Índice de Cuatro filósofos de la alta Edad Media de Angel J. CappellettiCAPÍTULO SEGUNDO - Primera parteCAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha

CUATRO FILÓSOFOS DE LA ALTA EDAD MEDIA

ANGEL J. CAPPELLETTI

CAPÍTULO SEGUNDO

El fideismo y la idea de la omnipotencia de Dios en Pedro Damiano

SEGUNDA PARTE


La idea de la libre creación del Mundo por parte de la voluntad divina se vincula, asimismo, a la idea de la creación temporal, que Pedro Damiano no afirma aquí explícitamente, pero que supone en todas sus expresiones.

Aunque algunos escolásticos del siglo XIII y en particular Santo Tomás de Aquino sostendrán luego, en su afán de armonizar la revelación cristiana con la filosofía aristotélica, que no repugna a la razón la idea de una creación eterna (1), que sea al mismo tiempo ex nihilo y libre, es evidente que tal posición traiciona por igual a Aristóteles, que nunca concibió la idea de una creación ex nihilo y libre, y a la Biblia, que en ninguno de sus textos deja entrever, ni remotamente, la idea de una creación eterna del mundo.

De hecho, Santo Tomás, ateniéndose a la revelación, afirma que la creación es no sólo libre y ex nihilo sino también temporal.

Todas estas ideas forman parte, por lo demás, del dogma y son inseparables de la ortodoxia católica.

Pero en Pedro Damiano las hallamos en un estado más puro e incontaminado que en la mayor parte de los pensadores cristianos de la Antigüedad y del Medioevo. Su actitud es mucho más bíblica, su mentalidad mucho más judeo-cristiana.

Desde San Agustín hasta Santo Tomás la doctrina platónica de las ideas arquetípicas, asimilada a la concepción bíblica del Dios creador, da lugar a lo que se suele llamar el ejemplarismo divino. Dios crea todas las cosas siguiendo como modelos las ideas que están en su Mente (esto es, en su Verbo) desde toda la eternidad. Las cosas se constituyen en su ser propio de acuerdo a la idea que Dios tiene de ellas. Estas ideas, consustanciales con Dios, configuran en la simplicidad absoluta de su esencia, la misma esencia divina.

Ahora bien, si ello es así, la creación del Mundo, sin dejar de ser ex nihilo (según lo exige la concepción judeocristiana), en cierto modo no lo es.

Las criaturas son hechas por Dios con ideas preexistentes. Y si bien es cierto que estas ideas no son causa material de las cosas sino causa formal externa o ejemplar de las mismas (según la terminología escolástica), también es verdad que, tomada la doctrina del ejemplarismo en su significación más general, supone que el mundo y las criaturas todas preexisten de alguna manera a la Creación y que las cosas hechas ex nihilo son en cierto sentido hechas ex ideis.

El Universo creado por Dios en el tiempo (según la concepción bíblica y la ortodoxia cristiana) existe, pues, en cierto modo, desde la eternidad (en el Verbo divino).

Más aún, la creación que Dios realiza libremente ya no es, en cierto sentido, libre, puesto que está condicionada por las ideas eternas y puesto que la voluntad se adecua a la Inteligencia (es decir, al Verbo) en el acto mismo de la creación.

Pedro Damiano también admite que las cosas preexisten en Dios, antes de ser creadas.

Pero ello no significa que admita propiamente la existencia de Ideas arquetípicas en la Mente divina.

En realidad no las menciona para nada. Las cosas preexisten, pero no en el Intelecto sino en la Voluntad de Dios:

La voluntad de Dios, es, en verdad, causa de la existencia de todas las cosas, tanto visibles como invisibles, a tal punto que todas las cosas creadas, antes de llegar a las especies visibles de sus formas, ya vivían verdadera y esencialmente en la voluntad de su Hacedor

(Voluntas quippe Dei omnium rerum sive visibilium sive invisibilium causa est ut existant, adeo ut condita quaeque, antequam ad formarum suarum visibiles procederent species, iam veraciter atque essentialiter viverent in sui opificis voluntate) (2).

Si se ve obligado a admitir que las cosas preexisten de algún modo en Dios es porque no puede negar que Dios prevé lo que ha de hacer (in providentia) y realiza su obra concienzudamente (in consilio). Dice así que las cosas que fueron externamente expresadas a través de la creación de la obra ya existían interiormente en la previsión y en el designio del Creador (quae foris expressa sunt per conditionem operis, iam intus erant in providentia et consilio Conditoris) (3).

Nótese, por otra parte, que aquí, al hablar de la preexistencia de las cosas en la voluntad de su Hacedor (in sui opificis voluntate), no dice que las mismas preexistan desde siempre (ab aeterno), aunque ello debería deducirse inmediatamente de la idea de la inmutabilidad divina.

De todos modos, aun cuando no se pueda admitir llanamente, como Brezzi, que Pedro Damiano continúe aquí los pasos del ejemplarismo agustiniano (pues de ninguna manera dice que Dios haya seguido las Ideas que en El estaban), tampoco se puede negar que en su intento de salvaguardar para Dios, al mismo tiempo, atributos tales como libertad e inmutabilidad, se ve obligado a recurrir a modos de pensar y a expresiones análogas a las de San Agustín y los otros pensadores que admiten, en mayor o menor grado, el ejemplarismo de raigambre platónica.

De hecho nada hay más ajeno al espíritu de Pedro Damiano que la idea de Leibniz y Spinoza, según la cual Dios se halla sometido a las llamadas verdades eternas. Dios no está sometido ni limitado por nada. Su poder es absolutamente ilimitado y no hay cosa a que no alcance. Absurdo sería creer que sólo puede hacer lo que en realidad hace.

A propósito de si Dios puede devolver su virginidad a quien la ha perdido, dirigiéndose a Desiderio, abad de Monte Casino (después Papa con el nombre de Víctor III), espíritu al parecer muy diferente al suyo, pues bajo su gobierno en el célebre monasterio florecieron los estudios (4), dice Pedro Damiano:

Luego, después de haberte explayado en largas y prolijas argumentaciones, finalmente llegaste a esta conclusión en tu discurso: Que Dios no puede hacer esto no por otro motivo sino porque no quiere. A lo cual respondí yo: Si Dios no puede hacer nada de lo que no quiere y nada hace sino lo que quiere, no puede hacer, por tanto, absolutamente nada de lo que no hace. Lógico es, pues, que de buen grado confesemos que hoy Dios no hace llover porque no puede; que no da ánimo a los débiles porque no puede y que por lo mismo no da muerte a los malvados y no libra a los santos de sus opresiones. Estas y otras muchas cosas, pues, Dios no las hace porque no quiere; síguese, por consiguiente, que todo lo que Dios no hace, no lo puede hacer en absoluto. Lo cual, en verdad, parece tan absurdo y ridiculo, que semejante afirmación no sólo no conviene a Dios omnipotente pero ni siquiera puede aplicarse a un frágil ser humano. Muchas cosas hay, en efecto, que no hacemos y que, sin embargo, podemos hacer.

(Deinde longis et prolixis argumentationibus multa percurrens, ad hoc tandem definitionis tuae clausulam perduxisti ut diceres: Deum non ob aliud hoc non posse nisi quia non vult. Ad quod ego: Si nihil, inquam, potest Deus eorum quae non vult, nihil autem ni si quod vult facit; ergo nihil omnino potest. facere eorum quae non fa cit. Consequens est itaque, ut libenter fateamur, Deum hodie id circo non pluere quia non potest; idcirco languidos non erigere quia non potest; ideo non occidit iniustos, ideo non ex eorum oppressionibus liberat sanctos. Haec et alia multa idcirco Deus non facit quia non vult, et quia non vult non potest; sequitur ergo ut quidquid Deus non facit, facere omnino non possit. Quod profecto tam videtur absurdum tamque ridiculum ut non modo omnipotenti Deo nequeat assertio ista congruere, sed ne fragili quidem homini valeat. convenire. Multa siquidem sunt quae nos non facimus et tamen facere possumus) (5).

En el fondo, sin darse cuenta de ello, Desiderio aplicaba aquí a Dios la concepción megárica del acto, negando la posibilidad de la potencia. Como Diodoro Cronos, sostenía que entre dos cosas contradictorias solamente puede decirse que es posible aquella que de hecho existe o necesariamente ha de existir.

El racionalismo de estirpe eleática y el determinismo de estoica ascendencia que tales ideas megáricas implican, repugnaba no sin motivos a un antirracionalista y a un contingentista tan ferviente como Pedro Damiano.

No deja de ser significativo que para defender la posibilidad que Dios tiene de hacer algo distinto de lo que hace recurra a un argumento a fortiori cuyo término de comparación es precisamente el hombre. Ello parece demostrar que, en el fondo de su pensamiento, no deja de estar siempre presente la imagen de Dios como hombre sublimado.

Pensar que Dios sólo puede hacer lo que hace es para él limitar su poder hasta el punto de hacerlo inferior al del hombre. Por eso, concluye, con no dudosa fe debe creerse que Dios todo lo puede, tanto lo que hace como lo que no hace (indubitabili fide credendum est Deum omnia posse, sive faciat, sive non faciat) (6).

En el siglo siguiente, Pedro Abelardo, un dialéctico que constituye por cierto su más acabada antítesis, un racionalista decidido, a quien los sucesores de Pedro Damiano, como Bernardo de Clairvaux, no cesarán de combatir, afirmará por su parte:

Consta que Dios sólo puede hacer lo que de hecho hace alguna vez.

(constat id solum pos se facere Deum quod aliquando facit) (7).

Una objeción que Pedro Damiano prevé a su tesis de la absoluta omnipotencia de Dios es la que surge de la posibilidad de hacer el mal. En efecto, si Dios lo puede todo ¿podrá, pues, hacer el mal?

La respuesta es, en primer lugar, negativa: El no puede hacer el mal ni sabe cómo hacerlo Cquidquid malum est, sicut non potest agere, ita nescit agere); no puede ni sabe mentir, perjurar o hacer algo injusto (non enim potest aut scit mentiri vel penurare vel iniustum aliquid facere) (8).

Luego, sin embargo, a modo de explicación agrega:

Por consiguiente, cuando se dice que Dios no puede o no sabe hacer mal alguno, esto no debe atribuirse a ignorancia o imposibilidad sino a la rectitud de la voluntad eterna. Precisamente porque no quiere el mal, con razón se dice que no sabe ni puede hacer mal alguno; pero por lo demás todo cuanto quiere sin duda puede también hacerlo

(Roc ergo quod dicitur: Deus non posse malum aliquod vel nescire, non referendum est ad ignorantiam vel impossibilitatem, sed ad voluntatis perpetua e rectitudinem. Quia enim malum non vult, recte dicitur quia necque scit neque potest aliquid malum; ceterum quicquid vult, indubitanter et potest) (9).

Esta solución, que a primera vista puede parecer puramente verbal, encubre la siguiente idea: Dios no puede hacer el mal, porque, por el solo hecho de que El haga algo, esto es bueno.

La cuestión es: ¿pero esto es bueno porque El lo hace o lo hace porque es bueno?

De acuerdo con las ideas anteriormente expuestas sobre la libertad de Dios al crear las cosas, la única respuesta consecuente sería la primera. Ello lo pondría en pleno acuerdo con la concepción bíblica del bien y del mal, que se expresa en esta frase de Isaías, citada por el mismo Damiano: Yo soy el Señor que produce la luz y crea las tinieblas, que produce la paz y crea el mal. Es decir: lo que es bueno es bueno porque Dios decide que lo sea; lo que es malo es malo porque Dios decide que lo sea. Dios crea así el bien y el mal. Por el solo hecho de que El haga algo esto es bueno, puesto que su obra no depende sino de su libérrima voluntad. Y si alguna vez hace algo que antes había decidido que fuera malo, por el solo hecho de que El lo haga y lo haga con plena libertad, debe necesariamente suponerse que ha decidido que ya no sea malo sino bueno (por lo cual no será ya malo sino bueno).

Esta solución no está de ningún modo clara en las palabras de Pedro Damiano. Motivos afectivos parecen interferir con su lógica, y chocan con otros motivos afectivos.

En efecto, como asceta y moralista (místico, en el sentido de Eckhart y de Tauler, ciertamente no es), quiere poner a Dios lo más lejos posible del mal. A pesar de que, por un lado tiene en alta estima la imagen de Dios como soberano absoluto, por otro desea ardientemente presentar en El la imagen de la virtud perfecta, enteramente ajena a todo pecado, y la idea de que Dios pueda decidir un día que el adulterio o el perjurio no sean ya pecado, quizás no le resulte demasiado edificante.

De todas maneras, para explicar cómo el no poder hacer el mal no implica una limitación del verdadero poder en Dios, recurre a la tesis filosófica del mal como negación o privación del ser. Todo lo que Dios hace es bueno y por eso es algo, y todo lo que El no hace es nada (quidquid Deus facit, bonum est atque ideo aliquid est, et quicquid ille non facit nihil est). (10).

El mal en cuanto no proviene de Dios es, por tanto, una pura nada, aunque aparente ser algo:

Todos los males, pues, como las iniquidades y los crímenes, aun cuando parecen ser, no son; puesto que no provienen de Dios, nada son, precisamente porque Dios no los hizo en modo alguno y sin El nada fue hecho.

(Mala autem quaelibet, sicut sunt iniquitates et scelera, etiam cum videntur esse, non sunt, quia a Deo non sunt, quia videlicet Deus omnino non fecit, sine quo factum est nihil) (11).

Nada más ajeno, pues, al ser verdadero de Dios que el mal, puro ser aparente, y verdadera nada:

Los males, por consiguiente, aun cuando parecen ser no son, y están lejos de Aquel que es el verdadero y supremo ser

(Mala ergo etiam cum videntur esse, non sunt, et a b eo qui vere et summe est, procul sunt) (12).

La tesis del mal como carencia de ser y como nada, tiene, como se sabe, origen aristotélico, pero a Pedro Damiano probablemente le haya llegado a través de autores cristianos vinculados al neoplatonismo y en particular a través de San Agustín. Sin embargo, no cita a ninguno de estos autores y se limita en cambio a acumular textos bíblicos que, a su juicio, fundamentan dicha tesis (13).

En lo que se refiere a la naturaleza no cabe, sin embargo, duda alguna de que Dios puede revocar las leyes que El mismo ha fijado.

La naturaleza es contingente en su ser y en su obrar. Toda necesidad natural está condicionada por los decretos de Dios y depende de su libérrima voluntad. La relación que hay entre la naturaleza y su creador es análoga a la que existe entre el siervo y su señor. ¿Cómo ha de asombrarnos, pues, que aquél que impuso una ley y un orden a la naturaleza ejercite sobre la misma naturaleza la autoridad de su poder, sin que la necesidad natural se le oponga, rebelde, sino que, sometida a sus leyes, lo sirva como esclava? (Quid ergo mirum est si is, qui naturae legem dedit et ordinem, super eamdem naturam sui metus exerceat ditionem, ut ei naturae necessitas non rebellis obsistat, sed eius substrata legibus velut ancilla deserviat?) (14).

Y, si por mandato de Dios todas las cosas creadas están sujetas a la ley de la naturaleza, no por eso ha de creerse que esta leyes absoluta, pues ella misma está sujeta a la voluntad de Dios. Este, en efecto, al par que ha determinado que todas las cosas creadas se sometieran a la naturaleza, reservó al mandato de su poder la obediencia de la misma naturaleza, que a él se sujeta (quique creata quaelibet dominanti naturae subesse constituit, suae dominationis imperio naturae obsequentis oboedientiam deservavit) (15).

Si la naturaleza no es lo que es sino por la voluntad de Dios, de tal modo que esta misma voluntad puede considerarse como la verdadera naturaleza de la naturaleza, tampoco podría nadie extrañarse de que ésta, dejando de lado todas sus prerrogativas (leyes inmanentes), cuando Dios así lo quiere, obedezca sobre todas las cosas a la voluntad divina (16).

Los numerosos casos que, tomándolos de San Agustín en su mayor parte, Pedro Damiano cita como ejemplos, constituyen un curioso muestrario de las más extravagante; opiniones físicas y biológicas del Medioevo.

La salamandra -dice- vive entre las llamas, y no sólo no es dañada por ellas sino que, al contrario, por ellas subsiste. Ciertos gusanos nacen y viven en las aguas hirvientes. La paja, que es lo bastante fría para conservar durante mucho tiempo la nieve, es lo bastante caliente para madurar cualquier fruto verde. El fuego, que es en sí transparente, ennegrece todo lo que toca, y aunque resplandece y brilla, quita el color a todo lo que abraza. Y, sin embargo, las piedras, sometidas al fuego incandescente, se tornan blancas. El fuego, por otra parte, produce efectos contrarios en cosas no contrarias, ya que ennegrece la madera y blanquea las piedras que se le someten. Los carbones, que se rompen al más leve contacto, resisten durante largo tiempo la humedad, gracias al fuego que destruye las otras cosas. La cal también conserva escondido en sí el fuego, que sólo se manifiesta cuando se la extingue, o sea, cuando se la mezcla con agua. Pero, si en vez de agua se usa aceite, que es alimento del fuego, no se produce el más ligero calor. La piel de la serpiente, cocida en aceite hirviendo, alivia maravillosamente el dolor de oído. La chinche, con el olor que exhala, hace que quien se ha tragado una sanguijuela la vomite. Su aplicación alivia las dificultades urinarias. El diamante, que no puede ser cortado mediante el fuego o el hierro, se corta con sangre de chivo. El imán atrae el hierro y, sin embargo, si se le acerca un diamante no sólo deja de hacerlo sino que también si antes lo había hecho, ahora lo rechaza, como si una piedra tuviera miedo de otra piedra. El asbesto, piedra de Arcadia, tiene este nombre porque una vez encendida ya no se puede apagar más. La pirita, mineral de Persia, toma este nombre porque quema la mano de quien la aprieta con fuerza. En el mismo país existe otra piedra, llamada selenita, cuya blancura interior crece y decrece con la luna. La sal de Agrigento se disuelve al acercarse al fuego, y crepita, en cambio, cuando es arrojada al agua. En el país de los garamantes (ascendientes de los tuaregs) hay una fuente cuya agua durante el día es tan fría que no se puede beber de ella y durante la noche tan caliente que no se la puede tocar. En Epiro se halla otra fuente en la cual las antorchas encendidas no se apagan y las apagadas se reavivan. Hay en Egipto una higuera cuya madera, arrojada al agua, se sumerge, y después de permanecer un tiempo en el fondo, vuelve a flotar, precisamente cuando, impregnada de agua, debería sumergirse. En los campos de Sodoma se dan frutos que parecen maduros y cuando se los muerde no se encuentra en su interior sino ceniza y humo. En Capadocia las yeguas son fecundadas por el viento y sus crías no viven nunca más de tres años. En Tilon, isla de la India, los árboles no pierden jamás su follaje. En cierta región de Occidente, de las ramas de los árboles nacen pájaros, como si fueran frutos vivientes y cubiertos de pluma (17).

A decir verdad -concluye Damiano- ¿quién será capaz de enumerar tantos prodigios del poder divino que son realizados contra el orden corriente de la naturaleza y no se deben discutir por cierto con argumentos humanos sino más bien abandonar al poder del Creador?

(Enimvero quis tot virtutis divinae magnalia, quae contra communem naturae ordinem fiunt ennumerare sufficiat, quae nimirum non humanis discutienda sunt argumentis, sed virtuti potius reliquenda sunt Creatoris?).

Y entre tantos prodigios ¿quién dudará -para volver ahora a la cuestión originaria- que Dios es capaz de devolver la virginidad a una mujer desflorada? En efecto, ello puede entenderse en dos sentidos: 1°) en cuanto a la plenitud de los méritos (iuxta meritorum plenitudinem) y 2°) en cuanto a la integridad de la carne (iuxta carnis integritatem).

Es obvio que Dios puede hacer que los méritos de tal mujer igualen y aún sobrepasen a los de una virgen. De hecho hemos conocido muchas personas de uno y otro sexo que, después de los abominables halagos del placer, llegaron a una tan grande pureza de vida religiosa que no sólo aventajaron en santidad a todos los castos y púdicos sino que superaron también los no despreciables méritos de muchas vírgenes (plerosque novimus utriusque sexus homines post abominabiles voluptatis illecebras, ad tantam religiosa e vitae pervenisse mundiciam ut, non modo castos et pudicos quoslibet in sanctitate praecederent, sed et non contemnenda multarum virginum merita superarent) (18).

Pero no menos evidente resulta para Pedro Damiano que Dios puede también devolver a una mujer desflorada la condición física de la virginidad, reparando su himen:

¿En cuanto a la carne, en verdad, quién, aunque esté loco, podría dudar de que quien levanta a los caídos. libra a los esclavos engrillados y cura, en fin, toda fatiga y toda enfermedad, puede reparar el himen virginal?

(Juxta carnem vero, quis etiam versanae mentis addubitet eum videlicet qui erigit elisos, solvit compeditos, qui postremo curat omnem languorem et omnem infirmitatem, clausulam non posse reparare virgineam?) (19).

Sin embargo, el problema esencial no está en nada de esto y Pedro Damiano bien lo ve.

En efecto, cuando San Jerónimo y sus seguidores afirman que ni siquiera Dios puede devolver la virginidad a quien la ha perdido, no se refieren ni a la plenitud de los méritos ni a la integridad física.

En ningún momento dudan que Dios pueda reintegrar a una igual o aún mayor santidad a la que ha caído o que sea capaz de reparar el himen desflorado. Dicen simplemente esto: que nadie, ni el mismo Dios, puede hacer que lo sucedido no haya sucedido; que nadie, ni el mismo Dios, puede hacer que la virgen que ha sido violada no haya sido violada.

La objeción de fondo, se plantea así, según las mismas palabras de Damiano:

Si Dios es omnipotente en todo, como tú afirmas, ¿podrá acaso hacer que las cosas que sucedieron no hayan sucedido? El puede, sin duda, destruir todas las que han sido hechas, de modo que ya no existan, pero no puede entenderse de qué manera podría hacer que las cosas que han sido hechas no hayan sido hechas. Puede, en verdad, hacer que ahora y en el futuro Roma no exista, pues puede destruirla; pero ninguna mente llega a concebir cómo puede hacer que no haya sido fundada antiguamente.

(Si Deus, ut asseris, in omnibus est omnipotens, numquid potest hoc agere ut quae facta sunt, facta non fuerint? Potest certe facta quaeque destruere ut iam non sint, sed videri non potest quo pacto possit efficere ut quae facta sunt, facta non fuerint. Potest quippe fieri ut amodo et deinceps Roma non sit: potest enim destrui; sed ut antiquitus non fuerit conclita, quomodo possit fieri, nulla capit opinio) (20).

Lo que se pone en juego es nada menos que el principio de contradicción.

Sin embargo, Damiano no se arredra por eso. En su deseo de defender la omnipotencia divina más allá de toda limitación racional, intenta primero una respuesta basada en testimonios de la Escritura.

Dios, por lo común, crea las cosas futuras sin destruir las pasadas. A veces, sin embargo, destruye lo ya hecho para procurar algo mejor. Así leemos que aniquiló el mundo por el diluvio y la Pentápolis por el fuego. Y, aunque es cierto que en estos casos quitó el ser a las cosas presentes y futuras, y no a las pasadas, si consideramos el asunto con atención, veremos que los hombres perversos que en tales ocasiones fueron destruídos, por su constante tendencia al mal y al no ser, bien puede decirse que no existían (21).

Este intento de explicación no podía conformar, naturalmente, a los dialécticos, aferrados al rigor de los principios lógicos.

Contra ellos trata de establecer entonces Damiano esta fundamental distinción: la necesidad lógica no es lo mismo que la necesidad ontológica.

Lo que tiene valor dentro de los supuestos de la razón humana, es decir, lo que tiene vigencia para nuestro modo humano de pensar, no vale necesariamente en el ámbito de la realidad natural.

Las reglas de la dialéctica (o sea, de la lógica formal) no se aplican en el terreno de la naturaleza, que es contingente en su fundamento, en cuanto depende en su ser y en su accionar de la libre voluntad divina.

Más aún, la misma necesidad lógica que rige nuestro pensamiento no parece ser para Pedro Damiano sino una necesidad convencional, dependiente de las reglas del arte, que es, por cierto, un arte humano.

Cualquier cosa que ahora existe dice- en cuanto existe es necesario que exista, ya que mientras es no puede no ser. Igualmente lo que va a suceder, es imposible que no vaya a suceder, aunque existan muchas cosas que en sí mismas son contingentes, como el que hoy vaya o no vaya yo a caballo, el que hoy llueva o no llueva etc.

Estos hechos contingentes (utrumlibet) lo son más por la variable naturaleza de los seres (esto es, por una razón ontológica) que por una consecuencia de los juicios o de la predicación (esto es, por una razón lógica).

En efecto -continúa Pedro Damiano- de acuerdo al orden natural, es posible que hoy llueva o que no llueva; pero de acuerdo a las leyes del juicio, si está por llover es absolutamente necesario que esté por llover (o sea, es absolutamente imposible que no esté por llover), gracias al principio de contradicción. Desde este punto de vista lógico, no sólo es necesario que todo lo que fue haya sido sino también que todo lo que es, sea, y que todo lo que ha de ser, haya de ser. Es imposible, por tanto, que nada de lo que fue no haya sido, que nada de lo que es no sea, que nada de lo que está por venir no esté por venir.

Aplicando entonces este punto de vista a Dios, no sólo se le priva de todo poder sobre el pasado sino también sobre el presente y el porvenir (22).

Por eso, estas cosas que surgen simplemente de las argumentaciones de dialécticos y retóricos no deben aplicarse con ligereza a los misterios del poder divino y lo que ha sido inventado para servir de instrumento a los silogismos o a las conclusiones del juicio, no debe llevarse con pertinacia a las leyes sagradas ni contraponerse, con la necesidad de su conclusión, a la virtud divina.

(haec plane quae ex dialecticorum vel rethorum proddeunt argumentis, non facile divina e virtutis sunt aptanda mysteriis, et quae ad hoc inventa sunt ut in syllogismorum in strumenta proficiant, vel clausulas dictionum, absit ut sacris legibus pertinaciter inferant et divinae virtuti conclusionis suae necessitates opponant) (23).

Porque si este modo de argumentar se aplicara literalmente, Dios sería del todo impotente en cualquier momento, no sólo en el pasado sino también en el presente y en el futuro.

La necesidad lógica es vista aquí -y no sin razón- cual lo contrario a la libertad divina, tal como la Biblia la presenta.

Pero, un tanto paradójicamente, para justificar su tesis de que Dios puede cambiar el pasado no menos que el presente y el futuro, Pedro Damiano se ve obligado a recurrir a una serie de ideas elaboradas por la filosofía griega.

Recurre así, ante todo, a los conceptos de eternidad y ubicuidad, tal como los presenta el neoplatonismo.

Dios es eterno y desde su eternidad contempla con una única y simple mirada todas las cosas, constituídas en su presencia, de modo que para él nunca pasan del todo las cosas pretéritas ni sobrevienen las futuras (omnia, in prasentiae suae constituta conspectu, uno ac simplici contemplatur intuitu, ut sibi numquam penitus vel praeterita transeant vel futura succedant) (24).

El es siempre idéntico a sí mismo, no está sujeto al devenir ni al tiempo, pero incluye en sí todo devenir y todo tiempo.

Del mismo modo, no ocupa lugar en el espacio, pero contiene en sí todos los lugares del espacio.

Está dentro de todas las cosas y fuera de todas; encima de todas y debajo de todas; es superior a todas por su poder e inferior a todas por el sostén que les da; exterior a todas por su grandeza, interior a todas, porque las penetra por completo: Y es, por así decirlo, un lugar sin lugar, que contiene en sí todos los lugares, sin tener que moverse él mismo por tales lugares; y aunque a todos los llena, no ocupa con sus partes las partes del espacio, sino que está todo entero en todas partes, y no es más difuso en los lugares más anchos y más recogido en los más estrechos, ni más alto en los más sublimes, ni más bajo en los más bajos, ni mayor en las cosas grandes ni menor en las más pequeñas, sino que es uno y el mismo, simple e igual en todas partes (est enim, ut ita dixerim, locus inlocalis, qui sic in se continet omnia loca, ut non moveatur ipse per loca, et cum omnia simul impleat, non per partes sui occupat partes loci, sed totus ubique est, nec per ampliora loca diffusior nec pero angustiora contractior, nec altior in excelsis, nec plus humiliatus in infimis, non maior in magnis, minor in minimis, sed unus idemque simplex et aequalis ubique) (25).

Si se tienen en cuenta las raíces neoplatónicas de estas ideas y expresiones, no resultará extraño comprobar que las mismas presentan muchas analogías con la de ciertos pensadores del renacimiento, como Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, profundamente influídos por el neoplatonismo.

Pero no basta señalar el hecho, como lo hace Brezzi; es necesario advertir también que en aquellos filósofos renacentistas tales ideas armonizaban con una concepción del mundo claramente encaminada hacia el monismo y hacia la dialéctica, mientras que en Pedro Damiano son más bien un expediente para ponerse a salvo de la lógica formal (26).

Veamos, de todos modos, para acabar, cómo usa de este expediente y cómo justifica su tesis fundamental.

Omnipotencia, omnisciencia, inmutabilidad son coeternas con Dios. Desde aquella suprema cumbre de las cosas, dispensando sus derechos a todas las naturalezas, abraza en el arcano de su providencia todos los tiempos, pasados, presentes, y futuros, de modo que nada nuevo le sucede en absoluto y nada se le escapa en los diferentes momentos de su curso. Y no considera los diversos objetos con miradas diversas, de manera que cuando atiende a los del pasado se le escapen los del presente o los de] futuro, o, al revés, cuando considera los del presente o los del futuro tenga que apartar sus ojos de los del pasado, sino que con una sola y simple mirada de su muy presente majestad comprende al mismo tiempo todas las cosas; y esto no de un modo confuso e inextricable, sino que todas las discierne y según su propiedad las distingue (In illo itaque summo renun cardine naturarum omnium iura di spensans sic omnia tempora, praeterita videlicet, praesentia et futura, intra suae provisionis arcana complectitur ut nec novum aliquid sibi penitus accidat nec aliquid ab eo per cursus momenta recedat. Sed nec diversis obtutibus diversa considerat, ut, cum intendit praeteritis, vacet a praesentibus vel futuris, vel rursus cum praesentia sive futura considerat, oculos a praeteritis avertat, sed uno dumtaxat ac simplici praesentissimae maiestatis intuitu simul omnia comprehendet; neque hoc confuse ac inexplicabiliter, sed omnia discernit atque iuxta proprietatem suam quaeque distinguit) (27).

El hombre es como el espectador que se sienta en un teatro y no puede ver de una sola vez sino lo que está delante de él; Dios, en cambio, es como el que se sitúa por encima del teatro y puede abarcarlo todo con una sola mirada. Por eso Él, como está incomparablemente por encima de todo lo que cambia, contempla al mismo tiempo todas las cosas como presentes y sujetas a su mirada (quia omnia quae volvuntur incomparabiliter supereminet, omnia simul suis subiecta conspectibus praesentialiter videt) (28).

En realidad hay más sucesión para nosotros en el brevísimo lapso que tardamos en pronunciar la palabra cielo que para Dios en la infinita duración de los siglos. Cuando nosotros pronunciamos la primera sílaba de dicha palabra, todavía tenemos que pronunciar la segunda, y cuando pronunciamos la segunda, la primera ya ha pasado, mientras Dios en un solo instante abarca todos los tiempos.

Pero si todos los tiempos son para él un instante eternamente presente, es lícito inferir que pasado y futuro carecen de sentido como tales en el pensamiento y la acción de Dios.

Conforme a esto, podrá decirse, pues, que el poder divino se ejerce del mismo modo sobre el pasado que sobre el presente o el futuro.

El tiempo, que para nosotros transcurre a través de las cosas externas no fluye para Dios, por lo cual, en su eternidad permanecen fijadas todas las cosas que afuera el torbellino de los siglos incensantemente produce como no fijas (unde fit ut in aeternitate eius omnia fixa permaneant, quae non fixa extrinsecus saeculorum volumina indesinenter emanant) (29).

Remitiéndose así a estos conceptos neoplatónicos (sin duda a través de San Agustín y del Pseudo Dionisio), se pregunta, no sin cierto aire de triunfo, el gran enemigo de la Filosofía:

¿Qué cosa habrá, pues, que no pueda hacer, de todas las pasadas o futuras, aquel que fija y establece, en el presente de su majestad, sin cambio alguno, todas las cosas pasadas o futuras; aquel ante quien ciertamente está presente sin pasar el tiempo que precedió a aquellos hechos y el que encierra todos los que después han de suceder?

(Quid est ergo, quod ille non valeat de praeteritis omnibus vel futuris, qui videlicet omnia facta vel facienda sine ullo transitu defigit et statuit in suae praesentia maiestatis? Cui profecto et illud tempus intransibiliter adest quod ea quae facta sunt anteccesit et illud qua cuncta deinceps futura concludit) (30).

En resumen: Como para Dios todo es eterno presente, no cabe distinguir en su acción el presente del pasado y del futuro, y su poder se ejerce por igual sobre los acontecimientos que para nosotros son presentes o futuros como sobre aquellos que en nuestra perspectiva temporal son pasados. Nada impide, pues, que Él haga que lo sucedido no haya sucedido.

Que esta explicación consiga finalmente salvar el escollo representado por el principio de contradicción es algo de lo que el propio Damiano no está muy seguro.

Por eso, para rematar al dialéctico, cruel fiscalizador (durus exactor), recurre a un último y desesperado argumento: Si Dios todo lo puede, ¿por qué poner en duda su capacidad para hacer que una cosa sea y no sea al mismo tiempo? Supongamos, por hipótesis, que el permanecer las cosas entre el ser y el no ser sea algo malo. Si es malo es nada. Si es nada, Dios no lo ha hecho, puesto que nada fue hecho sin él, según la Escritura (31).

Pero Bertrand Russell, otro cruel fiscalizador, observa a este propósito:

La afirmación de que Dios puede anular el principio de contradicción suscita, por implicación, dificultades en la noción de omnipotencia. Si Dios es omnipotente ¿no podría, por ejemplo, hacer una piedra tan pesada que El no pudiera levantarla? Y, sin embargo, debería poder levantarla, si realmente es omnipotente. Así, pues, parece ser que puede y no puede levantarla. La omnipotencia resulta una noción imposible a menos que se abandone el principio de contradicción. Este último movimiento haría imposible el discurso. Por esta razón, la teoría de Damiano estaba condenada a ser rechazada (32).


Notas

(1) Cf. De aeternitate mundi contra murmurantes.

(2) De divina omnipotentia p. 62.

(3) De divina omnipotentia p. 64.

(4) Cf. Brezzi, op. cit. p. 50, n. 2.

(5) De divina omnípotentia p. 54.

(6) De divina omnipotentia p. 110.

(7) Introductio ad theologiam III 5 (Pat. lat. V. 178, col. 1096, cit. por Brezzi).

(8) De divina omnipotentia p. 56.

(9) De divina omnipotentia p. 62.

(10) De divina omnipotentia p. 100.

(11) De divina omnipotentia p. 104.

(12) De divina omnipotentia p. 108.

(13) De divina omnipotentia p. 104-106.

(14) De divina omnipotentia p. 120.

(15) Ibid.

(16) Cf. De divina omnipotentia p. 120-122.

(17) Cf. De divina omnipotentia p. 122-126.

(18) De divina omnipotentia p. 68.

(19) De divina omnipotentia, p. 68.

(19) De divina omnipotentia p. 70.

(20) De divina omnipotentia p. 70-72.

(21) De divina omnipotentia p. 72.

(22) Cf. De divina omnipotantia p. 76-78.

(23) De divina omnipotentia p. 78.

(24) De divina omnipotentia p. 82.

(25) De divina omnipotentia p. 84-86.

(26) De divina omnipotentia p. 86.

(27) De divina omnipotentia p. 88-90.

(28) De divina omnipotentia. p. 90.

(29) De divina omnipotentia p. 96.

(30) Ibid.

(31) De divina omnipotentia p. 100-102.

(32) La sabiduría de Occidente - Madrid 1964 - p. 149.

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