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LIBRO QUINTO

LA CONTINUACIÓN DEL PECADO

El estado continuo del pecado es un pecado más; o para usar una expresión más precisa, y como se desarrollara luego, permanecer en el pecado es renovarlo, es pecar. Quizá le resulte esto exagerado al pecador, a él, que reconoce apenas otro pecado actual como pecado nuevo. Pero la eternidad, su contador, está obligada a registrar el estado que se queda en el pecado, en el pasivo de nuevos pecados. Su libro no tiene más que dos columnas y todo lo que no proviene de la fe es pecado (Epístola a los romanos, XIV, 23); la falta de arrepentimiento después de cada pecado es otro pecado; incluso cada uno de los instantes en que permanece ese pecado sin arrepentimiento, es un pecado nuevo. ¡Pero cuán raros son los hombres cuya conciencia íntima guarda una continuidad! Generalmente sus conciencias no son más que una intermitencia, que no se manifiestan más que en las decisiones graves y permanecen cerradas a lo cotidiano; el hombre no existe un poco como espíritu, más de una hora por semana ... evidentemente un modo bastante animal de existencia espiritual. La esencia misma de la eternidad es, sin embargo, continuidad, y exige del hombre, es decir que quiere que tenga conciencia de ser espíritu y lo crea. El pecador, por el contrario, está tan en poder del pecado, que no suponiendo su alcance, incluso ni sabe que toda su vida se encuentra en el camino de la perdición. No registra más que cada nuevo pecado, que le da como un nuevo impulso sobre el mismo camino, como si en el instante anterior no fuera hacia él con toda la rapidez de los pecados anteriores. El pecado se le ha hecho tan natural o tan una segunda naturaleza, que no percibe nada anormal en la marcha de cada día, y no realiza un breve retroceso más que en el momento de recibir de cada nuevo pecado como un nuevo impulso. En esta perdición, en lugar de la continuidad verdadera de la eternidad, la del creyente que se sabe en presencia de Dios, no ve la de su propia vida ... la continuidad del pecado.

¿La continuidad del pecado? ¿Pero el pecado no es precisamente discontinuidad? Henos de nuevo ante la teoría de que el pecado no es más que una negación, de la cual ninguna prescripción podrá hacer nunca una propiedad, así como tampoco una prescripción no da nunca derechos sobre un bien robado; que no es más que una negación, un impotente ensayo de constituirse, destinado a través de todos los suplicios de la impotencia, en un desesperado desafío, a no lograrlo jamás. Sí, es ésta la teoría de los filósofos; pero para el cristiano, el pecado (y esto debe ser creído, siendo la paradoja, lo ininteligible) es una posición que se desenvuelve por sí misma, una continuidad cada vez más positiva.

Y la ley de crecimiento de esta continuidad no es tampoco la misma que la que rige una deuda, o una negación. Pues una deuda no crece por el hecho de no ser pagada, sino sólo cada vez que se le agrega una nueva. El pecado, por su parte, crece a cada instante que se permanece en él. El pecador tiene tan poca razón en no ver acrecentamiento del pecado más que en cada nuevo pecado que, en el fondo, para los cristianos, el estado que resta en el pecado es su acrecentamiento, el nuevo pecado. Incluso existe un dicho para expresar que es humano pecar, pero satánico perseverar en el pecado; sin embargo, el cristiano está obligado a entenderlo un poco diferentemente. No tener más que una visión discontinua, no registrar más que los pecados nuevos y saltar los intervalos, el intermedio de un pecado a otro, no es menos superficial que creer, por ejemplo, de que un tren no avanza más que cada vez que se oye jadear la locomotora. Empero, ni el silbido, ni el impulso que le sigue, es lo que en realidad hay que ver, sino la rapidez continua con que avanza la locomotora y produce ese jadeo. Igual sucede con el pecado. El estado de permanecer en el pecado es su fondo mismo; los pecados singulares no son su continuación, sino que, únicamente, la traducen; cada pecado nuevo no hace más que hacernos sensible la rapidez.

Estar en el pecado es un pecado peor que cada pecado aislado, es el pecado. Y en este sentido, en efecto, permanecer en el pecado es continuar el pecado, es un nuevo pecado. De ordinario no se lo entiende así; se cree que un pecado actual engendra uno nuevo. Pero la razón, mucho más profunda, consiste en que permanecer en el pecado es un nuevo pecado. Es así como Shakespeare, maestro psicólogo, hace decir a Macbeth (III, 2) Sündentsprossene Werke erlangen nur durch Sünde Kraft und Starke. Es decir, que el pecado se engendra a sí mismo como una consecuencia, y en esta continuidad interior del mal, toma también su fuerza. Pero nunca se llega a esta concepción considerando los pecados aisladamente.

La mayoría de la gente vive demasiado inconsciente de sí misma para sospechar lo que es la consecuencia; carente del vínculo profundo del espíritu, su vida, ya sea ingenuidad encantadora de niño, ya sea tontería, no es más que una mala urdimbre de un poco de acción, de azar, de acontecimientos mezclados: tanto se la ve hacer el bien, como luego rehacer el mal y volver al punto de partida; la desesperación le dura tanto una tarde como hasta tres semanas, pero una vez más hela aquí apuesta y de nuevo desesperada por todo un día. Para la mayoría de la gente la vida no es más que un juego, en el cual se participa, pero jamás llega a arriesgar el todo por el todo, jamás llega a representársela como una consecuencia infinita y cerrada. Por esto jamás conversa más que acerca de actos ais- lados, de tal o cual buena acción, de tal o cual falta.

Toda existencia, dominada por el espíritu, incluso si ese espíritu se pretende autónomo, está sometida a una consecuencia interior, consecuencia de fuente trascendente, que depende al menos de una idea. Pero, en una vida semejante, el hombre teme infinitamente a su vez -por una idea infinita de consecuencias posibles- toda ruptura de consecuencia. ¿No corre el riesgo de ser arrancado a esa totalidad que lleva su vida? La menor inconsecuencia es una pérdida enorme, puesto que pierde el encadenamiento; acaso es deshacer al instante el encantamiento, agotar ese poder misterioso que reúne todas las fuerzas en una sola armonía, aflojar el resorte; acaso arruinarlo todo, para gran suplicio del yo, en un caos de fuerzas en rebelión intestina, de donde habrá desaparecido todo acuerdo interior, toda franca velocidad, todo impetus. El admirable mecanismo, que debía a la consecuencia tanta agilidad en el juego de sus implementos de acero, tanta energía dúctil, ahora está descalabrado; y cuando más espléndido, más grandioso el mecanismo, peor es su desarreglo. El creyente, cuya vida íntegra reposa en el encadenamiento del bien, siente un miedo incluso infinito por el menor pecado, pues él corre el riesgo de perder infinitamente, en tanto que los hombres de lo espontáneo, que no salen de la puerilidad, no tienen totalidad que perder, no siendo para ellos nunca pérdidas y ganancias más que la parcial, que lo particular.

Pero con no menos rigor que el creyente, en lo opuesto, el demoníaco se ata al encadenamiento interior del pecado. Es como el beodo que no deja de mantener su ebriedad día tras día por temor a su suspensión, a la languidez que entonces se produciría y a sus consecuencias posibles, si él permaneciera un día sin beber. A igual que el hombre de bien, además, cuando se le quiere tentar, pintándole el pecado en forma atrayente; su respuesta suplicante será: No me tentéis. Del mismo modo el demoníaco, sin duda, os dará ejemplos del mismo tenor. Frente a un hombre de bien, más fuerte que él en su posición y viniéndole a describir el bien en su beatitud, el demoníaco es capaz de pedirle gracia, de rogarle con lágrimas en los ojos que no le hable de ello, que no pretenda, como el dice, debilitarlo. Pues su continuidad interior y su continuidad en el mal, hacen que también él tenga una totalidad a perder. Un apartamiento de un segundo fuera de su consecuencia, una sola imprudencia de régimen, una sola mirada distraída, un solo instante con otra visión del conjunto o incluso de una parte y, como él dice, surge el riesgo de no ser ya nunca él mismo. Es cierto que, desesperado, ha renunciado al bien, y que ya no espera ninguna ayuda, haga lo que hiciera; ¿pero no podría aún perturbarle ese bien? ¿Suprimirle para siempre la posibilidad de volver a hallar el pleno ímpetu de las consecuencias, en resumen, debilitarlo? Únicamente en la continuación del pecado es él mismo, en ella vive y se siente vivir. ¿Qué quiere decir esto, sino que permanecer en el pecado es lo que, en lo más profundo de su caída, todavía lo sostiene, por el diabólico reforzamiento de la consecuencia? No es el pecado nuevo, distinto, el que (si, demencia horrible) le ayuda; el pecado nuevo, distinto, sólo expresa la continuidad en el pecado y ésta es, propiamente hablando, el pecado.

La continuidad del pecado, que ahora va a seguir, refiérese menos a los nuevos pecados, aisladamente, que al estado continuo del pecado, lo que es aún una elevación de intensidad del pecado para él mismo, una perseverancia consciente en el estado de pecado. La ley de condensación del pecado marca, pues, aquí como en todas partes, un movimiento interior hacia una mayor intensidad de conciencia.


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