidad ha tenido siempre de la justicia ha permanecido idéntico en el espacio y el tiempo. Siempre, la idea de justicia se ha unido a las ideas de responsabilidad y de libre determinación. Si no se hubiera considerado al ser humano posedor de esa libertad de proceder, bien o mal, segun pluguiese a su libérrima voluntad, no se hubieran considerado dignas de recompensa o castigo las acciones humanas, ya que sólo puede ser digno de recompensa el hombre que, puesto en la disyuntiva de obrar bien o mal en determinada circunstancia, sin ninguna otra fuerza que lo incline a ello, su voluntad lo induce hacia la obra buena. Y en iguales circunstancias, sólo es merecedor de castigo el ser humano que, puesto en la misma disyuntiva, sin ninguna otra fuerza, tampoco, que lo incline al mal, su voluntad lo lleva hacia la mala obra. Sin esa idea raíz, todo el árbol de la justicia histórica se derrumba. Y es curioso señalar, y muy digno de estudio, el hecho permanente en el decurso de la historia de que en todos los códigos de todos los lugares y de todas las épocas esa idea raíz sirve de base y esencia a todo el engranaje de los conceptos jurídicos, aun a los que rigen la justicia de las civilizaciones modernas.

En ese orden, los países caídos bajo la férula del márxismo, que hubieran parecido ser los llamados a dar interpretación diferente a esa concepción animista y, en definitiva, religiosa de las esencias mismas de la idea de justicia, han seguido las huellas de la justicia clásica retrotrayéndolas a las aplicaciones más bestiales, dogmáticas e inhumanas de los tiempos modernos.

La idea de que el ser humano tiene una voluntad libérrima que rige todos sus actos, que es superior y ajena a la vida física de ese mismo ser, va unida, indisolublemente, a la otra idea del dualismo humano concerniente a la doble existencia, fÍsica y espiritual, de nuestro género. Es la concepción espiritualista que es signo permanente en todas las religiones. No hay libre determinación sin voluntad, ni voluntad sin espÍritu, ni espÍritu sin religión. De donde podemos deducir que el concepto clásico de la justicia es esencialmente religioso.

Y ese concepto librealbedrista de la justicia ¿se ajusta a las realidades científicas de la naturaleza humana?

En los últimos decenios han progresado de una manera asombrosa las ciencia biológicas, y, de entre ellas, la genética ha descubierto horizontes amplÍsimos sobre la humana naturaleza. Desde que Mendel sentó las bases de la moderna genética hasta nuestros dÍas, se han iluminado amplias zonas sobre las bases biológicas del Homo sapiens que antes permanecieron siempre en una misteriosa oscuridad. Y estas regiones iluminadas ahora y casi completamente conocidas concuerdan poco con el concepto clásico de la justicia basada en el voluntarismo.

La observación ha demostrado que en los organismos superiores, incluso el hombre, la existencia del individuo comienza en dos piezas distintas procedentes de dos individuos que llamamos progenitores, y su vida se inicia cuando esas dos piezas se unen para formar una célula. En su primera fase, el nuevo individuo es una sola célula con un solo núcleo, el huevo fertilizado. Esta célula se divide y subdivide hasta formar el cuerpo entero, compuesto por millones de células.

Por experimentaciones, se ha podido comprobar que la célula original contiene un gran número de sustancias distintas y separables que aparecen ante el microscopio como partículas diminutas. Sabemos que los individuos comienzan su existencia con determinados juegos de esas sustancias y que su desarrollo, lo que llegan a ser, las características que adquieren, las particularidades que presentan, dependen, en igualdad de condiciones, de la serie de sustancias con las cuales se inicia esa existencia. Eso es lo que consideramos biológicamente como su herencia. Actualmente, gracias a Morgan y su escuela y C. D. Darlington y la suya, se conoce ya mucho sobre los resultados que se obtienen cuando se altera una sola, o algunas o muchas de la infinidad de sustancias distintas presentes en la célula original. Algunas combinaciones de esas sustancias dan individuos imperfectos, débiles mentales, reformados o monstruosos. Otras combinaciones dan individuos normales y otras, individuos que sobrepasan el nivel medio de su género. Ha quedado probado experimentalmente que las diferentes combinaciones de sustancias producen diferencias fisiológicas de todos los órdenes, inclusive diferencias en el comportamiento de eso que llamamos la mentalidad.

Esa multitud de sustancias distintas que se encuentran en el individuo cuando empieza su desarrollo se llaman los genes. Los genes existen en las dos piezas procedentes de los dos progenitores que se unen para formar el nuevo individuo. Estos, los genes, existen, en la célula-huevo bajo la forma de ínfimas partículas que se agrupan, formando estructuras visibles al microscopio y conocidas bajo el nombre de cromosomas. Los cromosomas, con los genes contenidos en ellos, forman una vesícula, llamada núcleo, en el interior de la célula. La célula-huevo está constituida por una masa de materia parecida a la jalea, llamada el citoplasma, dentro del cual están el núcleo, con sus cromosomas y genes. Se ha comprobado que en los núcleos, los genes vienen a formar algo así como los eslabones de cadenas muy largas de pares sucesivos de eslabones.

Se sabe que cada uno de nuestros progenitores nos da una serie completa de genes bajo la forma de una cadena de muchos eslabones. Como consecuencia, tenemos en cada célula dos de esas caaenas de genes, cada una de ellas completa además en si misma. Por lo tanto, en lo que respecta a nuestros genes, somos dobles. Cada una de las dos series, en una célula, contiene todos los materiales necesarlos para producir un individuo; por consiguienie, comenzamos la vida como individuos dobles. Esa doble individualidad se aplica a cada una de las mil distintas sustancias o genes con los cuales empezamos nuestra vida. Cada clase está presente en cada célula en dos dosis, formando un par de genes. Un gene de cada par proviene del padre y otro de la madre. Este hecho, la combinación apareada de genes, es la clave para comprender la herencia, la naturaleza del ser humano y de casi todos los problemas de la biología.

Cada par de genes tiene una función distinta en el desarrollo del individuo, y los dos genes de cada par tienen la misma función en ese desarrollo: si uno tiene ingerencia en el color del cabello, por ejemplo, el otro también. Pero aunque los dos genes de un par tengan que efectuar una tarea de la misma índole, cada uno de ellos puede tener tendencia a realizarla de una manera distinta. Uno de ellos, sea el del padre o el de la madre, puede ser defectuoso y tender a realizar un trabajo deficiente. Si se trata del color del cabello, puede tender a producir un albino, con piel y cabello blancos. Si el otro gene es normal, puede realizarse el trabajo sin defecto alguno porque el gene normal suple las deficiencias del gene defectuoso, pero si se da la coincidencia de que los dos genes del par tienen el mismo defecto, infaliblemente, el individuo sufrirá del defecto de que adolecen los dos genes.

Esa doble individualidad de los genes, empero, actúa como un seguro que reduce al mínimo las consecuencias de los defectos de los genes, pues estos defectos son tan comunes que, de no ser por esta doble ración de que se nos dota cuando se nos engendra, la sociedad estaría plagada de individuos defectuosos o tal vez la humanidad ya hubiera perecido.

Por otra parte, con estos principios, la genética experimental ha demostrado que todas las características del individuo: estructurales, internas y externas, los colores, las formas, los tamaños, las propiedades químicas, las funciones fisiológicas, y hasta el comportamiento, pueden cambiarse cuando se cambian los genes.

También se ha demostrado que el contorno o medio ambiente en que se desarrolla la célula influye igualmente en las características de la misma, de manera que los mismos genes pueden producir diferentes tipos de individuos, según sean unas u otras las condiciones en que se desarrollen. Un individuo que en condiciones normales sería una hembra podrá, en gran parte, transformarse en un macho, si se hace circular en su cuerpo la hormona masculina o si se extirpan los ovarios y se trasplanta en su lugar un testículo. Un individuo destinado a ser un imbécil o un cretino puede transformarse en una persona normal si se le alimenta adecuadamente con tiroides.

La genética, pues, ha demostrado que el individuo es el producto de las materias base que orientan su desarrollo, los genes, y el medio en el cual este desarrollo se efectúa y que toda su naturaleza responde a esos dos factores.

La conducta, pues, del individuo, con arreglo a esas premisas sentadas por la genética, está siempre determinada por la herencia y el contorno.

Admitido eso, ¿qué queda de la voluntad? ¿Qué es la voluntad, en definitiva? ¿Tiene el individuo, como afirma el concepto clásico de la justicia, la libertad de determinar por su libérrima voluntad sus propias acciones? La genética responde a estos interrogantes con negativas categóricas.

Como consecuencia, un concepto científico de la justicia ha de variar fundamentalmente del concepto clásico que de ella se ha venido teniendo desde siempre. Si se ha comprobado que las acciones humanas están influidas y determinadas por una gran cantidad de factores que se polarizan en la acción misma; sí, a la vez, se ha demostrado que aquella acción no pudo ser otra que la que fue y que, en realidad, la voluntad, la libre determinación sobre las cuales se ha basamentado el merecimiento del castigo o la recompensa, según la calidad de la acción, no pasan de ser nebulosos conceptos nacidos de la primitiva mentalidad religiosa del hombre, la actitud de la sociedad ante la acción del individuo no puede ser la misma. En su esencia, el origen primitivo de la justicia clásica es la venganza. Analizando el problema de la justicia a la luz de la ciencia; conocida la naturaleza humana hasta el grado en que se conoce hoy, el principio vengativo de la justicia debe desaparecer si queremos ser lógicos con nuestros propios conocimientos actuales.

En el momento actual de la historia humana hay una crisis general de valores y una subversión general de conceptos. Todo lo considerado como base en el pensamiento humano, aristotélico en un porcentaje elevadísimo, y todos los cauces por los que se han venido desenvolviendo la ética y todas las manifestaciones de las relaciones humanas, se están desmoronando ante las verdades incontrovertibles de la ciencia. El mundo no es como Aristóteles creía y ha continuado creyendo el pensamiento oficial durante muchos siglos. Y sobre la naturaleza del hombre, está demostrando la ciencia cada día que se han tenido siempre conceptos fundamentales erróneos. Sólo alguno que otro pensador, que bien poco influyó en el pensamiento oficial de todos los siglos, intuyó la verdadera naturaleza del hombre y del mundo, como Demócrito, verdadero precursor de los descubrimientos atómicos. Y las ideas que indefectiblemente surgen de las verdades que la ciencia ofrece cada día, son totalmente antagónicas a las que rigieron la vida social de la humanidad en casi toda su historia. De ahí que esté surgiendo una moral completamente nueva y que las ideas de bueno y malo estén sufriendo revisiones profundas; que los conceptos de justo e injusto estén cediendo el paso a los conceptos nuevos y científicos de la justicia; que las ideas base de la equidad social se estén desmoronando ante las concepciones anárquicas de la identidad de origen biológico demostrada por la ciencia; que, en fin, se avizore un mundo social completamente diferente, edificado sobre los cimientos de la ciencia, surgido de entre los escombros de este mundo que se desmorona, construido con todos los materiales de la religión.


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