Índice de Cuatro filósofos de la alta Edad Media de Angel J. CappellettiCAPÍTULO SEGUNDO - Segunda parteCAPÍTULO CUARTOBiblioteca Virtual Antorcha

CUATRO FILÓSOFOS DE LA ALTA EDAD MEDIA

ANGEL J. CAPPELLETTI

CAPÍTULO TERCERO

La ética de Abelardo


El pensamiento de Pedro Abelardo ha sido objeto de interpretaciones distintas y de juicios contradictorios.

Algunos historiadores han visto en él un remoto antecesor del Iluminismo; otros, en cambio, intentan vincularlo en lo esencial a la tradición escolástica y a la ortodoxia cristiana. Y no han faltado quienes en su método encontraron un precedente de la dialéctica hegeliana.

Victor Cousin opina que es el filósofo más ilustre de Francia, junto con Descartes; Guido de Ruggiero, al contrario, le niega originalidad hasta a su teoría de los universales.

Mientras algunos ponen de relieve su independencia doctrinal, otros, como Picavet, lo consideran precisamente la negación del espíritu crítico.

Nacido en Bretaña en 1079, discípulo de Roscelino, primero, y de Guillermo de Champeaux, después, no tardó en adquirir fama en las escuelas como dialéctico agudo y como disputador invencible. Desde la cátedra de París el brillo de su ciencia y de su elocuencia se extendió a toda la Europa occidental. De todos los países de la Cristiandad latina acudían discípulos déseosos de escuchar sus lecciones.

A tal fama, ciertamente no inmerecida, se añadió luego la que deriva de sus amores con Eloísa, célebres por la intensidad de la pasión tanto como por el trágico desenlace. Abelardo pasó así al dominio de la poesía y aun de la leyenda, al mismo tiempo que a la historia de la filosofía y de la teología.

Condenado por el Concilio de Soissons y luego por el de Sens (gracias al celo de San Bernardo de Clairvaux), acabó sus días en 1142, al amparo de los claustros de Cluny (1).

Más agudo que erudito, más crítico que sistemático, más dotado de fuerza analítica que de poder sintético, su pensamiento ocupa un lugar único dentro de la Escolástica.

Sin el aliento especulativo de un Escota Erígena, sin la profundidad metafísico-mística de un Eckhart, sin el vasto y variado saber de un Alberto de Colonia, sin el rigor constructivo y el talento arquitectónico de un Tomás de Aquino, Abelardo los supera a todos en la sutileza de los análisis críticos.

No se lo puede considerar, por cierto, un libre pensador en el sentido moderno de la palabra. En ningún momento intentó levantarse contra el dogma cristiano o separarse de la Iglesia:

No quiero ser filósofo para oponerme a Pablo ni ser Aristóteles para separarme de Cristo.

(Nolo sic esse philosophus, ut recalcitrem Paulo. Non sic esse Aristoteles, ut secludar a Christo) (2).

Sin embargo, difícilmente se podría dejar de reconocer el carácter racionalista de su pensamiento. Por una parte, escribiendo a su hijo Astrolabio, dice:

La fe no por la fuerza llega, sino por la razón.

(Fides non vi sed ratione venit) (3). Y en el Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano (Dialogus inter Philosophum, Judaeum el Christianum), el primero de ellos, negándose a aceptar las autoridades que aduce el tercero, le hace notar que su fe se ha difundido por todo el mundo gracias a los argumentos, esto es, gracias a las razones que la apoyaban.

La autoridad no tiene para Abelardo, pese a lo que diga Picavet, sino un carácter provisorio: se la debe aceptar mientras la razón permanece oculta o ignorada (dum ratio latet); una vez que ésta se haga presente, aquélla será olvidada. Una prueba del valor prácticamente ilimitado que atribuye a la razón puede encontrarse en el hecho de que, según él, algunos antiguos pensadores paganos llegaron a conocer inclusive los más profundos misterios de la fe cristiana, como el de la Trinidad divina, mediante el uso de su sola razón (4).

Cuando, después de haber asistido a las lecciones del famoso teólogo Anselmo de Laon (5), a quien sus contemporáneos Marbodo de Rennes y Guiberto de Nogent llamaron maestro de maestros, luz de Francia y del mundo (6), y a quien el propio Abelardo comparara con una llama que echa humo pero no ilumina, sus condiscípulos le preguntaron su opinión acerca de la ciencia sagrada, respondió que la consideraba utilísima para la salvación del alma, pero que para entender la Sagrada Escritura no se necesitaban maestros, pues bastaba con leer el texto. De esta manera comienza a gestarse en el pensamiento de Abelardo lo que será luego, con la Reforma, el principio del libre examen (7). En efecto, cuando se le exhorta a seguir la tradición, contesta con típico acento racionalista:

No es mi costumbre guiarme por el uso sino por la inteligencia.

(Non esse meae consuetudinis per usum proficere sed per ingenium) (8).

Acertadamente dice, por eso, Abbagnano que la investigación de Abelardo es una búsqueda racionalista que se ejercita sobre los textos tradicionales para buscar en ellos libremente la verdad que contienen (9).

Como filósofo Abelardo se interesa particularmente por el problema de los universales. Su teoría del sermo constituye, sin duda, una de las respuestas más elaboradas y sutiles a la debatida cuestión. Pero no menos originales son sus doctrinas éticas, a tal punto que, aun historiadores como De Ruggiero, que niegan en general el valor de la obra de Abelardo, reconocen cierto mérito a sus ideas morales.

Si es verdad, como solía decir Francisco Romero, que la filosofía occidental es en esencia lógica y ética (en contraposición a la filosofía india, por ejemplo, que sería ante todo metafísica), Abelardo se nos presenta como un filósofo eminentemente occidental.

Como lógico es quizás el primero que en la Edad Media formula teorías relativamente originales, por lo cual no sin razón sus contemporáneos lo consideraron como:

Sócrates de las Galias, supremo Platón de Occidente,
nuestro Aristóteles, a todos los lógicos que hubo
igual o superior, de los estudios mundialmente conocido
príncipe ... .

(Gallorum Socrates, Plato maximus Hesperiarum,
Noster Aristoteles, logicis quicumque fuerunt
Aut par aut melior, studiorum cognitus orbi
Princeps
... (10).

Su ética, no es ciertamente menos original que su lógica, pero sí menos estudiada. Para Abelardo, que en esto como en otros muchos puntos de su filosofía práctica parece seguir a los estoicos, constituye la coronación de todo el saber humano. Así lo dice en el Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano, después de haber caracterizado a la filosofía en general como búsqueda racional de la verdad. El objeto de la ética, especifica allí mismo, es el estudio del bien supremo y de su contrario, e igualmente de todo cuanto lleva al hombre a la felicidad o a la desdicha (11).

El hecho mismo de que Abelardo haya escrito una obra titulada precisamente Etica (Ethica), en la cual se contiene lo más importante de su filosofía moral, es ya bastante significativo (12). Este hecho lo vincula muy particularmente a los estoicos y otros post-socráticos, que admitían en general la tripartición de la ciencia en lógica, física y ética.

Ningún autor medieval, hasta entonces, había tenido la idea de escribir una Etica. Y aun después de Abelardo lo que con frecuencia encontramos son Comentarios a las Eticas de Aristóteles, pero no escritos originales bajo ese título.

El subtítulo, Conócete a tí mismo (Scito te ipsum), indica, por su parte, la expresa intención del autor de acogerse al programa socrático en general, aunque en el curso de la obra no puedan discernirse rastros de ironía o de mayéutica.

El propósito principal de la Etica abelardiana es la determinación de la esencia del pecado.

A fin de contestar, pues, a la pregunta: ¿Qué es el pecado?, procede analíticamente a diferenciado: 1°) del vicio, 2°) del deseo (o voluntad instintiva), 3°) de la obra externa o realización del pecado. El vicio, en general, es una disposición permanente hacia el mal. Puede ser una disposición meramente física, como la cojera, por ejemplo, o una disposición espiritual. En este último caso puede tratarse de una disposición del entendimiento, como la mala memoria. Pero nada de esto tiene que ver con la ética. (A diferencia de Aristóteles, cuyos escritos morales sin duda no conoce directamente, Abelardo no imagina siquiera considerar las virtudes dianoéticas como fines últimos).

Entramos en el terreno estrictamente ético cuando atendemos a otra especie de disposición permanente del espíritu hacia el mal, a saber, la disposición de la voluntad. En este caso tenemos el vicio propiamente dicho, el vicio en el más riguroso significado del término. Hay que tener en cuenta, sin embargo, si se quiere entender el sentido de las afirmaciones posteriores de Abelardo, que no se trata aquí sólo de una disposición adquirida, o sea, de un hábito.

La palabra tiene un significado más amplio, pues con ella designa nuestro filósofo, además de los hábitos propiamente tales, todas las modalidades caracteriológicas, tümperamentales y, en general, psico-fisiológicas que inclinan al hombre hacia el pecado. Ello se ve claramente cuando ejemplifica, citando el caso de quienes por su propia naturaleza o complexión corporal (natura ipsa vel complexio corporis) tienden hacia la lujuria o hacia la ira (ad luxuriam sicut ad iram) (13).

El vicio de ninguna manera puede identificarse con el pecado (non est autem hujusmodi animi vitium idem quod peccatum) (14).

El vicio es una disposición permanente; el pecado, como veremos, se da en el instante.

Buena prueba de la diferencia que media entre uno y otro es el hecho de que el vicio permanece en el vicioso aun en el caso de que éste no haga ni diga ni piense nada, así como un cojo sigue siendo cojo aun cuando no camine (sicut claudicatio, un de claudus dicitur horno, in ipse est quando etiam non ambulat claudicando) (15).

La relación entre vicio y pecado, para Abelardo, es dual y contradictoria: por una parte el vicio es ocasión del pecado, por otra lo es también del acto meritorio, esto es, de lo contrario del pecado (en cuanto proporciona al individuo una oportunidad para luchar y triunfar).

El motivo estoico de la esclavitud del vicio y de la lucha contra el mismo, tan caro a la ascética medieval, es, naturalmente, acogido por Abelardo: no es vergonzoso servir a los hombres sino al vicio, la esclavitud material no nos envilece, pero sí la que nos sujeta al vicio (non enim homini servile, sed vitio turpe est, nec corporalis servitus, sed vitiorum subjectio animam deturpat) (16). (Nótese, de paso, cómo una moral guiada por el ideal de la perfección individual y de la pureza interior puede llevar a la justificación de las más inmorales instituciones, cual la esclavitud) (17).

El pecado, por su parte, no es disposición ni tendencia ni hábito, sino acto. Se da y se consuma en el instante y no supone de por sí una permanencia en el sujeto. Y ello precisamente porque se trata de un acto puramente interior, a saber, del acto de la voluntad libre por el cual consentimos al mal. Este consentimiento es causa necesaria y suficiente de la culpa a los ojos de Dios y de la condenación eterna (nunc vero consensum proprie peccatum nominamus, hoc est culpam anima e, que damnationem meretur vel apud Deum rea statuitur) (18).

Al consentir interiormente a lo que Dios ha prohibido, despreciamos al mismo que ha establecido la prohibición.

Pues ¿qué otra cosa es ese consentimiento sino desprecio y ofensa de Dios?

(Quid est enim iste consensus, ni si Dei contemptus et offensa ipsius?) (19).

Y aunque Dios, inmutable por naturaleza, no puede padecer ningún daño por ello, se ve obligado a vengar tal ofensa y castiga así al pecador (damno aliquo non minuitur, sed contemptum sui ulciscitur) (20),

Por otra parte, el pecado, considerado en sí mismo, no es algo positivo. Consiste en no hacer o, por mejor decir, en no querer hacer aquello que sabemos que debemos hacer por Dios o en no querer dejar de hacer aquello que estamos seguros que debemos dejar de hacer por El (nequaquam facere propter ipsum (Creatorem), quod credimus propter ipsum a nobis esse faciendum, vel non dimittere propter ipsum quod credimus esse dimittendum) (21).

El pecado es definido así negativamente, más como no-ser que como realidad, más como carencia que como posesión, más como ausencia que como presencia.

La influencia de San Agustín, aunque difusa y no documentada por ninguna referencia expresa, parece aquí clara.

Más aún, hasta podría decirse que la doctrina del mal como relativo no-ser o como carencia, es formulada en circunstancias análogas por San Agustín y por Abelardo.

Sabido es que el Hiponense desarrolló sus ideas acerca de la naturaleza del bien y del mal polemizando con sus ex correligionarios, los maniqueos (22). Así, por ejemplo, en la obra precisamente titulada Sobre la naturaleza del bien contra los maniqueos (De natura boni contra manichaeos), partiendo del supuesto metafísico de que todo ser, en cuanto ser, es bueno, trata de demostrar que el mal, en cuanto disminución o carencia de bien, es también disminución o carencia de ser:

Ninguna naturaleza, pues, en cuanto naturaleza (esto es, en cuanto ser) es mala, sino que lo es en cuanto disminuye en ella el bien. Por lo cual, si el bien, disminuyendo, desapareciera por completo, así como no quedaría bien alguno, tampoco quedaría naturaleza alguna (esto es, ser alguno).

(Non ergo mala est, in quantum natura est, ulla natura; sed cuique naturae non est malum ni si minui bono. Quod si minuendo absumeretur, sicut nullum bonum, ita nulla natura relinqueretur) (23).

Y más adelante, refiriéndose ya concretamente al pecado, dice que éste no consiste en desear las naturalezas malas (los seres malos) sino en renunciar a las mejores (peccatum vel iniquitas non est appetitio naturarum malarum sed desertio meliorum) (24). Después de San Agustín, escribe también el Pseudo Dionisio, aunque sin referencia polémica:

Todas las cosas que existen, en cuanto existen, son buenas y provienen del bien; en cuanto son despojadas del bien, no existen ni son buenas.

(Omnia existentia, quantum sunt, et bona sunt et ex bono; quantum autem privantur bono, neque existentia sunt, neque bona) (25).

Ahora bien, parece probable, aunque no se pueda demostrar por ninguna referencia expresa, que Abelardo, al sostener aquí el carácter negativo del mal y del pecado (y, en general, en toda su obra), también tenía en cuenta las doctrinas neomaniqueas de cátaros y albigenses. Sin polemizar con ellos, como hacían Alano de Lille, Guillermo Prevostino (26) y otros, e inclusive sin mencionarlos, escribía, en cierta manera, contra ellos.

Al responder a una previsible objeción, según la cual el pecado tiene un carácter positivo y es realmente algo, puesto que consiste en una voluntad mala, Abelardo se ve obligado a establecer una segunda distinción. A veces hay pecado sin ninguna voluntad mala (absque omni mala voluntate) y a veces la voluntad mala existe, dominada pero no extinguida (refrenata, non extincta), sin que haya pecado. (27).

Es preciso, pues, diferenciar el pecado y la voluntad mala. La diferencia no es menos neta que la establecida antes entre vicio y pecado, pero puede resultar menos clara. En efecto, si el pecado consiste, como vimos, en el consentimiento o acto de la libre voluntad por el cual ésta se niega a realizar lo que sabe debe realizar por Dios ¿cómo puede decirse que pecado y voluntad mala son cosas radicalmente distintas?

Para aclarar la aparente contradicción conviene tener en cuenta el ejemplo que el mismo Abelardo propone. Supongamos -dice- que un siervo, que no ha cometido falta alguna (innocens), es perseguido por su amo furioso, que pretende darle muerte. Después de haberlo evitado todo cuanto puede, se ve al fin obligado a matarlo en defensa propia (coactus tandem et nolens occidit eum, ne occidatur ab eo) (28). No puede decirse que en él hubo una voluntad mala, ya que quiso conservar la propia vida y sólo obligado, contra su propia voluntad (coactus, nolens), dio muerte al injusto perseguidor. Y, sin embargo, hubo pecado, pues consintió en matar, sabiendo que no debía hacerlo (29).

El caso contrario se da, por ejemplo, agrega Abelardo, cuando un hombre ve una mujer que no le pertenece y se siente interiormente encendido de deseo por ella (in concupiscentiam incidit et delectatione carnis mens ejus tangitur ut ad turpitudinem coitus accendatur) (30), pero no consiente en tal deseo. Este, a pesar del incendio de la imaginación y del instinto, no peca.

Considerando ambos ejemplos no resulta difícil ver ahora que la contradicción se reduce a una mera confusión terminológica. La distinción establecida por Abelardo entre pecado y voluntad no es otra cosa más que la distinción luego generalizada en el seno de la Escolástica y aun fuera de ella, entre voluntad libre y deseo o voluntad instintiva. A la primera Abelardo la denomina, por lo general, consentimiento (consensus); a la segunda, en cambio, suele llamarla simplemente lvoluntad (voluntas).

Queda claro, de todas maneras, que una cosa es la disposición permanente (innata o adquirida) hacia el mal; otra, la concupiscencia o el deseo de lo prohibido, y otra, en fin, el libre acto de la voluntad por el cual se acepta el mal o lo prohibido. O, para usar términos abelardianos, que una cosa es el vicio, otra la voluntad (instintiva) y otra el pecado.

A estos tres momentos hay que agregarles todavía un cuarto. El pecado no sólo debe distinguirse del vicio y del deseo sino también de la obra externa, de la realización misma del pecado.

A esta distinción parece atribuirle Abelardo una especial importancia. Y no sin razón. Puesto que la esencia del pecado consiste en un acto de la voluntad libre (en un consentimiento) que es, a su vez, un acto esencialmente interior, debe quedar claramente establecido que éste no puede identificarse jamás con un acto exterior. En la interioridad, o sea, en el espíritu tiene su origen y su lugar propio el pecado (así como su contrario, el acto meritorio). Lo exterior, lo sensible, lo material es de por sí indiferente, neutro, adiáforo.

Difícilmente podría haberse excogitado una doctrina ética más radicalmente opuesta al dualismo neomaniqueo que consideraba el mundo externo, material y sensible como raíz del mal y del pecado.

Por otra parte, dicha doctrina de Abelardo corresponde analógicamente a su doctrina lógica. Del mismo modo que, al tratar de la naturaleza de los universales, distingue la cosa (res) de la palabra apta para mentarla en su universalidad (sermo) (31), aquí distingue la acción externa (actio, operatio) de la acción interna, o sea, del consentimiento (consensus), apto para producirla. En el caso de su doctrina de los universales bien podría hablarse de intencionalismo lógico. En efecto, el universal es para Abelardo aquello que por nacimiento tiene esta propiedad: el ser predicado (a nativitate sua hoc contrahit, praedicari scilicet). Pero esta misma expresión por nacimiento (a nativitate) nos invita, como dice Vignaux, a buscar la naturaleza de los universales en el acto de que proceden: la iniciativa de los hombres instituyendo el lenguaje (32). Pues, como agrega el mismo historiador, citando al propio Abelardo:

¿Qué otra cosa, en efecto, da origen a los discursos o los nombres, si no es su institución por parte de los hombres?

(Quid enim aliud est nativitas sermonum sive nominum, quam hominum institutio?).

De ahí que el sermo, como palabra apta para ser predicada, sea portadora de un significado conferido por los hombres, traduzca una intención humana respecto a las cosas.

Análogamente, en el caso de la doctrina abelardiana del pecado, podría hablarse también de intencionalismo ético, puesto que el pecado no consiste sino en el consentimiento (consensus) y el consentimiento equivale perfectamente a lo que, en el lenguaje de la filosofía moral, se denomina intención. Este intencionalismo está unido a una actitud racionalista, que lleva siempre los principios hasta sus últimas consecuencias lógicas.

Cuando se le objeta, pues, que la acción exterior aumenta el pecado en cuanto añade un placer al acto interior del consentimiento, Abelardo responde que el placer en sí mismo, el placer sexual o el placer de la comida, no puede considerarse como algo malo, puesto que si así fuera estaría prohibido de modo absoluto, esto es, en todos los tiempos, en todos los lugares, a todos los sujetos, y sería ilícito el placer del marido y la mujer en el lecho conyugal o el deleite de quien gusta un fruto de su propio huerto (unde nec conjuges immunes sunt a peccato cum hac sibi carnali delectatione concessa permiscentur; nec illi quoque qui esu delecta bili sui fructus vescetur) (33).

Más aún, si en el simple hecho de experimentar un placer como los mencionados hubiera pecado, éste debería atribuirse en última instancia al propio Creador, que dispuso la naturaleza de las cosas de tal manera que los cuerpos humanos y los frutos de la tierra no puedan dejar de producir placer. (Denique et Dominus, ciborum quoque Creator si cut et corporum, extra culpam non esset, si tales sic sapores immitteret, qui necessario ad peccatum sui delectatione nescientes cogerent) (34).

Si no se admite, entonces, al modo de los cátaros, un radical dualismo metafísico, con un Principio de la luz y del Espíritu y otro de las tinieblas y la carne, resulta forzoso confesar que el placer carnal no es en sí mismo algo malo.

El rigorismo albigense había extendido por entonces su influencia aun a ciertos círculos teológicos y ascéticos que permanecían dentro de la ortodoxia. Contra éstos y no sólo contra los mismos cátaros se esfuerza Abelardo en demostrar las contradicciones que implica la identificación de placer sensual y pecado. Para ello parte implícitamente del principio axiomático según el cual la real posibilidad es condición sine qua non de la obligatoriedad moral. Si el placer es consecuencia necesaria de ciertas acciones lícitas y, hasta cierto punto al menos, necesarias, no puede haber en él una verdadera ofensa o desprecio de Dios. Sería enteramente absurdo considerar, por una parte, como permitidas las relaciones carnales entre los cónyuges y, por otra, como pecaminoso el placer que de ellas necesariamente ha de surgir. La contradicción se presenta en dos perspectivas diferentes: 1°) Desde el punto de vista del autor de la naturaleza y de la moralidad, esto es, de Dios, el cual sería así causa última del pecado, 2°) Desde el punto de vista del sujeto de la moralidad, esto es, del hombre, al cual le seria licito hacer algo cuyas necesarias consecuencias serían ilícitas (Quomodo in hoc debitum dicit, ubi jam necessario est peccatum?) (35). El formalismo, por otra parte, se insinúa especialmente a través de algunos ejemplos que Abelardo da para ilustrar su doctrina del pecado. No sólo puede decirse -afirma- que nada de lo que no está prohibido es pecado, sino también que muchas acciones prohibidas y pecaminosas dejan de serlo, en ciertas circunstancias, por voluntad del Supremo legislador. Así, por ejemplo, el comer carne de cerdo (esus carnium suillarum) estaba prohibido en el Antiguo Testamento, pero no lo está ya ahora, después de la proclamación de la Ley Evangélica.

El contenido del precepto puede variar, precisamente porque el cOntenido se refiere a la acción externa, la cual ni constituye de por sí el pecado ni es capaz de agravarlo. Parecería que el formalismo, a la vez que traduce una exigencia lógica y representa una faz del racionalismo, está llamado aquí a suscitar una versión del espiritualismo más honda y menos grosera que la del dualismo neomaniqueo y la de la teología ortodoxa comúnmente enseñada en las escuelas de la época.

Así, la ética abelardiana que, por otra parte, parecería reinvindicar más o menos tácitamente su calidad evangélica frente a la moral judaica de las obras externas, podría, en efecto, resumirse, con palabras casi evangélicas, diciendo que nada de lo que sucede fuera del alma puede manchar al alma. En realidad, muchas veces no sólo sentimos deseo de hacer algo prohibido sino que también realizamos lo que está objetivamente prohibido, sin que haya en ello pecado (Etsi enim velimus vel faciamus quod non convenit, non ideo tamen peccamus, cum haec frequenter sine peccato contingant) (36).

Así, por ejemplo, no peca la mujer violada, el hombre que por cualquier engaño se acuesta con una mujer ajena que cree ser la suya o aquel que erróneamente da muerte a otro, creyendo ejecutar un acto mandado por el juez (veluti si quae vim passa cum viro alterius concubuerit; vel aliquis quoquo modo deceptus cum ea dormierit, quam uxorem putavit; vel cum per errorem occiderit, quem a se tamquam a judice occidendum credidit) (37).

De acuerdo con lo que hemos llamado su "formalismo ético, Abelardo no puede dejar de advertir que, más allá de la letra del precepto, lo que en él realmente se manda o se prohibe no es una acción material, externa, sino una intención, un consentimiento. Sólo éste, en efecto, depende de nuestra libre voluntad. Y mientras mil contingencias pueden en todo caso impedir la realización de un acto externo, el decir sí o no a lo mandado o a lo prohibido queda siempre en el dominio de nuestro albedrío.

Extremando un tanto los ejemplos, casi como si se propusiera épater les théologiens, dice, pues, nuestro filósofo que si alguien tiene la intención de prestar un falso testimonio, aunque luego, de hecho no lo preste, porque las circunstancias lo hacen innecesario, peca; y que si, por el contrario, toma a su propia hermana como esposa, ignorando el vínculo de consanguinidad que a ella lo une (y sin tener, por tanto, intención de cometer incesto), no comete pecado alguno (38).

Una demostración aún más contundente de que es en el consentimiento y no en el acto exterior donde se sitúa el pecado, la encuentra en el hecho de que dos individuos pueden realizar el mismo acto, de tal modo que uno de ellos peque y el otro, no (Saepe quippe idem a diversis agitur: per justitiam unius et per nequitiam alterius) (39). Así, por ejemplo, sucede con dos hombres, cada uno de los cuales ejecuta a un reo de muerte: el uno sólo por cumplir con la justa sentencia del juez, el otro por saciar su odio personal hacia el condenado. Y hasta tal punto es cierto que sólo la intención y no la obra externa interesa al mérito o demérito moral que ni el diablo ni el mismo Dios alcanzan a sustraerse de este principio.

El diablo, que sólo puede hacer lo que Dios le permite, lleva a cabo obras buenas cuando castiga al malvado por sus faltas o aflige al justo para revelar su paciencia o para purificarlo. Y, sin embargo, no por eso deja de obrar mal, pues su intención, esto es, su libre voluntad, es siempre mala (ut voluntas ejus semper sit injusta) (40).

El caso directamente inverso se da cuando Dios ordena una acción que es en sí misma injusta y excecrable. No por eso deja de obrar bien, puesto que su intención es siempre recta. Así, por ejemplo, cuando manda a Abraham que sacrifique su único e inocente hijo, Isaac, lo que pretende es darle una ocasión para demostrar su heroico acatamiento.

Adviértase de paso que para Abelardo es la intención recta la que justifica a Dios, por lo cual la voluntad divina aparece sujeta a un orden moral que ella no instaura arbitrariamente y que no puede violar ad libitum.

Dios es justo porque quiere la justicia, una acción no es justa porque Dios quiere que lo sea (41). Podría decirse, pues, que en la concepción abelardiana Dios deja de ser un déspota oriental para transformarse en un gobernante griego.

Retornando la analogía que antes iniciamos, entre lógica y ética, cabe ubicar de este modo el concepto abelardiano del pecado: así como en la lógica, y particularmente en la teoría de los universales, se distinguen dos planos: 1°) el ontológico (esto es, la pluralidad de las cosas, en cuanto tienen un status común), que constituye la base, 2°) el propiamente lógico (esto es, el mismo concepto universal), que es el centro, y 3°) el lingüístico (esto es, el término que expresa dicho concepto), que es la parte externa, así en la ética se diferencian igualmente tres estratos: 1°) el deseo, esto es, la voluntad instintiva, que constituye la base, 2°) la intención, esto es, la voluntad libre, que es el centro y el meollo, y 3°) la obra material, que viene a ser el estrato externo.

Así como el universal es esencialmente un concepto y no una cosa (res) ni una palabra (vox), así el pecado es esencialmente una intención o consentimiento (consensus) y no un deseo (voluntas) o una acción exterior (actio).

Esta doctrina que -volvamos a decirlo-- constituye el meollo o la esencia de la ética de Abelardo, no podía dejar de suscitar objeciones, las cuales al mismo tiempo que la aclaran, la especifican y enriquecen.

Algunos hay que se sorprenden no poco cuando nos oyen decir que la ejecución del pecado no se llama propiamente pecado y que nada añade a la gravedad del mismo, ya que a los penitentes se les impone una satisfacción más pesada por la realización de la obra que por la mancha de la culpa.

(Sunt etiam qui non mediocriter moventur, cum audiunt nos dicere, opus peccati non proprie peccatum dici, vel quidquam non addere ad peccati augmentum; cur gravior satisfactio poenitentibus injugatur de operis effectu, quam de culpae reatu) (42).

Sin embargo, no hay motivo para sorprenderse -prosigue Abelardo- cuando se tiene en cuenta que los tribunales humanos suelen castigar a quien en realidad no ha incurrido en pecado alguno. Supongamos que una pobre mujer tiene un niño de pecho y carece de suficiente ropa para abrigarlo y abrigarse; con la intención de darle calor lo estrecha contra su cuerpo y lo cubre con sus vestidos, de modo que llega a ahogarlo. Será, sin duda, castigada gravemente, pero no porque haya incurrido en culpa, sino para que ella misma y las demás mujeres sean en adelante más cuidadosas en tales casos.

(gravis ei poena injungitur non pro culpa quam commiserit, sed ut ipsa deinceps vel caeterae feminae in talibus providendis cautiores reddantur) (43).

En ciertas ocasiones un juez para atenerse a la ley deberá admitir testimonios que él sabe falsos y, más aún, deberá condenar, basándose en tales testimonios, al acusado inocente. Por tales motivos se puede imponer a veces con razón una pena allí donde no hubo previamente una culpa. (Ex his itaque liquet non nunquam poenam rationabiliter injungi ei, in quo nulla culpa praecesserit) (44).

La justicia humana se caracterizaría así, según los ejemplos traídos, por su carácter formal y por su finalidad ejemplar. En realidad, de acuerdo a lo que explícitamente Abelardo nos dice, la diferencia que media entre justicia humana y justicia divina consiste en que la una se basa en las acciones externas, mientras la otra sólo considera las intenciones, o sea, los móviles internos. De tal manera, aun sin haberse planteado todavía en términos formales el problema de las relaciones entre derecho y moral, Abelardo no sólo distingue sino que separa como contrarios ambos conceptos. El derecho pertenece, para él, al terreno de lo humano o, para usar un término de la filosofía actual, de lo interhumano. Es un producto social y, por consiguiente, exterior. La moral, en cambio, se da en el ámbito de la espiritualidad, de lo intrahumano. Es una realidad emmentemente interior.

De ahí que, en rigor, todo pecado sea espiritual, ya que sÓlo el alma y no el cuerpo, como mero objeto físico-biológico, puede despreciar a Dios. Lo cual no obsta para que a veces se distingan los pecados espirituales (surgidos de los vicios del alma, como la soberbia) y los pecados carnales (provenientes de la flaqueza de la carne, como la gula).

Mientras los cátaros se empeñan, pues, en considerar el cuerpo como origen y causa del pecado, Abelardo se esfuerza en demostrar, dentro de una lÓgica clara y rigurosa, que sólo el alma es capaz de despreciar a Dios y de pecar, mientras el cuerpo es, en sí mismo, neutro o, si se quiere, inocente. Pues sólo puede haber culpa y desprecio de Dios allí donde hay conocimiento del mismo y la razón puede arraigar (ibi quippe culpa et contemptus Dei esse potest, ubi ejus notitia et ratio consiste re habet) (45). Dios, que por eso es llamado el que sondea el corazón y los riñones (probator cordis et renum) (46), se atiene a lo que sucede en lo íntimo de nuestra alma y de nuestra voluntad. La moral es, pues, un asunto que se ventila esencialmente entre el alma humana y Dios.

Pero los hombres, que por su parte sólo pueden ver y juzgar las acciones externas, se interesan fundamentalmente por ellas, en cuanto tienen consecuencias, buenas o malas, para la Sociedad. El derecho, a su vez, se ventila entre el individuo y la Sociedad.

He aquí la razón por la cual en los tribunales humanos es más gravemente penado lo que más grave perjuicio causa a la comunidad o al Estado y no lo que más ofende a Dios. Por eso, cuando la gente oye decir, por ejemplo, que una mujer ha sido violada dentro de una iglesia, se escandaliza más por la profanación del recinto consagrado que por la del verdadero templo de Dios, que es el cuerpo humano (47). Conforme a lo dicho, fácil es ver que para Abelardo se establece entre derecho (justicia humana) y moral (justicia divina) la oposición que media entre lo relativo y lo absoluto. La consideración de la moral como algo incondicionado o absoluto supone, naturalmente, en Abelardo, la existencia de un Dios trascendente y providente. Si, por hipótesis, esta existencia fuera negada o simplemente puesta entre paréntesis, el carácter absoluto sólo podría subsistir mediante la postulación de la absoluta autonomía de la moral y, por tanto, del mismo sujeto moral. Tal es lo que de hecho sucederá con Kant.

Abelardo, de todas maneras, lleva tan lejos como su concepción teísta y católica se lo permite, la afirmación de la autonomía de la moral (frente a la heteronomía del derecho). Supongamos que un monje y un laico consienten por igual en la fornicación, pero que la mente del laico está tan inflamada que ni siquiera siendo monje hubiera desistido, por respeto a Dios, de tal desvergüenza: éste merece la misma pena que el monje. Así se debe pensar también sobre aquellos de los cuales, uno pecando abiertamente, escandaliza a muchos y los corrompe con su ejemplo, y el otro, pecando ocultamente, sólo se perjudica a sí mismo. Si el que peca ocultamente lo hace con el mismo propósito y con igual desprecio de Dios que el primero, de modo que, si no corrompe a otros, ello se debe a la casualidad más que a la intención de evitado por amor de Dios (puesto que tampoco se contiene a sí mismo por amor de Dios), éste, ciertamente, a los ojos de Dios carga con una culpa igual a la del otro. (Si enim monachus et laicus in consensum fornicationis pariter veniant, et mens quoque laici in tantum sit ascensa, ut neque ipse, si monachus esset, pro reverentia Dei ab ista turpitudine desisteret, eamdem quam monachus poenam meretur. Sic et de illis sentiendum est, quorum alter manifeste peccans multos scandalizat ac per exemplum corrumpit, alter vero cum occulte peccet, soli sibi nocet. Si enim qui occulte peccet quo ille proposito et pari comptemtu Dei existit, ut quod alios non Corrumpit, fortuite magis eveniat, quam ipse propter Deum dimittat, qui nec sibi ipsi propter Deum temperat, profecto pari reatu apud Deum constringitur) (48).

Difícilmente se podría poner de relieve con más fuerza la idea de que los actos exteriores son neutros e indiferentes desde el punto de vista ético. En este y otros parecidos pasajes casi creería uno encontrar una premonición de aquel célebre trozo de Kant: Ni en el mundo, ni, en general fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad ... La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma ... Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito, si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad -no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro podersería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor (49). La diferencia que media entre Abelardo y Kant es tan pequeña como puede ser la diferencia que media entre un filósofo del siglo XII y otro del XVIII. Es una diferencia mínima y, sin embargo, muy grande. Todo consiste en las diversas maneras de interpretar el concepto básico de intención o de voluntad libre.

Corroborando la doctrina fundamental de la Etica, dirá luego Abelardo en su Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano que el hombre no es bueno porque hace algo bueno (bonum facit) sino porque obra bien (bene facio), o sea, porque obra con intención buena (50).

Una prueba de que es la intención buena la que o hace buena la conducta exterior -dice en la Etica- la encontramos en el hecho de que inclusive una misma persona que ejecuta una misma acción en dos momentos distintos puede, si la intención ha variado, obrar bien una vez y mal la otra. De un modo semejante la proposición Sócrates está sentado, será verdadera o falsa de acuerdo al simple hecho de que Sócrates esté en efecto sentado o de pie (Unde et ab eodem homine cum in diversis temporibus idem fiat, pro diversitate tamen intentionis ejus operatio modo bona modo mala dicitur, et circa bonum et malum variari videtur. Sicut haec propositio Socrates sedet, vel ejus intellectus circa verum et falsum variatur, modo Socrates sedente, modo stante) (51).

Sobre esto el acuerdo entre Abelardo y Kant parece total. Pero, como bien dice Gilson, el problema crucial de la ética abelardiana consiste en determinar qué es lo que permite decir precisamente que una intención es buena (52).

Sería difícil imaginar que un pensador cristiano del siglo XII entendiera por intención la mera convicción individual, adoptando un relativismo ético, al estilo de los sofistas griegos. Tampoco es fácil concebir cómo podría llegar a interpretar la intención (consensus) como respuesta positiva o negativa, a un imperativo moral autónomo, esto es, autosuficiente y absoluto. En verdad, es preciso reconocer que, cualesquiera hayan sido sus avances en el camino que conduce hacia una ética autónoma, Abelardo sigue estando todavía más cerca de Tomás de Aquino que de Kant.

En efecto, para que una intención pueda llamarse buena -dice nuestro filósofo- no basta que el individuo crea que sus actos son gratos a Dios; es preciso además que realmente lo sean (Non est itaque intentio bona dicenda quia bona videtur, sed insuper quia talis est, sicut existima tur) (53).

Lo que permite, pues, decir que una intención es buena es su coincidencia o adecuación con la intención de Dios. Ahora bien, la intención, es decir, la voluntad de Dios, no se manifiesta para Abelardo (que en esto difiere también de toda mística de la iluminación interior) en la pura interioridad del sujeto. Se da, por el contrario, como algo que viene de afuera, como algo que limita y enfrenta al sujeto y que, por eso mismo, lo trasciende. Para que haya, pues, intención buena, se requiere, por lo pronto, un juicio verdadero acerca del contenido de la voluntad divina, revelada ad extra. Pero la verdad de este juicio, como la de otro juicio cualquiera, supone una adecuación y una subordinación del intelecto a su objeto. Interviene de esta manera un elemento ajeno a la subjetividad, un principio de heteronomía, ya que si la intención buena implica un juicio verdadero, implica también una subordinación al objeto del juicio.

Si no se requiriera un juicio verdadero para la positiva rectitud moral de una acción, hasta los mismos infieles tendrían, como nosotros, obras buenas, pues también ellos, no menos que nosotros, creen que por sus obras se salvan y agradan a Dios (ipsi etiam infideles sicut et nos bona opera haberent, cum ipsi etiam non minus quam nos per opera sua se salvari vel Deo placere credant) (54).

Lo que a los infieles les falta es ese juicio verdadero o esclarecido que hace positivamente buena la intención. Ese juicio verdadero es precisamente lo que los cristianos tienen gracias a Cristo y a su obra redentora.

Abelardo, en efecto, a diferencia de sus dos grandes adversarios, Bernardo de Clairvaux y Guillermo de Saint Thierry, considera a Cristo, de un modo casi exclusivo como la Sabiduria de Dios, el (Vocablo griego que no podemos reproducir Nota de Chantal López y Omar Cortés) eterno, más que como el Jesús encarnado que murió en la cruz (55). Para él la misión de Cristo, era, antes que nada, la de un Maestro que venía a enseñar la verdad a los hombres.

Esto no quiere decir, sin embargo, que los mismos paganos, mediante las luces de su razón, no pudieran lograr un juicio recto. Por eso, al igual que los Padres griegos, insiste en la idea de un Cristo esencial, siempre presente en el alma de los hombres y fuente de toda sabiduria (56).

Por eso, sostiene inclusive que algunos hombres que vivieron antes de Cristo llegaron a conocer los misterios de la fe, como la Trinidad y la Encarnación. Por otra parte, la introducción de un elemento ajeno a la voluntad libre, en la determinación de la positiva bondad moral, no significa una inconsecuencia en la doctrina ética de Abelardo.

Este sigue afirmando que allí donde no hay intención mala o consentimiento al mal no hay culpa y que no hay pecado sino contra la conciencia (quod peccatum non est nisi contra conscientiam).

Como si tratara de mostrar que la tesis fundamental de su ética no es negada ni menoscabada por la posterior determinación del concepto de intención buena, lleva aquí hasta el límite la ejemplificación. No sin escándalo del piadoso abad de Clairvaux y no sin atraerse, por cierto, el anatema del Concilio de Sens (57), sostiene que quienes atormentaron a los mártires y crucificaron a Cristo no cometieron pecado alguno, en cuanto creían agradar con ello a Dios. Ateniéndonos estrictamente a lo que antes dijimos que es el pecado: el desprecio de Dios o el consentir en aquello que se cree no hay que consentir, no podemos decir que hayan pecado y que la ignorancia de algo o aun la misma falta de fe, falta con la cual nadie puede salvarse, sea un pecado. En efecto, quienes ignoran a Cristo y rechazan la fe cristiana por creerla contraria a Dios ¿qué desprecio hacia Dios pueden sentir en esto que realizan en honor de Dios y en lo que creen, por tanto, obrar bien? (Profecto secundum hoc quod superius peccatum esse descripsimus, contemptum Dei, vel consentire in eo in quo credit consentiendum non esse, non possumus dicere eos in hoc peccasse, nec ignorantiam cujusquam, vel ipsam etiam infidelitatem, cum qua nemo salvari potest, peccatum esse) (58).

Por eso, quienes prendieron a Cristo y le dieron muerte infamante en la cruz, aunque no obraron positivamente bien, porque su conducta se fundaba en un juicio erróneo acerca de la voluntad divina, y aunque no merecieron la salvación eterna, pues carecían de fe, tampoco cometieron un pecado en el sentido de la palabra. Pero aquí surge una objeción. Si, en efecto, los verdugos de Cristo no cometieron pecado alguno ¿por qué rogó el mismo Cristo por quienes lo crucificaban y pidió a su Padre que los perdonara? y ¿por qué Esteban, el protomártir, intercedió, según narran los Hechos de los Apóstoles, por quienes lo apedreaban, rogando a Dios que no tuviera en cuenta ese hecho? Allí donde no existe el pecado no hay nada que perdonar. A fin de poder resolver esta dificultad, emprende Abelardo lo que podríamos llamar un análisis semántico del término pecado (Quid modis peccatum dicatur?).

Distingue así cuatro significados diferentes: 1°) el desprecio de Dios o consentimiento al mal (ipse contemptus Dei vel consensus in malum), que es el pecado en sentido estricto, 2°) la víctima ofrecida en expiación por el pecado (hostia pro peccato), que es el pecado en sentido prosopopéyico, 3°) la pena merecida por el pecado o la maldición provocada por el mismo (paena peccati sive maledictum), con lo cual el efecto recibe el nombre de la causa, y 4°) la realización externa del pecado, o sea, cualquier acción objetivamente mala o errada, todo lo que supone un error de la inteligencia o de la voluntad (opera ipsa peccati vel quidquid non recte scimus aut volumus), con lo cual el fruto sustituye a la raíz y la manifestación externa a la realidad espiritual y moral.

Cuando el protomártir Esteban pidió a Dios que perdonara el pecado de quienes lo lapidaban, utilizó el término en el cuarto sentido. El mismo Cristo cuando, refiriéndose a sus verdugos, suplicó: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen, no aludía a un pecado en sentido estricto (ya que aquellos hombres que creían cumplir la voluntad de Dios no podían al mismo tiempo despreciarlo), sino a su error.

Tanto Cristo como su discípulo Esteban, al pedir perdón para quienes los atormentaban y daban muerte, pedían a Dios que no les impusiese una pena física o corporal (59). En efecto, Dios suele afligir físicamente a los hombres, aunque no hayan cometido un verdadero pecado. A veces se propone con ello purificar o probar a los justos, a veces quiere tener ocasión de librarlos luego y ser glorificado (Saepe etenim Deus aliquos hic corporaliter punit, nulla eorum culpa hoc exigente, nec tamen sine causa, veluti cum justos etiam afflictiones immittit ad aliquam eorum purgationem vel probationem, vel aliquos eum affligi permittit, ut postmodum hinc liberentur, et ex collato beneficio glolificetur) (60).

San Agustín, como una secuela quizás de su polémica antimaniquea, había distinguido entre pecados mortales y veniales. Abelardo acoge esa distinción en consonancia, sin duda, con su espíritu anti-cátaro.

Según él, pecados veniales son los que cometemos cuando consentimos en el mal sin tener, empero, plena conciencia de ello; mortales son los que se ejecutan deliberadamente y no sin morbosa delectación (61). Esta misma distinción, que hallamos en la Etica, se encuentra también en un pasaje del Epítome (62) que, según opina Sikes, refleja posiblemente ideas contenidas en la parte no conservada de la Introducción a la Teología (63).

En el mencionado pasaje se afirma que si un hombre colérico agrede a otro bajo los efectos de la ira, comete un pecado venial, pero que cualquier pecado venial se transforma en mortal cuando es ejecutado con delectación y deliberado propósito (dum placet et ex industria perpetratur) (64). Todo lo cual se vincula indudablemente con la que hemos considerado como la tesis central de la ética abelardiana, a saber, que es la intención (y no el vicio o el instinto o la obra externa) la que constituye en esencia el pecado. Esto nos demuestra, por otra parte, que dicha tesis, lejos de suponer una tendencia al laxismo, como algunos autores han creído, se inclina más bien hacia una suerte de rigorismo, ya que aun una obra aparentemente inocua puede convertirse con facilidad en grave pecado, cuando hay en el sujeto deliberación y complacencia.

Tal rigorismo presenta, sin duda, grandes afinidades con el de los estoicos y el de Kant. Pero es también la mejor contrapartida del rigorismo dualista de los neomaniqueos, en cuanto ubica sus máximas exigencias en la interioridad espiritual al mismo tiempo que considera como prácticamente neutra o irrelevante la exterioridad sensible y material.

La ética y la filosofía toda de Abelardo representan, mejor que ninguna otra expresión ideológica de la época, la nueva cultura urbana y la mentalidad de la naciente clase de artesanos y comerciantes que habitaban las ciudades.

En efecto, nacido en el seno de la clase feudal, Abelardo estaba destinado por ello al ejercicio de las armas. Al trocar la espada por los libros, abandonando el castillo paterno para aprender y enseñar en las ciudades, no renunció sin embargo a la lucha. Pero ésta se planteó para él desde entonces en el terreno de las ideas. El presunto guerrero se transformó en gran dialéctico y polemista. Su innata belicosidad abandonó el modo propio de la clase feudal, esto es, la lucha armada en torneos y campos de batalla, y adoptó el nuevo modo surgido con el nacimiento de la burguesía comercial, esto es, la batalla de las ideas en la escuela y en el libro (65).

Su lógica, que no es ya una lógica de las ideas subsistentes, sino, ante todo, una teoría de la palabra significativa (sermo), revela el esfuerzo del pensamiento teorético por adaptarse a una nueva realidad social.

En su Diálogo entre un filósofoo un judio y un cristiano campea un espíritu de insólita tolerancia religiosa que refleja ya el mayor contacto, logrado a través de las Cruzadas, con los pueblos no cristianos, y los primeros retoños de una mentalidad burguesa. Su ética, en fin, con su clara tendencia a la interiorización de la culpa y el mérito, con su acentuación del momento de la subjetividad individual, representa un primer intento por expresar los modos de sentir y de valorar de la nueva clase mercantil y artesanal. Por contraposición a los señores feudales que cumplen sus hazañas en torneos y en campos de batalla y se justifican moralmente en la guerra santa contra los infieles, los comerciantes y artesanos buscan en la interioridad de la conciencia un nuevo campo de hazañas y en la pureza de la intención la verdadera justificación moral de sus vidas (66).


Notas

(1) Sobre la vida de Abelardo, pueden leerse las obras de Ch. de Rémusat, Abélard-Sa vie, sa philosophie et sa théologie París, 2a. ed. 1855 vol. 1; de E. Vacandard, Abélard.Sa doctrine, sa méthode - Paris - 1881, y de S. M. Deutsch, Peter Abiilard - Leipzig - 1883. Entre las más recientes véanse: G. P. Fedótov, Abelardo (en ruso) - Petrogrado - 1924; C. Ottaviano, Pietro Abelardo - La vita, le opere, il pensiero -Roma - 1929; J. K. Sikes, Peter Aballard - Cambridge - 1932; y G. Frascolla, Pietro Abelardo Pesaro - l950-1951. Sobre su disputa con San Bernardo, cfr. P. Laserre, Un conflit religeux au XII siecle - Abélard contre Saint Bernard - Paris - 1930 - Sobre los amores con Eloísa cf. E. Gilson, Héloise et Abélard - París - 1938.

(2) Epistola 18 (Pat. lat. V. 178; col. 375).

(3) Manita (Notices et Extraits: XXXIV, parte 2, p. 179 Hauréau, citado por Sikes, op. cit. p.35).

(4) Expositio in Romanos (Pat. lat. V. 178 col. 802-803).

(5) Cf. P. Fournier, Art. Anselme de Laon en Dictionnaire de Théologie catholique v. I p. 485-87.

(6) Cf. G. Fraile, Historia de la filosofía Madrid - 1960 - v. II p. 394.

(7) Es claro que el principio mismo no está allí formulado ni postulado pero, pese a lo que opine M. de Gandillac (Oewvres choisies d' Abélard - Paris - 1945 - p. 12, nota 3), alli está su germen.

(8) Historia calamitatum (Pat. lat. V. 178, col. 125),

(9) M. Abbagnano, Historia de la filosoffa Barcelona - 1964 v. I, p. 302.

(10) Epitafio atribuído a Pedro el Venerable, grabado sobre un muro de la iglesia de San Marcelo, cerca de Chalons (citado por Ch. de Remusat, op. cit. v. 1).

(11) Dialogus inter philosophum, judaeum et christianum (Pat. Lat. v. 178, col. 1613).

(12) La Ethica seu liber dictus Scito te ipsum fue editada por vez primera por Bernardo Pez, bibliotecario de la Abadia de Moelk, quien la incluyó en el tomo tercero de su Thesaurus anecdotorum novissimus (1721).

(13) Ethica (Pat. lat. V. 178, col. 635).

(14) Ibid.

(15) Ibid.

(16) Ibid.

(17) Otro ejemplo del pensanúento parcialmente reaccionario de Abelardo puede hallarse en la misma obra (col. 636), cuando supone que un siervo injustamente perseguido por su amo no tiene derecho a legitima defensa y está obligado a recibir una muerte injusta antes que inferir una muerte justa.

(18) Ethica col. 636.

(19) Ibid.

(20) Ibid.

(21) Ibid.

(22) Cf. R. Jolivet, Le probleme du mal chez Saint Agustin en Archives de Philosophie - 1930 - VII 2, p. 1-104.

(23) De natura b0ni C. XVII.

(24) De natura boni C. XXXIV.

(25) De divinis nominibus (Pat. lat. v. 122, col. 1139).

(26) Alano de Lille dedicó a la refutación de los cátaros la primera parte de su obra De fide catholica contra haereticos; Guillermno Prevostino compuso especialmente contra ellos su Summa contra haereticos - También dirigieron sus esfuerzos a destruir las herejias neo-maniqueas Guillermo de Auxerre, Guillermo de Auvergne y otros varios escritores de los siglos XI-XIII.

(27) Ethica col. 636.

(28) Ibid.

(29) Ethica col. 637.

(30) Ethica col. 638.

(31) Tal distinción aparece con toda claridad en la Logica Nostrorum petitioni sociorum.

(32) Vignaux, El pensamiento en la Edad Media - México - 1954, p. 49.

(33) Ethica col. 640.

(34) Ibid.

(35) Ethica. col. 641.

(36) Ethica col. 642.

(37) Ibid.

(38) Ethica col. 643.

(39) Ethica col. 644.

(40) Ibid.

(41) La opinión de Abelardo se opone aqui diametralmente a la de su compatriota Descartes.

(42) Ethica col. 647.

(43) Ethica col. 648.

(44) Ibid.

(45) Ibid.

(46) Ethica col. 648-649.

(47) Ethica col. 649.

(48) Ethica col. 649-650.

(49) Kant, Fundamentación de la metafíska de las costumbres cap. I.

(50) Dialogus inter philosophum, judaeum et christianum, col. 1676.

(51) Ethica, col. 652.

(52) E. Gilson, La philosophie au Moyen Age, Paris, 1952, p. 290.

(53) Ethica, col. 653. Sidgwick en su History of Ethics - Londres - 1960 - p. 138, opina que hay en esto una inconsecuencia.

(54) Ibid.

(55) J. G. Sikes, Peter Abailard - Cambridge - 1932 - p. 167; M. de Gandillac, op. cit. p. 57 - 58.

(56) J. G. Sikes, Op. cit., p. 168.

(57) La siguiente proposición es la décima de las condenadas por el Cancilio de Sens: Los que crucificaron a Cristo sin conocerlo na han pecado y nada de la que se hace por ignorancia debe ser imputado como falta.

(58) Ethica col. 653.

(59) Ethica col. 655.

(60) Ethica col. 654.

(61) Ethica col. 658.

(62) El Epitome probablemente no es obra del mismo Abelardo, aunque así lo sostengan algunos autorizados historiadores, como Deutsch. Se trata más bien de un resumen hecho por algunos discípulos.

(63) Sikes, Op. cit., p. 188.

(64) Epitome, col. 1754.

(65) Cfr. E. Jeauneau, La filosofía medieval - Buenos Aires - 1965 p. 17-19.

(66) En este estudio he utilizado un anterior trabajo mío: la Introducción a mi traducción castellana de la Etica de Abelardo (Puebla-México, Cajica, 1967).

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