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Capítulo I

EL PECADO DE DESESPERAR DE SU PECADO

El pecado es desesperación y aumenta su intensidad el pecado nuevo de desesperar de su pecado. Fácilmente se ve que aquí reside lo que se entiende por elevación de intensidad, no se trata de otro pecado como, después de un robo de cien rixdales, otro de mil rixdales. No, aquí no se trata de pecados aislados: el estado continuo del pecado es el pecado y este pecado se intensifica en su nueva conciencia.

Desesperar de su pecado expresa que el pecador se ha encerrado en su propia consecuencia o quiere mantenerse en ella. Se niega por completo a tener relación con el bien, y teme la debilidad de escuchar a veces otra voz. No; está resuelto a no escuchar a nadie más que a sí mismo, a no tener cuestiones más que consigo mismo, a enclaustrarse dentro de un encierro más, en fin, a asegurarse mediante la desesperación de su pecado contra toda sorpresa o búsqueda del bien. Tiene conciencia de haber roto detrás de sí todos los puentes y de este modo de permanecer inaccesible al bien como éste lo es para él; al punto de que, deseándolo en un momento de debilidad, todo retorno le será imposible. Pecar es separarse del bien; pero desesperar del pecado es una segunda separación que exprime del pecado, como de un fruto, las últimas fuerzas demoníacas; entonces, en este empedernimiento o entorpecimiento infernal, tomado en su propia consecuencia, uno se obliga a considerar estéril y vano no sólo todo lo que tiene por nombre arrepentimiento y gracia, sino también a ver en ello un peligro, contra el cual uno se arma ante todo, exactamente como hace el hombre de bien contra la tentación. En este sentido Mefistófeles, en el Fausto, no se equivoca al decir que no existe peor miseria que un diablo que desespera; pues la desesperación, aquí, no es más que una debilidad que presta oídos al arrepentimiento y a la gracia. Para caracterizar la intensidad de potencia hasta donde asciende el pecado cuando uno desespera de él, podría decirse que en el primer grado se rompe con el bien y, en el segundo, con el arrepentimiento.

Desesperar del pecado es tratar de mantenerse, cayendo cada vez más; como el aeronauta que asciende arrojando lastre, el desesperado que se empecina en arrojar por la borda todo el bien (sin comprender que en un lastre que eleva, cuando se lo conserva) cae, creyendo ascender. Y también es cierto, de más en más, que se aligera. El pecado por sí mismo es la lucha de la desesperación; pero agotadas las fuerzas, es necesario otra elevación de potencia, un nuevo retraimiento demoníaco sobre sí mismo; y es esta la desesperación del pecado. Es un progreso, un crecimiento de lo demoníaco, el cual, evidentemente, nos hunde en el pecado. Es una tentativa de dar al pecado una continencia, un interés, de hacer de él una potencia, diciendo que los dados han sido arrojados para siempre y que se permanecerá sordo a todo propósito de arrepentimiento y de gracia. La desesperación del pecado no es engañada, sin embargo, por su propia nada; sabiendo perfectamente que no hay ya de qué vivir, más nada, la idea misma de su yo ya no le es nada. Es lo que Macbeth mismo (II, 1), en gran psicólogo, dice después de haber matado al rey, y desesperando ahora de su pecado:

Von jetzt giebt es nichts Ernstes mehr im Leben;

Alles ist Tand, gestorben Ruhm und Gnade.

Lo magistral de tales versos es el doble golpe de las últimás palabras (Ruhm y Gnade). Por el pecado, es decir desesperando del pecado, se encuentra, al mismo tiempo, a una distancia infinita de la gracia ... y de sí mismo. Su yo, completamente egoísta, culmina en ambición. Helo aquí rey y, sin embargo, desesperando de su pecado y de la realidad del arrepentimiento, es decir de la gracia, acaba de perder hasta su yo; incapaz, incluso, de sostenerlo para sí mismo, está tan lejos, exactamente, de poder gozarlo en su ambición, como de coger la gracia.

En la vida {si en verdad la desesperación del pecado se encuentra en ella; en todo caso se encuentra un estado que los hombres llaman así) se tiene generalmente un punto de vista equivocado acerca del pecado, sin duda porque en el mundo, no ofreciéndosenos más que aturdimiento, liviandad y estupidez puras, toda manifestación un poco más profunda nos emociona y nos hace quitar devotamente el sombrero. Sea por turbia ignorancia de sí misma y de lo que indica, o por simulacro de hipocresía, o gracias a su astucia y sofística habitual, la desesperación del pecado no detesta el hecho de darse el ilustre de ser el bien. Entonces quiérese ver en ella el signo de una naturaleza profunda, que naturalmente toma muy a pecho su pecado. Un hombre, por ejemplo, se ha entregado a cierto pecado, luego ha resistido largo tiempo la tentación y ha terminado por vencerla ... Al presente, si recae en ella y le cede, el mal humor que le invade no siempre es pesar por haber pecado, puede depender de otra cosa, ser también una irritación contra la Providencia, como si fuera ella quien le dejó volver a caer, y que no hubiera debido tratarlo tan duramente, puesto que durante tanto tiempo había resistido perfectamente. ¿Pero no es razonar como mujercita el aceptar ese pesar con los ojos cerrados; pasar sobre el equívoco implícito en toda pasión, expresión de esa fatalidad que hace que el hombre apasionado, a veces hasta llegar a estar loco, pueda percibir, después del hecho, que ha dicho lo contrario de lo que creía decir? Este hombre protestará quizá con palabras cada vez más fuertes, por toda la tortura de su recaída, de cómo le arroja en la desesperan. Nunca me lo perdonaré, dice. Y todo, para traduciros el bien que hay en él, la bella profundidad de su naturaleza. Ahora bien, no es más que mistificación. En mi descripción, expresamente, he incluido el nunca me lo perdonaré, una de esas frases, precisamente, que de ordinario se estrecha en semejantes circunstancias. Esa frase, en efecto, os coloca de inmediato de aplomo en la dialéctica del yo. Nunca él se perdonará ... pero si entonces Dios quisiera hacerlo, ¿tendría la maldad, él mismo, de no perdonarse? En realidad, su desesperación del pecado -sobre todo cuando hace gala de expresiones denunciándose (sin pensar en ellas para nada), cuando dice que no se perdonará nunca por haber pecado de esa manera (palabras casi opuestas a la humilde contrición que ruega a Dios el perdón)-, su desesperación indica tan poco el bien que, por el contrario, señala más insensatamente el pecado, cuya intensidad proviene de que uno se hunde en él. De hecho, cuando se esforzaba en resistir a la tentación, juzgó que se hacía mejor de lo que es realmente; se ha puesto orgulloso de sí mismo y su orgullo está ahora interesado en que el pasado sea perfectamente terminado. Pero su recaída, de pronto, hace de ese pasado toda su actualidad. ¡Llamado intolerable a su orgullo! De aquí ese entristecimiento profundo, etc. Tristeza, evidentemente, que da la espalda a Dios, que no es más que una simulación de amor propio y de orgullo. Cuando en primer lugar debería darle humildes gracias por haber apoyado durante tanto tiempo a su resistencia, y confesarle luego, y confesarse a sí mismo, que ese socorro ya excedía su mérito y, finalmente, humillarse al recuerdo de lo que fue.

Aquí, como en todas partes, la explicación de viejos textos edificantes desborda de profundidad, experiencia e instrucción. Enseñan que Dios, a veces, permite al creyente un paso en falso y la caída en alguna tentación ... precisamente con el fin de humillarlo y fortificarlo de este modo más en el bien. ¡EI contraste de su caída y de sus progresos en el bien, quizá considerables, es de tanta humillación! ¡Y constatarse idéntico así mismo es de tal dolor! Cuando más se eleva el hombre, más sufre cuando peca, y mayor riesgo hay si se carece de cambio; la menor impaciencia, incluso, lo tiene. Quizá se hundirá de pensar en la más negra tristeza ... y algún loco director de almas estaría completamente listo, entonces, para admirar su profundidad moral, toda la potencia del bien en él ... ¡como si eso fuera bien! Y su mujer, ¡la pobre!, se siente humillada junto a semejante marido, serio y temeroso de Dios, a quien el pecado entristece tanto. Acaso sostiene propósitos aun más engañadores, acaso en lugar de decir: nunca podrá perdonármelo (como si ya se hubiera perdonado de los pecados él mismo: pura blasfemia), diga solamente que Dios nunca podrá perdonarlo. ¡Ay! También aquí no hace más que embaucarse. ¿Su pesar, su preocupación, su desesperación? Simple egoísmo (como esa angustia del pecado, en la cual la misma angustia os arroja en ella, puesto que es amor propio que quiere enorgullecerse de sí mismo, ser sin pecado) ... y el consuelo es su necesidad menor y es por esto que las enormes dosis que administran los directores de almas no hacen más que empeorar el mal.


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