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Apéndice al Libro Cuarto

¿NO ES ENTONCES EL PECADO UNA EXCEPCIÓN? (LA MORAL)

Como se lo ha recordado en la primera parle, la intensidad de la desesperación hace su rareza en este mundo. Pero puesto que el pecado es desesperación elevada a una cualidad de potencia aún más grande, ¿cuál debe ser pues su rareza? ¡Extraña dificultad! El cristianismo subordina todo al pecado; tenemos la tarea de exponerlo en todo su rigor; y henos entonces ante este resultado singular, ante todo singular, de que el pecado ya no existe de este modo en el paganismo, sino únicamente en el judaísmo y el cristianismo y, también, en ellos, sin duda, con bastante rareza.

Y sin embargo, el hecho, pero sólo en un sentido, es completamente exacto. Aunque instruido por una revelación de Dios acerca de lo que es el pecado, cuando desesperado, en presencia de Dios, no se quiere ser uno mismo o se quiere serIo, se es un pecador ... y claro está no se ve con frecuencia de que un hombre está tan avanzado, sea tan transparente para sí mismo, que pueda aplicarse la fórmula ¿Pero qué se deduce de esto? El punto merece atención, pues aquí nos encontramos en un viraje dialéctico. Del hecho de que un hombre no esté más que mediocremente desesperado, en efecto, no se deducía que no lo estuviese en absoluto. Por el contrario; y hemos mostrado a la inmensa mayoría de los hombres en la desesperación, pero en un grado inferior. Pero tampoco ningún mérito está ligado a un grado superior. A los ojos del esteta, por el contrario, es una ventaja, pues sólo la fuerza le interesa; pero para la ética, un grado superior de desesperación aleja más de la salvación que un grado inferior.

Y lo mismo sucede con el pecado. La vida de la mayoría de los hombres, considerándola en una indiferencia dialéctica, está tan alejada del bien (la fe) que es casi demasiado espiritual para llamarse pecado, incluso casi demasiado para llamarse desesperación.

Ciertamente no hay ningún mérito, lejos de ello, en ser un verdadero pecador. Pero, por otra parte, ¿cómo poder hallar una conciencia esencial del pecado (y es lo que quiere el cristianismo) en una vida tan desvalorizada en mediocridad, en caricatura estúpida de los otros, que apenas se la puede tratar de pecado, pues es casi demasiado a-espiritual para así ser llamada y que, como dice la Escritura, sólo merece ser vomitada?

La cuestión, no obstante, no es resuelta de golpe, pues la dialéctica del pecado no hace más que reatraparla de otra manera. ¿Cómo es posible que una vida de hombre sea al fin tan a-espiritual que parezca que el cristianismo le resulta inaplicable, como un gato del cual uno no puede servirse (y el Cristianismo levanta del mismo modo que un gato) cuando, por falta de terreno firme, sólo hay arena y residuos? ¿Se trata de una suerte que se sufre? No; es un hecho propio del hombre. Nadie nace a-espiritual; y por numerosos que sean aquellos que no se llevan otra cosa en la hora de la muerte como resultado de sus vidas ... no es por culpa de la vida.

Pero digámoslo, y sin mascar las palabras, esta sedicente sociedad cristiana (en la cual, por millones, las gentes son sin esfuerzo ninguno cristianos, de manera que se cuentan tantos, exactamente tantos cristianos como nacimientos) no es sólo una lastimosa edición del cristianismo acribillado de conchas extravagantes y de olvidos o dilaciones ineptos, es también un abuso: ella lo profana. Si en un pequeño país acaso nacen tres poetas por generación, no son los pastores los que escasean y su tropa desborda en los empleos. A propósito de un poeta se habla de vocación, pero para ser pastor a los ojos de una multitud de gente (¡por tanto de cristianos!) basta con el examen. Y sin embargo, un verdadero pastor es un azar aún más raro que un verdadero poeta, y, sin embargo, esa palabra vocación es originariamente de índole religiosa. Pero si se trata de ser poeta, la sociedad no persiste menos en tener en cuenta la vocación, en ver en ella grandeza. Por el contrario, ser pastor para la multitud de los hombres (¡por lo tanto de cristianos!) desprovistos de toda idea que eleve, sin el menor misterio in puris naturalibus, es ser un ganapán. Vocación equivale a curato; se habla de obtener una vocación; pero de tener vocación ... ¡Y bien! ¿No se habla también de día cuando se dice que el ministerio tiene una vocación vacante?

La aventura misma de esta palabra en la cristiandad -¡ay!- simboliza entre nosotros toda la suerte del cristianismo. La desventura no consiste en no hablar de ella (como tampoco es desventura carecer de pastores); uno en hablar de tal suerte que, al fin, la multitud no piensa más en ello (a igual que esa misma multitud no ocupa ya sus pensamientos en el hecho de ser pastor como en el pedestre de ser mercader, notario, encuadernador, veterinario, etc., etc.), de modo que lo sagrado y lo sublime han dejado de impresionar, e incluso se oye hablar de Dios como de cosas inveteradas, pasadas de moda -Dios sabe cómo-, así como de tantas otras. ¿Qué hay de asombroso luego en que nuestras gentes, a falta de sentir defendible su propia actitud, sientan la necesidad de defender al cristianismo?

¡Pero al menos necesitaríase para pastores a hombres creyentes! ¡Y creyentes que crean! Pero creer es como amar, incluso de tal modo en el fondo por el entusiasmo, que el más enamorado de los enamorados no resulta más que un adolescente aliado del creyente. Observad al hombre que ama. ¿Quién no sabe que él podría incesantemente, día tras día, desde la mañana hasta la noche, hablar de su amor? ¿Pero quién creería que él tiene la idea, el poder de hablar como nuestras gentes? ¿Qué él no abomina del hecho de pretender probar en tres puntos que después de todo hay un sentido en su amor? ... Casi como el pastor cuando prueba en tres puntos la eficacia de las plegarias, pues tanto han bajado de precio, que tienen necesidad de tres puntos para atrapar un poquito de prestigio; o también, lo que es semejante, pero un poco más risible, cuando el pastor prueba en tres puntos que la plegaria es la beatitud que supera todo entendimiento. ¡Oh querido e inapreciable Anticlimax! Decir que una cosa, superando al entendimiento, pruébase con tres razones, las cuales, siempre que ellas valgan algo más que nada, no deben sin embargo superar al entendimiento, sino por el contrario convencerlo, incluso hasta la evidencia, de que esa beatitud no lo supera de ningún modo, ¡cómo si, en efecto, las razones no estuvieran siempre al alcance de la razón! ¡Pero para aquello que supera al entendimiento, y para quien cree en ello, esas tres razones carecen de sentido tanto como para las insignias de las posadas, tres botellas o tres ciervos! Pero prosigamos: ¿quién prestaría a un enamorado la idea de defender su amor, de admitir que no es absoluto, lo Absoluto? ¿Cómo creer que ha pensado en él como en las objeciones hostiles, y de que así ha nacido su alegato; es decir cómo creerle capaz o casi, de admitir que no está enamorado, de denunciarse como si no lo estuviera? Id a proponerle que sostenga tal cosa y ya se sabe que os considerará loco y si, además de estar enamorado, es también un poco psicólogo, estad seguros que sospechará que el autor de la oferta nunca conoció el amor o que quiere arrastrarlo a que se traicione, a renegar lo suyo ... defendiéndolo. ¿No es esa la prueba enceguecedora de que un enamorado, uno verdadero, nunca tendrá la idea de probar con tres puntos su amor o de defenderlo, pues -lo que vale más que todos los puntos juntos y que cualquier defensa- él ama? Y quien prueba y alega no ama, no hace más que simular y, desgraciadamente, -o tanto mejor-lo hace tan estúpidamente que sólo delata su falta de amor.

Ahora bien, exactamente así se habla del cristianismo. ¡Así hablan de él pastores creyentes, defendiéndolo o traspasándolo a razones, si es que no lo deforman, queriendo ponerlo especulativamente en concepto; es lo que se llama predicar, y la cristiandad ya tiene en alta estima a esa especie de predicamento ... y a sus auditorios. He aquí por qué (y es la prueba) la cristiandad está tan lejos de ser lo que dice ser y la mayoría de las gentes que la forman carecen de tal modo de espiritualidad que no se puede, en estricto sentido cristiano, tratar sus vidas de pecado.


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