Índice de Cuatro filósofos de la alta Edad Media de Angel J. CappellettiCAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha

CUATRO FILÓSOFOS DE LA ALTA EDAD MEDIA

ANGEL J. CAPPELLETTI

CAPÍTULO CUARTO

Orígen y grados del conocimiento según Isaac de Stella


El problema del conocimiento (ligado estrechamente a la famosa cuestión de los universales) fue planteado y resuelto por la mayoría de los autores de la alta Escolástica bajo la influencia directa de San Agustín.

Aún en pleno siglo XIII, maestros como Guillermo de Auvergne y el obispo Roberto Grosseteste mantienen en todo su vigor la concepción platónico-agustiniana del conocimiento.

Esto no obstante, ya en la temprana Edad Media algunos autores aislados como el Anónimo de Jepa y el Pseudo Rabano, parecen atenerse a cierto aristotelismo no muy claro ni muy consciente de sus propias limitaciones.

Pero en el siglo XII la gnoseología aristotélica adquiere ya una gran difusión en el mundo latino. Abelardo y Juan de Salisbury son por entonces sus más ilustres intérpretes y secuaces.

La traducción de las obras de Aristóteles contribuye luego a difundirla y prepara el terreno para la sistematización de que la harán objeto Alberto Magno y Tomás de Aquino.

Esta oposición entre la tendencia platónico-agustiniana y la tendencia aristotélica en los problemas del conocimiento no divide, sin embargo, de una manera absoluta a todos los maestros escolásticos.

A partir del siglo XIII no son pocos los autores que, como el franciscano Buenaventura y su discípulo Mateo de Aquasparta, adoptan una posición intermedia y pretenden (como más tarde muchos filósofos-humanistas del Renacimiento) conciliar, en el campo gnoseológico, la doctrina platónica con el aristotelismo (1).

Por otra parte, no se debe olvidar que, al margen del platonismo agustiniano, que constituye la versión teológicamente ortodoxa de la doctrina académica, existe desde los primeros siglos de la Edad Media un neoplatonismo basado sobre todo en las obras del Pseudo Dionisio, mucho más fiel por cierto al espíritu de Plotino, que bordea de continuo los límites de la ortodoxia y encuentra en la obra de Juan Escoto Erígena su más genial sistematización. Con este neoplatonismo heterodoxo se conecta el pensamiento de David de Dinant y de Amalrico de Bene y, sobre todo, el de Meister Eckhart, cuya posición con respecto al problema de las fuentes del conocimiento se concreta en un plotinismo tanto más puro cuanto más libre en sus interpretaciones dogmáticas.

Bajo la influencia parcial de esta corriente se encuentran también autores semi-ortodoxos como los de la escuela de Chartres y aún otros de cuya ortodoxia teológica nadie ha dudado jamás, como Garniel de Rochefort, Alano de Lille e Isaac de Stella (2).

En este último precisamente la teoría aristotélica del conocimiento se une, como bien lo ha señalado Gilson, a una teoría de la intuición mística que nada tiene que ver con el aristotelismo (3).

Por una parte formula, en efecto, una doctrina del conocimiento inferior, que culmina en la formación del concepto universal, de una manera no muy diferente a la de Juan de Salisbury o Abelardo; por otra parte, una doctrina del conocimiento superior o espiritual, de corte neo platónico, a cuya elaboración concurre tanto la ortodoxia agustiniana como la heterodoxia del Erígena (4).

Isaac nació en Inglaterra y tomó el hábito del Cister, la orden de Bernardo de Clairvaux. Fundó un monasterio en una isla cuyo nombre ignoramos, y pasó luego a Francia donde fue abad del monasterio de Stella (L'Etoile), en la diócesis de Poitiers, desde 1147 a 1169 aproximadamente (5). Se distinguió entre los escritores de su orden, aunque no se le puede contar, por cierto, entre los más prolíficos. Su obra se reduce a cincuenta y cuatro sermones, una epístola sobre la celebración de la misa, dirigida a Juan Belesme, obispo de Poitiers, un comentario aún inédito sobre el Cantar de los Cantares y un tratado epistolar, dirigido a Alquerio de Clairvaux, sobre la naturaleza del alma, escrito, según parece, hacia el año 1162 (6). Esta última obra constituye, de hecho, su único trabajo de índole filosófica (7).

En ella el autor pretende tratar de la esencia y las potencias del alma (de ejus essentia et viribus) desde un punto de vista estrictamente racional, es decir, como él mismo lo explica, no según lo que Dios ha revelado en la Escritura (neque id quod in divinis litteris didicimus) ni conforme a una consideración sobrenatural (qualis fuerit ante peccatum aut sibi sub peccato, aut futura post peccatum).

La obra, escrita en un estilo familiar y carente de pretensiones académicas, constrasta notablemente por su forma literaria, como lo hace notar De Wulf, con el tratado De Spiritu et Anima de Alquerio de Clairvaux, su corresponsal, cofrade y amigo (8). Sin embargo, a través de la llaneza de la exposición se delínea una interesante doctrina acerca del origen y las fuentes del conocimiento humano, la cual, a su vez, se contrapone a la de Alquerio por su originalidad y su novedad relativa.

La facultad cognoscitiva (rationabilitas), que distingue, según el esquema platónico, de la facultad concupiscible (concupiscibilitas) y de la facultad irascible (irascibilitas), las cuales dan origen a los afectos (eo quod diligimus, eo quod odimus), es llamada también simplemente conocimiento (sensus) (9).

Este varía su condición según el tiempo al cual se aplica (sensus variatur propter tempus): si se vuelve al pasado, se denomina memoria; si se dirige al presente, razón; y si se proyecta al futuro, ingenio.

En efecto, el ingenio investiga lo desconocido, la razón juzga lo ya encontrado, la memoria guarda lo ya juzgado y brinda lo que aún se ha de juzgar (ingenium ergo exquirit incognita, ratio judicat inventa, memoria recondit judicata et offert adhuc di judicanda) (10).

Estos tres momentos del conocimiento se coordinan teniendo como centro a la razón:

El ingenio aporta a la razón las cosas que descubre, la memoria vuelve a traer lo que esconde, la razón empero se halla fija sobre las cosas presentes y en la boca del corazón de continuo mastica lo que cosechan los dientes del ingenio o rumia lo que representa el vientre de la memoria.

(Ingenium quae adinvenit ad rationem adducit, memoria quae abscondit reducit, ratio vero tamquam praesentibus superfertur et in ore cordis semper aut masticat quod dentes ingenii carpunt aut ruminat quod venter memoriae representat) (11).

Pero esta división y articulación del conocimiento (el cual, por otra parte, es en sí mismo simple e idéntico a la substancia del alma) no nos dice todavía nada acerca del problema del origen. Resulta interesante advertir, sin embargo, la inclusión del tiempo como factor determinante de las modalidades del conocimiento.

Cuando Isaac piensa en el conocimiento, tiene presente ante todo el saber eterno y simplicísimo de Dios. El conocimiento humano se diferencia precisamente del divino por su esencial dependencia con respecto al tiempo. Pero, por otra parte, se asemeja a él por estar centrado en un presente. Dicho en otros términos, el conocimiento humano se consuma en un presente finito (que, por lo mismo, necesita del pasado y del futuro); el conocimiento divino, en cambio, se consuma en un presente infinito (que es, por eso, un eterno presente). Sobre este tópico no insiste, sin embargo, Isaac: se refiere a él sólo para mostrar la esencial imperfección del saber humano.

Mucho más le interesa, en cambio, la especificación de los momentos del conocimiento de acuerdo a los respectivos objetos. En el curso de tal análisis surge precisamente su teoría sobre el origen y los grados del conocimiento humano en general. Así como según el tiempo ejecuta la facultad cognoscitiva diversos ejercicios, así según los objetos a los cuales se dirige y aplica, recibe diferentes nombres y se comporta de diferentes maneras (12).

Los diferentes nombres y maneras corresponden a los diversos grados del conocimiento, pues del mismo modo que los objetos a los cuales éste tiende tienen una mayor o menor realidad (y por consiguiente, una mayor o menor dignidad) en la esfera del Ser, así los respectivos actos por los cuales dichos objetos son aprehendidos tienen una mayor o menor realidad (y, por consiguiente, una mayor o menor dignidad) en la esfera del Conocer.

Con un sentido muy medieval de la jerarquía constituye Isaac una escala ontológico-gnoseológica cuyos peldaños se dispone a recorrer. Por otra parte, con un sentido también muy medieval de la analogía, establece una correspondencia entre la estructura jerárquica del conocimiento y la estructura jerárquica del mundo físico. Así como el universo material incluye cinco elementos que se escalonan según los correspondientes grados de sutileza, así el conocimiento se efectúa también a través de cinco escalones que conducen a la Sabiduria. A cada grado de la materia corresponde un grado del conocimiento: tierra, agua, aire, éter (firmamento), cielo empíreo, se analogan respectivamente con sensación, imaginación, razón, intelecto e inteligencia (13).

La disposición jerárquica de las operaciones del conocimiento (así como su determinación por parte de los correspondientes objetos) es, en verdad, una idea común a todos los escolásticos. Pero, mientras para unos, los de estirpe aristotélica, representa una escala ascendente, para otros, los de ascendencia platónica, se trata de una escala descendente.

La originalidad de Isaac consiste precisamente en haber pretendido establecer, a través de esta gradación propia del proceso cognoscitivo, algunos escalones ascendentes en conexión y continuidad con otros descendentes. Por un extremo, el conocimiento procede, para él, de abajo hacia arriba; por el otro, de arriba hacia abajo. En efecto, como un aristotélico cualquiera, Isaac considera que el conocimiento sensorial es la condición necesaria del conocimiento racional.

La razón no podría funcionar sin el aporte de los sentidos, cuya actividad supone necesariamente.

De esta manera la sensación (sensus corporeus) viene a ser la puerta obligada del concepto. Por la sensación el alma se representa las formas corpóreas de las cosas corpóreas.

Se define, por consiguiente, por una doble relación con su objeto material y con su objeto formal: con las cosas corpóreas a las que aprehende en cuanto son corpóreas. Pero esta doble relación no basta; las cosas corpóreas en cuanto corpóreas son aprehendidas como presentes, es decir, en un acto casi corpóreo de yuxtaposición espacial. De ahí que, aun cuando todo acto cognoscitivo suponga una cierta elevación con respecto a lo puramente corpóreo, la sensación puede ser llamada con propiedad, corpórea, en cuanto por su objeto (material y formal) no llega a trascender lo corpóreo y también en cuanto se ejerce por medio de instrumentos que, siendo en sí mismos corpóreos, se adecuan al carácter del acto, el cual exige como condición sine qua non la contigüidad física del objeto.

De acuerdo al número de dichos instrumentos puede hablarse igualmente de cinco clases de sensaciones, aun cuando de por sí la sensación no constituya sino un único momento cognoscitivo (quinquepartitus dicitur cum sit tamen intus non nisi unus) (14). Así como el agua que se contiene en una pila de baño deja escapar chorros diferentes según la forma y la posición de los agujeros, así la sensación, que en sí misma (en su esencia, esto es, en su interioridad) no es sino una sola, varía según la forma y la posición de los instrumentos, y de acuerdo a éstos se aplica a objetos diversos. Cada uno de estos cinco instrumentos obra, por su parte, a través de un determinado elemento corpóreo: los ojos por el fuego, fuente de luz que posibilita la visión; los oídos por el aire, por cuyo medio se transmite el sonido; las narices por el ambiente lleno de humo y de partículas en suspensión (aer fumosus et crasus), en cuyo seno tiene lugar la olfación; el paladar por medio del agua, esto es, de la saliva, que disuelve los alimentos y hace posible así la gustación y, finalmente, el tacto por la tierra es decir, por el elemento sólido, que se adecua perfectamente a la mano. Conforme a la antigua idea empedóclea de que lo igual se perciba por lo igual, el fuego es concebido asimismo como materia del ojo; el aire, del oído; el humo, de las narices; el agua, del paladar; y la tierra, en fin, del tacto (15). Y puesto que el cuerpo animal está compuesto, sobre todo, de tierra (corpus animale maxime terrena materies est), resulta que el tacto se extiende por doquiera esté presente el alma, de modo que, según Isaac, aquél viene a ser el sentido fundamental y básico (16).

Todo esto resulta una lógica consecuencia de la definición de la sensación como acto de percibir lo corpóreo en cuanto corpóreo y espacialmente presente. Según tal concepto aquélla se realiza a través de un contacto físico, casi como si su efectividad cognoscitiva surgiera de una mera contigüidad entre el órgano y el objeto, esto es, entre una cosa y otra cosa.

Es por eso que la imaginación (imaginatio), aunque proviene de la sensación (de sensu oritur) y sigue teniendo por objeto las formas corpóreas de las cosas corpóreas (17), constituye un momento ya más elevado del conocimiento, pues la relación que media entre sujeto cognoscente y objeto conocido se sitúa ahora en un plano superior, que no permite concebir el acto como condicionado por la mera contigüidad. En efecto, la imaginación es, para Isaac, aquella potencia del alma que percibe las formas corpóreas, pero en cuanto éstas están ausentes. Tal ausencia significa una relativa independencia con respecto a la corporeidad y, por consiguiente, un primer paso hacia el conocimiento espiritual. Pues, así como la presencia del puro objeto espiritual asegura la dignidad y el valor supremo del conocimiento, así la ausencia del objeto corporal, al implicar una cierta descorporización de lo corpóreo, significa el logro de una primera etapa ascensional hacia la sabiduría.

Por imaginación entiende Isaac la capacidad de producir imágenes en general (con lo cual bajo aquel nombre involucra no sólo la fantasía sino también la memoria, facultades que habían sido cuidadosamente distinguidas por San Agustín) (18),

En la medida en que las imágenes no pueden ser consideradas como verdaderos cuerpos o cualidades de los cuerpos, la imaginación representa ya un cierto alejamiento y una cierta volatilización con respecto a lo meramente corpóreo (elongatio quaedam et evaporatio a corporeis) (19).

Sin embargo, tal alejamiento y volatilización no la llevan todavía hasta lo propiamente incorpóreo, pues, según lo hace notar Isaac, resulta imposible que lo que es cuerpo por naturaleza se sutilice hasta llegar a ser espíritu, o viceversa, que el espíritu se torne burdo y grosero hasta llegar a ser cuerpo (20).

Se trata siempre de una diferencia de naturaleza y no de grados, pero Isaac lleva hasta donde su dualismo antropológico se lo permite el intento de establecer una continuidad entre los momentos del conocimiento inferior. Y aunque parece claro su deseo de salvar abismos y de convertir la empinada escalinata en suave pendiente (quizás bajo el influjo de Escoto Erígena), es evidente que la neta y cabal oposición entre sustancia corporal y espiritual se lo impide en definitiva. De ahí que, ya en el sueño, ya en la vigilia, ya por propia operación, ya por obra de algún espíritu bueno o malo, la imaginación tiende siempre y en todo caso a las "semejanzas" (similitudines) de los cuerpos, esto es, a su representación en cuanto tales cuerpos (21). Así como los sentidos no son capaces de trascender las formas corpóreas presentes, tampoco la imaginación podrá ir nunca más allá de esas mismas formas ausentes. O, en otras palabras, jamás podrá romper los límites de lo individual, corpóreamente concreto.

Sobre la base de la sensación se elabora, mediante un proceso de evaporación, la imagen. Pero este proceso no implica todavía, según lo dicho, un acceso a lo incorpóreo. Esto sólo lo logra el conocimiento cuando se eleva, en un tercer momento de su progresiva actividad, hasta la razón.

La razón (ratio) es, en efecto, la potencia cognoscitiva que percibe las formas incorpóreas de las cosas corpóreas (rerum corporearum incorporeas percipit formas) (22).

El salto que significa este acceso a lo incorpóreo se logra mediante la abstracción. Basándose en el contenido de la sensación o de las imágenes (que, como hemos visto, representan siempre formas corpóreas), la razón abstrae de dicho contenido aquellas formas incorpóreas que se hallan ínsitas en el cuerpo (quae fundantur in corpore).

Los sentidos, puestos en presencia de un objeto corpóreo, captan su forma corpórea; la imaginación representa esta misma forma en ausencia de aquel objeto; pero recién la razón se muestra capaz de captar la forma incorpórea y puramente inteligible del mismo, al remover, con la corporeidad, el elemento individuante.

Esta teoría de la abstracción sitúa a Isaac claramente entre los aristotélicos. Con ella se aproxima sobre todo al pensamiento de Abelardo, muerto unos veinte años antes de la composición del De anima (23) y a Juan de Salisbury, otro contemporáneo, algo más joven (24).

Constituye también un notable precedente de la teoría tomista de la abstracción (25), aunque, como bien lo ha observado Gilson, se encuentra todavía bastante lejos de ésta (26). En efecto, según Isaac, la razón abstrae de los cuerpos las formas incorpóreas no por una acción (non actione) sino por una mera consideración (sed consideratione) (27), con lo cual parecería inclinarse a una especie de conceptualismo semejante al de Abelardo, seguramente más cercano todavía del moderado realismo de Santo Tomás que del conceptualismo extremo de Kant.

De cualquier manera, la razón, al aprehender universalmente el cuerpo como cuerpo, aprehende algo que ya no es cuerpo, según nos hace notar el mismo Isaac.

Pues la naturaleza misma del cuerpo, según la cual todo cuerpo es cuerpo, en realidad no es cuerpo alguno.

(Neque natura ipsa corporis secundum quam omne corpus, corpus est, utique nullum corpus est) (28).

Y así como no es cuerpo, tampoco es una imagen del mismo; por lo cual escapa no sólo a los sentidos, sino también a la imaginación.

La naturaleza de los cuerpos, su forma y diferencias específicas, sus propios, constituyen, pues, el objeto de la razón. Pero todas estas determinaciones, que son en sí mismas incorpóreas, no se dan nunca fuera de un cuerpo; no son realidades subsistentes y su única existencia extra rem se da en y por la razón (omnia incorpore a sed non extra corpora nisi ratione subsistentia) (29).

De ahí su posición claramente aristotélica con respecto al problema de los universales: Las substancias segundas no se encuentran subsistiendo sino en las primeras (Non enim inveniuntur secunda e substantiae subsistere nisi in primis) (30). Pero, por otra parte, las substancias primeras no subsisten sino por las segundas (ab illis). La fórmula en que resume su posición frente al debatido problema es un modelo de sobria claridad filosófica: Las substancias segundas existen en las primeras, pero las primeras por las segundas (Secundae enim substantiae sunt in primis, sed primae a secundis) (31).

Este aristotelismo, sin embargo, que parece a primera vista tan próximo al de Tomás de Aquino, no es llevado hasta sus consecuencias últimas ni se extiende a todas las regiones del conocimiento. A diferencia del Aquinate, que con obstinada consecuencia pretende seguir los pasos de Aristóteles y aplica los principios de su gnoseología al mundo de las formas puras inmateriales y aun al Acto puro (que identifica naturalmente con el Dios cristiano), Isaac ve limitado su aristotelismo por la sombra venerable de Platón cuando llega a la región de las formas espirituales subsistentes. En efecto, para él, la razón abstractiva es por sí misma incapaz de alcanzar el conocimiento de los ángeles y de Dios. Su dominio más propio y específico es el de las matemáticas, esto es, el de las estructuras geométricas y las relaciones aritméticas de los cuerpos. Hasta allí no llegan de por sí los sentidos y la imaginación, aunque sirven de peldaños para que arribe la razón o, por lo menos, para que se acerque y pueda dar su salto constitutivo, llamado abstracción. De una manera semejante y en la misma proporción (simili proportione), la razón puede ayudar a conocer las puras substancias espirituales, pero por sus solas fuerzas no las alcanza jamás, pues tiene sus propias metas y está limitada por sus propios fines (habet etenim metas suas et propriis finibus limitatur) (32). A diferencia de Tomás que, mediante el concepto de analogía, extiende el uso y la actividad de la razón al conocimiento de los puros espíritus y aún al conocimiento de Dios, estableciendo un camino único ascendente a partir de la humilde fuente de los sentidos exteriores, Isaac piensa que para llegar al plano de las formas puras subsistentes es preciso recurrir a otra fuente cognoscitiva enteramente diferente cuya luz procede de lo alto.

Se trata de una verdadera iluminación, en el sentido neoplatónico, cuyo concepto le llega posiblemente de Escoto Erígena (33).

Al conocimiento inferior, que culmina en la razón, se superponen dos momentos o grados que implican una posesión inmediata y una especie de consubstanciación noética con el objeto.

El conocimiento, que comienza siendo intuición sensorial, culmina así en una intuición intelectual, dejando en el medio el saber mediato y discursivo de la razón. Recurriendo a la terminología de Boecio, habla Isaac del intelecto y la inteligencia para caracterizar tales momentos superiores del conocimiento humano (34). El intelecto está por encima de la razón, del mismo modo que el firmamento supera al aire, pues el firmamento se halla libre no sólo de toda la pesadez de la tierra (esto es, de toda la grosería de los sentidos), sino también de la movilidad del agua (esto es, de la arbitrariedad de la imaginación) y de la humedad del aire (es decir, de la impureza de la razón, que se resiente por su contacto con la imagen) (35).

Retornando así su comparación entre los momentos del conocimiento y los ,elementos del mundo físico, dice que la sensación puede parangonar se con la tierra, la imaginación con el agua, la razón con el aire (el cual penetra y abraza todas las cosas inferiores), el intelecto con el firmamento (que envuelve al aire), y la inteligencia, en fin, con el empíreo o sol ígneo (que todo lo ilumina).

La diferencia que media entre intelecto e inteligencia está fundada, como siempre, en la diferencia entre los respectivos objetos. Según Isaac es preciso distinguir entre lo verdaderamente incorpóreo (vere incorporeum) y lo puramente incorpóreo (pure incorporeum). Verdaderamente incorpóreo es aquello que para existir no necesita de un cuerpo y resulta por tanto independiente de todo lugar, pero que, esto no obstante, no puede prescindir del tiempo, sino que por su misma naturaleza se halla ligado a él. Lo puramente incorpóreo, esto es, lo espiritual en sentido pleno y absoluto, es ajeno a toda relación real con el espacio y con el tiempo, es simple y, desde cualquier punto de vista, autosuficiente.

Ahora bien, así como la sensación tiene por objeto lo corpóreo en cuanto tal, la imaginación algo casi corpóreo y la razón algo casi incorpóreo, así el intelecto tiene por objeto algo verdaderamente incorpóreo, pero sólo la inteligencia arriba a lo absolutamente incorpóreo (36).

El intelecto aprehende de un modo inmediato y adecuado la naturaleza de los ángeles y de las almas separadas de sus cuerpos. Sin embargo, como aun estas puras y espirituales criaturas han tenido un comienzo en la creación, quedan condicionadas por la temporalidad que, en este caso, parece ser el índice de la contingencia.

Por eso, la operación del intelecto representa un tipo de intuición que, no habiéndose situado todavía en lo eterno, permanece esencialmente sujeta a la mutabilidad y a la contingencia de su objeto.

La inteligencia, en cambio, se aplica inmediatamente a Dios (immediate supponitur Deo) (37) y aprehende el Ser absoluto en la plenitud de su necesidad, por encima de toda limitación temporal.

La esencia de Dios está constituída por una luz inaccesible que, por don natural (naturali dono) se proyecta sobre la inteligencia, esclareciéndola e iluminándola. El esplendor que la Divinidad emite de sí, aunque sin despojarse del mismo (emittens de se sed non amittens) (38)), inunda la inteligencia en la verdad absoluta. En tal sentido, más que una intuición, el acto podría caracterizarse como una fusión o, mejor todavía, como una inmersión del conocimiento humano en el Ser divino.

Por otra parte, este don que no se confunde con la revelación sobrenatural o con los dones de la Gracia (tal como los concibe la teología medieval), es lo único que para Isaac puede explicar el conocimiento que de hecho tenemos acerca de Dios y de los ángeles. Tal conocimiento, en efecto, supera intrínsecamente la capacidad de nuestra razón abstractiva y discursiva. Y como, por otra parte, cualquier hecho, según lo dice de una manera explícita el mismo Isaac, debe tener una causa de donde provenga (omnis rei eventus causas habere unde proveniant) (39), sólo una intervención de Dios puede explicar este saber humano natural que supera tanto las capacidades propias del alma.

A esta intervención la denomina, conforme a la terminología del Erígena, teofanía. En efecto, cada acto de la inteligencia (del intelecto) constituye una mostración que Dios hace de su propio ser (igual a mostrarse), una auto-revelación (o en todo caso, una revelación del ser angélico).

También en los actos de la razón di scursiva resulta necesaria una luz divina, pero en tales casos se trata de una luz inmanente a la naturaleza misma de la razón, de la cual el alma ha sido dotada por Dios (y en tal sentido es luz divina) desde el instante mismo de su creación.

Esta luz, por otra parte, se relaciona con la luminosidad que resulta de la naturaleza de cada objeto corpóreo, la cual, en cuanto forma incorpórea, es aprehendida por la razón. También esta luminosidad puede considerarse como reflejo de la luz divina, pero como reflejo que sólo se manifiesta mediata y genéricamente.

En la razón abstractiva el alma humana agota todas sus fuerzas inmanentes, despliega toda la potencia que es capaz de desplegar sin el inmediato auxilio de Dios. Por eso, todo el conocimiento inferior, que es el conocimiento más intrínsecamente humano, se estructura en una escala ascendente que culmina de un modo necesario en la razón. Cuando se trata de realidades superiores a la naturaleza misma del alma unida con el cuerpo (y, por consiguiente, superiores a la razón), puede decirse que no es ya el alma quien conoce, sino que el mismo Dios realiza en ella el acto del conocimiento, al auto-revelarse o al revelar la esencia de los espíritus puros. Por eso, este conocimiento superior se estructura en una escala descendente que parte del mismo Ser de Dios que ilumina.

Así como las fantasías llegan a la imaginación desde abajo, dice Isaac, así las teofanias descienden a la inteligencia desde arriba.

(Itaque sicut in imaginationem de subtus phantasiae surgunt ita in intelligentiam desuper theophanies descendunt) (40).

En última instancia existen dos fuentes de conocimiento, ambas exteriores al alma y a su facultad cognoscitiva: una es la que ocupa el extremo inferior en la jerarquía del Ser, la materia sensible, lo corpóreo en cuanto tal, sobre lo cual se basa todo el saber que culmina en la razón; otra es la que ocupa en dicha jerarquía el lugar más alto, la Divinidad, de quien proviene todo el saber que desciende hasta el intelecto.

A partir de estos dos extremos se organizan los diversos grados ascendentes o descendentes. La materia y Dios, los dos polos del Ser, constituyen para el hombre que se halla entre ambos términos, la fuente dual de todo saber.

Ni Aristóteles erraba ni erraba Platón. El primero se había situado en una perspectiva y el otro, en otra. El uno partía de la materia sensible, el otro del espíritu puro. Pero uno y otro tenían una visión incompleta y necesariamente limitada por ese mismo hecho: ni el Estagirita hubiera podido dar razón del conocImiento de lo divino ni su maestro hubiera podido explicar satisfactoriamente el conocimiento de lo meramente corpóreo.

La teoría de Isaac significa, pues, históricamente, un esforzado intento por sintetizar el nuevo aristotelismo que se insinúa con Abelardo y Juan de Salisbury, y el antiguo platonismo al estilo de Escoto Erígena.

Tal intento se realiza mediante la utilización de ideas y expresiones que se hallan en el propio Erígena y también en San Agustín y en Boecio (41).


Notas

(1) Cf. J. M. Verweyen, Historia de la filosofía medieval, Bs. As. 1957, p. 133 sgs.

(2) Cf. M. De Wulf, Histoire de la philosophie médiévale, Paris, 1912, p. 198.

(3) E. Gílson, La filosofía en la Edad Media, Madrid, 1946, p. 65.

(4) Según Jacquin (L'influence doctrinale de J. Scot au debut du XIII e siecle, p. 106-170, citado por De Wulf) cuando el Papa Honorio III que condena en 1225 el De divisione naturae y manda echar al fuego los ejemplares de la obra, dice que ésta aún se leía in nonnullis monasteriis, se refiere especialmente a los monasterios cistercienses. De hecho, no sólo Isaac sino otros varios miembros de la orden, muestran en esta época influencias del Erigena.

(5) Esta última fecha se colige del hecho de que sólo entonces aparece citado por vez primera su sucesor en la silla abacial de Stella. Todas las noticias sobre la vida de Isaac han sido tomadas de la Histoire littéraire de la France, XII, 678, reproducida por Migne, Pat. Lat. v. 194, col. 1683.

(6) A estas obras debe agregarse, según P. Bliemetzrieder (Eine unbekannte Schrift Isaaks van Stella. Stud. u. Mitteil. aus dem Benediktiner und Zisterzienserorden, 29-1908), un Comentario sobre el Libro de Ruth.

(7) La obra ha sido publicada por Migne en la Patrología Latina, v. 194. Se la conoce con el nombre de Epistola ad quemdam lamiliarem suum de Anima (o De anima). (De aquí en adelante, al citar, nos referiremos sólO a la numeración de las columnas). No debe olvídarse, sin embargo, que, como hace notar Gilson (History of Christian Philosophy in the Midle Age Londres 1955, p. 168), entre sus sermones hay un grupo (XIX-XXVI) que presenta gran interés metafísico, por el firme y sutil análisis del concepto de sustancia.

(8) De Wulf, op. cit. p. 240.

(9) Col. 1877.

(10) Col. 1879.

(11) Col. 1879.

(12) Col. 1879.

(13) Col. 1880. Por otra parte también compara aquí mismo Isaac, los cinco escalones del entendimiento (hacia la Sabiduría) con los cuatro escalones de la voluntad (hacia la Carídad).

(14) Col. 1880.

(15) H. Diels, Fragmente der Vorsokratiker, 21 B. 109.

(16) Col. 1881.

(17) Col. 1881.

(18) August. Music. VI 11.

(19) Col. 1881.

(20) Col. 1881.

(21) Col. 1883.

(22) Col. 1884.

(23) El De Anima fue escrito probablemente en el año 1162 y Abelardo había muerto en 1142.

(24) Juan de Salisbury nació en Inglaterra hacia el año 1110 y murió en 1180.

(25) Abbagnano, Storia, della Filosofia. Turin, 1946, vol. I, p. 371.

(26) E. Gilson, La philosophie au Moyen Age, Paris 1952, p. 302.

(27) Col. 1884.

(28) Col. 1884.

(29) Col. 1884.

(30) Col. 1884.

(31) Col. 1884.

(32) Col. 1884.

(33) La influencia de Escota Erigena sobre Isaac parece probarse también, entre otras cosas, por ciertas expresiones e ideas que encontramos en el texto mismo del De anima. Así, por ejemplo, dice éste (Col. 1883): Universitas etenim creaturae quasi corpus est Divinitatis, sin gula e autem quasi singula membra.

(34) Cf. De consolatione philosophiae 1 3.

(35) Col. 1885.

(36) Col. 1885.

(37) Col. 1888.

(38) Col. 1888.

(39) Col. 1889.

(40) Col. 1888.

(41) Sobre el pensamiento de Isaac de Stella puede consultarse la monografía de F. Bliemetzríeder en Recherches de théologie ancienne et mediévale, 1932 p. 134-160.

Índice de Cuatro filósofos de la alta Edad Media de Angel J. CappellettiCAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha